El Zarco/Capítulo VII
Tan pronto como la joven perdió de vista a su amante, se apresuró a bajar del cercado por la escalinata natural que formaban las raíces del zapote, y se encaminó apresuradamente hacia un sitio de la huerta, en que un grupo de arbustos y de matorrales formaban una especie de pequeño soto espeso y oscuro a orillas de un remanso que hacían allí las aguas tranquilas del apantle. Luego sacó de entre las plantas una linterna sorda y se dirigió en seguida, abriéndose paso por entre los arbustos, hasta el pie de una vieja y frondosa adelfa que, cubierta de flores aromáticas y venenosas, dominaba por su tamaño las pequeñas plantas del soto. Allí, en un montón de tierra cubierto de grama, la joven se sentó, y alumbrándose con la linterna, abrió con manos trémulas y palpitando de impaciencia las tres cajitas que acababa de regalarle el bandido.
-¡Ah, qué lindo! -exclamó con voz baja, al ver un anillo de brillantes, cuyos fulgores la deslumbraron-. ¡Eso debe valer un dineral! -añadió sacando el anillo y colocándolo sucesivamente en los dedos de su mano izquierda, y haciéndolo brillar a todos lados-. ¡Si esto parece el sol!
Luego, dejándose puesto el anillo, abrió la segunda caja y se quedó estupefacta. Eran dos pulseras en forma de pequeñas serpientes, todas cuajadas de brillantes, y cuyos anillos de oro esmaltados de vivos colores les daban una apariencia fascinadora. Las serpientes daban varias vueltas en la caja de raso y Manuela tardó un poco en desprenderlas; pero luego que terminó, se las puso en el puño, muy cerca de la mano, enroscándolas cuidadosamente. Y comenzó a alumbrarlas en todos sentidos, poniendo las manos en diversas actitudes.
Luego, por un instante cerró los ojos, como si soñara, y los abrió en seguida, cruzando los puños junto a la luz y contemplándolas largo rato.
-¡Dos víboras! -dijo frunciendo el ceño-, ¡qué idea! ... En efecto, son dos víboras ... ¡el robo! ¡Pero bah! -añadió, sonriendo y guiñando los ojos, casi llenos con sus grandes y brillantes pupilas negras- ... ¡qué me importa! ¡Me las da el Zarco, y poco me interesa que vengan de donde vinieren! ...
Después abrió la tercera caja. Ésta contenía dos pendientes, también de gruesos brillantes.
-¡Ah, qué hermosos aretes! -dijo-, ¡parecen de reina!
Y cuando hubo contemplándolos en la caja, que no se veía con aquel haz de resplandores y de chispas, los sacó también y se los puso en las orejas, habiéndose quitado antes sus humildes zarcillos de oro.
Pero al guardar éstos, mientras, en la caja de los pendientes, reparó en una cosa que no había visto y que la hizo ponerse lívida, como paralizada. Acababa de ver dos gotas de sangre fresca que manchaban el raso blanco de la caja, y que debían haber salpicado también los pendientes. Además, la caja estaba descompuesta; no cerraba bien, y se conocía que había sido arrancada en una lucha a muerte.
Manuela permaneció muda y sombría durante algunos segundos; hubiérase dicho que en su alma se libraba un tremendo combate entre los últimos remordimientos de una conciencia ya pervertida, y los impulsos irresistibles de una codicia desenfrenada y avasalladora. Triunfó ésta, como era de esperarse, y la joven, en cuyo hermoso semblante se retrataban entonces todos los signos de la vil pasión que ocupaba su espíritu, cerró, enarcando las cejas, la caja prontamente la apartó con desdén, y no pensó más que en ver el efecto que hacían los ricos pendientes en sus orejas.
Entonces tomó su linterna, y levantándose así adornada, como estaba con su anillo, pulseras y aretes, se dirigió a la orilla del remanso, y allí se inclinó, alumbrándose con la linterna el rostro, procurando sonreír, y, sin embargo, presentando en todas sus facciones una especie de dureza altanera que es como el reflejo de la codicia y de la vanidad, y que sería capaz de afear el rostro ideal de un ángel.
Si en aquella noche silenciosa, en medio de aquella huerta oscura y solitaria, alguien, acostumbrado a leer en las fisonomías hubiera contemplado a aquella linda joven, mirándose en las aguas negras y tranquilas del remanso, alumbrándose el rostro con la luz opaca de una linterna sorda, y gesticulando para darse los aires de una gran señora, al ver aquella fisonomía pálida, con los ojos chispeantes de ambición y de codicia, con los cabellos desordenados, con la boca entreabierta, dejando ver una dentadura blanquísima y apretada, y haciendo balancear a derecha e izquierda los pendientes, cuyos fulgores la bañaban con una luz azulada, rojiza o verdosa, que se mezclaba al chisporroteo del mismo carácter que salía de la serpiente enlazada al puño izquierdo, colocado junto a la barba, de seguro que habría encontrado en esa figura singular, algo de espantosamente siniestro y repulsivo, como una aparición satánica. No era la Margarita de Goethe, mirándose en el espejo, con natural coquetería, adornada con las joyas de un desconocido, sino una ladrona de la peor especie, dando rienda suelta a su infame codicia delante de aquel estanque de aguas turbias y negras. No era la virtud próxima a sucumbir ante la dádiva, sino la perversidad contemplándose en el cieno.
Manuela, abandonada a sí misma en aquella hora y de aquel modo, dejaba conocer en su semblante todas las expresiones de su vil pasión, que no se detenía ante la vergüenza ni el remordimiento, pues bien sabía que aquellas alhajas eran el fruto del crimen. Así es que sobre su cabeza radiante con los fulgores de los aretes robados, se veía en la sombra, no la cara burlona de Mefistófeles, el demonio de la seducción, sino la máscara pavorosa del verdugo, el demonio de la horca.
Manuela aún permaneció algunos momentos mirándose en el remanso y recatándose a cada ruido que hacía el viento entre los árboles, y luego volvió al pie de la adelfa, se quitó sus joyas, las guardó cuidadosamente en sus cajas; hecho lo cual lanzó una mirada en torno suyo, y viendo que todo estaba tranquilo, sacó de entre las matas una pequeña tarecua, especie de pala de mango de madera y extremo anguloso de hierro con que en la tierra caliente se hacen pozos, y removiendo con ella la tierra, en cierto sitio cubierto de musgo, puso al descubierto un saco de cuero, que se apresuró a abrir con una llavecita que llevaba guardada. Luego introdujo en la boca la linterna para cerciorarse de si estaba allí su tesoro, que palpó un momento con extraña fruición. Consistía en alhajas envueltas en papeles, y en cintos de cuero llenos de onzas de oro y de pesos de plata.
Después metió cuidadosamente en el saco las cajas que acababa de darle el Zarco, y enterró de nuevo el tesoro, cubriéndolo con musgo y haciendo desaparecer toda señal de haberse removido el suelo.
Luego, como sintiendo abandonar aquella riqueza, alzó su linterna sorda y se dirigió a la casa de puntillas, entrándose en las habitaciones en que la pobre señora, a pesar de las inquietudes del día, dormía con el tranquilo sueño de las conciencias honradas.