El amigo Manso/Capítulo XII
Capítulo XII - ¡Pero qué poeta!
editarEra de estos que entre los de su numerosa clase podía ser colocado, favoreciéndole mucho, en octavo o noveno lugar. Veinticinco años, desparpajo, figura escueta, un nombre muy largo formado con diez palabras; un desmedido repertorio de composiciones varias, distribuidas por todos los albums de la cursilería; soberbia y raquitismo componían las tres cuartas partes de su persona: lo demás lo hacían cuello estirado, barbas amarillentas y una voz agria y dificultosa, como si manos impías le estuvieran apretando el gaznate. Aquel pariente lejano de las musas (no vacilo en decirlo groseramente) me reventaba. La idea pomposa que de sí mismo tenía, su ignorancia absoluta y el desenfado con que se ponía a hablar de cuestiones de arte y crítica me causaban mareos y un malestar grande en todo el cuerpo. Vivía de un mísero empleíllo de seis mil reales, y tal tono se daba, que a muchos hacía creer que llevaba sobre sí el peso de la Administración. Hay hombres que se pintan en un hecho, otros en una frase. Este se pintaba en sus tarjetas. Parece que el Director General le había elegido para que le escribiese las cartas, y estimando él esto como el mayor de los honores, redactaba sus tarjetas así:
Francisco de Paula de la Costa
y Sainz del Bardal
JEFE DEL GABINETE PARTICULAR
Luego venían las señas: Aguardiente, 1.
Y a la cabeza de esta retahíla, la cruz de Carlos III, no porque él la tuviese, sino porque su padre había tenido la encomienda de dicha orden. Cuando este caballerito daba su tarjeta por cualquier motivo, le parecía a uno que recibía una biblioteca. Yo pensaba que si llegaba un día en que por artes del demonio hubiera de inscribirse el nombre de aquel poeta en el templo del arte, se habría de coger un friso entero.
Actualmente han variado las tarjetas; pero la persona no. Es de estos afortunados seres que concurren a todos los certámenes poéticos y juegos florales que se celebran en los pueblos, y se ha ganado repetidas veces el pensamiento de oro o la violeta de plata. Sus odas son del dominio de la farmacia por la virtud somnífera y papaverácea que tienen; sus baladas son como el diaquilón, sustancia admirable para resolver diviesos. Hace pequeños poemas, fabrica poemas grandes, recorta suspirillos germánicos y todo lo demás que cae debajo del fuero de la rima. Desvalija sin piedad a los demás poetas y tima ideas; cuanto pasa por sus manos se hace vulgar y necio, porque es el caño alambique por donde los sublimes pensamientos se truecan en necedades huecas. En todos los albums pone sus endechas expresando la duda o la melancolía, o sonetos emolientes seguidos de metro y medio de firma. Trae sofocados a los directores de Ilustraciones para que le inserten sus versos, y se los insertan por ser gratuitos; pero no los lee nadie más que el autor, que es el público de sí mismo.
Este tipo, que aún suele visitarme y regalarme alguna jaqueca o dolor de estómago, era uno de los principales ornamentos de los salones de mi hermano, pues si este no le hacía caso, Lica y su hermana le traían en palmitas por la pícara inclinación que ambas tenían al verso. Excuso decir que a los dos días de conocimiento, ya D. Francisco de Paula de la Costa y Sainz del Bardal... ¡Dios nos asista!... les había compuesto y dedicado una caterva de elegías, doloras, meditaciones y nocturnos en que salían a relucir los cocoteros, manglares, hamacas, sinsontes, cucuyos y la bonita languidez de las americanas.
Pero la gran adquisición de mi hermano fue D. Ramón María Pez. Cuando este hombre asistió a las reuniones, todas las demás figuras se quedaron en segundo término; toda luz palideció ante un astro de tal magnitud. Hasta el poeta sufrió algo de eclipse. Pez era el oráculo de toda aquella gente, y cuando se dignaba expresar su opinión sobre lo que había pasado aquel día en el Congreso, sobre el arreglo de la Hacienda o el uso de la regia prerrogativa, reinaba en torno de él un silencio tan respetuoso que no lo tuvo igual Platón en el célebre jardín de Academos. El buen señor, diputado ministerial y encargado de una Dirección, tenía tal idea de sí mismo, que sus palabras salían revestidas de autoridad sibilina. Obligado por las exigencias sociales, yo no tenía más remedio que poner atención a sus huecos párrafos, que resonaban en mi espíritu con rumor semejante al de un cascarón de huevo vacío cuando se cae al suelo y se aplasta por sí solo. La cortesía me obligaba a oírle; pero mi corazón le despreciaba como despreciamos esa artimaña de feria que llaman la cabeza parlante. Él no debía de tenerme gran estima; pero como hombre de mundo, afectaba respeto a los estudios serios que eran mi tarea constante. Así, siempre que venía rodando a la conversación algún grave tema, decía con cierta benevolencia un poquillo socarrona: «Eso, al amigo Manso...».
Llevado por Pez fue también Federico Cimarra, hombre que conocen en Madrid hasta las piedras, como le conocían antes los garitos, también diputado de la mayoría de estos que no hablan nunca, pero que saben intrigar por setenta, y afectando independencia, andan a caza de todo negocio no limpio. Constituyen estos antes que una clase, una determinación cancerosa, que secretamente se difunde por todo el cuerpo de la patria, desde la última aldea hasta los Cuerpos Colegisladores. Hombre de malísimos antecedentes políticos y domésticos, pero admitido en todas partes y amigo de todo el mundo, solicitado por servicial y respetado por astuto, Cimarra no tenía las formas enfáticas del señor de Pez, antes bien era simpático y ameno. Solíamos echar grandes párrafos, él mostrándome su escepticismo tan brutal como chispeante, yo poniendo a las cosas políticas algún comentario que concordaba, ¡extraña cosa!, con los suyos. De esta clase de gentes está lleno Madrid: son su flor y su escoria, porque al mismo tiempo le alegran y le pudren. No busquemos nunca la compañía de estos hombres más que para un rato de solaz; estudiémosles de lejos, porque estos apestados tienen notorio poder de contagio, y es fácil que el observador demasiado atento se encuentre manchado de su gangrenoso cinismo cuando menos lo piense.
Y las recepciones de mi hermano ganaban en importancia de día en día, y no un periodiquín que se salió con que allí reinaba el buen tono, y dijo que todos éramos muy distinguidos. José María vio con gozo que entraban títulos en sus salones, cosa que a mí nunca me pareció difícil. El primero a quien tuvimos el honor de recibir fue al conde de Casa-Bojío, hijo de los marqueses de Tellería, casado con una cubana millonaria y distinguidísima. Se esperaba que no tardaría en ir también la marquesa de Tellería, y quizás quizás el marqués de Fúcar.
Pero lo más digno de consignarse y aun de ser transmitido a la historia, es que en las tertulias de Manso nació una de las más ilustres asociaciones que en estos tiempos se han formado y que más dignifican a la humanidad. Me refiero a esa Sociedad general para socorro de los inválidos de la industria, que hoy parece tiene vida robusta y presta eficaces servicios a los obreros que se inutilizan por enfermedad o cualquier accidente. Yo no sé de quién partió la idea, pero ello es que tuvo feliz acogida, y en pocas noches se constituyó la junta de gobierno y se hicieron los estatutos. D. Ramón Pez, que tocante a la estadística, a la administración, a la beneficencia, era un verdadero coloso, y combinaba estas tres materias para sacar estados llenos de números y de los números pasmosas enseñanzas, fue nombrado presidente. A Cimarra hiciéronle vicepresidente, a mi hermano tesorero, y Sainz del Bardal, que era quien más mangoneaba en esto, se hizo a sí mismo secretario. ¡Que siempre, oh bondad de Dios, han de andar los poetas en estas cosas! Yo, por más que luché para no ser más que soldado raso en aquella batalla filantrópica, no pude evitar que me nombraran consiliario. No me molestaba el cargo ni su objeto, sino la negra suerte de tener que bregar con el poeta y de sufrir a toda hora la ingestión de sus increíbles necedades. Era su trato como sucesivas absorciones de no sé qué miasmas morbosos. Yo me ponía malo con aquel dichoso hombre. Manuel Peña le odiaba tanto, que le había puesto por nombre el tifus, y huía de él como de un foco de intoxicación.
Y ya que hablo de Peña, diré que era muy considerado en la tertulia y que se apreciaban sus méritos y condiciones. Algo y aun algos se transparentaba a veces del inconveniente de la tabla de carne; pero la cortesía de todos, el tufillo democrático de algunos tertuliantes, y más que nada, la finura, corrección y caballerosidad de Peña, ponían las cosas en buen terreno. ¡Cosa rara!, el que más parecía estimarnos a Peña y a mí era el cínico Cimarra, des preocupadísimo, apasionado, según decía, de la gente que vale. Era de estos que se burlan del saber y admiran a los que saben. Pero no me gustó que el mismo Cimarra fuese quien por primera vez dio en llamar a mi discípulo Peñita, diminutivo que le quedó fijo y estampado, y que, digan lo que quieran, siempre lleva en sí algo de desdén.
José María pasaba el día rumiando lo que por la noche se había dicho en la tertulia, y no se ocupaba más que de fortificar sus ideas y de organizarlas de modo que estuvieran conformes con el credo del partido.
«¿Qué te parece el partido?» me preguntaba con frecuencia.
Y yo le respondía que el partido era el mejor que hasta la fecha se había visto. A lo que él decía: «Yo quisiera que se organizase a lo inglés... porque esto es lo verdaderamente práctico, ¿eh? Es verdaderamente lamentable que aquí no estudie nadie la política inglesa y que vivamos en un tejer y destejer verdaderamente estéril».
Yo le oía, y alabando a Dios, le daba cuerda para que siguiese adelante en sus apreciaciones y me mostrase, como asunto de estudio, la asombrosa variedad de las manías humanas.
Volviendo alguna vez los ojos a los asuntos de su casa y de sus hijos, me decía:
«Bueno será que des una vuelta por el cuarto de los chicos, ¿eh?... a ver qué tal se porta esa institutriz verdaderamente notable».
Yo lo hacía de muy buen grado. Iba por un rato, y sin darme cuenta de ello, me pasaba allí un par de horas, inspeccionando las lecciones y contemplando como un tonto a la maestra, cuya belleza, talento y sobriedad me agradaban en extremo.