El aeronauta (Asensi)

- I -

-¿No sabes lo que ocurre, Micaela?

-¿Cómo lo he de saber? Salgo de mi casa ahora, y a ti, Claudio, es al primero que he encontrado.

-Pues ha sucedido el caso más extraño que se ha presenciado en la aldea; todos estamos llenos de asombro y no es para menos.

-Cuenta, cuenta.

-Volvía anoche de pescar como de costumbre con dos compañeros, Pedro y Sebastián.

-No era la noche muy serena.

-No por cierto; silbaba el viento, el mar estaba agitado, la luna se velaba a ratos, las estrellas aparecían tristes y pálidas. No se veía más luz que la que arde en la torre de Santa María, la iglesia donde se venera a nuestra patrona bendita; lo demás de la aldea se hallaba envuelto en las sombras. De pronto vemos venir por el aire una embarcación desconocida, una lancha pequeña con una vela enorme obscura y tan hinchada que parecía redonda, la cual fue a estrellarse contra el acantilado. El solo hombre que tripulaba la barca lanzó un grito de horror y al ver el peligro que corría se arrojó al mar donde hubiese perecido a no socorrerle mis compañeros y yo. La singular embarcación se hizo pedazos y no tardó en desaparecer bajo las aguas. El hombre estaba herido, con el vestido hecho girones, desnuda la cabeza, las manos ensangrentadas, descompuesto el semblante. ¿Quién era aquél ser que navegaba por el aire como nosotros sobre el mar? Pedro y yo le mirábamos con receloso temor, y acaso no le hubiéramos socorrido si Sebastián no hubiera mostrado empeño por salvarle. Como el tiempo fuese a cada momento más desapacible, ganamos la orilla silenciosa y solitaria a aquellas horas. Pedro no quiso encargarse del herido por no aumentar sus gastos, él que tan pobre y desgraciado es; Sebastián alegó para lo mismo que tenía mujer y muchos hijos, y siendo su casa reducida no le era posible llevarle a ella; yo... no sé, lo que dije, pero la verdadera razón es que no me agradaba la compañía de aquel hombre excepcional. Entre los tres le condujimos a la quinta de don Remigio Rey, el señor más rico y más caritativo de nuestra aldea. No ignoras que entiende algo de medicina y que como este lugar tiene el mismo médico que otros tres o cuatro no recibimos diariamente la visita del doctor, siendo don Remigio quien nos asiste cuando viene una enfermedad repentina. Llamamos y un criado nos abrió la puerta.

-¿Qué ocurre? -preguntó.

-Traemos un enfermo.

-Mi amo descansa.

-Llámale por caridad -dijo Sebastián-, si esperamos a mañana quizá será tarde.

No parecía muy dispuesto a complacernos, acaso nos hubiese arrojado de allí, si el dueño de la casa, que se había vestido precipitadamente, no se hubiera presentado para enterarse de lo que pasaba. Nos hizo entrar, y después que le referimos lo ocurrido, nos despidió quedándose con aquel misterioso personaje.

-¿Y qué más? -preguntó Micaela al ver que Claudio se detenía.

-Al rayar el alba -prosiguió el pescador-, he vuelto a casa de don Remigio; allí me han dicho que el herido está enfermo de algún cuidado, que tiene una fuerte calentura y se teme que acabe en un ataque cerebral. Que las pocas palabras que ha pronunciado son de un idioma que no es latín, porque el cura no le ha entendido, ni francés porque don Remigio lo habla a la perfección. ¿Qué ha de ser nada de eso?

-¿Por qué?

-¿No comprendes, Micaela, que este hombre navegaba por el cielo entre las estrellas, que se ha caído a nuestro mundo desde otro, y que allí no se hablará ni español, ni francés, ni latín?

-¡Ay qué miedo! ¿Y le has visto hoy?

-Me hicieron pasar a la alcoba.

-¿Y cómo es?

-Parece alto, y digo parece porque le he visto acostado; es rubio, con barba poblada y fino bigote, representa unos veinticinco años, tiene bellas facciones, los ojos, que abrió un instante, grandes, de un azul obscuro, es blanco, pálido, pero esto tal vez sea efecto de su estado excepcional. La ropa, aunque destrozada, es inmejorable y de buen corte como si llegara de una capital o cosa así. Es un buen mozo.

-Pero viene del otro mundo...

-Eso sospechamos cuantos le hemos visto.

-¿Habrá cundido mucho la noticia?

-Todavía no.

-Pues corro a contarla. Adiós, Claudio.

-Hasta la vista, Micaela.


- II -

Don Remigio Rey, el señor de aquella aldea, su protector, su médico, su amo, era un hombre de unos cincuenta años, ágil, fuerte, de carácter afable y bondadoso, la providencia de los pobres. Se había casado en una capital de provincia, en la que residió algún tiempo, con una virtuosa señora de la que había tenido dos hijos, María y Santiago. Recibieron ambos educación esmerada y acaso soñaron con vivir un día en la corte, pero los padres, sin cuidarse de sus aspiraciones y sus gustos, los encerraron en aquel pobre lugar, en el que la triste niña no tenía más distracción que pasear a la orilla del Océano, descifrar alguna música o leer un rato; ni el muchacho más aliciente que la caza. La extraordinaria llegada de aquel viajero debía necesariamente romper la monotonía de su vida.

La señora de Rey, como mujer de experiencia, prohibió a María que entrase en la habitación donde con agitado sueño descansaba el desconocido, pero no hizo lo propio con Santiago que pasaba largos ratos contemplando el hermoso y pálido rostro de aquel hombre bajado del cielo, según la creencia popular. Así es que el joven, que tenía un año menos que su hermana, no cesaba de referirle hasta el más insignificante movimiento del herido, los suspiros que se escapaban de su pecho, las palabras incomprensibles que salían de sus labios, y María ardía en deseos de verle, aunque solo fuese un instante.

A los dos días de su llegada, habiendo salido don Remigio y estando entregada a sus quehaceres domésticos doña Mercedes, llamó Santiago a su hermana que bordaba un pañuelo junto a una ventana desde la que se divisaba el mar.

-Ven a ver al forastero -dijo el joven.

-No -respondió ella-, que nuestros padres me reñirán.

-¿Van acaso a saberlo?

-No importa, me han dicho que no entre y debo obedecer.

-He registrado su ropa y no lleva en ella ningún papel, solo un pañuelo marcado con una W. Es fino, como la tela de todas las prendas con que estaba vestido el pobre viajero.

-¿Ha abierto los ojos?

-A veces, pero no se fija en nada.

-¿Ha vuelto a hablar?

-Pide algo, pero no le entiendo.

-¿Le han dado alimento?

-Ninguno.

-¿Y agua?

-Tampoco.

-Quizá el desgraciado tiene sed. ¿Has observado si sus labios están secos?

-No; tú entenderías de eso más que yo.

-Sí... pero no debo ir.

La joven guardó silencio y al cabo de un instante preguntó:

-¿Dónde está nuestra madre?

-Dando de comer a las palomas.

-¿Se marchó al palomar hace mucho?

-Unos diez minutos, poco más o menos.

-Suele estar media hora; quedan veinte... Santiago, llévame a ver al herido.

Una vez tomada esta resolución, los dos hermanos se dirigieron rápidamente hacia el cuarto donde se hallaba el viajero acostado en una humilde cama. Tenía una bella figura, melancólica palidez, manos blancas que cogían las sábanas con fuerza convulsiva. Al acercarse María, al oír su dulce voz que le preguntaba, ora en español, ora en francés qué deseaba, abrió los ojos que fijó en las puras facciones de la niña, y luego miró hacia una copa que habían colocado a alguna distancia de su lecho. María la acercó a los labios del enfermo que bebió con avidez, y pronunció una sola palabra que no se parecía absolutamente en nada a gracias en los dos citados idiomas.

-¿Es usted italiano? -le preguntó la joven.

Hizo él una señal negativa.

-¿Alemán?

Obtuvo la misma respuesta.

-¿Inglés?

Contestó afirmativamente, añadiendo frases que los dos hermanos no entendieron.

-Entonces no viene del cielo -murmuró Santiago.

-¿Lo has creído alguna vez? -dijo María.

-¿Porqué no, cuando todos los del pueblo lo aseguran?

-Porque son unos ignorantes.

Él no podía decir de dónde llegaba, no los comprendía, lo mismo que los dos hermanos a él. A pesar de sus vastos conocimientos se había negado a aprender más lengua que el idioma patrio, no presintiendo que algún día había de serle necesario otro. En inglés les preguntó:

-¿Dónde estoy? ¿Qué tierra es esta? ¿Dónde me habéis encontrado y por qué me habéis socorrido? ¿Estaba yo solo? En ese caso ¿qué ha sido de mi compañero de expedición? ¿quién ha recogido mi globo, que perdido en los aires, vagaba por el espacio hacía algunos días sin que pudiésemos adivinar donde caeríamos? ¿De qué me han servido mis estudios si he sido juguete de mis sueños, de mis esperanzas y de mi ambición?

Y María entre tanto le decía en español, hablando en voz alta y marcando mucho las frases para ver si lograba hacerse entender:

-¿Tiene usted familia? Dígalo en tal caso para que la avisemos que se ha salvado milagrosamente de la muerte. ¿De dónde es usted? ¿Desea comer algo? ¿Beber más?

Mi padre es bastante hábil y le curará; yo se lo pediré a Dios y a la Virgen y mi madre también, que es excelente, aunque finja ser algo severa con mi hermano y conmigo para educarnos mejor. Cuando usted se levante, iremos a ver el pueblo; es pequeño, pero no feo, que no puede serlo un lugar con casitas blancas como palomas, obscuras montañas, mar agitado, cielo azul y frondosos bosques. Una gran joya con perlas, zafiros y esmeraldas parece a lo lejos.

-Pero una joya que a ti no te agrada -interrumpió Santiago.

-Te equivocas; hoy me parece más bonita.

-¡Qué poco semejante es el idioma que usted habla al mío! -exclamó el enfermo, que no había comprendido nada y que tampoco podía darse a entender-; ¿que tierra es esta? Ni mi desgraciado amigo ni yo sabíamos dónde iríamos a parar. No teníamos víveres, la válvula estaba inutilizada, hacía días que nos hallábamos en inminente peligro. El estudio no nos seducía ya, el hambre y la sed nos aniquilaban; como a través de un velo, veo al pobre Jorge despedirse de mí y perderse en el espacio. ¿Porqué abandonó el globo? ¿Fue creyendo salvarse o por salvarme a mí? Todo me dice que el infeliz ha muerto. Niña de negros ojos, dime el nombre de tu patria, sepa yo al menos donde estoy y cuantas leguas me separan de la amada tierra donde nací, de mi buena madre y mis jóvenes hermanas. Ellas no tienen los cabellos obscuros como tú, la mirada brillante y la tez morena, ellas son blancas como la nieve, rubias como ese rayo de sol que penetra por la ventana, y sus ojos son azules como ese cielo que se divisa desde aquí y que me prueba que me hallo en un país meridional. Son jóvenes como tú, mi angelical Catalina y mi dulce Matilde, estarán pensando, llorando y rezando por mí, y... quizá no volveré a verlas.

-El tiempo se pasa volando, caballero, mi madre va a venir, me retiro.

-La fortuna, diez años de vida, todo lo diera por estrecharlas una vez entre mis brazos.

-Está cuidando las palomas a las que es muy aficionada, pero no tardará en volver y si me hallase aquí...

-¿No me comprendes?

-¿Quiere usted algo?

-Aprende mi idioma, por Dios.

-Mañana volveré, caballero.


- III -

Así lo hizo María. Cuando sus padres se ausentaban iba a visitar al herido, acompañada de Santiago que miraba con la mayor curiosidad al extranjero. Este se reponía lentamente, pues su espíritu sufría más que su cuerpo. El desgraciado no tenía ropa, ni dinero y se veía obligado a aceptarlo todo de don Remigio. Varias veces había empezado a escribir, pero el cansancio le rendía antes de acabar la carta: había intentado poner un telegrama, pero no le habían entendido, ni había en aquel lugar estación telegráfica. La desesperación del joven no tenía límites, y solo conseguía calmarle la presencia de María que adivinaba algunos de sus deseos, realizándolos al instante. Ella le enseñaba un poco de español nombrándole los objetos que tenía a la vista; él repetía las palabras y las conservaba en su memoria, pero no podía sostener una conversación con la joven. De esto resultó que los temores de la señora de Rey se realizaron, que su hija se enamoró del forastero sintiendo por él una pasión pura y vehemente, y que la desgracia fue mayor de lo que sospechó la previsora madre, puesto que el inglés, a quien solo distraía la niña, no correspondió a aquel sentimiento amoroso más que con una sincera amistad, estando decidido a partir en cuanto pudiese para no volver a aquella hospitalaria tierra. Su estado físico se mejoró al fin, pero el moral inspiró al médico serios cuidados. Aquel enfermo que no podía decir lo que sentía, que tenía un gran pesar porque no regresaba a su país, ni sabía de su familia; aquel amante de la ciencia por la que había abandonado al uno y a la otra, que pensaba en su compañero de viaje, al que juzgaba muerto para prolongar su vida, estaba eternamente triste y le parecía que insultaban su pena aquel sol siempre radiante y aquel cielo azul y despejado.

Una mañana logró al fin escribir una larga epístola. Puso el sobre, lo cerró y dio aquel pliego a Santiago que al punto se le entregó a María. Estaba dirigido a una señora llamada Juana Smith y lo enviaba a Londres. La niña ordenó a su hermano que llevase aquella carta al correo, que le pusiera un sello, procurando disimular su pena porque no dudaba que al recibir aquel aviso la madre del viajero le haría volver enseguida a su lado. Mucho lloró la pobre joven y aun tenía los ojos enrojecidos cuando entró en el cuarto del convaleciente. Él la miró asombrado, le preguntó medio en inglés y medio en español la causa de sus lágrimas y María sin contestarle inclinó la cabeza sobre el pecho. Acaso adivinó entonces el amor de la niña, porque no la interrogó más, mostrándose desde entonces más retraído con ella.

Los días fueron pasando, lentos para el viajero, rápidos para la joven.

Una tarde que aquel se hallaba sentado junto a la ventana contemplando el mar, oyó de pronto el alegre ruido de las campanillas de dos mulas y el sonido de un carruaje. Era el que conducía a los pasajeros desde la cercana villa a aquella aldea. Detrás del coche que al fin apareció a corta distancia de la casa, corrían algunos chicos del pueblo gritando y riendo porque en el interior iban tres señoras con largos abrigos y grandes sombreros, cabellos muy rubios y rizados, ojos azules sin expresión y mejillas rojas en la madre y sonrosadas en las hijas.

Al verlas bajar cuando el carruaje se detuvo, el inglés lanzó una exclamación de júbilo, salvó corriendo la distancia que le separaba de las viajeras, y después de hacerlas entrar y de cerrar la puerta para entregarse sin importunos testigos a las expansiones de su alegría, las abrazó con cariño.

-¡Madre, Catalina, Matilde! ¡Qué feliz soy al volver a estrecharos contra mi corazón!

-¡Walter querido! -exclamaron ellas prodigándole tiernas caricias.

María y Santiago llegaron en aquel instante y el joven los presentó a su familia. Miráronse con curiosidad primero, con interés después; la señora de Smith alargó por fin su mano a los amigos de su hijo y las dos hermanas besaron a la niña.

Almorzaron con los señores de Rey, hablándose los unos y los otros sin entenderse.

Por la noche la señora de Smith quiso saldar sus cuentas con don Remigio entregándole una crecida suma, que el caritativo caballero rehusó con dignidad.

-Déselo usted a los pobres -murmuró-; yo a Dios gracias nada necesito.

María estaba cada vez más triste; comprendía que el momento de la separación se aproximaba.

En efecto, a la mañana siguiente, la señora de Smith y sus hijos debían partir a la vecina ciudad para dirigirse desde allí a Inglaterra.

Las tres damas repitieron sus palabras de reconocimiento a los señores de Rey y a los jóvenes y subieron al carruaje que las había conducido la víspera. Walter se despidió a su vez de don Remigio, de su esposa y de Santiago. Al aproximarse a María, estrechó entre sus ardorosas manos las frías y trémulas de la niña, diciéndole:

-Mi primer cuidado al llegar a Londres será buscar un profesor que me enseñe el idioma de usted; quiero escribirle y entender lo que me escriba. Jamás olvidaré su afecto y su tierno interés. En ninguna parte me hubiesen asistido como aquí. Usted me contará lo que hace, sus amores, los detalles de su boda cuando se case, me hablará de su nueva familia, de su felicidad que deseo más ardientemente que la mía. Yo ¿qué le referiré? mis viajes, mis estudios, mi gloria si la alcanzo...

-¿Volverá usted a subir en globo?-preguntó María.

-¿Por qué no? En cuanto llegue a mi patria tal vez. Echaré de menos ¿por qué negarlo? para mis viajes aéreos al fiel amigo que me acompañaba y cuyo cuerpo destrozado se ha encontrado al pie de una montaña, según mi madre me ha dicho. ¡Pero hay tantos amantes de la ciencia! Otro vendrá conmigo y reemplazará en todo, menos en mi afecto, a mi inolvidable Jorge. Adiós, María, acuérdese de mí.

El joven subió al coche muy conmovido, sin que la niña, que no podía contener sus lágrimas, le dirigiesen una palabra más.


- IV -

Lentamente trascurrió el tiempo para los dos hijos de don Remigio Rey. Ya no les agradaba su tranquila existencia, ya la aldea era insoportable para ellos y tristes y pensativos paseaban a la orilla del mar deseando un cambio completo en su vida.

Algunas veces hablaban del inglés, de aquel Walter Smith que se presentó ante ellos como una aparición, del que no habían vuelto a saber nada, aunque calculaban que podía haber aprendido de sobra el español. ¿Había olvidado su promesa? Era más que probable.

Los padres de María habían concertado el casamiento de la joven con un pariente lejano de doña Mercedes, el que se había establecido en la aldea con el solo objeto de tratar a la joven y hacerse amar de ella. Santiago aconsejaba también a su hermana que se casase.

-¿Cuál es tu porvenir? -le preguntaba-; nuestros padres se van haciendo viejos y su anhelo es dejarte colocada porque yo no soy un gran apoyo para ti. Algún día también podré crearme una familia y entonces, a pesar de que mi cariño no te faltará nunca, te encontrarás muy sola.

-No amo a José -contestaba siempre María.

-¿Amas a otro?

-A nadie.

-Yo hubiese querido para esposo tuyo a un hombre como Walter Smith; pero cuando este no ha vuelto a ocuparse de nosotros, prueba es de que su afecto no duró más que la breve temporada que estuvo al lado nuestro, y no debemos pensar más en él.

María suspiraba al pronunciar su hermano estas palabras y no le respondía. Al fin, mucho tiempo después de la partida del aeronauta, recibió la joven una carta fechada en Londres, que estaba escrita en un español bastante correcto y que decía poco más o menos así:

«Si usted, amiga María, hubiese continuado siendo mi profesora, hace muchos meses que hablaría su idioma a la perfección; pero por desgracia no he encontrado un buen maestro hasta hace poco y esta ha sido la causa de mi inconcebible y prolongado silencio.

¿Para que escribirle si usted no me había de comprender?
Acaso me habrá juzgado ingrato, pero el cielo sabe que no lo soy; recuerdo siempre con melancólico placer los días que con usted he pasado y en los que se me aparecía como el arco-iris después de la tempestad. Terrible era la que reinaba en mi alma, y si no me volví loco, lo he debido únicamente a usted.
He hecho desde que me alejé de España un viaje más de recreo que de estudio; nada ocurrió durante él digno de mención, no hubo peligros, ni impresiones, ni ningún descubrimiento notable; he visto desde una inmensa altura, en la barquilla de mi globo, que es nuevo y le he puesto el nombre de usted, montañas que no son las de su aldea, y mares cuyas olas no han arrullado su cuna jamás; no he deseado descender sobre las unas ni sobre los otros; no he querido añadir un capítulo a la novela empezada en ese rincón de la tierra y que no se acabará nunca.
Usted y yo hemos nacido con alas; pero a usted se las cortaron desde que vino al mundo y no cruzará jamás el espacio; yo en cambio solo vivo feliz en él y mis amores y mis amistades no se hallan aquí abajo; debo querer como se quiere en el cielo.
Usted se casará algún día con un ser que, aunque no la comprenda, la admirará; yo no me crearé una familia, porque moriré de un modo desgraciado y no envolveré a nadie en mi desdicha. Estoy plenamente convencido de ello, y sin embargo, no desisto de mis viajes aéreos y pronto, muy pronto emprenderé uno, el último tal vez.
¿Quién sabe si cuando llegue esta carta, a sus manos no existiré ya?
Conozco su corazón generoso y sé que derramará algunas lágrimas por mí, y sin embargo, yo no quisiera que me llorase; sus ojos son tan bellos como tranquilos y no los debe empañar ni la más ligera nube.
Acaso advertirá usted en mi carta un tinte de melancolía que no me es dado desechar; mi alma está algo enferma y no comprendo lo que podrá curarla.
Quizá será por la inactividad forzosa en que he vivido durante tanto tiempo, por eso quiero extender de nuevo mis alas y volar lejos, muy lejos.
Adiós, María, deseo que no me olvide usted, que me consagre un recuerdo como a un hermano querido en pago del afecto fraternal que me inspira. He nacido en un país donde la amistad no se finge ni se vende; al decirle que cuenta con la mía es igual que si le asegurase que no hay en la tierra peligro ni desgracia que no arrostrase por usted, su afectísimo
WALTER SMITH».


Mucho lloró la pobre niña al leer estas líneas, mucho rezó para que Dios librase de todo peligro al intrépido aeronauta, pero los días de aquel extranjero a quien amaba ardientemente estaban contados y María no tuvo ya más cartas de él.


- V -

Apenas habían trascurrido dos semanas, recibió don Remigio Rey un periódico de la corte hallándose con toda su familia en el espacioso comedor de la casa.

Lo estaba leyendo en voz baja alzándola solo cuando algún párrafo llamaba su atención y comprendía que era de interés para su mujer y sus hijos. Ya había leído muchos indiferentes para María, cuando el bienhechor de aquella aldea, exclamó:

-¡Pobre joven! ¡Cuánto siento haberle conocido!

-¿A quién? -preguntó doña Mercedes.

-A aquel inglés que se albergó en nuestra casa hace tiempo, cuando herido y desesperado estuvo a punto de morir.

-¿Qué le ha sucedido? -interrogó Santiago-, que no olvidaba nunca a Walter.

-Oíd -prosiguió don Remigio. Y leyó lo siguiente:

«Los periódicos ingleses nos dan cuenta de la última ascensión en su globo Mary del célebre e ilustrado aeronauta Mr. Smith.

»Sabido es que este noble joven, en época aun no lejana cayó en el mar después de un peligrosísimo viaje, debiendo su salvación a unos humildes pescadores de una de las más miserables aldeas de nuestra España, según ha referido la prensa de Londres.

»Mr. Smith ha sido esta vez menos afortunado; después de algunos días de incesantes riesgos, el aeronauta y dos amigos que le acompañaron en su ascensión, se han estrellado contra unas rocas donde el destrozado globo, que bajaba con una rapidez vertiginosa, los arrojó.

»Como ninguno de los viajeros ha sobrevivido a la catástrofe, se ignoran por completo los detalles de la expedición.

»Los cuerpos de los tres tenían numerosas heridas y contusiones.

»Los cadáveres han sido entregados a las respectivas familias, habiendo asistido al entierro una muchedumbre inmensa que fue a rendir el último tributo de cariño, admiración y respeto a los distinguidos aeronautas que en lo más hermoso de su juventud habían dedicado, su vida al estudio y a la ciencia.

»Mr. Smith era muy amante de España y poseía nuestro idioma; había publicado unos artículos sobre nuestro país, por ellos sabíamos que había caído una vez en cierta aldea...»

-¿Qué tienes María, te has puesto mala? -interrumpió doña Mercedes.

En efecto, la pobre niña que tanto había amado a Walter desde que le vio, al oír su trágico fin había perdido el conocimiento.

Mucho lloró a su amigo, y el recuerdo de este no se borró de su mente jamás. Diariamente leía la única carta que recibiera del inglés; entonces le parecía que él la hablaba, que le veía, que le escuchaba, que no había de separarse nunca de él.

El tiempo mitigó su pena, pero nada más.

Dos años después consintió en casarse con su primo que, hombre vulgar y un tanto grosero, no la hizo feliz.

La vida de la joven se pasó triste y solitaria; fue fiel a su esposo, y sin embargo, si él hubiera tenido más corazón y más inteligencia, hubiera comprendido que en su alma solo reinaba la imagen de un muerto.

Frecuentemente se sentaba mirando al mar y contemplaba las nubes, ya pardas; ya rojas, estremeciéndose cuando un pájaro cruzaba el espacio, porque al aparecer como un punto negro en el horizonte un recuerdo asaltaba su mente.

María esperaba siempre algo que había descendido ya una vez del cielo, creyendo que aun podía de nuevo descender.