El alma rusa (ensayo)
Para comprender bien el alma rusa en lo que tiene más accesible para nosotros, latinos ligeros y equilibrados, para quienes el genio es lo que llamamos el gusto y la medida — nuestro gusto y nuestra medida, bien entendido—, es preciso, ante todo, darse cuenta del medio social, moral y físico excepcionalísimos donde nace y se desenvuelve esta alma.
El pueblo ruso es el pueblo más desgraciado, el más oprimido y el más avasallado de la tierra. Rusia es, en la Europa bárbara aún e iluminada apenas por la naciente aurora de la civilización, una mancha enorme de lodo y sangre. Hállase inclinada bajo el peso de una autocracia exclusivamente terrorista, exhausta por una administración vergonzosamente corrompida y cínicamente depredadora. A ese pueblo inmenso, consciente de su dolor, pero aún no de su fuerza, mantiénesele ferozmente, por el principio gubernamental, en la más crasa ignorancia, en la miseria más profunda y en la suciedad más abyecta. Hambres, torturas, matanzas, a todas esas formas salvajes de la violencia se encuentra sometido. No tiene más que una libertad: sufrir; ni más que un derecho: callarse. Si el desgraciado se atreve a hablar, a llorar, a suplicar, a esperar, a reclamar —aun timidamente— entonces aparece el «knout», el cepo, la prisión o la muerte; la deportación a las minas de donde no se vuelve nunca. La historia del pueblo ruso no es más que un largo martirologio; se resume en estos dos crímenes que jamás van el uno sin el otro: el aplastamiento de todo el que trabaja y la supresión de todo pensamiento. A Tolstoi no se le permite escribir lo que piensa, ni del modo que lo piensa. Se tachan, se enmiendan y se corrigen sus obras inmortales. Pasan por la censura, bajo el insulto de los policías lo mismo que criminales que pasan al gabinete antropométrico. Ese sublime cerebro pasa al fiscal, como si se tratase de un periódico cuyas informaciones desagradasen. ¡ Ah, si no se temiese a las protestas del mundo entero, hace muchísimo tiempo que el gobierno del zar hubiera expulsado de su país a ese hombre magníficamente humano, en el que la humanidad saluda a una de sus glorias más puras! ¡Pero para un Tolstoi, protegido contra los verdugos, por la admiración universal, cuántas otras ejecuciones menos ilustres, pero más infames tendrá Rusia que soportar vergonzosamente en lo porvenir!
Proletarios y pensadores, artistas y obreros, estudiantes y «mujiks», empleados y vagabundos, todos viven bajo la amenaza permanente, enervante de la delación, espiados por una policía venal, sin escrúpulos, extendida en todas partes y que no ve ni entiende más que lo que sus jefes le mandan ver y entender, pronta siempre a los mayores excesos y a los más execrables atentados contra la persona humana. Al suplicio de ese ahogo moral, del silencio forzoso, de la desconfianza incesante, añadid la crueldad del clima, el invierno sombrío y mortalmente triste, y esa nieve monótona, mortecina, que durante seis meses encierra al hombre en su miserable «isba», donde durmiendo sobre la estufa, sueña sueños confusos que le sobresaltan y trastornan con frecuencia por los malos desvaríos del fastidio y del alcohol.
Y como si no tuviera bastante con esas desgracias cotidianas, he aqui que ahora se mezcla a ellas la terrible pesadilla de la guerra. Mal equipados, dicen algunos corresponsales verídicos, algo dichosos, sin defensa casi, no han tenido tiempo ni medios de enviar allá suficientes ambulancias, medicinas y médicos; envíaseles a un país donde la vida es más difícil que en el suyo propio; donde las enfermedades, el clima, la falta de cuidados y el desfallecimiento les diezman y poco a poco amontonan cadáveres sobre cadáveres antes que los fusiles y los cañones les ametrallen... ¿Por qué?... ¿En nombre de qué?... No se sabe... y no lo saben ellos tampoco.
El pueblo lo ignora... De todos los pueblos, el pobre pueblo ruso es quizá el más ignorante, y quizá también el pueblo que más piensa ; el que piensa más en sí y mira más a su alrededor, a costumbre del silencio, la necesidad que tiene de reflexionar constantemente sobre el mismo, la infinita tristeza, la infinita melancolía de los paisajes delante de su casa, el recogimiento, la suspicacía, el temor, todo eso hace que su vida interior sea mucho más intensa, más profunda que la de aquellos países de sol donde el hombre puede hablar y reir, divertirse y solazarse sobre una tierra amiga y bajo un cielo dulce y alegre... ¿Pero que piensa él?... En otra cosa que lo que tiene... Y esa cosa es la dicha; la dicha, hacia la que tienden todos los seres existentes; dicha que no se formula con claridad, que distingue como un gran sueño confuso, con un misticismo lleno de nieblas, pero en que se entrechocan realidades brutales y fulgurantes resplandores. Gorki hace hablar, a la caída de la tarde, en la estepa, a los vagabundos, a los miserables, a esos cerebros rudimentarios, larvas de la humanidad en cierto sentido. Y extráñase de descubrir siempre aquella aspiración, entre las groseras supersticiones ; aquella aspiración en las realidades vivas y posibles, y como un sentido adivinatorio, extrañamente agudo de la vida profunda... De tales hechos imprevistos, para nosotros, está llena la literatura rusa. En Tostoi, Dostoiewsky, los ejemplos abundan —lo que prueba que no son casos excepcionales—, los pobres diablos, los «mujiks» o los soldados nos ofrecen ese doloroso espectáculo de combate entre el espíritu de las tinieblas y el espíritu de la luz, ese anhelo apasionado, irresistible por otra cosa, por «lo otro»... Desde luego, semejante verdad ilustra un hecho social de importancia. Actualmente, más de cincuenta millones de seres tratan de precisar más claramente su sueño, de «humanizar», por la esperanza, tal inquietud que roe al alma del pueblo ruso, y están afiliados a múltiples sectas, poderosamente organizadas, aunque diferentes por lo que tratan de reinvindicar y que tienen por base una especie de propaganda racionalista.
Es sorprendente que, para poseer lo que no tenía aún, una literatura nacional, Rusia haya tenido que aguardar la venida de Tolstoi. De Tolstoi y Dostoiewsky, de esos dos hombres de genio igual y distinto que yo no puedo separar en el fervor de mi admiración. Antes de Tolstoi los escritores rusos copiaban servilmente a los escritores de Europa. Puskin fue el primero que, en algunos poemas, cantó el alma de su país. Con los «Relatos de un cazador», Turgueniev dio a tal impresión poética una más grande precisión realista, es decir, un mayor valor social... Y eso es todo... Pero, con Tolstoi, Rusia entera se ofreció a la faz del mundo. Tolstoi encarna la Rusia, crea verdaderamente la Rusia, y créandola, creó prodigiosamente la humanidad. Tal ha sido la historia de Rusia, su suelo, su martirio, su grito de angustía, todas esas vidas inquietas y sus voces de todos los hombres. Acontecimiento tan hermoso, verdad tan humana, amor tan rudo, piedad tan fuerte, la de esta obra que llena el universo de una luz como no se había conocido hasta ahora. Y no solamente esta obra ha explicado los más tenebrosos fondos de la subconsciencia, sin una mentira, sin una restricción, sin atenuación alguna lo que se cobija y encierra en el alma humana, sino que ha dado su cuerpo a las aspiraciones del pueblo ruso, una actividad a sus anhelos y un guía a sus esperanzas de libertad.
Y poco importa que esa palabra de verdad ardiente, de realidad tangible, se oculte a veces bajo velos místicos, puesto que es al pueblo y es a la humanidad a la que despierta de su letargo proclamando su libertad y la felicidad que ella quiere.
He tratado de buscar en las demás literaturas una figura que pueda compararse con la de Tolstoi y una obra semejantemente humana. No la he encontrado, ni en el pasado, ni en el presente. No la encuentro en ninguna parte. Todas tienen un fin: la literatura. Aquella es de la vida, única y apasionadamente de la vida. Estos genios excepcionales como Tolstoi y Dostoiewsky, no pueden nacer y desenvolverse sino en un país excepcional como Rusia, donde los cerebros hierven bajo la presión del porvenir que contienen, donde el terrorismo gubernamental acumula en el fondo de esas almas silenciosas, dulces y enardecidas, un inmenso amor a la vida, a toda la vida, una inmensa necesidad de piedad, de abnegación, un inextinguible deseo de verdad que se extiende y desparrama por el mundo por el predestinado camino de sus grandes cantores.
En estas breves líneas no he tenido la pretensión de evocar esas figuras veneradas y prodigiosas. He querido únicamente, con motivo de esa maldita guerra, mostrar un poco de nuestra ferviente piedad hacia ese desgraciado pueblo, un poco de nuestra apasionada admiración, hacia aquellos como Tolstoi que se han impuesto la misión de rebelarse a sí mismo y libertarse.