El abuelo no leía
El abuelo no leía
¡A jugar! Que la más pequeña no quede sola.
Después de exclamar así, abuelito León, que no es tan viejo como supone su condición de abuelo, ni tan león como permite entender su nombre, deja libre a los niños. Ve que no rompen fila como siempre en una carrera alborozada de frescos gritos y risas locas. Con el diario sin desdoblar, quédase mirándolos, ahí en medio del sendero enarenado sobre el que vuelca su sombra recortada de sol la copa de un árbol.
—¡Vamos, pues! ¿A qué se quedan así? Hala!
Pero los chicos permanecen mustios, mal dispuestos a toda expansión. Maruja, que hace de madrecita de Ricardo y Lina, murmura un "juguemos", tan sin bríos, que no es oída.
Abuelo León, desalentado también, ha movido su diario en el aire tibio que ahora agita las ropas blancas de las mujercitas y el corbatón rojo y flotante de Ricardo.
Mientras el abuelo saca del estuche las gafas y se las cala, piensa que si aun la brisa estival, animándose y acariciándolos, no ha podido incitar a los niñós, no tendrá él mayor fortuna en ese intento. Sus nietos se hallan malhumorados. Sin embargo, antes de tomar posesión del banco habitual que está a la sombra del árbol, insiste con tono de cosa resuelta:
¡Bueno! Y no alejarse demasiado. Más bien en el césped.
Don León, si bien hombre de carácter, ha tenido que esforzarse para decir aquello. Se encuentra esa mañana quizá más pesaroso que sus nietos.
Ya en el asiento, cruzado de piernas, comienza a pasear su mirada por el diario. Pero ni la guerra lejana, en la que toma parte el pueblo de su raza, cruenta guerra cuyos episodios sigue con tanto interés; ni el incendio misterioso del magnífico salón de fiestas de caridad, asunto que está en boca de todo el mundo; ni la interpelación al ministro de justicia, tan calurosamente comentada en la escribanía en que él, don León, trabaja; nada le retiene la atención. Sus nietos están desconsolados: eso puede más que todas las cuestiones palpitantes.
Por sobre las gafas los ve alejarse lentos.
—Juguemos—pronuncia en vano Maruja, mirando de reojo hacia el abuelo con una expresión que dice: " Ves cómo, aunque estoy triste, yo los animo?" Pero bien ve el abuelo que aquello no va como siempre. Los pies minúsculos de Lina no se mueven nerviosos y ágiles dentro de los zapatitos que él lustrara por la noche. Ricardo ha cogido una rama seca y raya con ella el suelo: no se lanza brioso cruzando el césped como un potrillo en la pradera.
—Esto no va bien; esto no va bien, piensa don León. Lucila, su nuera, no ha hecho esta vez lo que los otros años. Cierto que la situación de la casa es precaria. No hay dinero, ni de dónde sacar. Si él hubiese adivinado que aquella festival mañana iba a presentarse tan desprovista de encanto, del más insignificante halago para sus nietos, habría requerido el adelanto de algunos pesos en su oficina. Lucila, despierta muy de madrugada, desapareció temprano, quizá para no encarar el desconsolador despertar de sus hijos: no se hallaría fuerte para tanto. El, el abuelo, comprendiéndolo así, los vistió. Y ahí los trajo, a pasar la mañana de Reyes como la de todos los días. Sólo que la circunstancia de no llevar en sus manecitas la fácil maravilla de un globo azul, o un caballito gris o un trompo rojo y verde de los que cantan bailando, tiene apesadumbrados y mohinos a los pequeños.
¡Qué! Allí se animó Ricardito. Vió sin duda a aquel hombre entrar al sendero arrastrando algo así como una carretilla. Sospecha don León, por el inesperado movimiento de su nieto, que aquello que trae el hombre es un cochecito. Casi se pone de pie y grita al intruso que se vuelva, que no pase por ahí. ¡Ah! Ya lo comprende: es el mucamo de los Montfort, que se adelanta con los juguetes de los niños ricos de Montfort. Luego vendrán ellos. Como si no tuvieran la tarde, para correr, según hacen siempre, en sus velocípedos y volantas mecánicas! ¡Venir a despertar deseos que no podrán cumplirse, tan luego esa mañana de infortunio!
Ricardito se ha acercado al hombre y habla con él. " Sube, sube!", parece que le dijera el supuesto mucamo. Ricardito ha arrojado la rama y ha subido. Es un coche, un manomóvil aquello. Hacia allí, en un repiqueteo veloz de sus piececitos, Lina ha corrido anhelosa, gritando: "¡ Yo, yo también!" Y no bien llegada al lugar, el mismo hombre ha dejado sobre el césped un gran paquete que lleva y alzando en brazos a la niña, la ha colocado junto a su hermano. Este, moviendo con destreza el manubrio, ha dado impulso raudo al vehículo. Y Maruja, que siempre en su misión de madrecita intentó interponerse para detenerlo, se ha visto precisada a dejarlo pasar. Su rostro se llenó de un imprevisto fulgor. Sigue corriendo tras el coche, desenfadada primero, gozosa después, como bebiéndose el aire. Y el hombre, en pos de todos, rezagado, con el paquete contra el pecho.
¡Mirá, mirá qué lindo!—clama Ricardito al abuelo.
¡Qué no daría don León para que aquel hombre que viene allá se detuviera un cuarto de hora, ya que les ha cedido el coche!
¡Mirá, mirá! —vuelve a vocear Ricardito.Mirá repite en su media lengua Lina, llena de risa, agitando en alto los bracitos.
—¡Paren, basta!—ordena desde más allá Maruja, haciéndose la seria.
Don León se ha ilusionado por un instante. Se ha sentido lleno del regocijo del grupo vivaz de sus nietos bajo el sol. ¡Qué zozobra! Aquel hombre llegará hasta allí, donde está él, y reclamará su coche. Siente que esta realidad cruel le da un golpe sobre el corazón. Por primera vez desea que Ricardito no obedezca a su hermana mayor; que pase con el gesto de un rey antiguo en su carro de guerra. ¡Ah, si pudiera detener a aquel hombre, por un instante no más!
—¡ Niño, niño!—prorrumpe don León cuando el vehículo pasa de largo. Quiere solamente aparentar que reprende, pues su deseo de que pase triunfal se cumple, y está deslumbrado en el gozo de sus nietos; en aquel torbellino jocundo que deberá suspenderse de pronto, oh dolor, para devolver el vehículo.
—¡Adiós, adiós!—han vitoreado los niños. Llegados al extremo, dieron vuelta, con alguna dificultad, y ya tornan. Don León los espera de pie, para abrazarlos, por todo castigo a la travesura. ¿Qué otra cosa puede hacer?
Oh, oh: cuidado!—queda diciendo Maruja frente al abuelo.
El hombre con el paquete también está ahí.
¡Qué diablillos!—dice.
Don León siente que lo irremediable le estruja y aprieta, allá en el fondo del pecho, su tierno sentir de abuelo. Pero, no! ¿Qué cosa nueva vienen clamoreando los niños? ¿Qué candoroso, desbordante alegrón les hace saltar dentro del manomóvil?
— Mamá, mamá! Míranos, mamá!—llegan gritando enloquecidos.
Don León vuélvese y ve tras él a Lucila que recibe el paquete de manos del hombre y lo abre al tiempo preciso que se detiene el cochecito.
¡Los juguetes de los Reyes !—exclama Ricardo, viendo a Maruja apoderarse de un necesario lleno de brillantes útiles de costura y a Lina de una muñeca muy rubia de ojos azules en alegre asombro.
—¿Y a mí? ¿y a mí?—ruge desesperadamente el varón.
¡Vaya! ¿Tú quieres más todavía? ¿ No tienes el "automóvil?" — Para mí! ¡Vivaaaa!
¡Qué baraúnda entonces! Maruja sube también al carro del no soñado triunfo.
Don León, que ha inquirido a Lucila con sus ojos húmedos tras las herrumbrosas gafas, sabe que en la alcancía de barro, que estaba en el fondo del ropero, halló su nuera, parece mentira, veintisiete pesos en moneditas. De ahí el milagro, debido a una exageración del maternal afecto.
—¡Contempla, contempla! indica Lucila al abuelo que gesticula torpemente con el diario en la diestra, y que, en pos del grupo disparado y bullente de los niños, hacia aquel sendero bordeado de verde claro, en la atmósfera de oro de la mañana azul, siente dilatársele el oprimido pecho colmado de un divino y vigoroso bienestar.