El aguatero
Don Felipe debió hacerse aguatero por el amor que le tenía al arroyo y al agua. Hablaba de cauces, árboles, camalotes y lamas, haciendo gustar la sensación de frescura de lo que evocaba. Las palabras entraban por la boca. Además era un poeta.
–Esta agua la espero donde se peinan las rubias...
La recogía al término de un cauce encerrado entre sauces cuyas cabelleras, de raíces rosadas y rubias, peinaban las aguas clarísimas.
–Este barril se lo pedí de favor al berral y la menta mota, porque la cañada se ha dejado de saltos, y sólo se pasa durmiendo entre las plantas...
–Está fresquita, y se la saca despacio todavía va a encontrar la sombra de los camalotes.
Cuando el verano comenzaba a sorber los arroyos cercanos, el se iba a buscar las vertientes saltarinas de los cerros.
Decía que ser aguatero no consistía en traer agua en un barril, sino en “levantar” el agua del arroyo y traerla hasta la copa, sin que ella se diera cuenta, descansada y fresca.
Desviaba cauces, llevando la corriente hasta las tazas de piedra rosada donde el sol inventaba arañas de oro.
Llevaba tras de sí las cañadas, como si llevara a un animal amigo.
Se indignaba cuando alguien arrojaba un terrón en la corriente limpia.
De los aguateros que conocí, ninguno amaba el agua y el arroyo como él.
La forma en que vería el agua en las tinajas, era una bella fiesta, que no olvidaré nunca.