El alba de Viernes Santo
Cuando creyendo hacer bien hacemos mal -dijo Celio-, el corazón sangra, y nos acordamos de la frase de una heroína de Tolstoi: «No son nuestros defectos, sino nuestras cualidades, las que nos pierden.» Cada Semana Santa experimento mayor inquietud en la conciencia, porque una vez quise atribuirme el papel de Dios. Si algún día sabéis que me he metido fraile, será que la memoria de aquella Semana Santa ha resucitado en forma aguda, de remordimiento. Así que me hayáis oído, diréis si soy o no soy tan culpable como creo ser.
Es el caso que -por huir de días en que Madrid está insoportable, sin distracciones ni comodidades, sin coches ni teatros y hasta sin grandes solemnidades religiosas- se me ocurrió ir a pasar la Semana Santa a un pueblo donde hubiese catedral, y donde lo inusitado y pintoresco de la impresión me refrescase el espíritu. Metí ropa en una maleta y el Miércoles Santo me dirigí a la estación; el pueblo elegido fue S***, una de las ciudades más arcaicas de España, en la cual se venera un devotísimo Cristo, famoso por sus milagros y su antigüedad y por la leyenda corriente de que está vestido de humana piel.
En el mismo departamento que yo viajaba una señora, con quien establecí, si no amistad, esa comunicación casi íntima que suele crearse a las pocas horas de ir dos seres sociables juntos, encerrados en un espacio estrecho. La corriente de simpatía se hizo más viva al confesarme la señora que se dirigía también a S*** para detenerse allí los días de Semana Santa.
No empiecen ustedes a suponer que amaga algún episodio amoroso, de esos que en viaje caminan tan rápidos como el tren mismo. No me echó sus redes el amor, sino algo tan dañoso como él: la piedad. Era mi compañera de departamento una señora como de unos cuarenta y pico de años, con señales de grande y extraordinaria belleza, destruida por hondísimas y lacerantes penas, más que por la edad. Sus perfectas facciones estaban marchitas y adelgazadas; sus ojos, negros y grandes, revelaban cierto extravío y los cercaban cárdenas ojeras; su boca mostraba la contracción de la amargura y del miedo. Vestía de luto. Para expresar con una frase la impresión que producía, diré que se asemejaba a las imágenes de la Virgen de los Dolores; y apenas me refirió su corta y terrible historia, la semejanza se precisó, y hasta creí ver sobre su pecho anhelante brillar los cuchillos; seis hincados en el corazón, el séptimo ya a punto de clavarse del todo.
-Yo soy de S*** -declaró con voz gemidora-. He tenido siete hijos, ¡siete!, a cuál más guapo, a cuál más bueno, a cuál más propio para envanecer a una reina. Tres eran niñas, y cuatro, niños. Nos consagramos a ellos por completo mi marido y yo, y logramos criarlos sanos de cuerpo y alma. Llegado el momento de darles educación, nos trasladamos a Madrid, y ahí empiezan las pruebas inauditas a que Dios quiso someternos. Poco a poco, de enfermedades diversas, fueron muriéndose seis de mis hijos..., ¡seis!, ¡seis!, y al cabo, mi marido, que más feliz que yo sucumbió al dolor, porque su mal fue un padecimiento del hígado, de esos que la melancolía engendra y agrava. ¿Comprende usted mi situación moral? ¿Se da usted cuenta de lo que seré yo, después de asistir, velar, medicinar a siete; de presenciar siete agonías, de secar siete veces el sudor de la muerte en las heladas sienes, de recoger siete últimos suspiros que eran el aliento de mi vida propia, y de amortajar siete rígidos cuerpos que habían palpitado de cariño bajo mis besos y mis ternezas? Pues bien: lo acepté todo, ¡todo!, porque me lo enviaba Dios; no me rebelé, y sólo pedí que me dejasen al hijo que me quedaba, al más pequeño, una criatura como un ángel, que, estoy segura de ello, no ha perdido la inocencia bautismal. Así se lo manifesté a Dios en mis continuos rezos: ¡que no me quite a mi Jacinto y conservaré fuerzas para conformarme y aceptar todo lo demás, en descargo de mis culpas!... Y ahora... Al llegar aquí, la madre dolorosa se cubrió los ojos con el pañuelo y su cuerpo se estremeció convulsivamente al batir de los sollozos que ya no salían afuera.
-Y ahora, caballero..., figúrese usted que también mi Jacinto se me muere.
Salté en el asiento; la lástima me exaltaba como exaltan las pasiones.
-Señora, ¡no es posible! -exclamé sin saber lo que decía.
-¡Sí lo es! -repitió ella, fijándome los ojos secos ya, por falta de lágrimas-. Jacinto, creen los médicos, tiene un principio de tisis; me voy a quedar sola..., es decir, ¡no, quedarme no!, porque Dios no tiene derecho a exigir que viva, si me arrebata lo único que me dejó. ¡Ah! ¡Si Dios se me lleva a Jacinto..., he sufrido bastante, soy libre! ¡No faltaba otra cosa! -añadió sombríamente-. ¡A la Virgen sólo se le murió uno!
-Dios no se lo llevará -afirmé por calmar a la infeliz.
-Así lo creo -contestó ella con serenidad que encontré asombrosa-. Así le creó, así lo espero y a eso voy a mi pueblo, donde está el Santo Cristo, del que nunca debí apartarme. El Santo Cristo fue siempre mi abogado y protector y a Él vengo, porque Él puede hacerlo, a pedir el milagro: la salud de mi hijo, que allá queda en una cama, sin fuerzas para levantarse. Cuando yo me eche a los pies del Cristo, ¡veremos si me lo niega!
Transfigurada por la esperanza, irradiando luz sus ojos, encendido su rostro, la señora había recobrado, momentáneamente, una belleza sublime. --¿Usted no ha oído del Santo Cristo de mi pueblo? Dicen que es antiquísimo, y que lo modelaron sobre el propio cuerpo sagrado del Señor, cubriéndolo con la piel de un santo mártir, a quien se la arrancaron los verdugos. Su pelo y su barba crecen; su frente suda; sus ojos lloran, y cuando quiere conceder la gracia que se le pide, su cabeza, moviéndose, se inclina en señal de asentimiento al otro lado...
No me atreví a preguntar a la desolada señora si lo que afirmaba tenía fundamento y prueba. Al contrario: la fuerza sugestiva de la fe es tal, que me puse a desear creer, y, por consecuencia, a creer ya casi, toda aquella leyenda dorada de los primitivos siglos. Ella prosiguió, entusiasta, exaltadísima:
-Y dicen que cuando se le implora al amanecer del día de Viernes Santo, no se niega nunca... Iré, pues, ese día, de rodillas, arrastrándome, hasta el camarín del Cristo.
Así terminó aquella conversación fatal. Prodigué a la viajera, lo mejor que supe, atenciones y cuidados, y al bajarnos en S*** nos dirigimos a la misma fonda -tal vez la única del pueblo-. Dejando ya a la desdichada madre, fui a visitar la catedral, que es de las más características del siglo XII: entre fortaleza e iglesia, y con su ábside rodeado de capillas obscuras, misteriosas, húmedas, donde el aire es una mezcla de incienso y frío sepulcral, parecido al ritmo, ya solemnemente tranquilo, de las generaciones muertas. Una de estas capillas era la del Cristo, y naturalmente despertó mi curiosidad. Di generosa propina al sacristán, que era un jorobado bilioso y servil, y obtuve quedarme solo con la efigie, a horas en que los devotos no se aparecían por allí y podía, sin irreverencia ni escándalo, contemplarla y hasta tocarla, mirándola de cerca. Era una escultura mediocre, defectuosa, que no debía de haber sido modelada sobre ningún cuerpo humano. Poseía, no obstante, como otros muchos Cristos legendarios, cierta peculiar belleza, una sugestión romántica indudable. Sus melenas lacias caían sobre el demacrado pecho; sus pupilas de vidrio parecían llorar efectivamente. Lo envolvía una piel gruesa, amarillenta, flexible, de poros anchos, que sin ser humana podía parecerlo. Bajo los pies contraídos y enclavados, tres huevos de avestruz atestiguaban la devoción de algún navegante. Su enagüilla era de blanca seda, con fleco de oro. Registrando bien, armado de palmatoria, vi que el altar donde campea el Cristo, destacándose sobre un fondo de rojo damasco, está desviado de la pared, y que, por detrás, queda un hueco en que puede caber una persona. Carcomida escalerilla sube hasta la altura de las piernas de la efigie, y encaramándose por ella, noté que el paño de damasco tenía una abertura, un descosido entre dos lienzos, y que por él asomaba la punta de un cordel recio, del cual tiré maquinalmente. Al bajar de nuevo a la capilla y mirar al Cristo, observé con asombro, al pronto, con terror, que su cabeza, antes inclinada a la derecha, lo estaba a la izquierda ahora. Sin embargo, casi inmediatamente comprendí: subí la escalera de nuevo, tiré otra vez, bajé, y me cercioré de que la cabeza había girado al lado contrario. ¡Vamos, entendido! Había un mecanismo, el cordel lo ponía en actividad, y el efecto, para quien, ignorándolo, estuviese de rodillas al pie de la efigie, debía de ser completo y fulminante.
Creo que ya entonces germinó en mí la funesta idea que luego puse por obra. No lo puedo asegurar, porque no es fácil saber cómo se precisa y actúa sobre nosotros un propósito, latente en la voluntad. Acaso no me di cuenta de mi inspiración (llamémosle así) hasta que mi compañera de viaje me advirtió, la noche del Jueves Santo, que pensaba salir a las tres, antes de amanecer, a la capilla del Cristo, y me encargó de sobornar al sacristán para que abriese la catedral a una hora tan insólita.
-Yo deseaba más aún -advirtió ella-. Deseaba quedarme en la capilla toda la noche velando y rezando. Pero tengo miedo a desmayarme. ¡Estoy tan débil! ¡Se me confunden tanto las ideas!
Cumplí el encargo, y cuando todavía las estrellas brillaban, nos dirigimos hacia la catedral. Nos abrieron la puerta excusada del claustro, luego otra lateral que comunica con las dos primeras capillas absidales, y pretextando que me retiraba para dejar en libertad a la señora -cuyo brazo sentí temblar sobre el mío todo el camino-, aproveché la obscuridad y un momento favorable para deslizarme detrás de la efigie, en lo alto de la escalera, donde aguardé palpitándome el corazón. Dos minutos después entró la señora y se arrodilló, abismándose en rezos silenciosos. El alba no lucía aún.
Transcurrió media hora. Poco a poco una claridad blanquecina empezó a descubrir la forma de los objetos, y vi la hendidura, y vi el cordoncito, saliente, al alcance de mi mano. Al mismo tiempo escuché elevarse una voz, ¡qué voz!... Ardiente, de intensidad sobrehumana, clamando, como si se dirigiese no a una imagen, sino a una persona real y efectiva:
-¡No me lo lleves! Promételo... ¡Es lo único que me queda, es mi solo amor, Jesús! ¡Dios mío! ¡Promete! ¡No me lo lleves!
Trastornado, sin reflexionar, tiré pausadamente del cordoncito... Hubo un gran silencio, pavoroso; después oí un grito ronco, terrible, y la caída de un cuerpo contra el suelo... Me precipité...
-¿Se había desmayado? -preguntamos a Celio todos.
-Eso sería lo de menos... Volvió en sí..., ¡pero con la razón enteramente perdida! Nos burlamos de las locuras repentinas en novelas y comedias... ¡Y existen! Cierto que aquélla venía preparada de tiempo atrás, y sólo esperaba para mostrarse un choque, un chispazo.
-¿Y el hijo? ¿Se murió al fin?
-El hijo salvó, para mayor confusión y vergüenza mía -murmuró Celio.