El alma de la máquina

Sub sole (1907) de Baldomero Lillo
El alma de la máquina
Nota: Se respeta la ortografía original de la época


EL ALMA DE LA MÁQUINA


La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.

Los obreros que estraen de los ascensores los carros de carbon, míranlo con envidia no escenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano í calados por la lluvia en el invierno, forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc, no da un paso ni gasta más enerjía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.

I cuando vaciado el mineral, los tumbadores corren i jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono. viendo como el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decírles con su severa mirada:

— ¡Mas aprisa, holgazanes, mas aprisa!

Esta decepcion que se repite en cada viaje les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles de fatiga no necesita sino alargar i encojer el brazo.

Jamas podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es mas agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina pasa instantáneamente a formar parte del enorme i complicado organismo de hierro. Su ser pensante, conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado i el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tension, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que, en el cuadrante, representan las vueltas de la jigantcsca bobina que enrolla dieciseis metros de cable en cada revolucion.

Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distraccion significa una revolucion mas, i una revolucion mms, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, miéntras los embolos, locos, rompen las bielas i hacen sallnr las lapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la mas pequeña distraccion de su parte, de un segundo de olvido.

Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que jira i el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. I esa atencion no tiene tregua. Apénas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campaníllaso le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos i silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo de metal i la aguja del cuadrante jira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce atrae hácia sí la manivela i la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.

I cuando aun vibra en la placa metálica el teñido de la última senza, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan i la bobina voltea con vertijinosa rapidez. I las horas suceden a las horas, el sol sube al cenit, desciende; la tarde llega, declina i el crepúsculo, surjiendo al ras del horizonte, alza i estiende cada vez mas aprisa su penumbra inmensa.

De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas i se yerguen briosos. La tarea del dia ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan i se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.

Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja i desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.

Solo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semi-oscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cuando bruscamente la tension de sus nervios, se ha desplomádo en el banco como una masa inerte.

Un proceso lento de reintegracion al estado normal se opera en sn cerebro embotado. Recabra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesion, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne i hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.

El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrian produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trájicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cenit.