El abad Duncanio
Mientras el siglo trece concluía Y sus alas ya lánguidas movía, En Liebenthál, que yace en la Silesia, Escombros se veían de una iglesia. La cruz ya no existía en su fachada De pardusco color, desmoronada, Y sus piedras saltaban con estruendo El tránsito a las gentes obstruyendo: De noche ni el pastor, ni el caminante Guiaban a este sitio el paso errante, Pues sentían pavor almas medrosas No sé por qué señales prodigiosas. Nosotros a contar vamos su historia Que antiguo cronicón dejó en memoria. En el año de mil ciento y cincuenta Con ocho más, por completar la cuenta, Muy santamente en Liebenthál moraba Un abad que Duncanio se llamaba. Con tal fervor y celo dirigía Los súbditos o monjes que tenía, Que era la imagen de un pastor perfecto: Consolador, veraz, sincero y recto, Pronto a sacrificarse sin dar quejas Por el rebaño fiel de sus ovejas. Venían a su iglesia los devotos A rendir sus ofrendas y sus votos, A consultar sus dudas y sus males, A implorar los auxilios celestiales Y a recibir su bendición sagrada Con aquella humildad que a Dios agrada. De San Florencio honraban juntamente Las reliquias, guardadas ricamente En una caja de luciente plata Do sus primores el cincel retrata. Era tan grande, en fin, la concurrencia Que, por público bien y conveniencia, Fue preciso alzar tiendas y cabañas Do gentes de regiones muy extrañas Descansasen de larga romería Alrededor del templo y abadía. En una tarde de diciembre frío, Silbando el viento con sonoro brío, Después de los oficios, ya cansado Del trabajo apostólico y sagrado, El abad a su celda caminaba Para gozar la dulce paz que amaba, Cuando en la nave solitaria y triste Vio un peregrino que de negro viste. Este hombre negro que causaba espanto No quería salir del templo santo Por más que los conversos que asistían Arrancarle del sitio pretendían. Pretestaba tener un gran secreto Que fiar al Abad, varón discreto; Mas como demostraba el peregrino Ser un vasallo mísero y mezquino, Y abrazó una columna de la nave, Los conversos le hacían fuerza grave Y todos los esfuerzos fueron vanos Para desenganchar sus duras manos. Viendo tenacidad tan atrevida Y aquella resistencia desmedida, Dijo el Abad que libre le dejasen Y al instante a su celda le llevasen. Luego que allí llegó, dijo el prelado Revistiendo su faz de un dulce agrado: -«Hablarme habéis pedido, hermano mío, ¿Por qué no habéis usado el medio pío De santa confesión para escucharme Y todo vuestro afán comunicarme, Como suelen hacer los peregrinos Que se llegan aquí por mil caminos?» El hombre negro respondió al momento: -«Yo como hermano tuyo no me cuento: Yo nunca me confieso, y hago alarde, Nunca me dejo ver sino de tarde.» -«Si es así -respondió Duncanio triste-, La piedad de mi Dios ya no te asiste: Te compadezco yo, no te maldigo; No te deseo mal, pero te digo Que delante de Dios no existe cosa Más indigna, más sucia y asquerosa Que un pecador que sigue impenitente Alzando altivo su execrable frente.» -«Yo no sé -le repuso el peregrino-, No puedo comprender y no adivino Lo que quieren decir las voces tales De bendecir y maldecir los males. Una palabra sé que es más hermosa, Reina de todas, grande, prodigiosa, Y es poder (posse). Si es de tu contento Te la puedo enseñar en un momento.» -«¿Y qué queréis decirme tan conciso?» -«Escucha, pues, Abad. ¿Será preciso Para que tú me entiendas claramente Que yo abandone el hábito aparente Y esta forma ridícula y humana? ¿Que me muestre con pompa soberana Tal cual soy en mi reino y fortaleza, Con corona de rey en la cabeza, Alas en las espaldas anchurosas Y tridente en las manos vigorosas?» -«¿Qué me queréis decir con cosas tales?» -«Mira y contempla, pues, estas señales.» ......................................... En lugar del mendigo y peregrino Con su bordón y traje de camino, Vio el Abad ante sí con gran espanto Al príncipe del reino del quebranto, Al infernal espíritu de abismo Comparable en horror sólo a sí mismo. Su primer movimiento de impaciencia Fue apartar a Satán de su presencia Con un signo de cruz; la furia impía Deteniéndole el brazo le decía: -«¡Pobre Abad! ¿Qué has sacado hasta el presente De tu vida reclusa y penitente? ¿Y de domar tu carne contra el vicio Con tanto ayuno, privación, cilicio? ¿De rogar a tu Dios, que es tan ingrato Que anhela sólo que te des mal rato? ¿De tanto como niegas y te inclinas? ¿De dar sangre a feroces disciplinas? ¿Te ha servido, infeliz, lo que yo cuento De hacer algún milagro, algún portento? Muy al revés ha sido, temerario: Yo, que soy de tu culto el más contrario, Ha meses que en tu celda me mantengo Y bajo de tu cama abrigo tengo; Yo te inspiro continuas tentaciones, Deseos, apetitos, sugestiones; Interrumpo tu paz de noche y día Y retrato en tu ardiente fantasía Mujeres lindas y festivas danzas Que son cebo de dulces esperanzas. Eso en suma, Duncanio, te ha valido Tu fervor grande por tu Dios querido. Agora yo, por quien no has hecho nada, Te ofrezco facultad ilimitada De trastornar el curso y ligereza, Orden y fin de la naturaleza. Si me obedeces, a tu voz temida El mundo dará horrenda sacudida, Se abrirán las más hondas catacumbas, Los muertos hablarán desde sus tumbas, Se eclipsará la luz del firmamento, La luna vestirá color sangriento, Producirá sin fin la madre tierra Frutos de paz o chispas de la guerra Y el mar, las tempestades y los vientos Sumisos estarán a tus acentos. Más aún: los magnates y los reyes Recibirán tus órdenes y leyes, De un dulce amor infundirás las llamas Dentro del corazón de nobles damas Y los más orgullosos palaciegos De tu privanza se valdrán con ruegos. En los encuentros y famosas lides Victorioso serás como un Alcides Y tu caballo con feroz dominio Do quier sembrará muerte y esterminio; Y no quiero interés, con él no cuento Para recompensar mi ofrecimiento. Creer no quieras que te pido el alma Como debido galardón y palma; Quiero sacarte de tan triste estado, Darte lugar sublime y elevado, Porque conozco en ti más grande aliento Que para regir frailes de un convento.» Duncanio estaba atónito y pasmado Sin saber qué decir en tal cuidado. -«Toma -dijo Satán-, no estés inquieto, Toma este libro y usa su secreto: Tiene una virtud mágica que brilla; Deja ya tu sayal y tu capilla, Deja tristezas y fervor profundo Y conoce las glorias de este mundo.» Huyó el domonio al punto y el prelado Halló a sus pies un libro colorado. ¿Qué volumen sería aquel tan malo, Dado por el Infierno de regalo? Sin duda que aquel libro provendría De diabólica y negra librería. En sus páginas rojas e inflamadas Se verían blasfemias retratadas, Sarcasmos contra Dios, contra sus santos, Sortilegios y cifras con encantos. Estas ideas el Abad formaba Y de sus pies el libro retiraba: Mas poco a poco su pavor perdiendo Lo levantó del suelo y fue leyendo. Todos los caracteres se alumbraron, Todos como relámpagos brillaron Y así como Duncanio pronunciaba Sílabas de una magia que ignoraba Mil figuras fantásticas y extrañas, Formas desconocidas y alimañas De su celda en los ámbitos bullían Y en la lisa pared aparecían Castillos encantados y armaduras, Y pajes, y soldados, y hermosuras, Combates y palacios de oro fino Y otras cosas que dijo el peregrino. Unos genios después aparecieron Delante del Abad que le dijeron: -«Ordénanos, Duncanio, cuanto quieras; Prontos estamos todos. ¿A qué esperas? Con la menor señal o movimiento Indícanos no más tu ordenamiento Y verás cosas grandes, inauditas, Que historiador ninguno dejó escritas.» El prelado, algún tanto satisfecho, Se dijo para sí: «Vamos al hecho. Una vez que del alma no aventuro La salud eternal y estoy seguro, Valgámonos del libro misterioso Para gloria del Todopoderoso; A Luzbel con sus armas persigamos Siendo buenas las cosas que ordenamos Y el padre de mentira y de pecado Vencido sea por el que es tentado.» Luego que pensó así, con grande arrojo Abrió de par en par el libro rojo Y vuelto a los fantasmas y visiones Pronunció de tal modo sus razones: -«Espíritu de grandes edificios Que fabricando rindes tus servicios: En nombre del demonio que es tu dueño Ven a prestarme un pronto desempeño.» -«Aquí estoy -respondió un acento fiero-. Tus órdenes, Duncanio, sólo espero.» -«Acabe tu vigor y tu energía La imperfecta pared de la abadía Que no se concluyó, cual yo anhelaba, Porque nuestro dinero escaseaba.» Se oyó al punto un estrépito sonoro De demonios cantando en grave coro Y todos levantaron raudo vuelo A trabajar con el mayor desvelo. El edificio apareció acabado, Muy sólido, vistoso y adornado De columnas de mármol y primores De ojivas con sus vidrios de colores, Y en la pared esta inscripción estaba Que con letras de adorno resaltaba: De Duncanio a la voz omnipotente Se acabó este edificio sorprendente. La fama de tan célebre portento Corrió por toda Europa en un momento. Cual río caudaloso que avasalla Sin respetar obstáculos ni valla. Aclamado el Abad por hombre santo Se complacía y recreaba tanto, Que en su pecho nacieron vanidades Que dieron al través con sus bondades. Se llenó de soberbia y de locura, Principio que los males apresura Y si no le alababan con frecuencia Perdía de repente la paciencia. Por el contrario, si una dama altiva Con una esplendorosa comitiva O paladines nobles y afamados Con séquito de pajes y criados Venían a ofrecerle su respeto, Mostrábase muy plácido y discreto Y todos su sentidos y potencias Se bañaban en ámbares y esencias. Sin embargo, no osó ni por antojo Tocar alguna vez el libro rojo, Libro todo de magia, libro malo Que le envió el Infierno por regalo En el año de mil ciento y cincuenta Con ocho más, por completar la cuenta. Brilló una luz en que un señor vecino, Por aumentar su rango y su destino O porque en tanta paz no halló provecho O por tener mal humorado el pecho, Pidió su casco y su trotón lozano, Armó de lanza su robusta mano, Llamó sus tropas y tenaz y terco A Liebenthál se vino a poner cerco. Según costumbre entonces practicada Tomó el Abad Duncanio su celada, Vistió una lucidísima armadura, Convocó sus mesnadas con premura Y se puso, exhortando a sus vasallos, Al frente de peones y caballos. Hicieron los sitiados su salida Y a pesar de su fuerte arremetida, Huían en desorden rechazados Sin oír a sus jefes esforzados, Cuando el Abad de su corcel se baja Y a todo fugitivo el paso ataja, Y haciendo de su espada noble alarde, «¡Muerte -gritó- al follón, muerte al cobarde!» Al choque se volvieron todos de una Y también fue contraria la fortuna. Acordóse el Abad desesperado Del poder de su libro colorado, Lo sacó de su seno y en voz alta Leyó una página sin falta. Con súbito pavor el enemigo En tierra inmóvil vino a dar consigo Y cual víctima triste y desgraciada De los de Liebenthál sufrió la espada. De Duncanio el milagro es conocido Y en carro de victoria es conducido A la ciudad, que le idolatra tanto: Es proclamado vencedor y santo. Fácil es conocer que en tal momento Llegó a ser el señor más opulento De todo aquel país que dominaba; La noble jerarquía le admiraba, Príncipes y magnates y señores De su amistad buscaban los favores. Se rodeó de un lujo cortesano, A todos sus fervores dio de mano Y sin poner un dique a sus deseos Buscaba las delicias y recreos. No curó de homilías ni sermones, Corrió tras su apetito y sus pasiones Y cuando algún obstáculo veía Al libro colorado recurría. Hora por hora sin perder camino. Quince años después que el peregrino Se había presentado en la abadía Con el rojo presente que traía, El Abad en su celda reposaba Y mil proyectos de ambición formaba, Cuando a un leve rumor se puso alerta, Pues oyó que llamaban a su puerta. -«¿Quién es? -gritó aturdido y asustado Y fuele respondido: -«Abrid, prelado.» -«¿Quién sois vos, que me habláis altivo y fiero?» -«La deuda de mi libro cobrar quiero.» -«¿Deuda del libro rojo? ¿En qué sentido?» -«Sí, Duncanio, tu plazo es ya cumplido; Sígueme, que llegó tu postrer día: Ya te debo contar por presa mía.» Uñas descomunales le clavaba El peregrino negro y le arrastraba. El Abad se plañía en tal manera: -«Presa tuya no soy; espera, espera: Ningún pacto firmé con mi enemigo, Que el cielo bien lo sabe y es testigo.» -«Es verdad que no hay firma ni contrato; Mas, merced a mi libro y su aparato, Sin temor de peligro ni de males Te has tragado pecados capitales, Te has metido en el fango de placeres, Ciego con la pasión de las mujeres; Has manchado tu mano con venganza Y con sangre la punta de tu lanza Y en la soberbia y vanidad me igualas, Aunque te falten mis terribles alas. Vamos a los infiernos.» Dicho y hecho: Clavándole las uñas en el pecho Se lo llevó como una paja leve Que al impulso del céfiro se mueve, Cayó fuego del cielo en la abadía Que con llama voraz la consumía: Hacinados quedaron sus escombros Sirviendo de pavores y de asombros Y demonios nocturnos se notaban Que en torno se mecían y bailaban.