El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca

EL TRATADO INTERAMERICANO DE ASISTENCIA RECIPROCA

Recopilado en "Estudios Históricos e Internacionales", de Felipe Ferreiro, Edición del Ministerio de Relaciones Exteriores, Montevideo, 1989


SEÑOR FERREIRO.- Señor Presidente: se me ha confiado por mis apreciados colegas compañeros de sector, la misión de anticiparle al Senado que votaremos contra la aprobación del “Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca” y exponerle asimismo los fundamentos de nuestra unánime discrepancia que – quede bien establecido de paso – corresponde fielmente a la común opinión del partido político a que pertenecemos.

No sé, señor Presidente, si podré ser breve como lo deseo, en esta exposición. Pero sé – eso sí, naturalmente, porque se subordina a mi intención – que seré objetivo; lo más objetivo que sea posible porque, aparte de que me place más que a ninguno ese método sencillo de exponer, él es el mejor en la emergencia en que aquí nos hallamos como legisladores; vale decir: como únicos responsables en definitiva de la decisión final de la República con respecto al nuevo compromiso interamericano que está a consideración del Senado.

Entraré en materia. ¿Qué ventajas nuevas, positivas, ofrece al Uruguay este acuerdo internacional que en adelante – para ahorrar palabras – llamaré de Río de Janeiro? ¿Qué obligaciones nuevas nos impone? En un cálculo aproximado – y bien pensado – de probabilidades: ¿resulta que al menos se equilibran las obligaciones y ventajas que es legítimo compensar?

Señor Presidente: frente a estos interrogantes descarnados y que – lo preveo – se dirá exentos de calor y de color americanista que me propongo; ante estas preguntas primordiales que por lo mismo son las que corresponde que en el caso se formule y resuelva el legislador oriental antes de disponerse a comprometer para el presente y el futuro un patrimonio moral y material que no es suyo propio; nosotros, los Senadores del Partido Nacional, llegamos a las conclusiones que en lo principal voy a puntualizar abreviadamente.

Nosotros sentimos – desde luego – que este pacto de Río de Janeiro no puede y por ende no le va a proporcionar a la República medios que ya actualmente no posea para poder servir libremente y desde su ángulo en cuanto le corresponda, al “Mantenimiento de la Paz y la Seguridad del Continente” que integra.

La novedad importante, real y positiva de este ponderado Convenio Interamericano es el Órgano de Consulta y sus facultades de suma flexibilidad política y, por lo mismo, inestable, cambiante, peligrosa … para nuestro concepto de la responsabilidad nacional.

Lo demás que en él se consagra, o ya está expresamente estipulado entre los Estados del hemisferio (con exclusión, hoy indebida, de Canadá y Puerto Rico) o tiene cuño intencional de preocupación del momento…

Frente a ello, nosotros, embanderados en el alto y seguro lema artiguista (“Con libertad ni ofendo ni temo”) que es expresión de serenidad y varonía, decimos para que no nos interpreten después equivocadamente:

Uruguay suscribió a su tiempo y, por supuesto, acata y reconoce la bondad del llamado “Pacto Gondra” que, como se sabe, está destinado a evitar conflictos o resolverlos, en su caso, para los pueblos interamericanos mediante la “investigación y la conciliación”, fórmula, al decir de Politis, que amplía notablemente el sistema pacifista europeo – ya anticuado – de la “mediación” amistosa.

Uruguay – nuestro Uruguay, señores Senadores – es signatario con todos los demás pueblos de América, de la Convención de “Derechos y Deberes de los Estados” de 1933 que en su artículo undécimo estableció este texto que, por otra parte, consagra una vieja aspiración Ibero América:

“Los contratantes consagran en definitiva, como norma de conducta, la obligación precisa de no reconocer las adquisiciones territoriales o de ventajas especiales que se realicen por la fuerza, ya sea que ésta consista en el uso de armas, en representaciones diplomáticas conminatorias o en cualquier otro medio de coacción efectiva. El territorio de los Estados es inviolable y no puede ser objeto de ocupaciones militares ni de otras medidas de fuerza impuestas por otro Estado ni directa ni indirectamente, ni por motivo alguno ni aún de manera temporal”.

Uruguay – nuestro Uruguay, señores Senadores – colaboró firmemente en la formulación y es también, por ello mismo, consciente signatario de todos los convenios acordados en Buenos Aires en 1936 por los veintiún Estados de América que allí se congregaron entonces en la memorable Conferencia de Consolidación de la Paz que provocó y con su personal presencia prestigió, el Presidente Franklin Delano Roosevelt.

Hoy ya han pasado – según cálculo ajeno – de doscientos los Tratados de Arbitraje formalizados entre Estados de las Américas y ese solo hecho que por su elocuencia pacifista significativa hizo exclamar un buen día en acto solemne al famoso jurista y Canciller estadounidense Evans Hughes: “¡América, hemisferio de la paz!”, puede y ahora debe recibir esta acotación marginal de interés patriótico: Uruguay – nuestro Uruguay –ha sido, hasta hace poco, - parece que ya quiere dejar de serlo – un campeón absoluto en el Continente, de la limpia y noble fórmula de arbitraje amplio; y muchos, multitud de Tratados suscritos y vigentes con países de todo el orbe nos aseguran la posesión de un honroso título.

En su estudio sobre “El Porvenir del Panamericanismo” escrito cuando todavía es verdad que el propósito atrayente de “la buena vecindad” progresaba – con toda lógica – cualitativa y cuantitativamente porque giraba en base a los principios jurídicos que son absolutos por definición, el conocido internacionalista Yepes ponderó la fórmula arbitral como medio supremo de asegurar la paz y también como solución de sabor americano auténtico en los siguientes términos que comparto y me agrada repetir: “El arbitraje ha sido la bandera que el panamericanismo ha izado desde los tiempos heroicos de Bolívar; en tratados públicos y en Conferencias Mundiales, el nuevo Continente ha afirmado su confianza en una política de conciliación y de paz. Esta generosa doctrina del arbitraje – limitado y voluntario primeramente, amplio y compulsivo hoy – es el mensaje (concluye Yepes) que el panamericanismo ha llevado siempre a las grandes asambleas internacionales”.

Nosotros sabemos – por supuesto – que el Tratado de Río de Janeiro no prohíbe que sigan manteniéndose los pactos ya contraídos sobre la base de un sometimiento de todo desacuerdo o conflicto al arbitraje. Más aún, admitimos buenamente que el “Órgano de Consulta”, la novedad y llave maestra de claro sentido político de este Tratado, disponga más de una vez que se vaya a la aplicación del arbitraje para solucionar diferencias insalvables para la negociación diplomática directa. Pero, señor Presidente, lo que nosotros no admitimos, porque no lo concebimos como lealmente seguro y bueno siempre, bajo ningún aspecto, es que el principio jurídico quede subordinado a la voluntad política; que el arbitraje se adopte o no según lo estimen o no pertinente, catorce Ministros de Relaciones Exteriores en deliberación con siete más…

Preferimos a la incertidumbre que se ajusta a la cambiante política internacional y facilita su desarrollo, la regla inmutable y antelada que no permitirá ventajas momentáneas, pero tampoco ha de llevar a injustos retrocesos.

En el pacto de Río de Janeiro vemos aún menos motivos de simpatía que por lo que se relaciona con la conservación de la paz con los pueblos hermanos, por lo que respecta al seguro mantenimiento de la paz dentro de la República.

Para nosotros es sagrado y no admite interpretaciones, el principio de no intervención que consagró - ¡al fin! – el artículo octavo de la Convención de “Derechos y Deberes del Estado”, suscrita en Montevideo en 1933 y confirmada sucesivamente en Buenos Aires en 1936 y en Lima en 1938.

Nuestra opinión sobre ese particular ya en otra ocasión fue ampliamente fundada en este Senado y sobre el tópico no voy a insistir.

Pero, por otra parte y razonando sencillamente y con lógica humana, tengo que manifestar que no vemos ni la posibilidad de ser agredidos especialmente por nadie, ni tampoco parece posible que queramos constituirnos algún día del futuro en agresores de alguien.

¿Se busca, entonces, que nos curemos en salud? ¿Pero, esa previsión es, acaso, cuerda? ¿Se trata de un lujo que nada ha de costarnos? ¡No!

Señor Presidente: de adoptar el Tratado de Río de Janeiro, nuestro Uruguay, por de pronto, quedará aunque sólo – es cierto – con respecto a los demás Estados que también lo ratifiquen en condiciones de mediatizado, al igual que éstos, con relación a nosotros.

Uruguay, en efecto, en el caso de aprobación, quedará sometido a cumplir las medidas que dentro de su competencia disponga el Órgano de Consulta, (salvo las de carácter militar), sea que ellas se refieran a países de Centro América o a Estados amigos y vecinos, sea que el Canciller de la República o inmerecidas o fuera de lugar.

Consideramos, señor Presidente – y estoy hiriendo los puntos más graves del convenio – que si no existieran en el hemisferio, Estados rectores que quieren serlo siempre y en todo momento, no habría cómo explicarse la adopción de preceptos tan rígidos en un pacto que se destinó a conjugar la voluntad de veintiún países diversamente relacionados, bajo todo orden, entre sí.

Esa rigidez, en el mejor de los casos, será contraproducente.

Hace ciento veinticinco años, en 1823, ya se contemplaba con mayor sabiduría y buena voluntad el problema de hecho de nuestras diferencias interamericanas.

Caso práctico; en la fecha que anoté, la República de Colombia y el entonces Estado de Buenos Aires, acordaron en un Convenio que consta de seis artículos, ratificar a perpetuidad la amistad y buena inteligencia que – declaraba el primero – “naturalmente ha existido entre ellos por la identidad de sus principios y comunidad de sus intereses”.

Y bien; en ese viejo acuerdo que bajo ciertos aspectos presenta similitudes con el presente de Río de Janeiro, las altas partes contratantes establecieron la distinción prudente y adecuada cuya falta criticamos en éste. Por el artículo tercero, dijeron: “La República de Colombia y el Estado de Buenos Aires contraen a perpetuidad alianza defensiva en sostén de su independencia y de cualquiera otra dominación extranjera”; y por el cuarto, limitando cuerdamente el principio general estipulado en el anterior, dijeron: “Todo caso de esta amenaza será reglado por tratado especial, conforme a las circunstancias y recursos de cada uno de los dos Estados”.

Aún reconociendo que es recíproca la especie de mediatización que establece el Tratado de Río de Janeiro para los Estados pactantes, nosotros no podemos aceptarla por lo que respecta a Uruguay. Somos irreductibles en ese extremo. Lo somos por nuestras comunes convicciones propias y además, también, porque, por la investidura senatorial, no nos consideramos con poder bastante para gravar en tal grado a la Soberanía que, según precepto constitucional, en su plenitud sólo pertenece al pueblo desde el 18 de julio de 1835.

Terminó, entonces, en efecto – y vale la pena recordarlo en este instante – la suerte de Enmienda Platt establecida por la Convención Preliminar de Paz de 1828, que por vía del seguro del orden público y de las Instituciones, sometía la libertad de movimiento del Pueblo Oriental al contralor del Brasil y de la Argentina por cinco años, que comenzaron a correr desde el día de la Jura de la primera Constitución.

El alborozo general, la limpia alegría que despertó en toda la República el final de esa mediatización está testimoniada documentalmente por los representantes de Gran Bretaña y Francia, señores Hood y Baradere y se marcó por el Presidente Oribe, con un decreto de amnistía fechado el mismo día 18 de julio de 1835, cuyo encabezamiento dice así: “Preparando el día en que la República entra al goce de su plena y perfecta Independencia una nueva época a las glorias del Pueblo Oriental”, etc.

Después de transcurrir casi un cuarto de siglo de este episodio que los contemporáneos juzgaron culminante – como era – en la vida nacional, otra vez Uruguay, y esta vez por inspiración e impulso de algunos de sus propios dirigentes lamentablemente equivocados, hubo de retornar al plano de los Estados disminuidos a fuerza de buscar su segura paz y su integridad territorial por el camino de los medios políticos.

Me refiero, señor Presidente, creyendo que el recuerdo histórico es aquí también oportuno, al Tratado que se dio en llamar entonces de neutralización, acordado en Río de Janeiro con Brasil y Argentina en 1859.

Este pacto recibido con aplauso por parte importante de la opinión pública que en él veía una solución de permanente paz y no reparaba en el valor de sus medios, no tuvo andamiento al fin y ello gracias al Senado que hoy integramos, el cual después de iniciada aplazó “sine die” su consideración…

Sin embargo, repito, que Uruguay aseguraba en el viejo convenio de Río de Janeiro la perpetua integridad de su territorio y en materia política interior, la seguridad de que se harían imposibles los cambios de gobierno por medio de alteraciones al orden legal preestablecido.

Véase, si no. Por el artículo 2º de dicho instrumento internacional se limitaban los derechos de soberanía en el sentido de que este pueblo no podría jamás incorporarse, refundirse o confederarse con ninguno de sus vecinos co-pactantes o con cualquiera otra nación y que no podría disminuir por cualquier título o contrato que fuese, bajo forma o pretexto alguno, su ámbito territorial.

Por el artículo 3º se autorizaba a Uruguay a solicitar la garantía conjunta de Gran Bretaña y Francia y cualquier otra potencia para fortificar la seguridad de lo comprometido por las partes en el precepto anterior.

Por el artículo 4º, Brasil y Argentina, en asistencia recíproca, concordaban en la disposición de defender en adelante la independencia e integridad de la República; y por el artículo 5º (la Convención contaba 12 artículos en total, pero los citados son los que importa más recordar aquí) se decía que para fijar el alcance del 4º se consideraría atacada la independencia de Uruguay en los casos taxativos siguientes: (textual)

“1º En el caso conquista declarada.

2º Cuando alguna nación extranjera pretenda por sí sola o aliándose o auxiliando una revolución interior, mudar la forma de su gobierno.

3º Cuando alguna nación extranjera pretenda por sí sola o aliándose o auxiliando una revolución interior, designar o imponer persona o personas que deban gobernar la República.

Se considerará atacada la integridad de la República: (continúa el artículo)

1º Por la ocupación hecha por cualquier nación de todo o de cualquier parte del territorio de la misma República con el fin de poseerlo como propio o de reunirlo a sus posesiones, cualquiera que sea el título que para ese fin invoque.

2º Por la separación de cualquier porción de su territorio para la creación en ella de gobiernos independientes con desconocimiento de la autoridad nacional, soberana y legítima”.

Como se ve, señor Presidente, contemplábanse en el Tratado del 59 todos los casos posibles de agresión o ataque para el criterio más abierto de cualquier época y ocurrió entre tanto, lo que en mi concepto correspondía: fue en definitiva desestimado y quedó así valiendo sólo como documento histórico expresivo de época.

Paso a referirme ahora al aspecto relativo a “Seguridad Continental”. Por supuesto, nosotros la deseamos ardientemente. Sentimos su ventaja como el que más; estamos como el que más, orgullosos del común régimen de organización política de sus Estados y ya alguna vez señalé ese hecho como signo y blasón del Continente. Pero, si ello es así y si anhelamos todos igualmente que el gran destino hemisférico sea bien custodiado y fortalecido para mayor felicidad de todos los hombres del mundo, no es menos cierto que para nosotros el modo y forma de propiciar aquellos bienes nada tiene que ver con el Convenio de Río Janeiro y sus concordantes.

Nosotros entendemos, señor Presidente, que no es mediante obligaciones contractuales preexistentes, sino por mandato espontáneo del deber de cada cual por donde siempre se ha de hallar el mejor camino, el más recto y seguro, hacia la meta a que todos aspiran.

No hago frase ni me dejo llevar por idealismos sin contenido. Recuerdo al Senado, en efecto, que en nuestro mismo Río de la Plata y en tiempos todavía no distantes se demostró ampliamente la eficacia de este método que en último término prueba prácticamente la existencia del sentimiento sincero de solidaridad americana. No fue precisa la conocida declaración de La Habana de 1929 para que nuestro Uruguay, por su sola cuenta, formulase otra semejante en el Decreto que todos conocen del Presidente Viera de 17 de junio de 1917, sometiéndose en consecuencia a correr las contingencias de la Primera Guerra Mundial.

Cuando en la misma época – y va otro ejemplo que nos toca de cerca – nuestro gobierno llegó a entender que se organizaba en las colonias alemanas del vecino Río Grande una invasión al país y con ese motivo consultó a la Argentina sobre la posibilidad de su apoyo si el caso lo requiriese, el Presidente Irigoyen no demoró un instante en responder que se contase con él en toda la extensión debida.

Podría seguir citando ejemplos semejantes o parecidos por largo rato. Muchos afluyen a mi memoria en grato tropel, fortificándome cada vez más en la convicción solidarista por lo que respecta a Hispano-América.

De lo que podría dudarse – eso sí, también es cierto – es de que exista aquel sentimiento, al menos en forma tan profunda y general en los Estados Unidos.

En su libro “El Ideal Americano” (vale por Norteamericano), el ex Presidente Teodoro Roosevelt escribió estas frases que no son de olvidar: “Si una potencia extranjera, europea o asiática, pretendiese hacerse fuerte en esos países – alude a los de Hispano-América – en los cuales tenemos la convicción de que nuestra influencia llegará a ser soberana, sólo hay un medio de intervenir con eficacia. La diplomacia es inútil si no está apoyada por un ejército. El diplomático es el servidor y no el señor del soldado. La paz como la libertad no mora mucho tiempo entre los cobardes e indignos ni tampoco entre los débiles que no lo merecen.”

Frente a tanta dureza y petulancia inamistosa, ¿no es de prudencia elemental conservarse en libertad?

Por lo demás, señor Presidente, quiero, para terminar, volverme hacia los muchos que de cerca y de lejos, casi todos con buena fe, valoran globalmente el Pacto Interamericano que consideramos en el concepto de que él significa la culminación de un proceso americanista que en avance lento, pero firme, ha venido ganando perfeccionamiento.

La verdad histórica es otra. Convenios de su misma índole política y con aspiraciones de alcance continental parecido hay varios que precisamente por ser de fondo político fracasaron durante la centuria pasada. Recién después de esta experiencia es que comenzaron a estipularse los basado en principios jurídicos, desabridos pero seguros, que ahora otra vez se tiende a abandonar…

El famoso Tratado Continental que terminó con la etapa de aspiraciones confederacionistas más o menos señaladas, abriendo la rotulada de asociación de “familia de naciones americanas”, ya hoy sustituida por la fórmula en boga de “Comunidad de Naciones Americanas”, tiene mucho de parecido en intención y sustancia con el Pacto de Río de Janeiro.

Otro tanto puede decirse del proyectado Congreso de Lima. La misma observación cabe con respecto al subscrito en los primeros tiempos de las Repúblicas de México y Colombia, pero abierto a la adhesión de todos los Estados Americanos ya entonces constituidos. Y para ir en el tiempo hasta los mismos principios de la Revolución ha de recordar que la negociación entablada en Londres en 1811 entre el Delegado de Venezuela, López Méndez, y el de nuestras Provincias Unidas, Manuel Moreno, para preparar un acuerdo de estos pueblos hermanos, pero alejados y distintos, fijó bases en gran parte semejantes a las consagradas en Río de Janeiro.

Expresa Bertrand Russell que uno de los peores defectos de la sociedad del presente es la “estrechez de comprensión del tiempo”. Si ello es cierto, también es verdad que la historia nos ofrece el remedio adecuado contra ese mal. Lo prueba el caso que señalamos. Sólo por no acudir a su ayuda ha podido sostenerse y prosperar hasta aquí la afirmación que dejamos rectificada. Que así conste. El tratado de Río de Janeiro es reiteración puesta al día de fórmulas viejas y fracasadas en virtud principalmente, de su trasfondo político.

Nada más, señor Presidente.

(¡Muy bien! ¡Muy bien!)


Discurso en la Cámara de Senadores los días 19 y 20 de abril de 1945