El Señor de Bembibre/Capítulo XXXV


Las esperanzas de doña Beatriz venían a ser con tan raros sucesos como las flores del almendro que, apresurándose a romper su capullo a las brisas de la primavera, y abriendo su seno a los rayos del sol, desaparecen en una sola noche al soplo mortífero de la helada. Su alma cansada de sufrir y su salud postrada a los embates del dolor, no bien sintieron flojas las rigurosas ataduras, cuando se abalanzaron ardientemente a la fuente del bien y la alegría, para templar su hidrópica sed, bien ajenas de encontrar el acíbar de nuevas tribulaciones, donde tan regalada frescura y suavidad se imaginaban.

No era muy del agrado del cuerdo don Alonso aquella imprudente seguridad en que se adormecía su hija, pero gracias a ella sus fuerzas se restauraban tan visiblemente y hasta su memoria parecía purificarse de los pasados trágicos recuerdos de tal modo que no tenía valor para destruir aquel hermoso sueño que le libraba de su más terrible recelo.

El anciano médico de Carracedo se manifestaba sumamente satisfecho del sesgo que la enfermedad iba tomando, y como las noticias que de Salamanca llegaban sólo traían anuncios de un porvenir próspero, nada había que detuviese la naturaleza en su benéfico movimiento.

Había entrado de lleno la primavera y su influjo contribuía también poderosamente al alivio de la enferma, pintando en su imaginación las risueñas escenas de aquellos contornos y regalando su pecho con su amoroso ambiente. Aquel cuadro ganaba cada día en belleza y amenidad, y en él encontraba el alma tierna y apasionada de doña Beatriz un manantial inagotable de dulcísimas sensaciones.

Una mañana que, unas veces a pie y otras embarcada, había recorrido con su padre y su doncella gran parte de las orillas del lago, se recostó, por último, al pie de un castaño para descansar un poco de su fatiga. Arrullaba tristemente una tórtola en las ramas de aquel árbol; un leñador, descargando recios golpes con su hacha en el tronco de un acebuche no muy distante, acompañaba su trabajo con una tonada muy dulce, y en el medio del lago, menudamente rizado por un vientecillo ligero, se balanceaba una barquilla con un solo aldeano. El cielo estaba puro; el sol recién salido alumbraba con una luz purísima el paisaje, y únicamente en un recodo algo más sombrío de aquella líquida llanura una neblina azul y delgada parecía esconderse de sus rayos.

Los tres guardaban silencio como si temiesen interrumpir con sus palabras la calma de aquel hermoso espectáculo, cuando un resplandor que venía del lado de Carucedo dio en los ojos de don Alonso, y fijándolos con más cuidado en aquel paraje, vio un hombre de armas que al trote largo se encaminaba hacia ellos, y cuyo almete y coraza heridos por el sol despedían vivos fulgores. Hacía días que no recibía noticias de Salamanca el noble señor y al punto juzgó que aquel hombre vendría enviado del abad.

El forastero, que vio la falúa atracada a corta distancia y el traje y apostura del grupo que estaba al pie del castaño, se encaminó hacia ellos en derechura, y apeándose ligeramente, presentó a don Alonso un pliego con las armas de Carracedo. Abriólo rápidamente, y a los pocos renglones que hubo leído se le robó el color de la cara, comenzaron a temblarle las rodillas, y como si fuese a perder el conocimiento se apoyó contra el tronco del árbol y dejó caer el papel de las manos. Doña Beatriz entonces, veloz como el pensamiento, se arrojó al suelo y recogiendo la carta se puso a leerla con ojos desencajados, pero su padre, que al ver su acción pareció recobrarse enteramente, se arrojó a ella para arrancársela de las manos diciéndole a gritos:

-¡No lo leas!, ¡no lo leas, porque te matará!

Pero ella, desviándose a un lado, sin separar sus ojos del fatal pliego, y cebada en sus renglones, llegó a un punto en que lanzando un tremendo gemido, cayó sin sentido en brazos de su fiel doncella. El mensajero acudió al punto a su socorro y los remeros hicieron lo mismo saltando en tierra, pero ya don Alonso y Martina la habían reclinado de nuevo al pie del árbol sentándose ésta en el suelo y teniendo en su regazo la cabeza de su señora. Entonces comenzaron a rociarle el rostro con agua que traían del lago en un búcaro, y a administrarle cuantos remedios consentía lo impensado del lance, pero inútilmente, porque no volvía en sí ni cesaba una especie de respiración sonora y anhelosa que parecía hervir en lo más profundo de su pecho. De cuando en cuando exhalaba un ¡ay! profundísimo y llevaba las manos al lado del corazón, como si quisiese apartar un peso que la abrumaba, mientras un copioso sudor corría de su frente y humedecía todo su cuerpo.

En semejante estado se pasó un largo rato, hasta que viendo don Alonso que el accidente ofrecía serio cuidado, determinó ponerla en la falúa y volver a la quinta inmediatamente. Transportáronla, pues, entre todos con el mayor cuidado, y bogando aceleradamente poco tardaron en desembarcar en el muelle desde donde, con las mismas precauciones, la llevaron a su cama. Afortunadamente, estaba allí a la sazón el anciano físico de Carracedo que acudió al punto, y observando con gran cuidado su respiración y pulso le abrió sin perder tiempo una vena. Con el remedio comenzó a mitigarse su tremenda fatiga, y a poco abrió los ojos, aunque sin fijarlos en objeto alguno determinado y rodeando su cámara con una mirada incierta y vagarosa. Por último, recobró totalmente sus sentidos, pero presa todavía de su tremendo ataque, las primeras palabras que pronunció fueron:

-¡Aire!, ¡aire!, ¡yo me ahogo!

El religioso acudió aceleradamente a las ventanas y las abrió de par en par.

-¡Ah!, ¡todavía!, ¡todavía tengo aquí un peso como el de una montaña! -exclamó pugnando por incorporarse y señalando el lado izquierdo del pecho.

Entonces Martina, el monje y su padre la incorporaron en el lecho amontonando detrás una porción del almohadas. En esta postura recobró poco a poco algún sosiego, y el aire templado y apacible que entraba por las ventanas empezó a serenar su respiración. Entonces fue cuando el recuerdo de la escena que acababa de pasar se despertó en su memoria, y clavando en su padre sus ojos alterados y brillantes con el fuego de la calentura, le dijo:

-¿Qué se hicieron la carta y el mensajero?... ¡Dadme el papel, que todavía no le he acabado de leer!... ¿Dónde le guardáis, que no le veo?

-¡Hija mía!, ¡hija mía! -le respondió el anciano-, no me destroces el corazón. ¿Qué vas a buscar en ese malvado escrito?

-¡La carta!, ¡la carta! -repuso ella con ciega y obstinada porfía, y sin hacer caso de las razones de su padre.

-Dádsela y no la contradigáis -añadió el físico en voz baja-, porque ya no le podrá hacer más daño del que le ha hecho.

Entregósela entonces don Alonso, y ella, con extraordinaria avidez, se puso a devorarla. Esta carta, como presumirán nuestros lectores, no contenía sino lo que ya saben, pero por una fatal circunstancia distaba de la imaginación de doña Beatriz como el cielo de la tierra. Acabó, por fin, de leerla, y dejando caer entrambas manos sobre el lecho, como postrada de debilidad, dirigió una larga y melancólica mirada al paisaje que por las abiertas ventanas se descubría. Un breve espacio estuvo sumida en esta triste distracción hasta que, al cabo, lanzando un profundo suspiro, exclamó:

-Y sin embargo, mi ensueño era bien puro y bien hermoso, puro y hermoso como ese lago en que se mira el cielo como en un espejo, y como esos bosques y laderas llenas de frescura y de murmullos. No seré yo quien sobreviva a las pompas de este año. ¡Necia de mí, que pensaba que la naturaleza se vestía de gala como mi alma de juventud para recibir a mi esposo cuando sólo se ataviaba para mi eterna despedida!

-¡Y necio de mí mil veces -repuso don Alonso-, que te dejé adormecer en esa vana esperanza que podía desvanecerse con un soplo!

-¿Qué queríais, padre mío? -repuso ella con dulzura-, mis ojos se habían cansado de llorar en la noche de mis pesares, y cuando el cielo me mostró un vislumbre de felicidad, creí que duraría, porque lo había comprado a precio de infinitas amarguras. Poco siento la muerte por mí, ¿pero quién os consolará a vos, quién le consolará a él, a él que me ha amado tanto?

-Doña Beatriz -dijo gravemente el religioso-, no hace mucho tiempo que la misericordia divina os sacó de las tinieblas mismas de la muerte, y no sé cómo en vuestra piedad lo echáis en olvido tan pronto y así desconfiáis de su poder. Por otra parte, yo he leído también lo que dice mi reverendo prelado y no veo motivo para ese desaliento, cuando el inquisidor Aymerico ha prometido su ayuda para con el Soberano Pontífice a fin de que la consulta se decida favorablemente. Así debéis esperarlo.

-¡Ah, padre! -contestó ella-, ¿cómo pensáis que en el laberinto de este inmenso negocio tropiecen en la hoja de papel de que pende mi sosiego y felicidad? ¿Qué les importa a los potentados de la tierra la suerte de una joven infeliz que se muere de amor y de pesar? ¿Quién pone los ojos en el nido del ruiseñor cuando el huracán tala y descuaja los árboles del bosque?

Don Alonso, que se había sentado a los pies de la cama con la cabeza entre las manos, sumido en una profunda aflicción, se levantó al oír estas palabras como herido de una idea súbita, y poniéndose delante de su hija con ademán resuelto respondió:

-¡Yo, yo que te he perdido, yo te traeré la libertad de don Álvaro y la ventura de los dos!, yo pasaré a Francia, yo iré al cabo del mundo aunque sea a pie y descalzo y con el bordón del peregrino en la mano y me arrojaré a los pies de Clemente V. Yo le hablaré de la sangre que ha vertido mi casa por la fe de Cristo y le pediré la vida de mi hija única. Mañana mismo partiré para Viena.

-¡Vos, señor! -contestó ella como asustada-, ¿y pensáis que yo consentiré en veros expuesto a las penalidades de un viaje tan largo y en mirar vuestras canas deslucidas con inútiles ruegos sólo por esta pasión insensata que ni la oración, ni las lágrimas, ni la enfermedad han podido arrancar de mi pecho? Y luego, padre mío, considerad que ya es tarde y que a vuestra vuelta sólo encontraréis el césped que florezca sobre el cuerpo de vuestra hija. ¡No os apartéis de mí en ese instante!

-¡Beatriz! ¡Beatriz! -contestó el anciano con un acento terrible-, no me desesperes, ni me quites las fuerzas que necesito para tu bien y el mío. Mañana partiré, porque el corazón me dice que el cariño y el arrepentimiento de tu padre han de poder más que la fatal estrella de mi casa.

Doña Beatriz quiso responder, pero Martina, juntando las manos, le dijo con el mayor encarecimiento:

-Por Dios Santo, noble señora, que le dejéis hacer cuanto dice, porque me parece que es una voz del cielo la que habla por su boca, y, además, con eso le quitaréis un peso que le agobia de encima del corazón.

-Doña Beatriz -le dijo gravemente el religioso-, en nombre de vuestro padre, de vuestro linaje y de cuanto podéis amar en este mundo, os encargo que recojáis todo vuestro antiguo valor y que os soseguéis, pues semejante agitación puede dañaros infinito.

Y al acabar estas palabras se salió del aposento llevándose consigo al señor de Arganza. Separóse de él un instante para disponer una bebida con que pensaba templar la calentura de la enferma aquella noche, y enseguida volvió al lado del acongojado viejo.

-¿Cuál es vuestro pensamiento? -le preguntó.

-El de emprender la marcha al instante -le respondió don Alonso-, pero quisiera que vuestro prelado viniese a hacer el oficio de padre con mi desdichada hija, que va a quedar por algún tiempo en la mayor orfandad y desamparo. ¿Creéis que su vista no empeore su estado trayéndole a la memoria imágenes dolorosas?

-Todo lo contrario -respondió el monje-, antes es preciso amortiguar el crudo golpe que ha recibido hoy, borrándolo en lo posible de su imaginación. Así que, no sólo debe venir el abad, sino don Álvaro también y muy en breve, porque tal vez su presencia valga harto más que todos mis remedios.

-Sí, sí, sin perder tiempo -respondió don Alonso llamando con una especie de silbato de plata.

Al punto se presentó el cazador Nuño.

-¿Se ha ido ya el mensajero de Bembibre? -le preguntó su amo.

-No, señor -respondió el viejo con aire de taco-, sin duda aguardará por las albricias de las buenas nuevas que ha traído.

-No importa -respondió don Alonso-, tráele inmediatamente a mi presencia.

El criado salió murmurando entre dientes y su señor, sentándose aceleradamente en su bufete, escribió una carta muy encarecida al abad encargándole la pronta venida en compañía de don Álvaro. Justamente acababa de cerrarla, cuando se presentó el mensajero.

-Malas nuevas has traído, amigo -le dijo el señor de Arganza.

-¡Ah, señor! -respondió el hombre con el acento de la sinceridad-, harto me pesa, y si yo hubiera sabido cuáles eran, otro hubiera tenido que ser el portador.

-No importa -repuso don Alonso-, ahí tienes esas monedas por tu viaje, pero di, ¿vienes bien montado?

-Una yegua traigo más ligera que el pensamiento -respondió el correo, muy alegre de verse tan generosamente recompensado.

-Pues es preciso que pongas a prueba su ligereza para llegar a Bembibre al punto y entregar esta carta al abad de Carracedo, que si la yegua se revienta yo te dejaré escoger entre las mías la que quieras.

Sin aguardar a más salió el soldado, y desatando su cabalgadura y montando en ella de un salto salió como un torbellino por el camino de Ponferrada en donde se perdió muy en breve de vista.

A medida que fue entrando el día fue creciendo la calentura de doña Beatriz y turbándose su conocimiento. Quejábase de dolor y opresión en el lado izquierdo y de una sed devoradora; de cuando en cuando se quedaba dormida, y entonces un sudor extraordinario venía, por fin, a despertarla. En estas alternativas pasó la tarde, hasta que, entrando la noche, su respiración comenzó a ser más fatigosa y a tener ciertos intervalos de delirio, bebiendo con ansia indecible grandes porciones del cordial que la habían dispuesto.

Ni su padre ni el anciano religioso se apartaron sino muy contados instantes del aposento de la enferma, silenciosos ambos, aunque igualmente atentos, y haciendo, sin duda, las más tristes reflexiones sobre aquella vida marchitada en flor por el gusano roedor de la desdicha. A cada frase, de las varias incoherentes que se escapaban de sus labios, don Alonso se acercaba como si oyese pronunciar su nombre, pero o callaba enseguida o, después de echarle una mirada errante y distraída, se volvía del lado opuesto, unas veces lanzando un suspiro y otras sonriéndose de una manera particular. El desventurado padre se apartaba entonces meneando tristemente la cabeza, y sentándose a un extremo de la estancia volvía a sus penosas reflexiones.

Como el insomnio y la aflicción acaloraban a un tiempo su cabeza, salió en una ocasión un momento al mirador de la quinta a respirar el aire exterior. Estaba muy entrada la noche, y la luna, en la mitad del cielo, parecía al mismo tiempo adormecida en el fondo del lago. Con su luz vaga y descolorida, los contornos de los montes y peñascos se aparecían extrañamente suavizados y como vestidos de un ligero vapor. No se movía ni un soplo de aire, los acentos de un ruiseñor que cantaba a lo lejos se perdían entre los ecos con una música de extremada armonía.

El señor de Arganza no pudo menos de sentir el profundo contraste que con los tormentos de su hija única formaba la calma de la naturaleza. Acordóse entonces de la predicción del abad de Carracedo, y de tal manera se perturbó su imaginación que se sentó trémulo y acongojado en un asiento, cuando de pronto le pareció oír como a la salida del pueblo de Carucedo un ruido que instantáneamente iba aumentándose. Un rápido vislumbre que salió por acaso de debajo de las encinas excitó más su curiosidad y, observando con cuidado, vio que eran tres jinetes, dos de ellos con atavíos militares que venían costeando el lago con galope rápido y acompasado a un tiempo, y se encaminaban a la quinta. La luz de la luna, que no servía para distinguir más que los bultos, alumbró lo bastante cuando ya se acercaron para descubrir que el uno de ellos vestía el hábito blanco y negro de la orden de San Bernardo. Don Alonso no pudo contener un grito de alegría y de sorpresa, y bajando la escalera precipitadamente fue a abrir por su misma mano la puerta al abad de Carracedo, que era el que llegaba acompañado de Don Álvaro y de su escudero Millán.

-¡Ah, padre mío! -le dijo el apesadumbrado señor arrojándose en sus brazos-, no hace un instante que estaba pensando en vos. Vuestra predicción ha empezado a cumplirse de un modo espantoso, y mucho temo que no salga cierta del todo.

-No deis crédito a palabras, hijas de un ímpetu de cólera -le dijo el abad bondadosamente. Más alta que la vanidad de nuestra sabiduría está la bondad de Dios.

-¿Y vos también, noble don Álvaro? -añadió don Alonso yéndose para el joven con los brazos abiertos-. ¿De esta manera debíamos encontrarnos al cabo de tan alegres imaginaciones?

Entonces se le anudaron las palabras en la garganta, y don Álvaro, sin desplegar los labios, se apartó violentamente de él, volviendo las espaldas y metiéndose en la oscuridad para enjugarse las lágrimas de que estaban preñados sus párpados y sofocar sus sollozos. Todo quedó silencioso por un rato, si no es el caballo árabe de don Álvaro, que a pesar de la fatigosa jornada hería la tierra con el casco. Por fin, el noble huésped, sosegándose un poco, dijo a los recién venidos:

-No os esperaba hasta mañana, mis buenos amigos; pero en verdad que nunca pudo haber llegada más a tiempo.

-¿Eso creíais de nosotros? -respondió el abad-, ¡no permita el cielo que con esa tibieza acuda nunca a los menesterosos y afligidos! Desde que recibimos vuestra carta no hemos cesado de caminar con la mayor diligencia, y aquí nos tenéis. ¿Pero nada nos decís de vuestra hija?

-Hace un momento que dormía -respondió don Alonso, si sueño puede llamarse el que en medio de tanta perturbación se disfruta. Venid, acerquémonos a su aposento para que la veáis si puede ser.

Al ruido de los caballos habían acudido algunos criados, y uno de ellos, cogiendo una luz, los guió a la cámara de la enferma. Quedáronse los forasteros al dintel mientras don Alonso se informaba, pero al punto volvió por ellos y los hizo entrar.

Estaba doña Beatriz tendida en su lecho como sumergida en un angustioso letargo, y las largas pestañas que guarnecían sus párpados daban a sus ojos cerrados una expresión extraordinaria. Aquella animación que la esperanza y alegría disipadas hacía tan pocas horas habían comenzado a derramar en su rostro, todavía no estaba borrada. En su frente pura y bien delineada se notaba una cierta contracción, indicio de su padecimiento, y la calentura había esmaltado sus mejillas con una especie de mancha encendida. Sus rizos largos y deshechos le caían por el cuello blanco como el de un cisne, y velaban su seno, de manera que a no ser por su resuello anheloso y por el vivo matiz de su rostro, cualquiera la hubiera tenido por una de aquellas figuras de mármol que vemos acostadas en los sepulcros antiguos de nuestras catedrales. Todavía no habían desaparecido las huellas de los antiguos males, y las del nuevo comenzaban a marcarse profundamente, pero, sin embargo, estaba maravillosamente hermosa, no de otra suerte que si un reflejo celestial iluminase aquel semblante.

El abad, después de haberla mirado un instante, se puso a hablar en voz baja, pero con un gesto y expresión vehemente, con el religioso que la asistía, pero don Álvaro se quedó contemplándola con los ojos fijos. De repente exhaló un suspiro y luego, con una entonación fresca y purísima que participaba a un tiempo de la melancolía de la tórtola y la brillantez del ruiseñor, cantó sobre un aire del país el estribillo de una canción popular que decía:


Corazón, corazón mío,
lleno de melancolía,
¿cómo no estás tan alegre,
como estabas algún día?

Los ecos de aquella voz tan llena de sentimiento y de ternura quedaron vibrando en las bóvedas de la estancia, y como más de una vez sucede en los sueños, doña Beatriz se despertó al son de su propio canto. Don Álvaro, que vio abrirse sus hermosos ojos, como dos luceros hermanos que saliesen al mismo tiempo del seno de una nube, tuvo la bastante presencia de ánimo para esconderse al punto detrás de don Alonso y de Martina, temeroso de producir con su aparición una revolución fatal en la enferma; pero ya fuese que la acción le pareciese sospechosa, ya que su corazón le dijese a gritos quién era el que delante tenía, se incorporó en la cama con ligereza increíble, y como si quisiera atravesar con su mirada los cuerpos de su padre y de Martina para descubrir al que se ocultaba, preguntó con zozobra:

-¿Quién, quién es ese que así se recata de mis miradas?

El abad, poseído de los mismo temores, quiso hacer entonces la deshecha, y presentándose de repente le dijo:

-Es un guerrero que me ha acompañado, doña Beatriz. ¿No me conocéis?

-¿Ah, sois vos, padre mío? -contestó la joven asiendo su mano y llevándola a sus labios-, ¿pero quién sino él os acompañaría a esta casa de la desdicha? -prosiguió fijando los ojos en el mismo sitio.

La estatura aventajada de don Álvaro hacía que su casco coronado de un plumero se viese claramente por encima de la cabeza del señor de Arganza.

-¡Él es!, ¡él es! -exclamó doña Beatriz con la mayor vehemencia-, ese es el mismo yelmo y el mismo penacho que llevaba en la noche fatal de Villabuena. ¡Salid, salid, noble don Álvaro! ¡Oh, Dios mío, gracias mil, de que no me abandone en este trance de amargura!

-¡Ah, señora! -exclamó él presentándose de repente, ni en la ventura, ni en la desdicha, ni en la vida ni en la muerte os abandonará nunca mi corazón.

La joven, medio turbada aún por el delirio y sin seguir más impulso que el de su corazón, se había inclinado como para echarle los brazos al cuello, pero al punto volvió en sí y se contuvo. Con la emoción se había quedado descolorida, pero entonces un vivo carmín esmaltó sus mejillas y hasta su cuello, y bajó los ojos.

-¡Cosa extraña! -dijo después de un breve silencio-, no hace mucho que soñaba que me arrebatabais del convento como aquella noche fatal y, que sin llegar al asilo que me teníais preparado, os despedíais de mí para siempre porque os íbais a la guerra de Castilla. Yo entonces me senté a la orilla del camino y me puse a cantar una endecha muy triste. Era un sueño como todos los míos, de separación y de muerte, pero he aquí que vos volvéis..., ¿cómo habrá podido serme infiel mi corazón? ¿Qué quiere decir esta mudanza?

-¿Qué ha de decir, hija mía -respondió el abad-, sino que el Señor, que te prueba, aparta ya de ti las horas malas? ¿No temblabas por la vida, por la honra y por la libertad de don Álvaro?, pues aquí le tienes libre y más honrado que nunca. Aun el único estorbo que a tu felicidad se opone desaparecerá, sin duda, muy en breve. ¿Cómo no esperas lo que todos para ti esperamos y nos afliges de esa suerte?

Doña Beatriz se sonrió entonces melancólicamente, y replicó:

-Mi pobre corazón ha recibido tantas heridas, que la esperanza se ha derramado de él como de una vasija quebrantada. Yo me las figuraba ya cicatrizadas, pero no estaban sino cerradas en falso, y con este golpe han vuelto a brotar sangre. ¡Tenga el cielo piedad de nosotros!

Volvió a quedarse todo en aquel profundo silencio que entristece, tanto como el mismo mal, las habitaciones de los enfermos, sin oírse más ruido que el de la anhelosa respiración de doña Beatriz. Ella fue la que volvió a romperlo, diciendo impetuosamente y como si sus palabras y determinación atropellasen por una gran lucha interior:

-¡Don Álvaro!, no os partáis de aquí... ¿no es verdad que os quedaréis?, ¿quién puede prohibíroslo? Yo os amo, es verdad, pero del mismo modo pudiera amaros un ángel del cielo, o vuestra madre si la tuvierais. ¡Pensad que mis palabras llegan a vos del país de las sombras y que no soy yo la que tenéis delante, sino mi imagen pintada en vuestra memoria! ¿Pero no me respondéis? Decid, ¿tendríais valor para abandonarme en este trance?...

-No, no, hija mía -repuso el abad apresuradamente, ni él ni yo nos apartaremos de tu lado hasta que tu padre vuelva de Francia con esa dispensa, prenda de tu alegría y gloria venidera.

-¿Conque perseveráis en esa penosa determinación sólo por amor mío? -exclamó ella clavando en su padre una dolorosa mirada en que se pintaban la duda y el abatimiento.

-Sí -respondió don Alonso-, mañana mismo partiré, si tú no me quitas el valor con esa flaqueza indigna de tu sangre. Ánimo, Beatriz mía, pues que en tan buena compañía te dejo, que yo espero estar de vuelta antes de tres meses con lo único que puede tranquilizar a un tiempo tu corazón y mi conciencia, la libertad de don Álvaro.

El médico hizo ver entonces que una conversación tan larga y llena de agitación podía aumentar el acceso de doña Beatriz, y después de algunas palabras de ánimo y consuelo que le dirigieron el abad y su padre, se salieron todos de la habitación, menos el anciano monje y Martina. Don Álvaro no dijo ni escuchó una sola palabra, pero los ojos de entrambos hablaron un lenguaje harto más elocuente al despedirse.

Cualesquiera que fuesen los recelos que doña Beatriz tuviese de su fatal estado, por entonces una sola idea la ocupaba, y era que no se vería privada de la vista de don Álvaro. Poco podía servir para sanar los males de su cuerpo, pero era un bálsamo celestial para su espíritu, y su influencia fue tan suave y benéfica que, como más de una vez sucede con las imaginaciones fogosas, bastó para alterar favorablemente el curso de la enfermedad y proporcionarle más descanso del que pudiera esperarse de aquella noche.