El Zarco/Capítulo XVII
En efecto, los dos jóvenes, en su éxtasis amoroso habían olvidado un momento a la pobre doña Antonia, que yacía moribunda en la pieza cercana. Hemos dicho que desde el día siguiente a la fuga de su hija, conmovida por la terrible crisis que había sufrido más que a causa de la humedad, a que había estado expuesta durante muchas horas, la desdichada anciana había caído en cama, atacada de una fiebre cerebral.
Inútiles habían sido los cuidados que se le habían prodigado por las personas caritativas y amigas que la asistían, particularmente por Pilar, que como una hija amorosa, no se había separado un instante de su lado. La experiencia de aquellas buenas gentes, a falta de médico, y todos los esfuerzos, se habían estrellado contra la gravedad del mal. La señora se moría, y Nicolás llegaba precisamente en los momentos en que la agonía tocaba a su término. Nicolás profundamente consternado, penetró en la estancia de la enferma, débilmente alumbrada, y en la que fue saludado afectuosamente por las pocas personas que allí había.
Pilar, que lo había precedido, se acercó al lecho de su madrina, y llamándola varias veces le dijo que Nicolás estaba cerca de ella y que deseaba hablarle. La anciana, como si despertara de un profundo letargo, procurando reunir las pocas fuerzas que le quedaban, levantó la cabeza, se fijó en el herrero, que le alargaba las manos cariñosamente, y entonces reconociéndole lanzó un débil grito, tomó aquellas manos entre las suyas, las besó repetidas veces, murmurando: ¡Nicolás! ¡Nicolás! ¡Hijo mío!, y luego cayó desplomada, como si aquel esfuerzo supremo hubiera agotado su existencia. Nicolás se inclinó al borde de aquel lecho de muerte, y allí, ese hombre de hierro a quien no habían logrado abatir ni las desgracias ni los peligros, se puso a llorar amargamente, afligido ante tamaña desdicha y maldiciendo al destino, que tales injusticias comete.
Doña Antonia aún vivió algunas horas, pero la agonía había sido demasiada prolongada, la vida se había extinguido bajo el peso de tantos sufrimientos, y antes de concluir la noche, aquella anciana virtuosa e infortunada exhaló el último suspiro en los brazos de su ahijada Pilar y junto al hombre a quien había amado como a un hijo.
El dolor de la pobre niña fue inmenso. Acostumbrada desde su juventud a ver en doña Antonia a una segunda madre, a quien amaba, además, por su bondadoso carácter y por sus altas y sólidas virtudes, Pilar le era adicta sinceramente, y considerándola ahora abandonada por su hija, con el desinterés y la abnegación que son propios de las almas inteligentes y generosas, su adhesión y su amor se habían convertido en pasión filial. Así es que sus cuidados, durante la enfermedad de la anciana, habían sido exquisitos, y las vigilias y la inquietud sufridas se revelaban en su bello semblante, pálido y demacrado.
La muerte de su madrina, por esperada que hubiera sido, le produjo un abatimiento indecible, y si, afortunadamente para ella, el amor de Nicolás, confesado ya de una manera tan clara y tan resuelta, no hubiera venido a consolarla y a fortalecerla, como un rayo de sol, seguramente el alma de la buena y sensible joven habría visto el mundo como una noche sombría y pavorosa. Pero Nicolás estaba allí, su esposo futuro. El cielo se lo enviaba justamente en los instantes de mayor amargura para ella, huérfana infeliz, sin patrimonio, sin más apoyo que dos tíos ancianos, y en medio de aquella situación llena de peligros para todos. Entonces consideró al joven no sólo como al elegido de su corazón, sino como a su salvador, a su Providencia, y fuertemente conmovida por aquel cambio súbito de su suerte, por aquel socorro inesperado que parecía enviarle Dios, como para recompensarla de sus aflicciones y tristezas, la joven, dando tregua a sus sollozos, cayó de rodillas y oró fervorosamente, con un sentimiento en que se mezclaban el dolor y la gratitud al mismo tiempo.
Sacóla de su arrobamiento la voz de Nicolás, que le dijo con ternura y con gravedad religiosa, extendiendo la mano hacia el cadáver de la anciana:
-Pilar, yo le juro a usted sobre ese cadáver que seré su esposo, y que no esperaré para realizar mi promesa más que el tiempo de luto. Es usted un ángel que yo no merezco.
Pilar se echó en sus brazos llorando; los circunstantes, conmovidos ante aquella escena, procuraron también consolar a la joven, y Nicolás salió inmediatamente para preparar los funerales de doña Antonia. Como la anciana había dejado algunos intereses, era preciso asegurarlos, puesto que no había dejado testamento, y que la hija única que tenía, había abandonado la casa materna.
Desde luego las autoridades locales quisieron disponer que vendiesen la casa y la huerta para atender los gastos precisos; pero Nicolás se opuso a ello, ofreciendo hacer los gastos por su cuenta, como un homenaje a la memoria de su virtuosa amiga. Rehusó también encargarse del cuidado y administración de aquellos pocos bienes, que las autoridades le encargaban, alegando razones de delicadeza bien comprensibles en su situación; de modo que aquel modesto patrimonio fue ocupado legalmente, pero sin intervención del honrado herrero.
Sepultada la señora, a cuyo entierro concurrieron todas las personas que habían estimado sus virtudes, todo volvió a la vida normal, es decir, a aquella vida llena de zozobras y de peligros que hemos descrito. Nicolás se fue a su herrería de Atlihuayan, más querido aun por sus patrones, a causa de su noble conducta; Pilar volvió a la humildísima casa de sus tíos, que se convirtió para ella en un edén, porque su esposo futuro, esperando la fecha señalada, la visitaba todas las tardes, como lo hacía en otro tiempo en casa de Manuela
¿Y ésta? Véamos lo que le pasaba.