El amigo Manso/Capítulo VI


Capítulo VI - Se llamaba Irene editar

Su palidez, su mirada un tanto errática y ansiosa, que parecía denotar falta de nutrición; su actitud cohibida y pudorosa, como si le ocasionaran vivísimo disgusto las comisiones de su tía, me inspiraban mucha lástima. Así es que además de la limosna, yo solía tener en mi mesa algún repuesto de golosinas. Presumiendo que rara vez tendrían satisfacción en ella los vehementes apetitos infantiles, dábale aquellas golosinas sin hacerla esperar, y ella las cogía con no disimulada ansia, me daba tímidamente las gracias, bajando los ojos, y en el mismo instante empezaba a comérselas. Sospeché que este apresuramiento en disfrutar de mi regalo, era por el temor de que si llegaba a su casa con caramelos o dulces en el bolsillo, doña Cándida querría participar de ellos. Más adelante supe que no me había equivocado al pensar de este modo.

Me parece que la estoy mirando junto a mi mesa escudriñando libros, cuartillas y papeles, y leyendo en todo lo que encontraba. Tenía entonces doce años y en poco más de tres había vencido las dificultades de los primeros estudios en no sé qué colegio. Yo la mandaba leer, y me asombraba su entonación y seguridad así como lo bien que comprendía lo que leía, no extrañando palabra rara ni frase oscura. Cuando le rogaba que escribiese, para conocer su letra, ponía mi nombre con elegantes trazos de caligrafía inglesa, y debajo añadía: catedrático.

Hablando conmigo y respondiendo a mis preguntas sobre sus estudios, su vida y su destino probable, me mostraba un discernimiento superior a sus años. Era el bosquejo de una mujer bella, honesta, inteligente. ¡Lástima grande que por influencias nocivas se torciese aquel feliz desarrollo o se malograse antes de llegar a conveniente madurez! Pero en el espíritu de ella noté yo admirables medios de defensa y energías embrionarias, que eran las bases de un carácter recto. Su penetración era preciosísima, y hasta demostraba un conocimiento no superficial de las flaquezas y necedades de doña Cándida. Solía contarme con gracioso lenguaje, en el cual el candor infantil llevaba en sí una chispa de ironía, algunos lances de la pobre señora, sin faltar al respeto y amor que le tenía.

La compasión que esta criatura me inspiraba, crecía viéndola mal vestida y peor calzada. Durante muchos meses, que ahora se me representan años, vi en ella un como sombrero de paja, una especie de cesta deforme y abollada, con una cinta pálida, como el propio rostro de Irene, que caía por un lado del modo menos gracioso que puede imaginarse. Todo lo demás de su vestimenta era marchito, ajado, viejo, de tercera o cuarta mano, con disimulos aquí y allí que aumentaban la fealdad. Tanto me desagradaba ver en sus pies unas botas torcidas, grandonas, destaconadas, que determiné cambiarle aquellas horribles lanchas por un par de botinas elegantes. Entregarle el dinero habría sido inútil porque doña Cándida lo hubiera tomado para sí. Mi diligente ama de llaves se encargó de llevar a Irene a una zapatería, y al poco rato me la trajo perfectamente calzada. Como le vi lágrimas en los ojos, creí que las botinas, por ser nuevas, le apretaban cruelmente; pero ella me dijo que no, y que no. Y para que me convenciera de ello se puso a dar saltos y a correr por mi cuarto. Riendo, riendo se le secaron las lágrimas.

Algunos días el papelito, después de la petición de dinero, traía esta nota:

«Te ruego que proporciones a Irene una gramática».

Y en otra ocasión:

«Irene tiene vergüenza de pedirte un libro bonito que leer. A mí mándame una novela interesante o, si lo tienes, un tomo de causas célebres».

Lo de los libros para Irene lo atendía yo con muchísimo gusto. Pero su palidez, su mirada afanosa me revelaban necesidades de otro orden, de esas que no se satisfacen con lecturas, ni admiten sofismas del espíritu: la necesidad orgánica, la imperiosa ley de la vida animal, que los hartos cumplimos sin poner atención en ella ni cuidarnos del sufrimiento con que la burlan o la trampean los menesterosos. ¡Cosa, en verdad, tristísima! Irene tenía hambre. Convencime de ello un día haciéndola comer conmigo. La pobrecita parecía que había estado un mes privada de todo alimento, según honraba los platos. Sin faltar a la compostura, comió con apetito de gorrión, y no se hizo mucho de rogar para llevarse envueltos en un papel, los postres que sobraron. De sobremesa parecía como avergonzada de su voracidad; hablaba poco, acariciaba al gato, y después me pidió un libro de estampas para entretenerse.

Era niña poco alborotadora y que no gustaba de enredar. Fuera de aquella ocasión de las botas, nunca la vi saltando en mi cuarto, ni metiendo bulla. Generalmente se sentaba callada y juiciosa como una mujer, o miraba una tras otra las láminas colgadas en la pared, o pasaba revista a los rótulos de la biblioteca, o cogía, previo permiso mío, cualquier librote de ilustraciones o viajes para recrearse en los grabados. Tanto respeto me tenía, que ni aun se atrevía a preguntar, como otros niños: «¿qué es esto, qué es lo otro?». O lo adivinaba todo, o se quedaba con las ganas de saberlo.

El día de mi santo vino a traerme una relojera bordada por ella, y ¡caso inaudito!, aquel día, por consideración especial del cínife, no trajo papelito. En otras solemnidades me obsequió con varias cosillas de labores y una cajita de papel cañamazo, que no conservo aún, porque un día la cogió el gato por su cuenta y me la hizo pedazos. Yo correspondí a las finezas de Irene y a la compasión que me inspiraba, comprándole un vestidillo.

Esta inteligente y desgraciada niña no era sobrina de doña Cándida, sino de García Grande. Sus padres habían estado en buena posición. Quedó huérfana en vida del esposo de doña Cándida, el cual la trató como hija. Vino el desastre con la muerte del asegurador de vidas; pero afortunadamente Irene no estaba en edad de apreciar el brusco paso de la bienandanza a la adversidad. Conservola a su lado mi cínife, por no tener la criatura otros parientes. Y yo pregunto: ¿fue un mal o un bien para Irene haber crecido entre escaseces y haberse educado en esa negra academia de la desgracia que a algunos embrutece y a otros depura y avalora, según el natural de cada uno? Yo le preguntaba si estaba contenta de su suerte, y siempre me respondía que sí. Pero la tristeza que despedían, como cualidad intrínseca y propia, sus bonitos ojos; aquella tristeza que a veces me parecía un efecto estético, producido por la luz y color de la pupila, a veces un resultado de los fenómenos de la expresión, por donde se nos transparentan los misterios del mundo moral, quizás revelaba uno de esos engaños cardinales en que vivimos mucho tiempo, o quizás toda la vida, sin darnos cuenta de ello.

A medida que el tiempo pasaba y que Irene crecía, escaseaban sus visitas, lo que no significaba mejoramiento de fortuna en doña Cándida, sino repugnancia de Irene a desempeñar las innobles misiones de la esquelita del petitorio. Desarrollado con la edad su amor propio, la pequeña venía a mi casa sólo para las exacciones de cuantía, y las menudas las hacía la criada. Por último, rodando insensiblemente el tiempo, llegó un día en que todas las comisiones las desempeñaba la criada. Dejé de ver a la sobrina de mi cínife, aunque siempre por este y por la muchacha tenía noticias de ella. Supe, al fin, con injustificada sorpresa, que llevaba traje bajo, cosa muy natural, pero que a mí me pareció extraña, por este rutinario olvido en que vivimos del crecimiento de todas las cosas y la marcha del mundo. Me agradó mucho saber que Irene había entrado en la Escuela Normal de Maestras, no por sugestiones de su tía, sino por idea propia, llevada del deseo de labrarse una posición y de no depender de nadie. Había hecho exámenes brillantes y obtenido premios. Doña Cándida me ponderaba los varios talentos de su sobrina, que era el asombro de la escuela, una sabia, una filósofa, en fin, una cosa atroz...

Esta parte de mi relato viene a caer hacia 1877. En este año me mudé de la sosegada calle de Don Felipe a la bulliciosa del Espíritu Santo, y poco después conocí a doña Javiera, y emprendí la educación de Manuel Peña, con todo lo demás que, sacrificando el orden cronológico al orden lógico, que es el mío, he contado antes. El tiempo como reloj que es, tiene sus arbitrariedades; la lógica, por no tenerlas, es la llave del saber y el relojero del tiempo.