Cuentos del hogar
El ama del cura

de Antonio Trueba


El ama del cura

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Era el rector o párroco de Cegama lo más bendito y glorioso que había bajo la capa del cielo. Con aquel genio siempre bondadoso, indulgente y sereno, con aquella seguridad de que todo lo que ocurre en el mundo es obra de Dios, y, por consecuencia, lo mejor y más justo, y con aquella propensión a no descubrir en el mundo más que horizontes de color de rosa, estaba siempre sonrosado como la fresa de Loyola, sano como las manzanas de Oiquina y gordo como los cebones de Oyarzun.

Es verdad que el señor rector se despepitaba por un platito de magras con tomate o un par de truchas del riachuelo de Alzánia, pero en cambio era celosísimo en el desempeño de su sagrado ministerio y, como suele decirse, no tenía cosa suya, pues gastaba en limosnas y en obsequiar a cuantos llegaban a su casa, no sólo el producto de su curato, sino también el de media docena de caserías que había heredado de sus padres.

La llavera o ama del señor rector había sido tan feliz como éste hasta rayar en los treinta años. Mari Cruz, que así se llamaba, quedó huérfana de padre y madre de muy pocos meses de edad, y el señor rector la recogió, costeó su lactancia y educación y le sirvió como de cariñoso padre.

Mari Cruz salió una excelente muchacha, y tanto amor y agradecimiento tenía al señor cura, que por no separarse de éste había desechado muy buenas proporciones de casarse.

Era célebre en Cegama un viejecito, de la altura de un perro sentado, conocido por Diegochu.

Diegochu era un pobre labrador que apenas sabía escribir su nombre y apellido[1]; pero era naturalmente tan listo y decidor, y sabía tantos cantares, refranes y chilindrinas, que en todo el Olamoch (tierra de los argomales achaparrados), como llaman a la comarca de Cegama, pasaba entre las gentes ignorantes y sencillas por un sabio, a quien todos admiraban y escuchaban como a oráculo y profeta infalible.

Diegochu era un admirable versulari, que echaba la pata a los poetas improvisadores más afamados de las tres provincias hermanas, donde, y particularmente en Guipúzcoa, los hay de padre y muy señor mío.

Diegochu era la delicia de las deshojas del maíz con los cuentos con que en ellas embobaba a la gente moza, que se reunía para aquella operación una noche en casa de un vecino y otra en la de otro.

Diegochu entendía de medicina más que el célebre Petrillo, su paisano, que años después, cuando Diegochu estaba ya enterrado, contribuyó con la mejor intención del mundo a que se enterrase a Zumalacárregui[2].

Diegochu daba quince y raya a todos los calendarios en esto de adivinar y pronosticar las variaciones atmosféricas.

Y Diegochu, en fin, era un pescador tan diestro, que las truchas del Alzánia se le venían a la mano.

Una tarde pasaba Diegochu por delante de casa del señor rector con una hoz en la mano y un cesto vacío en el hombro, y saludó a Mari Cruz, que cosía y cantaba en el balcón.

-Diegochu, suba usted a hacer la postura de un pellejillo de Navarra que hoy ha recibido el señor amo -le dijo Mari Cruz.

Diegochu se hacía rogar, y como Mari Cruz le arguyese que el señor cura le había de reñir si sabía que le había dejado pasar sin hacerle subir a beber una gotilla, soltó uno de sus inagotables refranes, que hizo a Mari Cruz soltar una carcajada, dejó en el portal el cesto y la hoz, y subió a casa del señor cura.

Después que Diegochu engañó una jarrilla del negrillo de Navarra con un cantón de pan y unas nueces, encendió la pipa y se puso a echar chicoleos a Mari Cruz, por supuesto chicoleos decentes, pues la única lengua que sabía carece de palabras para los de otro género.

De los chicoleos pasó Diegochu a las preguntas.

-¿Cuándo te casas, Mari Cruz?

-¡Quite usted de ahí, preguntón! Nunca.

-Pues oye un cantar con que logré que mi mujer renunciara a quedar para vestir imágenes y se decidiera a casar conmigo:

La mujer se parece mucho
a la hiedra,
pues necesita un árbol
que la sostenga.

Este cantar, amiga Mari Cruz -añadió Diegochu-, no es gracioso, pero es otra cosa que vale más: es verdadero. Conque no lo olvides, y quédate con Dios, que voy a segar un cesto de yerba con que cenen esta noche mis vacas.

Diegochu se alejó dando chupadas a su pipa. Mari Cruz volvió a sentarse en el balcón y a tomar la costura, pero no volvió a cantar. En lugar de cantar, cavilaba del modo siguiente:

-Tiene razón el cantar de Diegochu. El señor rector va siendo vicio, y cuando mañana u otro día falte, ¿qué va a ser de mí si no me he casado? Dinero ni cosa que lo valga no me ha de dejar, porque con su generosidad y sus limosnas todas sus rentas se le van, y de las caserías no puede disponer en mi favor porque no pertenezco a su parentela, y ya se sabe que, según el fuero, los bienes raíces no salen de los parientes. Voy a cumplir treinta años, y conforme mis años han ido aumentando han ido disminuyendo mis novios, de modo que hace dos que no me ha salido ninguno, cuando antes cada año me salían dos docenas, a pesar de ser público y notorio que todos llevaban calabazas. Pues ¡caramba! si me llega a salir alguno no le suelto a tres tirones, aunque sea tan arrimado a la cola como Jatunandi.

En estas cavilaciones y estos propósitos vivió Mari Cruz hasta que llegó la romería de San Bartolomé, que se celebra en torno de una ermita de las cercanías de la villa, cuya parroquia fue en tiempos antiguos.

Mari Cruz, que había tenido lo que se llama buenos bigotes, había perdido mucho; pero como decía Jatunandi, aún se le podía prestar un pan, aunque nunca le devolviera.

Ya que he nombrado a Jatunandi, voy a decir quién era este pedazo de animal. Jatunandi era un mozallón de Arazama, que se distinguía en primer lugar por su voracidad, que le había valido el apodo con que se le conocía, equivalente a Tragaldabas, y en segundo, por su manía de ajustar todas las acciones de su vida a los preceptos de cantares y refranes, cuando estos preceptos no contrariaban sus naturales inclinaciones. Si un refrán o un cantar encarecía las excelencias de la gula, Jatunandi le tomaba por un evangelio chiquito; pero si, por el contrario, encarecía las excelencias de la sobriedad, Jatunandi le despreciaba, calificándole de dicho de viejas.

Viejo era Diegochu, y, sin embargo, sus refranes y cantares eran para Jatunandi artículo de fe, sobre todo cuando no contrariaban sus inclinaciones.

El día de San Bartolomé bailó alternativamente con Mari Cruz y con una chica de la casería de Ondarra, conocida por la Cascabelera, por su afición a tontear con todos los mozos, y al terminar la romería declaró a Mari Cruz su atrevido pensamiento de casarse con ella.

Mari Cruz, antes de contestarle, se hizo instantáneamente esta reflexión: «Feo, tragón y barbarote es este zamacuco, y yo soy casi una señorita; pero a falta de pan, buenas son tortas».

Y después de los consabidos «¡Qué cosas tiene usted!» -«Pero ¿lo dice usted de formalidad?» -«¡Mire usted si tendrá otras más guapas que yo!» etc., etc., concluyó por darle el sí.

¡No hay gente más tonta que las mujeres y los hombres!


Cerca de un año hacía que Jatunandi era novio de Mari Cruz, y aunque ésta había tenido muchos motivos para tronar con él, particularmente por sus devaneos con la Cascabelera de Ondarra, que daban a la pobre Mari Cruz muy malos ratos, estaba resuelta más que nunca a no soltar a Jatunandi ni aun con perros de presa.

Llegó la víspera de San Bartotomé, y Mari Cruz, como todas las echecoandrías (amas de casa) de Cegama y sus inmediaciones, hacía preparativos culinarios para la fiesta.

El señor rector leyó una carta que acababa de traerle un propio venido de Aránzazu, y llamando a Mari Cruz lleno de alegría le dijo:

-Mari Cruz, tenemos este año de predicador al padre Cándido, que es un prodigio de elocuencia sagrada. ¡Qué honra tan insigne e inesperada para nuestra religiosa Cegama y para nosotros, que vamos a tener la dicha de hospedarle Mari Cruz, ha llegado la ocasión de echar la casa por la ventana, porque de éstas entran pocas en libra. A ver, hija, si mañana te luces como nunca con tus habilidades de cocina; que el padre Cándido es hombre que si hace prodigios con la lengua, no los hace menores con los dientes. Sobre todo, que no falten en la mesa un par de truchas de las buenas. Ve en seguida a avisar a Diegochu para que las pesque esta tarde, y no omitas nada para que mientras viva el padre Cándido se hable de Cegama en el refectorio de Aránzazu.

Mientras esto pasaba en casa del señor rector, pasaba algo relacionado con Mari Cruz en el castañar de Berunza.

La Cascabelera de Ondarra subía por el castañar arriba con una herrada de agua de Pauliturri, y Jatunandi, que la había visto bajar, la salía al encuentro en el carretil que, bajando del monte, cruza el castañar.

El zamarro de Jatunandi y la coquetuela de Ondarra reían y retozaban a más no poder bajo un castaño, cuando apareció Diegochu, que bajaba del monte con un haz de helecho con que hacer cama fresca a sus vacas. Al ver a Diegochu suspendieron el jolgorio, y la Cascabelera continuó su camino castañar arriba, viendo que Diegochu, en vez de pasar de largo, se detenía a descansar en el carretil posando el haz de helecho en el talud.

Jatunandi iba también a alejarse; pero Diegochu, que había desarrollado la bolsa de piel de perro y sacado de ella la pipa, le llamó ofreciéndole una pipada, que Jatunandi no desdeñaba, nunca.

-Jatunandi, hablemos como amigos -dijo Diegochu-. Basta que pienses casar con Mari Cruz para que yo te tenga buena voluntad; pero, por lo mismo que te la tengo, debo decirte que no me gustan nada tus retozos con la Cascabelera.

-Es que la Cascabelera es más guapa que Mari Cruz.

-Pero Mari Cruz es mujer de bien, y la Cascabelera, aunque lo sea, no lo parece. Hay un cantar que dice:

«De dos mujeres malas
nos libre Dios, amén:
de la que lo parece
y de la que lo es».

Una sola cosa pudiera retraer te de casar con Mari Cruz.

-¿Cuál, Diegochu?

-No necesitas saberla, porque Mari Cruz es incapaz de pegársela a nadie, y menos a los curas ni a los frailes.

-Si le entiendo a usted, que me ahorquen.

-Tú no entiendes más que de llenar la tripa.

-Quien por comer no se mata...

-No está conforme con eso aquel refrán que dice:

«Quien come para vivir,
se alimenta;
quien vive para comer,
revienta».

-Déjese usted de dichos de viejas, y dígame qué es lo que pudiera retraerme de casar con Mari Cruz.

-El que Mari Cruz fuera capaz de pegársela a su amo.

-¿Por qué?

-Porque hay un cantar que dice:

«La mujer que se la pega
a los curas o los frailes,
se la pegará al demonio
si con ella se casare».

-¡Ja! ¡ja! ¿Sabe usted, Diegochu, que ese cantar merece aprenderse de cabeza, y particularmente cuando uno está tentado de casarse con un ama de cura?

-Pero cuando el ama del cura es como Mari Cruz...

Diegochu se interrumpió al oír a Mari Cruz, que le llamaba desde la linde del castañar.

-¿Qué hay, Mari Cruz?

-Que el señor rector desea que sin falta pesque usted esta tarde un par de truchas buenas.

-Dile al señor rector que las tendrá sin falta para anochecer, porque sé dónde hay dos como besugos, que están tan seguras como si estuvieran en una pecera.

-Pues adiós, que hago mucha falta en casa, porque mañana tenemos a comer a un gran predicador del convento de Aránzazu.

-Pero, mujer, no vayas tan deprisa.

-No puedo detenerme. Que las truchas no falten, Diegochu.

-No faltarán. De ti estábamos hablando.

-¡Ustedes sí que son un buen par de truchas!

Así diciendo, Mari Cruz se volvió a casa, y Diegochu y Jatunandi se separaron, dirigiéndose cada cual a la suya.

Diegochu no echó en saco roto el encargo del señor rector, pues al anochecer subió a casa de éste llevando dos truchas como dos salmoncitos, y después de haber sido obsequiado por el cura con un duro y por Mari Cruz con la consabida jarrilla de vino, acompañada de pan y nueces, salió encendiendo la pipa con un tizón que para ello y para alumbrarse tomó del hogar.

Diegochu se dirigía a su casa con su pipa en la boca y su tizón en la mano, cuando se encontró con Jatunandi, a quien dio noticia de las dos soberbias truchas que dejaba en casa del señor rector, e hizo los dientes agua contándole cómo había sido obsequiado por Mari Cruz.

Jatunandi, que andaba siempre buscando pretextos para ir a casa del señor cura, más que para ver a Mari Cruz para sacar la tripa de mal año, se fue inmediatamente allá con pretexto de ver las truchas.

El señor rector sabía las honestas relaciones amorosas de Mari Cruz con Jatunandi, porque Mari Cruz le había dado noticias de ellas apenas las contrajo. El novio no le había parecido ninguna ganga, pero le había dado su aprobación por razones análogas a las que Mari Cruz había tenido para darle el sí. Jatunandi entraba, pues, con frecuencia en casa del señor cura, quien en manera alguna se oponía a ello, tanto porque su casa estaba siempre abierta a todos los vecinos, como porque sabía que Jatunandi no entraba en ella con más fin que el de llenar la tripa.

El señor cura estaba encerrado en su cuarto con la suegra, es decir, con el Breviario, a que dan este nombre los eclesiásticos, según dice el Diccionario de la Academia Española de la Lengua, que unas veces tiene la lengua demasiado corta y otras demasiado larga. Mari Cruz estaba llorando o poco menos, porque Diegochu, al apurar la jarrilla, le había hecho una amistosa advertencia que la llenó de dolor, con tanta más razón, cuanto que llovía sobre mojado.

-Mari Cruz -le había dicho Diegochu con la mejor intención-, ya sabes que yo te quiero porque pudiera moler el molino de Aitamarren con las jarrillas de vino que he recibido de tu mano. Pues oye un consejo: ándate con cuidado con ese camueso de Jatunandi.

-¿Por qué me dice usted eso, Diegochu? -exclamó Mari Cruz sobresaltada.

-Porque esta mañana, cuando nos viste juntos en el castañar de Berunza, acababa yo de sorprenderle allí retozando con la Cascabelera de Ondarra, que subía de Pauliturri y con quien cada vez esta más encalabrinado.

-¡Gracias, Diegochu! -dijo Mari Cruz, saltándosele las lágrimas.

-Átale corto, que si se te escapa, ya no estás para gollerías, porque, como dice el cantar,

«La mujer que a los treinta
no tiene novio,
eche las esperanzas
con mil demonios».

Cuando Jatunandi llegó, Mari Cruz hizo un gran esfuerzo para disimular su pena, y puso, como siempre, buena cara a Jatunandi.

-Conque vamos a ver -le dijo éste- esas famosas truchas que Diegochu ha pescado; pero no, mejor será que antes de todo mires si tienes por ahí algo que echar a perder.

Mari Cruz le sacó medio pan, medio queso y media azumbre de vino, que Jatunandi se echó entre cuero y carne en medio cuarto de hora.

-Ahora vamos a ver las truchas -dijo Jatunandi.

-Mari Cruz le sacó en una gran fuente las dos hermosas truchas, que tenía ya destripadas y preparadas para freírlas la mañana siguiente.

-¡En el nombre del Padre y del Hijo!... -exclamó Jatunandi santiguándose de admiración.

-¡En mi vida he visto truchas más hermosas! ¡Si las pescáramos mañana unos amigos y yo en la merendona que vamos a tener en el castañar de Berunza!...

-¡Qué! ¿No vas mañana a la romería? -le preguntó Mari Cruz sorprendida y disgustada.

-¡Qué romería ni qué ginojo! ¿Dónde hay romería como una merienda con vino hasta dejarlo de sobra?

-¡Malhaya el vinazo, que siempre estáis sonando con él!

-Pero mujer, ¿qué ha de hacer uno sino beber vino en un pueblo como Cegama, donde no hay fuente alguna?

-Buena es el agua del río si no se quiere ir a buscar la de Pauliturri.

-¡Ca! El agua cría ranas.

-¡Eh, viciosotes! Conque ya ves que Diegochu se ha lucido, porque las truchas son alhajas.

-¡Caramba si lo son! ¡Lástima que se las coman curas y frailes!

-¡No, mejor fuera que se las comiesen judíos como vosotros!

-¡Pues ya se ve que fuera mejor! Mira, Mari Cruz, ¿quieres dármelas para que mañana nos las comamos los amigos y yo en Berunza?

-¡Anda enhoramala con tus bromas!

-Pues chica, te lo dilo con formalidad. ¡Mira tú si en casa del señor rector habrá con qué reemplazarlas!

-Vaya, vaya, déjate de conversación -dijo, Mari Cruz, disponiéndose a volver las truchas a la despensa.

-Mira, no te molestes en guardarlas -replicó Jatunandi-, porque es cosa decidida: me las llevo yo.

-¡Sí, como no te lleves!...

-Te digo que me las llevo.

-Pero, ¿hablas de veras?

-Tan de veras como me he de morir.

-Vamos, tú te has vuelto loco, o quieres que yo me vuelva.

-Ni lo uno ni lo otro. ¿Me das las truchas, o tronamos para siempre?

-¿Qué es lo que dices, hombre de Dios?

-Lo que digo es que si me das las truchas me caso contigo antes de un año, y si no me las das antes de un año me caso con la Cascabelera.

-¿Pero no ves, hombre, que es imposible?

-Yo siempre he oído que no hay imposibles para el que quiere.

-Pero, ¿con qué cara le digo yo al señor amo...?

-Al amo le dices, pongo por caso, que el gato se las ha comido.

-Sí -replicó Mari Cruz, esforzándose por dar giro alegre a aquella triste conversación-, ¡para que me suceda lo que a la criada del cuento!

-¿Y qué le sucedió a esa criada?

-¡Una friolera! La mandó su ama a comprar tres libras de carne, y de las tres sisó dos. Como lo conociese su ama, se disculpó con que el gato se las había comido. Entonces su ama pesó al gato, y resultó que el gato sólo pesaba libra y media.

-Chica, cuenta tú un cuento mejor urdido que ése, y verás cómo el rector y el fraile se le tragan.

Al decir esto, Jatunandi cogió las truchas y tomó con ellas escaleras abajo, sin que todos los ruegos y reflexiones de Mari Cruz bastaran a detenerlo.

Mari Cruz tuvo tentaciones de decir a su amo la verdad de lo que había pasado; pero por primera vez en su vida no se atrevió a decírsela.

Pensó si Diegochu podría coger por la mañana otro par de truchas como aquéllas, pero recordó que Diegochu le había dicho que todas las que quedaban en el riachuelo eran chiquitas.

Pensó otra porción de cosas y ninguna la satisfizo, hasta que se decidió, por primera vez en su vida, idear un embuste, por cuyo medio ella quedase bien con su amo, y su amo no quedase mal con el fraile. Lo que más le animó a ello fue el recuerdo del refrán que dice: «Una mentira bien compuesta, mucho vale y poco cuesta».


¡Qué día tan esperado y tan hermoso es en las aldeas, y particularmente en las Vascongadas, el día de la fiesta titular!

Ese hermoso día había llegado para Cegama la mañana de su fiesta de San Bartolomé.

El cielo estaba azul, pero empezaba a soplar el viento del Sur, querido de las castañas y las boronas, que sazonaban a su cálido soplo. El día, con sol radiante y viento castañero, era muy caluroso.

Las campanas se deshacían repicando a misa mayor, y la concurrencia de forasteros de las tres provincias Vascongadas y Navarra, y aun de veraneadores madrileños, era tal, que Diegochu decía en plena plaza, chupa que chupa su pipa y pensando en el dineral que iban a dejar en Cegama los forasteros

-Si de esta hecha la señora villa no planta en medio de la plaza una fuente de las muchas y buenas que hay en sus cercanías, es seguro que algún perro rabioso le ha mordido, porque de otro modo no se explicará la aversión de la señora villa al agua.

La misa mayor comenzó con gran solemnidad y con la iglesia llena de gente.

Cuando el predicador subió al púlpito, todos temieron que no pudiera resistir la sofocante atmósfera del templo, tanto más, cuanto que el padre Cándido era tan grueso como el señor rector, y todos veían que el señor rector, como suele decirse, sudaba tinta.

El sermón fue bueno, bueno y retebueno, porque el padre Cándido era, en efecto, hombre que lo entendía. Cuando el predicador, a propósito de la desollación del glorioso apóstol San Bartolomé, la emprendió con los hombres barbados que, convirtiéndose en miserables mujerzuelas, se entretienen en desollar con la lengua a todo bicho viviente, y cuando, a propósito de las predicaciones del apóstol, tomó por su cuenta a los que predican libertad y son capaces de doblar a palos a quien los contradice, a los que a un mismo tiempo tienen a Dios en los labios y al diablo en el corazón el efecto fue magnífico.

El padre Cándido no podía ya con su alma cuando bajó del púlpito, y tuvo que retirarse inmediatamente a su casa, es decir, a casa del señor rector.

Mari Cruz, que había oído temprano la misa del padre Cándido, estaba en casa atareadísima con las faenas culinarias. Cuando vio llegar al predicador tan sofocado, se asustó creyendo que llegaba enfermo, pero el padre Cándido se apresuró a tranquilizarla.

-No te asustes, Mari Cruz -dijo el buen religioso-, que esto no es más que una muestra de los sofocones del infierno. Vengo a ver si me das algo con que me temple un poco.

-Pierda usted cuidado, padre Cándido, que le voy a hacer un refresco con que se quedará como una lechuga -contestó Mari Cruz, poniendo manos a la obra.

La obra fue un buen vaso de agua fresca con dos azucarillos bien disueltos, con la rotación entre las dos palmas de la mano, de una caña cascada por el extremo inferior, y el aditamento de una copa, no sé si de ron o de aguardiente, porque en materia de líquidos alcohólicos soy tan topo, que sólo entiendo del de las viñas de las vertientes del Caduaga, del Somorrostro y del Ibaizábal, o de los manzanares de las vertientes del Orio, del Urumea y del Urola.

El padre Cándido desocupó el vaso a traguitos, que es como hay que desocuparle en estos casos, si ha de producir buen efecto, y a los dos minutos estaba tan fresco y tan guapo y con mucha gana de conversación.

-¿Y cómo te va, Mari Cruz, con el señor rector?

-Perfectamente, padre Cándido.

-El rector es un bendito de Dios, ¿no es verdad?.

-¿Que si lo es? Si todas las gentes del mundo fuesen como él, ya podían ustedes los predicadores mudar de oficio.

-Y el pícaro se conserva sanote como una manzana y fuerte como un roble.

-Gracias a Dios, no tiene ni un dolor de cabeza; y si no fuera por la manía ésa que le quedó cuando estuvo enfermo hace años...

-¿Manía? ¡Ah, ya! La de gastar cuanto tiene en limosnas. Mujer, esa no es manía, que es una de las más santas obras de misericordia.

-¡Pero, padre Cándido, si no me refiero a eso!

-¿Pues a qué, mujer?

-¡Qué! ¿No sabe usted la manía del pobre señor amo?

-No sé que tenga ninguna otra.

-¡Alabado sea Dios! Pues no hay en Cegama quien no lo sepa.

-¡Ya! Pero como yo no soy de Cegama...

-Tiene usted razón.

-¿Y qué manía es la que tiene el bueno del señor rector?

-La más rara que usted puede imaginarse.

-Pero, mujer, vamos a ver cuál es.

-Pues nada, que algunas veces, cuando tiene convidado a comer, se le mete en la cabeza que le ha de cortar las orejas.

-¿A quién?

-¿A quién ha de ser, sino al convidado?

-¡Zape! -exclamó el padre Cándido, dando un salto en la silla y llevando instintivamente las manos a las orejas, que eran tan grandes, coloradas y gordas que daba gusto el verlas.

-No le dé a usted cuidado, padre Cándido... que eso no vale nada.

-¿Que no vale nada la conservación de las orejas? Muchacha, ¿estás loca o te chanceas? Yo no he averiguado para qué nos ha puesto Dios este par de embudos sobre las quijadas; pero cuando nos los ha puesto, para algo será, que Dios no hace las cosas a humo de paja.

-¡Pero padre Cándido, si no digo lo contrario! Lo que digo es que la manía del pobre señor amo es completamente inofensiva si se tiene un poquito de cuidado. En primer lugar, le da muy de tarde en tarde, y en segundo, cuando le da hay una señal infalible para preservarse y evitar todo peligro.

-Explícate, mujer, explícate, que la cosa es seria -dijo el fraile algo más tranquilo, pero sin tenerlas todas consigo todavía.

-Pues cuando al señor rector le da esa manía, se conoce en que al sentarse a la mesa toma el cuchillo...

-¡Aprieta, manco! -exclamó el padre Cándido interrumpiendo a Mari Cruz y llevándose, nuevamente las manos a las orejas.

-Pero, padre Cándido, óigame usted y no se asuste.

-Di, mujer, di.

-Pues digo que cuándo le va a dar al amo la manía de cortarle las orejas al convidado, se conoce en que al sentarse a la mesa toma el cuchillo, y se pone a suavizarle en la palma de la mano, como quien suaviza una navaja de afeitar, y entonces el convidado se levanta con cualquier pretexto y se aleja de la casa, con lo cual, aunque se quede sin comer, se queda con sus orejas donde Dios se las puso.

-¡Hum! -murmuró el padre Cándido todavía alarmado, a pesar de los esfuerzos de Mari Cruz por tranquilizarle-. ¡Hum! Me parece que será mejor tomar el portante...

El fraile se interrumpió oyendo los pasos del señor rector, que subía ya las escaleras.

A propósito del señor rector, debo completar el retrato que de él hice diciendo que entre sus verdaderas manías se contaba, no la de cortar las orejas a nadie, sino la de hacer con el cuchillo, siempre que se sentaba a la mesa, la maniobra que hacía Mari Cruz.

Poco después de su vuelta de la iglesia se dirigió alegremente al comedor, en compañía del padre Cándido.

Al comedor se pasaba por otra pieza contigua a la cocina, donde había un aparador que Mari Cruz había provisto de una porción de menudencias, que hicieron los dientes agua al señor rector y al padre Cándido cuando repararon en ellas, al pasar al comedor.

Lo que sobre todo regocijó y arrancó una sonrisa de profunda satisfacción al señor rector fue una gran fuente cubierta con una blanca servilleta en que supuso estaba el par de ricas truchas, que eran su manjar predilecto, y con que esperaba sorprender agradablemente al padre Cándido, no menos aficionado que él a la flor y nata de la pesca fluvial.

Sentáronse a la mesa, y el padre Cándido se tranquilizó un poco viendo que el señor rector, distraído y alegre con los primores con que Mari Cruz la había adornado, no hacía caso del cuchillo, y hasta se decidió el padre Cándido a hacer boca con unas apetitosas rajitas de salchichón, que componían parte de los divertidos entremeses; pero de repente se agitó en su silla y se llevó las manos a las orejas. Era que el señor rector había echado mano al cuchillo y se ponía a hacer la consabida operación de suavizarle en la palma de la mano.

-¿Qué es eso, padre Candido? -le preguntó el señor rector alarmado, creyendo que le había dado algo.

-Nada -contestó el fraile, desconcertado-; es que esta pícara muela dañada me ha dado una punzada que me ha hecho ver las estrellas, y con permiso de usted voy a ver si encuentro en la maleta un terroncito de alcanfor con que se me suele quitar el dolor metiéndolo en el agujero de la muela.

-Sí, sí, vaya usted, que para eso el alcanfor es muy bueno.

El padre Cándido desapareció del comedor, tan aturdido, que al pasar por la pieza inmediata tropezó en el aparador y a poco más derriba los platos, cuyo ruido oyó el rector.

Inmediatamente exclamó Mari Cruz:

-¡Padre Cándido! ¡Padre Cándido! ¿Está usted loco?

El padre Cándido no contestaba, y el ruido de sus precipitados pasos se perdió por la escalera abajo.

-¿Qué es eso, Mari Cruz? -preguntó el señor rector levantándose y saliendo del comedor.

-¡Qué ha de ser, señor amo! -contestó Mari Cruz-. Que el padre Cándido sin duda ha perdido el juicio, pues ha cogido las truchas del aparador y se escapa con ellas metidas en la manga.

-Pero ¿se lleva las dos? -preguntó el rector, tan asombrado como disgustado.

-Sí, señor, se ha encajado una en cada manga. ¡Jesús! ¡No se puede una fiar en este mundo ni en la camisa que una lleva puesta! ¡Ese señor por fuerza se ha vuelto loco!

-Loco podrá haberse vuelto, pero tonto no dijo el señor cura.

Y corrió al balcón.

-¡Padre Cándido! -gritó desde el balcón, viendo que el fraile corría como alma que lleva el diablo, para largarse de Cegama-. ¡Padre Cándido! ¡No se vaya usted con las dos, hombre! ¡Una de las dos siquiera!... ¡Siquiera una!

-¿Una? Ni media -contestó el fraile tapándose con las manos ambas orejas.

Y desapareció, y alejándose de la villa, tomó precipitadamente la mula que había dejado en una posada de las afueras, por no haber cuadra en casa del señor rector.

Un momento después iba camino de Aránzazu, mirando de cuando en cuando atrás y todavía llevándose las manos a las orejas.

Mari Cruz esperó en vano aquella noche a Jatunandi, pero no extrañó que éste no fuera a verla. Jatunandi había llenado la tripa en el castañar de Berunza, y no necesitaba ir aquella noche a llenarla en casa del señor rector.

A la mañana siguiente Jatunandi fue a ver a Mari Cruz, a quien antes de todo preguntó si tenía por allí algo que echar a perder.

Después que Mari Cruz hubo satisfecho esta pregunta sacándole medio pan, medio queso y media azumbre de vino, que el barbarote despachó en medio cuarto de hora, Jatunandi le hizo otra:

-¿Cómo te las gobernaste ayer para que ni el cura ni el fraile supiesen que me habías dado las truchas?

-Mari Cruz le contó la estratagema.

-¿Es decir -dijo Jatunandi- que se la pegaste de puño al cura y al fraile?

-Sí, y con harto sentimiento mío -contestó tristemente Mari Cruz.

-Pues chica, tengo que decirte una cosa.

-¿Qué cosa es? -preguntó Mari Cruz, alarmada con el tono serio que de repente había tomado su novio.

-¿Recuerdas aquel cantar que dice:

«La mujer que se la pega
a los curas o los frailes,
se la pegará al demonio
si con ella se casare»

-Sí que le recuerdo -respondió Mari Cruz, cada vez más alarmada.

-Pues chica, ya no me caso contigo.

-¿Qué es lo que dices, hombre?

-Lo que digo es que yo quería hacer una prueba infalible para dar el trueno gordo; he hecho la prueba y doy el trueno.

Mari Cruz, al oír esto, quiso replicar a aquel pedazo de bestia; pero la indignación le oprimió el corazón y le detuvo la palabra, y sólo pudo echarse a llorar, mientras Jatunandi tomaba escaleras abajo.


Había pasado cerca de un año. El día de Nuestra Señora de la Asunción, gran día para Cegama, por lo que luego sabremos, salía de la iglesia parroquial de la villa una boda. Era la de Jatunandi y la Cascabelera de Ondarra, que acababan de casarse.

Al oír el ruido de los cohetes que la anunciaban, Mari Cruz salió al balcón creyendo que sería el anuncio de que la cruz parroquial volvía de Aránzazu, y viendo a los recién casados, se metió adentro llorando,

Diegochu estaba en aquel momento en la plaza, chupa que chupa su pipa, y al ver a los novios, se quitó la pipa de la boca y murmuró saltándosele las lágrimas y mirando melancólicamente hacia el balcón de casa del señor cura:

-¡Pobre Mari Cruz! ¡Qué cierto es aquel cantar que dice:

«La cuarta parte del agua
que las fuentecillas vierten,
son las lágrimas que cuestan
los hombres a las mujeres»

La gente se agolpaba hacia el campo de Andueza, que es el que rodea la ermita de San Bartolomé en las afueras de la villa. Era que la cruz parroquial asomaba por las vertientes del Aitzgorri, volviendo de Aránzazu, en cuyo insigne monasterio, situado en las quebradas soledades del Aloña, se celebraba aquel día la gran fiesta de la Virgen, aparecida allí en el siglo XV al pastor Rodrigo de Balzátegui, y a quien la piadosa madre del gran historiador Garibay, peregrinando descalza y llorosa por espacio de cuatro leguas que median desde Aránzazu a Mondragón, patria del príncipe de los historiadores españoles, iba a pedir la salud de su hijo.

Aquel día la villa de Cegama, que dista tres leguas del monasterio, toma piadosa parte en la fiesta de Aránzazu, dirigiéndose procesionalmente al monasterio con la cruz parroquial, que acompañan uno de los curas de la villa, el más joven y apto para tan penosa jornada, el alcalde y muchos vecinos.

Cuando la cruz asoma de vuelta por las alturas del Aitzgorri, las campanas de la villa y los corazones de los cegameses le entonan un cántico de amor y regocijo.

El campo de Andueza se puebla de gente que va allí a esperar y dar la bienvenida a la cruz y a presenciar el acto solemne en que la Virgen de la villa recibe las amorosas memorias que le envía su santa prima la Virgen de la Montaña, y a pasar el resto del día en aquel campo merendando y solazándose con bailes y juegos entretenidos, sencillos y honestos.

En el momento en que la cruz se acerca al campo de Andueza, la Virgen sale procesionalmente de la parroquia, y al encontrarse con la cruz en aquel campo, ambas se tocan y permanecen algunos instantes unidas. Las gentes del pueblo dicen y creen firmemente que la cruz emplea aquellos instantes en dar a la Virgen de Cegama las memorias que para ella ha encargado su prima la Virgen de Aránzazu.

Y cuando la cruz ha cumplido esta dulce misión, el alcalde, que, como el sacerdote, viene a caballo, arroja a los niños puñados de rosquillas benditas que para ellos trae de la santa soledad del Aloña, y la multitud se estremece de júbilo, y Virgen titular y cruz parroquial vuelven a la parroquia, saludadas por el estruendo de los cohetes, y el repique de las campanas, y el canto de los sacerdotes, que repite el pueblo lleno de fervor y alegría.

Cuando el señor rector llegó a casa después de unir a Jatunandi y la Cascabelera y de salir con la Virgen de la villa a recibir las memorias de la Virgen de la Montaña, estaba Mari Cruz llorando.

Mari Cruz se enjugó las lágrimas e hizo un esfuerzo supremo para ocultar su dolor al noble anciano, a quien veneraba como a sacerdote y amaba como a padre; pero el señor rector adivinó con profunda pena lo que pasaba en el alma de Mari Cruz, y dijo a ésta:

-¡Ánimo, hija, que las espinas de la tierra se convierten en flores en el cielo!

Mari Cruz se arrodilló a los pies del sacerdote, deshecha en llanto, y le confesó la falta que había cometido.

Y el señor rector, después de convenir en que había obrado mal y en que quizá aquel dolor era la expiación de aquella falta, añadió:

-Mari Cruz, resígnate con la voluntad de Dios, que quizá te ha hecho un bien muy grande rompiendo los lazos que te unían con ese hombre, cuya alma no participaba de la delicadeza de la tuya. El día que yo te falte, no quedarás desvalida en el mundo, pues, considerando que eras el primer pobre en quien yo debía ejercer la caridad, hace muchos años he ido apartando para ti el primer óbolo de los que destinaba diariamente a los pobres; y como muchas velitas hacen un cirio pascual, en mi gaveta aparecerán dos mil ducados que hace tuyos mi testamento, otorgado ya.

Iba Mari Cruz a expresar su agradecimiento al señor rector uniendo sus palabras a las lágrimas de consuelo que habían reemplazado a las de dolor, cuando se detuvo oyendo a Diegochu, que se anunciaba escalera arriba con su habitual exclamación de:

-¡La paz de Dios sea en esta casa!

-¿Qué hay, amigo Diegochu? -le preguntó alegre y bondadosamente el señor cura.

-¡Qué ha de haber, señor rector! -contestó el buen anciano-. Que Dios es justo dando a cada uno lo que merece, como lo prueba el haber dado a Jatunandi por mujer la Cascabelera, y a la Cascabelera por marido Jatunandi. ¡Siempre va la penitencia en el pecado!

-¡Qué verdad dices, amigo Diegochu!-exclamó el señor.

Y añadió, dirigiéndose a Mari Cruz:

-Mari Cruz ya que la gente se divierte hoy en el campo de Andueza, justo es que nosotros hagamos lo mismo en casa. A la caidita de la tarde hemos de merendar aquí los tres juntos una fritada de magras con tomate de aquellas que tú sabes hacer, para celebrar Diegochu, tú y yo la boda de Jatunandi y la Cascabelera.

Mari Cruz soltó una alegre carcajada y se fue hacia el comedor para preparar la mesa al señor cura y la jarrilla a Diegochu, mientras el señor rector daba a probar a Diegochu un riquísimo tabaco pipero que aquel mismo día le habían traído de San Sebastián.


Notas:

  1. Entre los muchos absurdos que la pasión política y la ignorancia de las cosas vascongadas ha hecho decir a los periódicos de Madrid durante la desastrosa guerra civil que aflige a España, se cuenta el de que ningún campesino vascongado sabe leer, cuando precisamente entre las provincias españolas habrá pocas donde la instrucción primaria esté más generalizada que en las Vascongadas, a pesar de las dificultades que allí ofrece por lo montuoso del territorio y por lo disperso de la población. La verdad es que son pocos los vascongados que no saben leer.
  2. El jefe carlista don Tomás de Zumalacárregui, herido en el sitio de Bilbao el 15 de junio de 1835, se empeñó en que había de ser curado por un curandero de Cegama, conocido por Petrillo, y murió por haber sobrevenido la gangrena, aunque la herida no parecía grave.