El Secreto de Don Juan

​El Secreto de Don Juan​ de Leopoldo Lugones

A Tito Arata

Uno de esos últimos compromisos de la tarde, cuya tiránica futilidad asume carácter de obligación en el atolondramiento de las ciudades populosas, más atareado por el trabajo y más mudable que la inquietud, habíamos acarreado, con el retraso fatal de las citas porteñas... sin carácter íntimo —pues quiero creer que las de esta clase formarán la excepción, aun aquí— el contratiempo de no encontrar comedor reservado en aquel restaurante, un tanto bullicioso, si se quiere, pero que nuestro anfitrión, Julio D., consideraba el único de Buenos Aires donde pudieran sentarse confiados en la seguridad de una buena mesa, cuatro amigos dispuestos a celebrar sin crónica el regreso de un ausente. Debimos, pues, resignarnos a la promiscuidad, por cierto brillante, del salón común, con sus damas muy rubias, sus caballeros muy afeitados, su orquesta muy frecuente y su iluminación de joyería, que valorizaba con limpidez ojos seguidores y diamantes audaces; pero Julio D. consiguió, a título de cliente privilegiado, la promesa de una eventual desocupación para tomar el café a solas. Todos ustedes conocen a Julio D. lo suficiente para dispensarme la inicial de su apellido que han completado sin vacilar, pero tras la cual disimulo, la semitransparencia de la buena educación, no exenta, para el caso, de justa ironía, la característica falta de puntualidad con que nos había retrasado, siendo, no obstante, el anfitrión. Verdad es que el desenfadado compañero sabe, al propio tiempo, ganarse todos los perdones, con la afectuosa lealtad de un cariño rayano en abnegación para quien merece su amistad, y hasta con la firmeza ya proverbial de su defecto. Franco, varonil, corazón de oro en el más amplio sentido de la palabra, es, respecto al tiempo, valioso e inseguro como un reloj de mujer. La comparación pertenece a Julián Eguía, quien, comentando cierta vez en el Círculo de Armas la “deliciosa inexactitud” y el imperturbable valor de nuestro amigo cuyo padrinazgo desempeñó en aquellos dos lances que nadie olvida, habíalo definido con uno de sus habituales juegos de palabras: —Como buen estoico que es, tiene la despreocupación de la última hora... Por ahí habrán acabado ustedes de conocerlo. No tengo, en cambio, para qué ocultar el nombre de los otros dos comensales: Fabián Lemos, el conocido sportman aficionado a las letras clásicas que cultiva con acierto, aunque negándose a publicar, lo que, sin duda, es una lástima, y ese eterno desterrado y brillante conversador de Julián Eguía, que va frisando los sesenta y cinco en incansable vagancia —o mejor dicho, acaso, divagación de artista estéril— por todas las capitales con excepción de la nuestra— y suya, hasta la médula del viejo porteño que es —pues sólo reside acá un trimestre cada dos o tres años, sin perjuicio de proclamar que, en suma, Buenos Aires le parece la fea más agradable del mundo. Sí, pues, Julián Eguía en persona, con su chispa elegante, sus retruécanos, nada insistentes, por lo demás, su discreto saber, y hasta sabiduría, de gran viajero y de gran lector, su dejo romántico y sus narraciones extraordinarias, que no debe interrumpir la más mínima duda, so pena de provocar en castigo un silencio irreducible y una curiosidad mortificada con verdadera maestría. Inútil añadir que nuestra comida celebraba uno de sus regresos. El recién llegado manifestábase más contento que nunca: —Seña inequívoca de que te volverás pronto —dijo Lemos, empleando, a pesar de una diferencia de treinta años, el tuteo que autorizaba la frescura realmente notable de su interlocutor, con cierta impertinencia de camarada jovial. —Así ha de ser, mal patriota, recalcó Julio D. —Cuestión de temperamento. Yo necesito alejarme para querer más a la patria, como tirando la cuerda se le levanta el temple. —Sin embargo —dije a mi vez— sostienes que Buenos Aires te gusta. —No cabe duda. He dicho que es una fea digna de ser amada. Pero el amor de las feas es como los cordiales amargos. Exige pequeña dosis y excluye la repetición. —Celebro el dicho, aunque me parece más ingenioso que aceptable en quien declara, asimismo, que la porteña... —... es la más linda de las mujeres. Ah, cierto. De eso podemos estar seguros y orgullosos. Y no lo digo por esta sala demasiado internacional, sino por nuestras reuniones de clase, por nuestro Colón, por Palermo, por las calles, las calles, sobre todo, que para encanto de mi vejez se van volviendo todas Floridas... Y sin recoger nuestra sonrisa ante aquel mal retruécano en que se despuntaba el vicio impenitente: —Con todo, prosiguió, resulta curiosísimo este otro aspecto de la ciudad: el cosmopolita. Buenos Aires es, por decirlo así, una encrucijada del universo. Por aquí, malos o buenos, pasan todos los tipos interesantes del mundo, desde Lloyd George hasta Bolo Paschá. —Todos, en efecto, afirmó Lemos. —Y si hubieran existido —sonrió Julio D.— el Judío Errante y Don Juan Tenorio... —Mi madre contaba —interrumpió Eguía— que en tiempo de Rosas pasó por acá el Judío Errante. En cuanto a Don Juan, puedo afirmarlo sobre la fe de mis canas. —Convengo en que has realizado bastante bien la leyenda del judío andariego, y no ignoraba tu inclinación donjuanesca. —Te equivocas, Julio; o mejor dicho, has acertado sin querer con tus alusiones. Seriamente hablando, yo he conocido a Don Juan. En ese momento, el mozo nos anunció que el departamento prometido estaba libre y que el maître había mandado servirnos allá el café. Yo conocí a Don Juan —reiteraba Eguía poco después, de codos en la mesa, y animándose visiblemente con la soledad confidencial que habíamos conseguido—. Lo conocí cuando su penúltimo viaje a Buenos Aires, hace alrededor de treinta y cinco años, porque la última vez me encontraba ausente. Sé, no obstante, lo que pasó, por la confidencia de una amiga. A ella pertenecerá, pues, la parte más interesante del relato que me propongo confiarles en una intimidad de memoria póstuma. Ya que, cada vez, con mayor probabilidad, cualquiera de mis travesías puede ser la última. Pero, antes de continuar, es menester que nos entendamos —o desentendamos— sobre algo, quizá lo único, en suma, que han enseñado mis correrías por cuanto mar y tierra existen. Y es que anda por el mundo, aun cuando parezca fantasía, una media docena de individuos inmortales, en carne y hueso, o si ustedes prefieren, varias veces centenarios, en los cuales encarnan los prototipos de la leyenda. Soy lo bastante escéptico para no intentar la explicación de un fenómeno, tan enigmático, por lo demás, como la vida de esos microbios de la creta, que petrificados durante millones de años, despiertan o resucitan en la salmuera caliente. Dichos personajes deben ser los que, de cuando en cuando, asombran al mundo por su conocimiento de todas las cosas o su dominio de todas las situaciones, como Leonardo da Vinci, cuyo sepulcro nadie sabe dónde está. Claro es que nos sobraban objeciones contra ese postulado de Eguía, más exasperante aún en el desenfado de su audacia; pero, sabiendo que proponer una duda equivalía a malograr el relato, preferimos escuchar en silencio al narrador, atrayente como nunca aquella noche. —La conservación de una misma edad aparente, o con variación mínima, continuó, viene a ser el mejor incógnito de esos personajes entre las generaciones que pasan. Y esto es lo que deseaba advertirles. Pero, aun cuando nada de ello crean ustedes, abrigo la pretensión de que mi historia les parecerá interesante. —Nos parece ya, tiranuelo, sonrió Julio D. Pero Eguía añadió con gravedad: —Todo hombre, especialmente si ha viajado mucho, tiene numerosas anécdotas que contar; más, no hay en su vida sino una historia digna de conocerse: historia trágica, absurda, vergonzosa o sublime, y por lo tanto reservada casi siempre en el silencio con que, casi todos también, se la llevan a la tumba. Lo trágico, lo absurdo, lo vergonzoso o lo sublime de una existencia son generalmente inexplicables, y sólo engendran la desconfianza y el ridículo.

Por lo demás, yo no comprendí sino mediante la revelación complementaria de aquella amiga que dije, la naturaleza del personaje a quien conocí durante su penúltima residencia entre nosotros. Mas, como ese estado de ánimo carece de importancia narrativa, al no ser yo el protagonista, sino él, haré de los dos relatos uno solo en homenaje a la precisión y a la sobriedad. Llegó, pues, Don Juan a Buenos Aires bajo su verdadero nombre, hallando el mejor disimulo de su comprometedora entidad, en la tranquila audacia que es el eje de acero de su carácter, si bien bajo uno de los apellidos con que entronca en cincuenta familias principales su milenaria nobleza. Conocímoslo, así, como Don Juan de Aguilar, en el puñado de adictos que acompañaban a don Carlos de Borbón, quien, según es sabido, llegó acá por entonces, bajo modesto incógnito de príncipe despojado. Era un hombre de edad indefinible, pero con cierto vigor elástico, que sin denotar juventud, no indicaba madurez. Tampoco se le advertía carácter nacional, no sólo por su distinción, tan perfecta, que excluía todo rasgo acentuado, sino porque la perfección con que habla diversos idiomas, habíale quitado todo acento. Así, el agregado comercial de Austria, después de conversar con él, me decía: —Tiene que ser austríaco o alemán. Hubo entre los carlistas de la guerra, aristócratas de mi país; y quizá sea uno de esos, que oculta bajo nombre español algún yerro de consecuencias. El mismo contaba que durante el sitio de París, su francés bulevarderohabíale valido un proceso como supuesto desertor del ejército comunista. Su castellano corría perfectísimo, aunque sin afectación, y su palabra, de una elocuencia tan indefinible como su persona, vibraba con una especie de autoridad viril, que era luego imperiosa dulzura. Algo a la vez delicado, penetrante y profundo. Pero, cierta ocasión, haciendo armas en el Club Militar, donde maravillaba su destreza, había lanzado el grito de combate de la esgrima italiana con resonancia tal, que aun cuando en aquella época de comando a viva voz nuestros jefes tenían bien templada la garganta, todos sintieron, decíanme, casi como un dolor, su metálico estallido.

La elegancia de aquel hombre dominaba sin ofender, aun cuando era tiránica como la del león. Atraía él, más bien, con cierta inquietud de riesgo. Pero tenía la evasión de ojos del tigre: es decir, que sin esconderlos en realidad, no dejaba ver la mirada. Bastaba, sin embargo, el tangente desliz con que la eludía, para sentir pasar materialmente por las carnes su magnetismo terrible. En ese rasgo, levísimo por lo demás, así como en la tranquilidad marmórea con que asentaba la mano sobre la mesa o en el brazo del sillón, sentíase al hombre de presa, ya fuera ésta de sangre, de amor o de oro. Todo en él era posesivo desde el entrecejo al pie; y una vez, una sola, que consintió mirarme, advertí que sus ojos, pardos en apariencia, dorábanse, realmente, al darles la luz, con un reflejo de topacio que el contraste de las pupilas tenebrosas embellecía hasta la fatalidad, como perforando en negro el fondo de su alma. He dicho que “consintió” mirarme, porque nunca experimenté, sufrí más bien dicho, mayor impresión de arrogancia. Es de advertir que yo, atraído como todos, había procurado acercarme a él; pero esa mirada me reveló el abismo que nos separaba. Percibí en su altivez remotísima, un aislamiento infranqueable, la revelación superior de lo que significa verdaderamente “dominio”. Era el ídolo, animal por un lado en su inhumanidad de fiera, numen por otro en su egoísmo supremo; mezcla de instinto y divinidad, es decir, voluntad pura, como las fuerzas naturales que por esto consideró dioses la antigüedad, y con ello ajena enteramente al atributo humano de la compasión. Sólo cuando en la atención de la música o del juego inclinaba su cabeza morisca, donde una que otra cana al desgaire menospreciaba la evidencia del tiempo, advertíase algo de común con los demás, con cierta melancolía que no era, tal vez, sino el cansancio de las grandes pasiones, pero que imponía a su frente, con trágica palidez, una desolación de ángel malo. Entonces, de sus pestañas abajadas con sombría hermosura, de su boca orgullosa, donde sangraba como en un tajo la avidez del deseo, de su tez morena, ligeramente acentuada por la barba de punta breve, emanaba una torva simpatía, casi material, una especie de oscuridad azul, semejante, diríamos, al pavón de un estoque. Sombrío encanto, que sin dejar de atraer, parecía exacerbarse, a poco, en el siniestro interés de una presencia de bandido. —Al oírte, insinuó Lemos, diría uno que no sólo las mujeres se prendaban de Don Juan. —Todos lo estábamos —repuso Eguía—, como los granaderos lo estaban de Napoleón. Era, en efecto, un tipo del género, aun cuando en otro orden de conquistas, y por esto he creído que valía la pena describirlo. —Cosa que has hecho de mano maestra, dije yo, sabiendo que mi opinión de escritor complacería a nuestro amigo. —El retrato del protagonista permite inferir el interés de la historia, elogió Lemos, acentuando la agradecida sonrisa del narrador, quien ponía en el éxito de sus relatos la satisfacción sin vanidad del cumplido artista. —La historia —continuó— es más digna de atención como poema que como aventura. Aunque se trata, naturalmente, de una aventura, y por cierto de una conquista. Varias había hecho Don Juan, sin contar otras “fortunas” menos sentimentales, aunque explicatorias de su deslumbrante prodigalidad, así como el indispensable desafío funesto con alguien que se permitió sonreír, oyendo una de sus sentencias: “El noble puede seducir, despojar, matar, pero jamás huye, entrampa ni miente”.

—Ah, recordó entonces Julio D., sería ese aquel famoso “duelo de sonrisas”, que alguna vez te oí mencionar. Con un emigrado... cubano, según creo... —No, mejicano. Al notar su gesto irónico, Don Juan le dijo con helada cortesía: —Quizá es más fácil sonreír, señor, que mantener esa sonrisa ante la punta de una espada.

El otro la mantuvo, pero recibió una estocada clásica, a dos dedos del corazón. Dicho incidente relacionábase, por lo demás, con una de las varias conquistas que dije, y cuya víctima fue una criatura deliciosa, casi una niña, de la cual había sido pretendiente, al parecer, el mejicano de la estocada. Pero, déjenme llegar cuanto antes al relato que me interesa. —Todos mis contemporáneos recuerdan el baile que dieron a mediados del 88 los esposos R. J. , como uno de los acontecimientos sociales con que se clausuró aquella “época de las grandezas”, menos por su boato y distinción, dignos de la pareja obsequiante, que por haber sido reina de la fiesta quien lo era ya de los salones porteños, hasta el despotismo y la adoración: precisamente, “una de esas beldades que hacen época”, como se dice en viejo estilo, y que quién sabe por qué complicaciones de la cultura, del ambiente, de la fortuna gozada durante generaciones, de la alianza entre castas selectas, engendra de cuando en cuando la Gracia, para su exclusivo esplendor, como aquel tulipán que florecía una vez por siglo en los jardines del sultán de Constantinopla. Esa mujer cuyo nombre es inútil disimular, puesto que desde hace tantos años impuso a la maledicencia el imperio de su desdén, era una conocida de todos ustedes: Amalia Parish, semidiosa todavía. Lemos y Julio aproximáronse a la mesa con interés. —Mi tía Pastora —dijo el primero—, no obstante su devoción, la admira como a una mujer de talento extraordinario. —Y nada más bien hallado —completó el otro— que su denominación de semidiosa. Ayer, precisamente, la encontré, radiante de esa gallardía que parece ir alejándola en la soberbia de una invencible juventud. —Efectivamente —resumió Eguía. En los seres de esa clase, la edad no es decadencia, sino retirada. La hermosura perfecta lleva en sí algo de inmortal. Y Amalia Parish lo fue, hasta no faltarle ni el don de una inteligencia tan clara como la limpidez de sus ojos. Es, así, de las que conservan mejor aquella gentileza del lenguaje en que residía, tal vez, el encanto más delicado de la porteña, por lo bien que conciliaba la dignidad de la expresión con la espiritual vivacidad del concepto. A los veinte años apenas, porque las muchachas figuraban entonces más temprano en sociedad, impuso sin disputa el imperio de su belleza. Imperio solitario como el de una estrella lejana, ya que ninguno de sus adoradores —y quién no lo era— había logrado sorprender el más mínimo temblor sentimental en el rayo de sus ojos celestes. Linda hasta el éxtasis, griega de Atenas por la perfección y de Siracusa por la gracia, conforme habría dicho nuestro clásico Lemos, parecía que su juventud deslumbraba por transparencia, en una luminosa inmaterialidad de rocío. Belleza pura, total, más propia de que la tallara al diamante, en uno de sus sonetos de precisión, Lugones, que es poeta... Ambos favorecidos nos inclinamos ante la fineza que Eguía, muy de la vieja escuela, es decir, intransigente en materia de retribución, apresurábase a devolvernos. —... Belleza fría, por lo tanto. Así, al menos, opinábamos entonces. Unos, atribuíanlo a su sangre británica, otros, a orgullosa complacencia de sí misma... Hasta aplicábanle un fácil retruécano de mi cosecha con el que rindiendo homenaje a la novela nacional, habíale puesto yo la Amalia de mármol... —Es decir —comentó Julio D. riendo—, de la misma pasta que el Comendador. —Sin duda, como la propia doña Inés. Por algo sería que su amante, mejor dicho el Amante eterno y fatal, la eligió entre todas para comunicarle el secreto de sus conquistas. —¿O sea...? —interrogó vivamente Julio. —O sea lo que van ustedes a saber esta noche. Y después de un hábil silencio para aguzar la impresión: —No te hagas muchas ilusiones. Generalmente, la revelación de los grandes secretos es poco aprovechable, por falta de preparación o de índole. Sólo a un gran químico, que fuera al mismo tiempo un místico, le serviría la fórmula de la piedra filosofal. Calló otra vez, como recapacitando. Luego, en voz más baja: —¡Su amante!... —prosiguió. La noticia fue una bomba. Una semana después del gran baile, embargaba todos los comentarios el mismo estupor. Pues aquí reanudo, que tiempo es ya, el hilo de mi relato. Absorto, sin duda, por sus otras conquistas, don Juan de Aguilar no había reparado en Amalia: circunstancia que pudo parecer afligente para su buen gusto, pero que habría resultado explicable, también, por el carácter de la heroína: el demonio cohibido ante el serafín. Nada de esto ocurría en tanto, según se vio después; ya que mediante un recurso, viejo en suma como todas las argucias diabólicas, el conquistador premeditaba la captura de su presa angelical. Don Juan aparentaba, pues, indiferencia ante Amalia, a pesar de conocerla y de estar muy relacionado en la casa de Julio W. de R. J., prima e íntima de aquélla. Verdad es que siendo Julia una de las pocas mujeres lindas que no hubiese cortejado el conquistador, dicha actitud podía significar su respeto al hogar amigo, donde el más noble amor conyugal tenía su dechado en la persona de la dueña de casa. Amalia, en tanto, mujer al fin, y con esto sensible al misterio inquietante de aquella fama, llegó más de una vez, casi por instinto, a aproximársele, bajo la curiosidad hostil, pero temerosa, del pájaro ante la serpiente. Sorprendida de sí misma, el miedo que debió confesarse, transformósele en vago rencor, primero, en perfecta indiferencia después. Don Juan permanecía igualmente impasible; y por más que hablara con ella algunas veces, nunca le había dirigido la palabra. Pero esa noche del baile, la casualidad, acercándolos en un saloncito inmediato al ambigú, inició el drama.

Fue la chispa una frase trivial como en todas las horas decisivas de la existencia. Solo y de pie ante una mesa central, Don Juan, que probablemente esperaba, al oír el sedoso rumor del andar femenino, volvió la cabeza con breve ademán de halcón, alzando hasta ella su mirada de sombrío topacio. Y dirigiéndole la palabra por primera vez:—El blanco —dijo— sienta mejor que el azul a su género de belleza. Debo advertir que en reuniones anteriores había vestido ella de azul con cierta frecuencia, lo cual revelaba una atención minuciosa bajo el aspecto indiferente de Don Juan. Pero, el repentino halago de esa comprobación, asumió en ella una intensidad tal, que paralizada de golpe, tuvo que apoyarse en la mesa sin disimular, como fulminada por instantáneo deslumbramiento. Literalmente prendida por los ojos a las pupilas de fascinadora profundidad, honda ternura le aflojó las rodillas. Y temblando como una hoja, rendida hasta la angustia en ese instante definitivo del amor, que es, al mismo tiempo, trance de vida y muerte, sólo pudo responder con una voz ajena a su propio oído: —¿Y por qué no el azul?... —Por una razón estética —contestó Don Juan, posando en la mesa, tan próxima a la suya que la hizo estremecer, su larga mano apasionada. —... Una razón estética. El azul no figura entre los cuatro colores fundamentales que requiere la belleza femenina y que sólo rarísimas mujeres consiguen armonizar indistintamente con su hermosura. —¿Conoce usted alguna... aquí? —Una sola —respondió él con voz opaca, abismándola más profundamente en el aura de la seducción, que la subyugaba al hechizo felino de su envolvente suavidad. Y nunca ha vuelto de ese vértigo. Enamorada hasta agotar las más celestiales delicias y las ansias más torturadoras del infierno; digna del supremo amante, que despreciaba el flirt,relegándolo entre los “vicios vergonzosos”, ni pretendió evitar el desenlace de tragedia que imponía su despiadada posesión bajo la finura de terciopelo de la garra, ni eludir la mordedura de la afligente verdad, que desde luego aceptó con una especie de equidad despreciativa. Abandonando a la condena y al despecho su despojo de mariposa, arrebatada en el delirio de la llama fatal, no hubo bajeza en su caída. La misma predestinación al martirio, que el amor de semejante hombre significaba, habríala redimido en su dolorosa generosidad, de no ser su dicha, tan indiferente, por perfecta, a toda consideración humana.

Insensible o amante, su destino era, pues, la soledad de la estrella que vive de consumirse en su propia luz; y cuando sobrevino el inevitable abandono, lejos de abatirse o desesperarse, pareció que se aislaba más excelsa, en un remoto fulgor, como aquellas amadas por los dioses antiguos, que del contacto con el divino cisne o con la lluvia de oro, onservaban el resplandor de su propio deslumbramiento, llevando en la perpetuada ventura la olímpica gloria de su deshonra inmortal.

* * *

—Treinta años después, como decían las antiguas novelas, una huracanada tarde en que las nubes de junio encapotaban de agua brumosa la ciudad, Julia y Amalia, cuyo retiro casi hostil era inaccesible a ninguna otra persona, tejían, en los hilos melancólicos de la lluvia, antiguos recuerdos. Arrebujada entre densas cortinas, aquella habitación, silenciosa hasta la intimidad, parecía flotar, casi lóbrega, en un misterioso esplendor de capilla búdica. Sombríos oros fatigábanse al fondo de una verdadera tiniebla, como arrodillada bajo el abatimiento de inmensa colgadura azul. La transparencia oscura del ámbito era, a su vez, vagamente dorada. Como un indeciso rescoldo de inaudita suntuosidad, la alfombra ahogaba los pasos en derruida blandura de polvo de oro. Torvos reflejos arrinconábanse acá y allá con áureo escorzo de jaguares. Sándalos y estoraques de exótica vaguedad exhalábanse en sutil bostezo de aromas. Pretendía el comentario que ese recinto singular guardaba intactos los recuerdos del seductor; que la apagada quietud retenía en aquel silencio y aquel perfume su memoria siempre adorada; que su presencia persistía en tal cual conservada arruga de diván o de cojín... Y así era, en efecto. Aquellas sombras no cobijaban las tribulaciones de la expiación, sino la sacrílega magnificencia del antiguo pecado. Mas, esa tarde, por primera vez, Julia había sacudido su alarmada pureza para hablar de la falta cuyo permanente gozo presentía en la otra, sin querer confesárselo, dominada al fin por el ambiente y la desesperada grandeza de semejante fidelidad. Recordaban, pues, al amante, sin nombrarlo, en una grande pero pacífica incapacidad de comprenderse, cuando Julia exclamó: —¡Cómo has debido aborrecerlo! Y por primera vez también, la voz de la otra velóse ligeramente al contestar, advirtiéndosele apenas en esa diminución la quebradura de un recóndito sollozo: —¡Aborrecerlo! Sólo aborrece, Julia, el amor que muere. Ese que la gente común experimenta por estaciones; el que habitualmente la aproxima y la caza para aburrirla después. Oye, Julia, esto que es una honda verdad de amor: jamás ofende el ser querido. —¿Y los celos, Amalia? —Los celos no son rencores, sino amores desesperados. Y esos nunca se resignan: matan. Los de las mujeres que aman por deber conyugal, son meras formas de propiedad privada, exasperaciones de la avaricia o del orgullo. El huracán prolongaba un lamento que parecía materializarse en lágrimas inmensas sobre los arrasados cristales. Como llovidos también, desde el fondo del alma apasionada, los recuerdos desbordáronle en palabras de altivez sombría, toda la amargura del llanto que no lloró:

—¡Sí a él le debo la única vida que he vivido! La otra, la inútil, la que ni sé cómo fue hasta que él me reveló el abismo de dicha donde caí, ésa, ¡qué valía! Yo era una muchacha hermosa, adulada, coqueta, cobarde como todas, y al fin con razón, ante el misterio que es, para la mujer, irrevocable como la muerte... Él despertó en mí el ser de pasión, de dolor y de belleza que en mí misma se ignoraba, y eso, Julia, perdónemelo tu candor, vale el hijo de las honestas. Bruscas rachas rompían contra los muros, al pasar, como extraviados pájaros, chorreantes alas de bruma; y en la vibración del largo viento que los flechaba por detrás, oíase desolarse, presagiando las amenazas de la oscuridad, sus silbidos lúgubres. —Perdida por él, fue como hallé en mi propia alma aquel “tesoro escondido” de los cuentos, que con tanta frecuencia extravía una para siempre, creyéndolo inaccesible o lejano. Éste, éste es el verdadero mal que casi todas padecemos: el de vivir ajenas a nosotras mismas, si merece el nombre de vida una existencia por reglamento, que hicieron otros, quién sabe cuándo, para embrutecer al pobre corazón, imponiéndole la ignorancia de sí mismo. Pero ese amor que me maldicen educó el mío, aunque fuese en la falta y en el dolor, enseñándome la dignidad, que no será social, pero que es humana, de no pasar por la vida como un triste animal de recua con carga y con rumbo ajenos. Bajo una repentina calma del temporal, la ciudad iba enterrándose en la niebla como en un inmenso hoyo de ceniza mojada. Por el inesperado silencio parecía cruzar aún la reciente alarma de un rayo. —Felices los que encuentran en la honorable unión que tú has logrado, el cielo abierto de la perfecta dicha; pero déjame decirte, sin el orgullo que para ti no puedo abrigar, que no les cambio mi infierno. La felicidad más ardua no es la que honra con el respeto de la sociedad y de la ley, sino la solitaria de la vergüenza, la acechada de la tentación, la que vive sangrando sin consuelo y sin esperanza, sin misericordia y sin Dios: la formidable fidelidad de la culpa. Don Juan de Aguilar no me engañó. No me dio ninguna esperanza de reparación, no me juró constancia alguna. Por el contrario, al partir, me dijo: “Jamás hubo mujer por la cual volviera”. Pero yo había querido como quieren los pocos que el destino elige para revelarles el verdadero amor: hasta el pecado y hasta la muerte. ¡Aborrecerlo! Y cómo, si todo cuanto soy de sentimiento y de conciencia, aquel ser de pasión, de dolor y de belleza que él despertó en mis entrañas, es lo suyo que sigue viviendo en mí. Pero Julia, en su inconsciencia feliz, no comprendía. Más aterrada que sensible ante esa tempestad aullada por el doble huracán cuyo ímpetu sacudía de nuevo la noche que empezaba a caer, cargada de ese dolor como un árbol fúnebre, recobró el ánimo, estrechándose a la ventana untada todavía por lívida vislumbre. Y con curiosidad pueril, inquirió al cabo de un instante:—¿Pero qué te dijo, Amalia, cómo te dijo que te quería, para hacerse querer así? La trágica solitaria encogióse de hombros, con una sonrisa tan descolorida como la vislumbre de la tarde. —Vas a sufrir una decepción. No me dijo nada raro ni sublime. Y si tuve la impresión de que realmente me quería, fue porque no supo sino balbucear temblando, como cuando se le viene a un adolescente el corazón a la boca: ¡Cuánto la quiero!... ¡Amalia, mi amor!... Y en ese momento, tras una leve palpitación del cortinaje, entró Don Juan. Avanzó, urbano como siempre, reprimiendo hasta la impresión del enorme suceso, con esa seguridad que ahuyenta al miedo por no haberlo sentido nunca. Lejos, en una distancia de borrasca y de ausencia, abismada como la eternidad, desgarraba el huracán un remoto alarido de horda. Y Don Juan, sentándose como treinta años antes en aquel diván, que nadie después de él había ocupado, dijo con su voz habitual, impregnada de piadoso hastío: —Así fue en verdad. No te engañó, dulce amiga, la voz de mi amor. Pues según puso en mis labios la única comedia que entre tantas necedades como han escrito de mí, haya sabido interpretarme, y que, por lo mismo también, permanece inédita:

Es que nunca enamoré

sin estar enamorado.