El amigo Manso/Capítulo XIV


Capítulo XIV - ¿Pero cómo, Dios mío, nació en mí aquel propósito? editar

¿Nació del sentimiento o de la razón? Hoy mismo no lo sé, aunque trato de sondear el problema, ayudado de la serenidad de espíritu de que disfruto en este momento.

«Esta joven es un tesoro» dije a mi hermano y a Lica, que estaban muy contentos con los progresos de las niñas.

En los días buenos, Irene y las tres criaturas salían a paseo. Yo cuidaba mucho de que no se alterara aquella costumbre, recomendada por la higiene, y me agregaba a tan buena compañía las más de las tardes, unas veces porque hacía propósito de ello, otras porque los encontraba (no sé si casualmente) en la calle. Estas casualidades ocurrían con orden tan infalible, que dejaron de serlo. Hablando con Irene, pude observar que no era mujer con pretensiones de sabia, sino que poseía la cultura apropiada a su sexo y superior indisputablemente a toda la que pudieran mostrar las mujeres de nuestro tiempo. Tenía rudimentos de algunas ciencias, y siempre que hablaba de cosas de estudio lo hacía con tanto tino, que más se la admiraba por lo que no quería saber que por lo que no ignoraba.

Nuestras conversaciones en aquellos gratos paseos eran de cosas generales, de aficiones, de gustos y a veces del grado de instrucción que se debe dar a las mujeres. Conformándose con mi opinión y apartándose del dictamen de tanto propagandista indigesto, manifestando antipatía a la sabiduría facultativa de las mujeres y a que anduviese en faldas el ejercicio de las profesiones propias del hombre; pero al mismo tiempo vituperaba la ignorancia, superstición y atraso en que viven la mayor parte de las españolas, de lo que tanto ella como yo deducíamos que el toque está en hallar un buen término medio.

Y a medida que me iba mostrando su interior riquísimo, iba yo encontrando mayor consonancia y parentesco entre su alma y la mía. No le gustaban los toros, y aborrecía todo lo que tuviera visos de cosa chulesca. Era profunda y elevadamente religiosa; pero no rezona, ni gustaba de pasar más de un rato en las iglesias. Adoraba las bellas artes y se dolía de no tener aptitud para cultivarlas. Tenía afanes de decorar bien el recinto donde viviese y de labrarse el agradable y cómodo rincón doméstico que los ingleses llaman home. Sabía poner a raya el sentimentalismo huero que desnaturaliza las cosas y evocar el sano criterio para juzgarlas, pesarlas y medirlas como realmente son.

Cuando hubo adquirido más franqueza, me contaba algunas anécdotas de doña Cándida, que me hacían morir de risa. Comprendí cuánto debió de sufrir la pobre joven en compañía de persona tan contraria a su natural recto y a sus gustos delicados. Confianza tras confianza, fue contándome poco a poco, en sucesivos paseos y sesiones interesantes, cosas de su infancia y pormenores mil, que así revelaban su talento como su exquisita sensibilidad.

Y en esto se echaron encima las Pascuas. Lica había dado a luz el 15 de Diciembre un enteco niño de quien fui padrino y a quien pusimos por nombre Máximo. Mi hermano, gozoso del crecimiento de la familia, se extremó tanto en dar propinas y en hacer regalos, que yo estaba asustado y le aconsejé que se refrenara, porque los excesos de su liberalidad tocaban ya en el mal gusto. Pero él, con tal de oír las manifestaciones de gratitud y de que se alabara su desprendimiento, no vacilaba en exprimir sus bolsillos. Aquellos días hubo en casa una reunión magna de la Sociedad para socorro de los inválidos de la industria, y se nombraron no sé cuántas comisiones y subcomisiones, las cuales eligieron sus respectivas ponencias para emitir pronto y luminoso dictamen sobre los gravísimos puntos de doctrina y aplicación que se habían de tratar. ¡Bienaventurados obreros, y qué felices iban a ser cuando aquella máquina, todavía no armada, echase a andar, llenando a España con su admirable movimiento y esparciendo rayos de beneficencia por todas partes!

Las tardes de la semana de Navidad, que para algunos es tan alegre y para mí ha sido siempre muy sosa, las pasábamos acompañando a Lica. Doña Cándida no faltaba nunca, y demostraba a mi cuñada y a su niño una ternura idolátrica, cuya última nota era quedarse a comer. La admiración táctica de Calígula por el cocinero de la casa, si discreta, no era nada platónica.

Una tarde se les antojó a los chicos ir al teatro, y como el de Martín está tan cerca y daban El Nacimiento del Hijo de Dios y La Degollación de los Inocentes, tomé un palco y nos fuimos allá, Irene, yo y la familia menuda. Chita, que se dispuso a ir también y llegó hasta la escalera con un sombrerote tan grande que no se le veía la cara, se volvió adentro porque se sentía muy fluxionada. Yo estaba alegre aquella tarde, y el aspecto del teatro, poblado de criaturas de todas edades y sexos, aumentaba mi regocijo, el cual no sé si provenía de una recóndita admiración de la fecundidad y aumento de la especie humana. Hacía bastante calor allí dentro, y las estrechas galerías, donde tanta gente se acomodaba, parecían guirnaldas de cabezas humanas, entre las cuales descollaban las de los chiquillos. No he visto algazara como aquélla; arriba, uno pedía la teta, abajo berraqueaba otro, y en palcos y butacas las pataditas, el palmoteo, y aquel continuo mover de caras, producían confusión, mareo y como un principio de demencia. Las luces rojizas del gas daban a aquel recinto, donde hervían ardientes apetitos de emociones, tanta bulliciosa y febril impaciencia, no sé qué graciosa similitud con calderas infernales o con un infiernito de juego y miniatura, improvisado en el Limbo en una tarde de Carnaval.

Mucho terror causó a Pepito María ver salir al demonio, luego que se alzó el telón. Era el más feo mamarracho que he visto en mi vida. El pobre niño escondía su cara para no verlo; sus hermanitas se reían, y él, excitado por todos para que perdiese el miedo, no se aventuraba más que a abrir un poquito de un ojo, hasta que, viendo los horribles cuernos del actor que hacía de demonio, los volvía a cerrar y pedía que le sacaran de allí. Felizmente la salida de un ángel, armado de lanza y escudo, que con cuatro palabras supo acoquinar al diablo y darle media docena de patadas, tranquilizó a Pepito, el cual se animó mucho oyendo las exclamaciones de contento que de todos los puntos del teatro salían.

A medida que adelantaba la exposición del drama, Irene y yo nos admirábamos de que asunto tan serio, poético y respetable, se pusiera en indecente farsa. Sale allí un templo con una ceremonia del casamiento de la Virgen, que es lo que hay que ver y oír. El sacerdote, envuelto en una sábana con tiras de papel dorado, tenía todo el empaque de un mozo de cuerda que acabase de llegar de la esquina próxima. Vimos a San José, representado por un comiquejo de estos que lucen en los sainetes y que allí era más ridículo por la enfática gravedad que quería dar al tipo incoloro y poco teatral del esposo de María; vimos a esta, que era una actriz de fisonomía graciosa, con más de maja que de señora, y que se esforzaba en poner cara inocente y dulzona. Vestida impropiamente, no podía acomodar su desfigurado talle de modo que desapareciesen los indicios de próxima maternidad. Pero lo más repugnante de aquella farsa increíble era un pastor zafio y bestial, pretendiente a la mano de María, y que en la escena del templo y en el resto de la obra, se permitía groseras libertades de lenguaje a propósito de la mansedumbre de San José. Irene opinaba, como yo, que tales espectáculos no deben permitirse, y hacía consideraciones bien tristes sobre los sentimientos religiosos de un pueblo que semejantes caricaturas tolera y aplaude.

Esto me llevó a hablarle del teatro en general, de su convencionalismo, de las falsedades que le informan, y hablaba de esto, porque no se me ocurría la manera de introducir en la conversación otros temas más en armonía con el estado de mis sentimientos. Yo buscaba fórmulas de transición y hallaba en mí increíble torpeza. Creo que el calor, el bullicio de los entreactos y el tedio de aquel sacrílego sainetón ponían en mi mente un aturdimiento espantoso. No sé qué fatal y desconocida fuerza me llevaba a no poder tratar más que asuntos comunes, desabridos y áridos, como una lección de mi cátedra. La misma belleza y gracia de Irene, lejos de espolearme, ponía como un sello en mi boca, y en todo mi espíritu no sé qué misteriosas ligaduras.

Ignoro cómo rodó la conversación a cosas y hechos de su infancia. Irene me habló de su padre, que fue caballerizo; recordaba vagamente su uniforme con bordados, una pechera roja, un tricornio sobre una cara que se inclinaba hacia ella, chiquitita, para darle besos. Recordaba que en los albores de su conocimiento, todo respiraba junto a ella profundo respeto hacia la Casa Real. Una tía suya paterna, más humana que doña Cándida, la amaba entrañablemente. Esta señora recibía una pensión de la Casa Real, porque su esposo, sus padres, abuelos y tatarabuelos habían sido también caballerizos, sumilleres, guardamangieres o no sé qué. El entusiasmo de esta señora por la regia familia era una idolatría. Cuando sobrevino la revolución del 68, la tía de Irene perdió la pensión y el juicio, porque se volvió loca de pena, y al poco tiempo murió, dejando a su tierna sobrina en las garras de doña Cándida.

Verdaderamente, estas cosas tenían para mí un interés secundario, y más cuando mi espíritu me atormentaba con la idea de una urgente manifestación de sentimientos. Por natural simpatía, mi cabeza se asimilaba y hacía suyo aquel estado de congoja moral, y empezaba a molestarme con una obstrucción dolorosa. Y permanecí callado en un ángulo del palco, mientras los chicos miraban embobecidos el cuadro de la Anunciación, el del Empadronamiento y el viaje a Belén. Irene conoció en mi silencio que me dolía la cabeza, y me dijo que saliendo un poquito a la calle para que me diera el aire se me quitaría.

Pero no quise salir, y durante el segundo entreacto hablamos... ¿de qué?, pues del caballerizo, de la tía de Irene, que padecía jaqueca de tres días, con vómito, delirio y síncope. Poco después, alzado otra vez el telón, vimos el monte, la cascada de agua natural que caía de lo alto del escenario, y escurría entre hojalata; los pastores y el rebaño vivo, compuesto de una docena de blancos borregos. En aquel momento parecía que se iba a hundir el teatro: tan loco entusiasmo suscitaban los chorros de agua y los corderos. Yo, como artista, consideraba la índole de unos tiempos en que se hacen zarzuelas del Nuevo Testamento, y luego, mientras se presentaba a los admirados ojos de la chiquillería, de las criadas y nodrizas el bonito cuadro del Portal, dejose ir mi mente a un orden de juicios que no eran totalmente distintos de los anteriores. Viendo en caricatura los hechos más sagrados y puesto en farsa lo que la religión llama misterio para hacerlo más respetable, se despertó en mí un prurito de crítica que, a mi parecer, no dejaba de relacionarse con el pícaro dolor de cabeza, pues parecía que este lo estimulaba, dando a mi criterio pesimista la agudeza de aquel filo que me cortaba el cráneo. Y lo más raro fue que mi crítica implacable se cebaba en aquello que más admiraban mis ojos y que traía a mi espíritu tan risueñas esperanzas. Sin duda aquel feo demonio que tanto había asustado a Pepito, se metió en mí, porque yo no cesaba de contemplar a Irene, no para saciarme en la vista de sus perfecciones, sino para buscarle defectos y encontrárselos en gran número; que esto era lo más grave. Su nariz me parecía de una incorrección escandalosa, sus cejas demasiado tenues no permitían que luciera bastante la proyección melancólica de sus ojos. ¿No era su boca quizás, o sin quizás, más grande de lo conveniente? Luego dejaba correr mi despiadada regla por el cuello abajo y encontraba que en tal o cual parte hacía el vestido demasiados pliegues, que el corsé no acusaba perfiles estéticos, que la cintura se doblaba más de lo regular, y al mismo tiempo, ni había en su traje el esmerado corte que, a mi juicio, debía tener, y sus guantes tenían una roturilla, y sus orejas estaban demasiado rojas, no sé si por el calor, y su sombrero era muy grande, y sus cabellos... Pero ¿a qué seguir? Mi cruel observación no perdonaba nada, iba a rebuscar los defectos hasta en las regiones menos visibles, y al hallarlos, cierta complacencia impía daba descanso a mi espíritu y alivio a mi dolor de cabeza... ¡Tontería grande aquel trabajo mío, y cómo me reí de él más tarde! ¡Ni qué cosa humana habrá que a tal análisis resista! Pero es una desdicha conocer el amargo placer de la crítica, y ser llevado por impulsos de la mente a deshojar la misma flor que admiramos. Vale más ser niño y mirar con loco asombro las imperfecciones de un rudo juguete, o sentar plaza para siempre en la infantería del vulgo. Esto me llevaba a sospechar si el ideal estético será puro convencionalismo, nacido de la finitud o determinación individual, y si tendrán razón los tontos al reírse de nosotros, o lo que es lo mismo, si los tontos serán en definitiva los discretos.

«¡Pobrecito Máximo! -me dijo de improviso Irene, en el momento que caía el telón-. ¿No se alivia esa cabeza?».

Estas palabras me hicieron el efecto de un disciplinazo. Parece que me habían despertado de un letargo. La miré, pareciome entonces tan acabada como yo torpe, malicioso y zambo de cuerpo y alma.

«Me duele mucho... El calor..., el ruido...».

En aquel momento llamaban al autor, que no era San Lucas.

«Pues vámonos», dijo Irene.

Fue preciso hacer creer a las niñas que se había acabado todo. Pero Belica, la mayor, estaba bien enterada del programa y nos decía muy afligida: «Si falta la degollación...».

Irene las convenció de que no faltaba nada, y salimos.

«Le pondré a usted paños de agua sedativa» me dijo la profesora al atravesar la calle de Santa Águeda.

¡Me pondría paños! Al oírla me pareció, no ya perfecta, sino puramente ideal, hermana o sobrina de los ángeles que asisten en el Cielo a los santos achacosos y les dan el brazo para andar, y vendan y curan a los que fueron mártires, cuando se les recrudecen sus heridas.

«El agua sedativa no me hace bien. Veremos si puedo dormir un poco».

-¿Se va usted a casa?

-No; me echaré en el sofá del despacho de José María.

Y así lo hice. Muy entrada la noche, cuando desperté y me dieron una taza de té, ya despejada la cabeza, sentí vivos deseos de ver a Irene, pero no me atreví a preguntar por ella. Al salir para retirarme a mi casa, doña Jesusa, como si adivinara mi pensamiento, me dijo:

«Esa niña, esa Irenita vale un Perú, es más buena... Hasta hace un rato ha estado cosiendo. Ya se ha encerrado en su cuarto. ¿Pero creerá usted que duerme? Está leyendo acostada».

Al pasar vi claridad en el montante de la puerta. ¡Luz en su cuarto! ¿Qué leería?