El Tempe Argentino: 14

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


Capítulo XII

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El cantor sin nombre y el pirirí


Tres son los pájaros canores que se distinguen entre los que alegran nuestros ríos y nuestros campos, y que en la jaula han acreditado ya su fama musical: la calandria, el cardenal y el jilguero. Pero hay otro músico inominado, una especie de mirlo negro, que por su modestia y su retiro es menos conocido y afamado que los otros, porque se oculta entre el ramaje en las horas calladas de la siesta, para ensayar con su voz remisa las suaves melodías que modula su garganta.

¡Cuántas veces en el silencio de un retiro campestre, sus dulcísimas canciones semejante a los melancólicos acentos de una arpa eólica, no habrán conmovido al lector, haciéndole olvidar el libro en que se satisfacía la necesidad de instruirse o el deseo de derramar los placeres del entendimiento sobre la uniformidad de las horas de ocio y soledad; haciéndole preferir, por no sé qué mágico atractivo, el lenguaje incomprensible de una avecita a las interesantes narraciones y pinturas hechiceras del novelista y el poeta! Más a la vez, estas sencillas armonías de la naturaleza exaltando el alma, la predisponen para los goces intelectuales, aumenta la ilusión de los cuadros poéticos, la viveza de las patéticas escenas, y dan realidad a los idilios más encantadores, realzando de este modo los placeres de la meditación y la lectura.

Todo se anima y se hermosea al tibio aliento de la primavera que va de prado en monte desplegando las formas de la belleza, risueñas precursoras de la fecundidad y el deleite, que al paso que encantan nuestros ojos, electrizan nuestros pechos hinchéndolos de tierna expansión y de alborozo.

Al suave calor de las auras se enciende y aviva la llama de aquella afección que todo lo sensible abriga. Manifiéstanlo los peces que en tumulto se precipitan buscando las aguas tranquilas donde las algas preparan su venturoso tálamo; las aves que se afanan en la artificiosa construcción de sus nidos, entonando cada amante el alegre epitalamio de su unión dichosa; y las mismas flores cuya fragancia y brillantez revelan el secreto de su sexual consorcio.

Entonces, todo cuanto nos rodea irradia el atractivo de las gracias y el embelezo de la belleza. El monótono rumor de las aguas y el silbo de los bosques, son blandos arrullos que adormecen nuestro espíritu; en el meandro umbroso de las selvas hallamos indecibles armonías de formas y colores, que arrebatan nuestra vista; aun en las voces desacordes con que significan su gozo las vivientes, percibimos melodías inexplicables que regalan el oído e inflaman el corazón.

¿Será que ciertas manifestaciones de la naturaleza nos atraigan, menos por su conformidad con las leyes eternas de lo bello, que como una elocuente enunciación del contento, de la dicha, de la felicidad; de esa aspiración vehemente del corazón humano? A los oídos del campesino no hay música más grata que los balidos del rebaño cuyos vellones simbolizan su ventura y su tesoro; o bien, el nmgir de los bueyes que van a abrir los surcos para sus mieses.

Cuando el labrador contempla en la era realizadas las esperanzas del año, ¿qué cuadro de Rafael o del Ticiano será a sus ojos tan bello como aquél montón de trigo? Y sin duda que por eso en la poesía pastoral de los tiempos bíblicos esas rústicas escenas ofrecían los símiles más propios para expresar los alicientes de la voluptuosidad, y ponderar los atractivos de la bella Sulamita.

Así también cuando en una hermosa mañana de primavera contemplamos el espléndido manto de lozano verdor, matizado de tanta variedad de flores que anuncian ópimos frutos, y las nacientes sementeras que al tenor de sus brotes hacen retoñar las esperanzas del sembrador; cuando presenciamos los amores y los goces de toda la creación; cuando todo anuncia días serenos, tranquilos y abundosos, entonces no se ven sino escenas placenteras en los ríos, en los lagos, en los bosques y en los prados; no se oyen sino himnos armoniosos, aunque confundan su rústico canto mil aves bulliciosas con las notas melodiosas del cardenal, la calandria y el jilguero, o con los melífluos acentos del cantor innominado. Así los vocingleros piriríes suelen también contribuir a nuestra alegría, atronando el bosque con sus gritos descompasados, cuando los ardientes rayos del sol de mediodía han impuesto el silencio a las demás aves. Parados sobre la copa de un árbol, dando todos la espalda al astro refulgente, entonan su invariable canto, que consiste en repetir una misma frase, empezando por tonos agudos que bajan gradualmente, a manera de solfeo, en tanto que toda la banda repite en coro la palabra de su nombre pirirí; de lo que resulta un concierto tan discordante como festivo, que parece más grotesco con las chuscas contorsiones de los cantores.

Los piriríes son algo mayores que el zorzal; su color es pardo, su plumaje muy ralo, su cola larga, y tienen un copete desairado. Vuelan poco; pueden considerarse como andadores o humícolas, porque frecuentemente andan por el suelo buscando insectos y pequeños reptiles para alimentarse.

Son más familiares y mansos que las mismas aves de corral. Parece que gustasen de la compañía del hombre, sin otro objeto que el de serle útiles, extirpando las sabandijas y larvas que saben arrancar de la tierra con sus corvos picos. Sus pichones se crían fácilmente con carne cruda, sin necesidad de enjaularlos, y se encariñan tanto de su dueño, que lo siguen a todas partes, aunque ande a caballo.

Viven en sociedad, formando pequeñas colonias, agrupados por simpatía, y andan siempre juntos. Construyen entre todos una habitación común, crían sus hijos juntos, viviendo en la más completa comunidad de tareas y de goces de familia.

Su nido común es un gran globo, formado de ramitas entretejidas, con su interior muellemente tapizado de lana y plumazón. Allí ponen sus huevos todas las hembras del aduar, y hacen las incubación echándose varias de ellas a la par, y turnándose con las restantes. Los huevos, del tamaño de los de la perdiz, son lindísimos, de un hermoso color celeste, jaspeados con vetas blancas de relieve, que al menor roce se desprenden.

Estas cuitadas avecitas son muy friolentas, a causa de su escasa pluma y enjuto cuerpo. Para dormir abrigadas fuera del nido, se apiñan sobre una rama tan estrechamente, que una hilera de diez a doce, parece a la distancia que sólo se compone de cuatro a cinco individuos. En el invierno buscan siempre la resolana, extendiendo sus alas para recibir mejor el calor del sol.

Su plumaje descolorido, su forma desairada, su canto disonante y su carne momia los garantizan contra la codicia humana; antes bien, su incomparable mansedumbre y su sobriedad exclusivamente insectívora, debieran merecerle inmunidad y protección en nuestras casas, a fin de que se propagasen para bien de la agricultura y para inocente pasatiempo de las familias.

Aquél que creó este pájaro inofensivo, privándolo de la habilidad del canto, de la gala, del plumaje, de la belleza de las formas y aun de la gracia y el donaire, pero dotándolo en cambio, de inclinaciones sociales y haciéndolo susceptible de afectos y de goces en cierto modo sentimentales, parece haber querido darnos un ejemplo de la superioridad de belleza moral sobre la belleza física. En efecto, el pirirí, con toda su fealdad y su desaire y su voz desentonada, se hace querer al instante por su bellísima índole, por su amistad desinteresada, por su gratitud a toda prueba, y por su amable sensibilidad: dotes que le conquistan el cariño y los cuidados de los niños, el amor y regalo de las damas, hasta verse con frecuencia abrigado en su regazo y en su seno, mostrándose sensible como una persona a las caricias que se le prodigan. Si debiera estas atenciones a su hermosura, le durarían cuando más lo que ésta dura, o sería olvidado luego que se presentase otra ave más bonita. Así son las inclinaciones del corazón; las que tienen su cuna en los sentidos son tan incostantes como la causa que las engendra. Sólo hay una belleza que tiene la prerrogativa de fijar el amor que inspira; única, cuyo ideal es el mismo para todos los tiempos y paises, y única que no fenece: es la belleza del alma.