El Zarco/Capítulo XX
Manuela pasó los cinco primeros días de su permanencia en Xochimancas, siendo presa de cien emociones diversas, terribles y capaces de quebrantar un organismo más fuerte que el suyo.
El primer día fue horrible para ella. La sorpresa que le causó el espectáculo de aquel campamento de malhechores; la extrañeza que naturalmente le produjeron aquellos hábitos repugnantes que no tenían ni siquiera la novedad de la vida salvaje, la ausencia de los seres que había amado, de su madre, de Pilar, de algunas personas amigas, hasta la falta de esas sensaciones a que se está habituado y que en la vida normal pasan inadvertidas, pero cuando desaparecen producen un vacío inmenso; las faenas del día, los toques de las campanas, el ruido de los animales domésticos, el rumor lejano de las gentes del pueblo, el rezo a ciertas horas, todo todo aquel sistema de vida sencillo, común, poco variable en una población pequeña, pero que podría decirse que amolda el carácter y forma la disciplina de la existencia, todo aquello había desaparecido en pocas horas.
Por resuelta que hubiese estado Manuela a sufrir este cambio, por anticipada que hubiera sido la imaginación de esta vida nueva, en el ánimo de la inexperta joven era imposible que la realidad hubiese dejado de causarle hondísima impresión. Ella, enamorada como estaba del joven bandido, había poetizado aquella vida, aquellos compañeros, aquellos horrores. Hemos dicho que había creado en su fantasía, rústica como era, un tipo especial novelesco y heroico. La joven que ama, por ignorante que sea, aunque se la suponga salvaje, es siempre algo poetisa. Atala es verosímil, Viginia lo es mucho más. Los amantes de los antiguos poemas bárbaros son enteramente reales. ¿Qué mucho que Manuela que había recibido alguna educación y que había vivido en una población culta, y que aun había leído algunos libros romancescos, de esos que penetran hasta en las aldeas y en los campos, se hubiese forjado un ideal extraordinario, revistiendo a su amante bandido con los arreos de una imaginación extraviada?
Pero Manuela, al pensar así, estaba muy lejos de la realidad, y su sueño iba a desvanecerse en el momento en que la palpase de cerca.
En primer lugar, nunca pudo figurarse que el nido a que iba a conducirla aquel milano de las montañas fuese esa galera infecta de presidiarios o de mendigos. Ella suponía que el Zarco iba a llevarla a alguna cabañita salvaje, escondida entre los bosques, o a alguna gruta abierta entre las rocas que solía divisar a lo lejos entre los picos dentellados de la sierra. Ese, ese escondite era digno de la querida de un bandido, de un enemigo de la sociedad. Allí estarían solos, allí serían felices, allí ocultarían sus amores criminales, pero libres. Allí ella lo esperaría preparando la comida, y palpitante de pasión y de inquietud. Allí en un techo rústico y sentada sobre el musgo, ella acariciaría aquella frente querida que acababa de exponerse al peligro de un combate, besaría aquellos ojos fatigados por la vigilia de la emboscada o del asalto nocturno, o reclinándolo sobre su seno, velaría por su amante mientras dormía. Cuando el peligro fuese terrible, cuando hubiera necesidad de huir por la aproximación de las tropas del gobierno, allí vendría el Zarco a buscarla para ponerla a la grupa de su caballo, y escapar, o le ordenaría ocultarse en lo más escondido del bosque o de las barrancas mientras que podía volver a buscarla. Allí tendría ella también un lugarcito, sólo de ella conocido, para guardar sus valiosas alhajas. Tal era el concepto que se había formado del lugar en que iba a tener que vivir con su amante, mientras que podían alejarse de aquel rumbo e ir a casarse donde no los conocieran.
En vez de encontrar ese retiro misterioso y agreste, el Zarco la llevaba a esa especie de cárcel o de mazmorra para hacerla vivir mezclada con mujeres ebrias y haraposas, con bandidos osados que no respetaban a las queridas de sus compañeros y que pronto iban a tutearla, a ultrajarla, tal vez a robarla, en alguna ausencia del Zarco y quizás, y eso era lo más horroroso a juzgar por las chanzas amenazadoras de aquellos facinerosos, y por la actitud pasiva y tolerante del Zarco, cansado éste de su amor, iba a abandonarla en manos de uno de aquellos sátiros, vestidos de plata, tal vez de aquel espantoso demonio de mulato gigantesco que la había saludado con una frase sarcástica, cuyo tono le había hecho el efecto de un puñal en el corazón.
Todas estas consideraciones habían hecho sombrío para Manuela aquel primer día, que ella había soñado como un día luminoso alegre, un día nupcial de embriaguez y de deleite.
Con semejante impresión, aun las caricias del Zarco, que naturalmente redoblaron en aquellas horas, en que se encontraban, por fin, unidos, fueron insuficientes para tranquilizarla y devolverle la ilusión perdida.
La verdad es, y este fenómeno aparece con frecuencia en el espíritu de la mujer enamorada, que el amante que en las entrevistas nocturnas aparecía siempre lleno de prestigio, ahora había perdido mucho de él. Ahora le veía de cerca, vulgar, grosero, hasta cobarde, puesto que soportaba riendo las insultantes chanzas de sus compañeros que lastimaban hondamente a la mujer que amaba. No era, pues, entonces el Zarco el hombre terrible que infundía pavor y respeto a sus secuaces; ella suponía que aun entre los ladrones, la mujer del jefe debía ser un objeto sagrado, algo como la mujer de un general entre los soldados. Lejos de eso, se la trataba como una mujerzuela, como la presa de un asalto, y venía a aumentar el número de las desdichadas criaturas que componían aquella especie de harem nauseabundo que se alojaba, como una tribu de gitanas, en la vieja capilla.
Tal vez a ellas aludía el mulato cuando decía, al entrar Manuela:
-¡Si el Zarco tiene otras! ¿Pa' qué quiere tantas?
Esto era abominable.
Decididamente, Manuela sentía que ya no amaba al Zarco, que se había engañado acerca de los sentimientos que la habían obligado a escapar de su casa.
Pero entonces, examinándose más profundamente, sondeando el abismo oscuro de su conciencia, acababa por comprender con terror que había otra pasión en ella que la había sostenido en este amor malsano, que la había seducido, tanto como el prestigio personal del Zarco, y esa pasión era la codicia, una codicia desenfrenada, loca, verdaderamente absurda, pero irresistible y que había corrompido su carácter.
E irritada por esa consideración, se sublevaba contra ella, negaba, y con una gran apariencia de razón. No podía ser la codicia, no podían ser las valiosísimas alhajas que el Zarco le llevaba casi todas las noches de sus entrevistas, las que hubieran influido sobre ella para querer al bandido; no podían ser tampoco las esperanzas de obtenerlas todavía mejores por los robos sucesivos; porque, en suma, este tesoro y el que se reuniera después, es decir, el capital ya poseído y el que se esperaba, podían desaparecer en un momento con la muerte del bandido, con su derrota. Nada había más inseguro que este dinero de ladrones.
Por otra parte, la mujer ama las alhajas por el placer de ostentarlas en público, y ella no podía lucirlas delante de nadie, al menos por de pronto. No en las poblaciones, porque no podía bajar a ellas, y tampoco delante de aquellos malhechores, porque les darían tentaciones de arrebatárselas. Además, si hubiera sido el deseo del lujo el que la hubiese guiado en su afición al Zarco, él la habría decidido de preferencia en favor de Nicolás, porque el herrero poseía ya una fortuna regular y saneada, y aunque era económico como todo hombre que tiene moralidad y que gana el dinero con su trabajo difícil, es seguro que, enamorado como estaba de ella, le habría dado cuanto quisiera para verla feliz.
Así, pues, no era la codicia la que la había arrojado en los brazos de aquel amante: era el amor, era la fascinación, era una especie de vértigo, lo que la hizo enloquecer y abandonar todo, madre, hogar, honor, cuanto hay de respetable y de sagrado, por seguir a aquel hombre sin el cual, todavía hacia dos días, no podía vivir.
¡Y ahora! ...
¡Pero esto era espantoso! Manuela creía salir de un sueño horrible. Habíanle bastado algunas horas para comprender todo lo execrable de su pasión, y todo lo irremediable de su desventura. Y era que, desvaneciéndose su ilusión malsana, y apagándose por eso la llama impura que había abrasado su corazón, iba reapareciendo la luz en su conciencia y palpándose la fría realidad con su cortejo de verdades aterradoras.
A tan dolorosa revolución, que se operaba cada vez más intensa, se agregaban, como es de suponerse, los punzantes recuerdos de la pobre anciana, de la dulce y tierna madre, tan honrada, tan amorosa, a quien había engañado vilmente, a quien había abandonado en el mayor desamparo, a quien había asesinado, porque era seguro que al despertar, al buscarla por todas partes en vano, al saber por su carta que había huido, la desesperación de la infeliz señora no habría tenido límites ... ¡se había enfermado e iba a morir!
Ni quería pensar en ello Manuela; y así, abrumada por tantas emociones, torturada por tantos remordimientos, se apoderaba de ella el desaliento, el tedio de la vida y sentía que su corazón iba a perderse.
El castigo de su falta no se había hecho esperar mucho tiempo.
Entre tanto, el Zarco le prodigaba mil cuidados, la llenaba de atenciones; se esmeraba, acompañado de los bandidos y de las mujeres, en componer el departamento que le estaba destinado en la capilla, trayendo esteras nuevas, tendiendo jorongos, colgando algunas estampas de santos, y sobre todo, mostrándole sus baúles en los que había algunas talegas de pesos, alguna vajilla de plata, mezclada con arreos de caballo, con cortes de vestidos de seda, ropa blanca de hombre y de mujer, y mil otros objetos extraños. Hubiérase dicho que aquellas arcas eran verdaderos nidos de urraca, en los que todo lo robado estaba revuelto confusamente.
-Todo esto es tuyo, Manuelita, tuyo nada más; aquí tienes las llaves y yo te traeré más.
Manuela sonreía tristemente.
El Zarco al verla así, creía que estaba extrañando el cambio de vida; pero ni un momento pudo sospechar qué se había efectuado en el ánimo de su amada de cuya pasión estaba cada vez más seguro.
Así es que previno a aquellas mujeres que la entretuvieran, que la distrajeran elogiándole la existencia que se llevaba allí, las diversiones que se improvisaban y, sobre todo, la fortuna del Zarco en sus asaltos y sus presas.
En la tarde, el Zarco le trajo a dos bandidos que cantaban acompañándose de la guitarra y les encargó que entonaran sus mejores canciones. Manuela los vio con horror; ellos cantaron una larga serie de canciones, de esas canciones fastidiosas, disparatadas, sin sentido alguno, que canta el populacho en los días de embriaguez.
Los bandidos las entonaban con esa voz aguda y destemplada de los campesinos de la tierra caliente, voz de eunuco, chillona y desapacible, parecida al canto de la cigarra, y que no puede oírse mucho tiempo sin un intenso fastidio.
Manuela se sintió fastidiada, y los músicos, conociéndolo, muy contrariados por no haber agradado a la catrina, le dieron las buenas noches y se retiraron.
Llegó la noche, la noche pavorosa y lúgubre de aquel campamento de bandidos. Manuela fue a asomarse a la puerta de la capilla, deseosa de respirar aire puro y de contemplar el aspecto de aquel lugar que comenzaba a parecerle peligrosísimo a pesar de tener por apoyo al Zarco.
La noche era sombría y como la anterior, amenazaba tempestad. Las luces que brillaban por entre las ventanas y las grietas de aquellas ruinas les daban un aspecto todavía más espantoso.
Acá y acullá cruzaban patrullas a caballo que iban de avanzada o que hacían la ronda; reinaba un silencio sepulcral. La noche es para los malhechores favorable, cuando se emboscan o emprenden un asalto; pero está llena de terrores y de peligros también para ellos, si descansan en la guarida. Así que su sueño nunca es tranquilo y está turbado por cada rumor de la arboleda, por cada galope que se oye a lo lejos, por cada silbido del viento, por todo ruido extraño.
Aún seguros como estaban los plateados en Xochimancas, ya lo hemos dicho, no descuidaban ninguna precaución. Así es que su campo estaba guardado por avanzadas, por escuchas, por rondas, y todavía así, los jefes no dormían sino con un ojo.
Entonces tenían un motivo más para estar alerta. El rapto de Manuelita debía haber causado gran alboroto en Yautepec. El herrero de Atlihuayan, hombre peligroso para los plateados, y que los odiaba de muerte, pretendiente desdeñado de la joven, debía haber puesto en alarma a los vecinos y a sus amigos de aquella hacienda. Era gran conocedor de aquellos terrenos, y muy audaz y muy valiente. Además ese día había llegado a Yautepec la caballería que había ido a perseguir a los asaltantes de Alpuyeca, y aunque los plateados sabían a qué atenerse respecto de la bravura de aquella tropa, nada extraño sería que animada por el odio del herrero y por la resolución de los vecinos, se hubiera determinado a atacarlos.
Ya hemos visto que la previsión de los bandidos no carecía de fundamento, y que lo que ellos temían se intentó por Nicolás, aunque en vano, a causa de la cobardía del comandante.
Así es que la vigilancia se redobló en Xochimancas.
Salomé, el principal jefe de los plateados, había dicho, al oscurecer, al Zarco:
-Dios quiera, Zarco, que tu güera no nos vaya a traer algún perjuicio. Es necesario estar con cuidado; tú, vete con ella, y estate muy tranquilo, y diviértete, vale -añadió, guiñándole el ojo y riéndose maliciosamente-, que yo quedo velando. He avanzado a los muchachos por todos los caminos, y Félix se ha adelantado hasta cerca de Atlihuayan, por si hay algo. Conque, anda, vete y que duermas bien.
Algunas otras frases le dijo, pero debieron ser tales, que no quiso pronunciarlas sino en voz baja y en el oído del Zarco. El caso es que los dos se separaron riéndose a carcajadas. Salomé montó a caballo y seguido de una veintena de jinetes, se fue a hacer ronda. El Zarco se dirigió a la capilla, donde todos dormían ya, menos Manuela, que lo esperaba sentada en su banco, ceñuda y llorosa.