Poesías religiosas, caballerescas, amatorias y orientales
El abad Duncanio - Ved cómo perdió su alma

de Juan Arolas


Mientras el siglo trece concluía
Y sus alas ya lánguidas movía,
En Liebenthál, que yace en la Silesia,
Escombros se veían de una iglesia.
La cruz ya no existía en su fachada
De pardusco color, desmoronada,
Y sus piedras saltaban con estruendo
El tránsito a las gentes obstruyendo:
De noche ni el pastor, ni el caminante
Guiaban a este sitio el paso errante,
Pues sentían pavor almas medrosas
No sé por qué señales prodigiosas.
Nosotros a contar vamos su historia
Que antiguo cronicón dejó en memoria.

En el año de mil ciento y cincuenta
Con ocho más, por completar la cuenta,
Muy santamente en Liebenthál moraba
Un abad que Duncanio se llamaba.
Con tal fervor y celo dirigía
Los súbditos o monjes que tenía,
Que era la imagen de un pastor perfecto:
Consolador, veraz, sincero y recto,
Pronto a sacrificarse sin dar quejas
Por el rebaño fiel de sus ovejas.
Venían a su iglesia los devotos
A rendir sus ofrendas y sus votos,
A consultar sus dudas y sus males,
A implorar los auxilios celestiales
Y a recibir su bendición sagrada
Con aquella humildad que a Dios agrada.
De San Florencio honraban juntamente
Las reliquias, guardadas ricamente
En una caja de luciente plata
Do sus primores el cincel retrata.
Era tan grande, en fin, la concurrencia
Que, por público bien y conveniencia,
Fue preciso alzar tiendas y cabañas
Do gentes de regiones muy extrañas
Descansasen de larga romería
Alrededor del templo y abadía.

En una tarde de diciembre frío,
Silbando el viento con sonoro brío,
Después de los oficios, ya cansado
Del trabajo apostólico y sagrado,
El abad a su celda caminaba
Para gozar la dulce paz que amaba,
Cuando en la nave solitaria y triste
Vio un peregrino que de negro viste.
Este hombre negro que causaba espanto
No quería salir del templo santo
Por más que los conversos que asistían
Arrancarle del sitio pretendían.
Pretestaba tener un gran secreto
Que fiar al Abad, varón discreto;
Mas como demostraba el peregrino
Ser un vasallo mísero y mezquino,
Y abrazó una columna de la nave,
Los conversos le hacían fuerza grave
Y todos los esfuerzos fueron vanos
Para desenganchar sus duras manos.
Viendo tenacidad tan atrevida
Y aquella resistencia desmedida,
Dijo el Abad que libre le dejasen
Y al instante a su celda le llevasen.

Luego que allí llegó, dijo el prelado
Revistiendo su faz de un dulce agrado:
-«Hablarme habéis pedido, hermano mío,
¿Por qué no habéis usado el medio pío
De santa confesión para escucharme
Y todo vuestro afán comunicarme,
Como suelen hacer los peregrinos
Que se llegan aquí por mil caminos?»
El hombre negro respondió al momento:
-«Yo como hermano tuyo no me cuento:
Yo nunca me confieso, y hago alarde,
Nunca me dejo ver sino de tarde.»
-«Si es así -respondió Duncanio triste-,
La piedad de mi Dios ya no te asiste:
Te compadezco yo, no te maldigo;
No te deseo mal, pero te digo
Que delante de Dios no existe cosa
Más indigna, más sucia y asquerosa
Que un pecador que sigue impenitente
Alzando altivo su execrable frente.»
-«Yo no sé -le repuso el peregrino-,
No puedo comprender y no adivino
Lo que quieren decir las voces tales
De bendecir y maldecir los males.
Una palabra sé que es más hermosa,
Reina de todas, grande, prodigiosa,
Y es poder (posse). Si es de tu contento
Te la puedo enseñar en un momento.»
-«¿Y qué queréis decirme tan conciso?»
-«Escucha, pues, Abad. ¿Será preciso
Para que tú me entiendas claramente
Que yo abandone el hábito aparente
Y esta forma ridícula y humana?
¿Que me muestre con pompa soberana
Tal cual soy en mi reino y fortaleza,
Con corona de rey en la cabeza,
Alas en las espaldas anchurosas
Y tridente en las manos vigorosas?»
-«¿Qué me queréis decir con cosas tales?»
-«Mira y contempla, pues, estas señales.»
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En lugar del mendigo y peregrino
Con su bordón y traje de camino,
Vio el Abad ante sí con gran espanto
Al príncipe del reino del quebranto,
Al infernal espíritu de abismo
Comparable en horror sólo a sí mismo.
Su primer movimiento de impaciencia
Fue apartar a Satán de su presencia
Con un signo de cruz; la furia impía
Deteniéndole el brazo le decía:
-«¡Pobre Abad! ¿Qué has sacado hasta el presente
De tu vida reclusa y penitente?
¿Y de domar tu carne contra el vicio
Con tanto ayuno, privación, cilicio?
¿De rogar a tu Dios, que es tan ingrato
Que anhela sólo que te des mal rato?
¿De tanto como niegas y te inclinas?
¿De dar sangre a feroces disciplinas?
¿Te ha servido, infeliz, lo que yo cuento
De hacer algún milagro, algún portento?
Muy al revés ha sido, temerario:
Yo, que soy de tu culto el más contrario,
Ha meses que en tu celda me mantengo
Y bajo de tu cama abrigo tengo;
Yo te inspiro continuas tentaciones,
Deseos, apetitos, sugestiones;
Interrumpo tu paz de noche y día
Y retrato en tu ardiente fantasía
Mujeres lindas y festivas danzas
Que son cebo de dulces esperanzas.
Eso en suma, Duncanio, te ha valido
Tu fervor grande por tu Dios querido.
Agora yo, por quien no has hecho nada,
Te ofrezco facultad ilimitada
De trastornar el curso y ligereza,
Orden y fin de la naturaleza.
Si me obedeces, a tu voz temida
El mundo dará horrenda sacudida,
Se abrirán las más hondas catacumbas,
Los muertos hablarán desde sus tumbas,
Se eclipsará la luz del firmamento,
La luna vestirá color sangriento,
Producirá sin fin la madre tierra
Frutos de paz o chispas de la guerra
Y el mar, las tempestades y los vientos
Sumisos estarán a tus acentos.
Más aún: los magnates y los reyes
Recibirán tus órdenes y leyes,
De un dulce amor infundirás las llamas
Dentro del corazón de nobles damas
Y los más orgullosos palaciegos
De tu privanza se valdrán con ruegos.
En los encuentros y famosas lides
Victorioso serás como un Alcides
Y tu caballo con feroz dominio
Do quier sembrará muerte y esterminio;
Y no quiero interés, con él no cuento
Para recompensar mi ofrecimiento.
Creer no quieras que te pido el alma
Como debido galardón y palma;
Quiero sacarte de tan triste estado,
Darte lugar sublime y elevado,
Porque conozco en ti más grande aliento
Que para regir frailes de un convento.»

Duncanio estaba atónito y pasmado
Sin saber qué decir en tal cuidado.
-«Toma -dijo Satán-, no estés inquieto,
Toma este libro y usa su secreto:
Tiene una virtud mágica que brilla;
Deja ya tu sayal y tu capilla,
Deja tristezas y fervor profundo
Y conoce las glorias de este mundo.»
Huyó el domonio al punto y el prelado
Halló a sus pies un libro colorado.

¿Qué volumen sería aquel tan malo,
Dado por el Infierno de regalo?
Sin duda que aquel libro provendría
De diabólica y negra librería.
En sus páginas rojas e inflamadas
Se verían blasfemias retratadas,
Sarcasmos contra Dios, contra sus santos,
Sortilegios y cifras con encantos.
Estas ideas el Abad formaba
Y de sus pies el libro retiraba:
Mas poco a poco su pavor perdiendo
Lo levantó del suelo y fue leyendo.
Todos los caracteres se alumbraron,
Todos como relámpagos brillaron
Y así como Duncanio pronunciaba
Sílabas de una magia que ignoraba
Mil figuras fantásticas y extrañas,
Formas desconocidas y alimañas
De su celda en los ámbitos bullían
Y en la lisa pared aparecían
Castillos encantados y armaduras,
Y pajes, y soldados, y hermosuras,
Combates y palacios de oro fino
Y otras cosas que dijo el peregrino.

Unos genios después aparecieron
Delante del Abad que le dijeron:
-«Ordénanos, Duncanio, cuanto quieras;
Prontos estamos todos. ¿A qué esperas?
Con la menor señal o movimiento
Indícanos no más tu ordenamiento
Y verás cosas grandes, inauditas,
Que historiador ninguno dejó escritas.»

El prelado, algún tanto satisfecho,
Se dijo para sí: «Vamos al hecho.
Una vez que del alma no aventuro
La salud eternal y estoy seguro,
Valgámonos del libro misterioso
Para gloria del Todopoderoso;
A Luzbel con sus armas persigamos
Siendo buenas las cosas que ordenamos
Y el padre de mentira y de pecado
Vencido sea por el que es tentado.»

Luego que pensó así, con grande arrojo
Abrió de par en par el libro rojo
Y vuelto a los fantasmas y visiones
Pronunció de tal modo sus razones:
-«Espíritu de grandes edificios
Que fabricando rindes tus servicios:
En nombre del demonio que es tu dueño
Ven a prestarme un pronto desempeño.»
-«Aquí estoy -respondió un acento fiero-.
Tus órdenes, Duncanio, sólo espero.»
-«Acabe tu vigor y tu energía
La imperfecta pared de la abadía
Que no se concluyó, cual yo anhelaba,
Porque nuestro dinero escaseaba.»

Se oyó al punto un estrépito sonoro
De demonios cantando en grave coro
Y todos levantaron raudo vuelo
A trabajar con el mayor desvelo.
El edificio apareció acabado,
Muy sólido, vistoso y adornado
De columnas de mármol y primores
De ojivas con sus vidrios de colores,
Y en la pared esta inscripción estaba
Que con letras de adorno resaltaba:
De Duncanio a la voz omnipotente
Se acabó este edificio sorprendente.

La fama de tan célebre portento
Corrió por toda Europa en un momento.
Cual río caudaloso que avasalla
Sin respetar obstáculos ni valla.
Aclamado el Abad por hombre santo
Se complacía y recreaba tanto,
Que en su pecho nacieron vanidades
Que dieron al través con sus bondades.
Se llenó de soberbia y de locura,
Principio que los males apresura
Y si no le alababan con frecuencia
Perdía de repente la paciencia.
Por el contrario, si una dama altiva
Con una esplendorosa comitiva
O paladines nobles y afamados
Con séquito de pajes y criados
Venían a ofrecerle su respeto,
Mostrábase muy plácido y discreto
Y todos su sentidos y potencias
Se bañaban en ámbares y esencias.
Sin embargo, no osó ni por antojo
Tocar alguna vez el libro rojo,
Libro todo de magia, libro malo
Que le envió el Infierno por regalo
En el año de mil ciento y cincuenta
Con ocho más, por completar la cuenta.

Brilló una luz en que un señor vecino,
Por aumentar su rango y su destino
O porque en tanta paz no halló provecho
O por tener mal humorado el pecho,
Pidió su casco y su trotón lozano,
Armó de lanza su robusta mano,
Llamó sus tropas y tenaz y terco
A Liebenthál se vino a poner cerco.
Según costumbre entonces practicada
Tomó el Abad Duncanio su celada,
Vistió una lucidísima armadura,
Convocó sus mesnadas con premura
Y se puso, exhortando a sus vasallos,
Al frente de peones y caballos.
Hicieron los sitiados su salida
Y a pesar de su fuerte arremetida,
Huían en desorden rechazados
Sin oír a sus jefes esforzados,
Cuando el Abad de su corcel se baja
Y a todo fugitivo el paso ataja,
Y haciendo de su espada noble alarde,
«¡Muerte -gritó- al follón, muerte al cobarde!»
Al choque se volvieron todos de una
Y también fue contraria la fortuna.
Acordóse el Abad desesperado
Del poder de su libro colorado,
Lo sacó de su seno y en voz alta
Leyó una página sin falta.
Con súbito pavor el enemigo
En tierra inmóvil vino a dar consigo
Y cual víctima triste y desgraciada
De los de Liebenthál sufrió la espada.
De Duncanio el milagro es conocido
Y en carro de victoria es conducido
A la ciudad, que le idolatra tanto:
Es proclamado vencedor y santo.
Fácil es conocer que en tal momento
Llegó a ser el señor más opulento
De todo aquel país que dominaba;
La noble jerarquía le admiraba,
Príncipes y magnates y señores
De su amistad buscaban los favores.
Se rodeó de un lujo cortesano,
A todos sus fervores dio de mano
Y sin poner un dique a sus deseos
Buscaba las delicias y recreos.
No curó de homilías ni sermones,
Corrió tras su apetito y sus pasiones
Y cuando algún obstáculo veía
Al libro colorado recurría.

Hora por hora sin perder camino.
Quince años después que el peregrino
Se había presentado en la abadía
Con el rojo presente que traía,
El Abad en su celda reposaba
Y mil proyectos de ambición formaba,
Cuando a un leve rumor se puso alerta,
Pues oyó que llamaban a su puerta.
-«¿Quién es? -gritó aturdido y asustado
Y fuele respondido: -«Abrid, prelado.»
-«¿Quién sois vos, que me habláis altivo y fiero?»
-«La deuda de mi libro cobrar quiero.»
-«¿Deuda del libro rojo? ¿En qué sentido?»
-«Sí, Duncanio, tu plazo es ya cumplido;
Sígueme, que llegó tu postrer día:
Ya te debo contar por presa mía.»

Uñas descomunales le clavaba
El peregrino negro y le arrastraba.
El Abad se plañía en tal manera:
-«Presa tuya no soy; espera, espera:
Ningún pacto firmé con mi enemigo,
Que el cielo bien lo sabe y es testigo.»
-«Es verdad que no hay firma ni contrato;
Mas, merced a mi libro y su aparato,
Sin temor de peligro ni de males
Te has tragado pecados capitales,
Te has metido en el fango de placeres,
Ciego con la pasión de las mujeres;
Has manchado tu mano con venganza
Y con sangre la punta de tu lanza
Y en la soberbia y vanidad me igualas,
Aunque te falten mis terribles alas.
Vamos a los infiernos.» Dicho y hecho:
Clavándole las uñas en el pecho
Se lo llevó como una paja leve
Que al impulso del céfiro se mueve,
Cayó fuego del cielo en la abadía
Que con llama voraz la consumía:
Hacinados quedaron sus escombros
Sirviendo de pavores y de asombros
Y demonios nocturnos se notaban
Que en torno se mecían y bailaban.