El Señor de Bembibre/Capítulo XIII
Justamente el señor de Bembibre se alejaba del Bierzo cuando la fiebre se cebaba en doña Beatriz con terrible saña; y la infeliz le llamaba a gritos en medio de su delirio. ¡Quién le dijera a él cuando en lo más alto de la sierra que divide al Bierzo de los llanos de Castilla volvió su caballo para mirar otra vez aquella tierra cuyos recuerdos llenaban su corazón! ¡quién le dijera que aquella doncella angelical, su único amor y su única esperanza para el porvenir, yacía en el lecho del dolor mirando con ojos encendidos y extraviados a cuantos la rodeaban y consumidos sus delicados miembros por el ardor de la calentura! Tal era, sin embargo, la tremenda realidad, y mientras la cuchilla de la muerte amagaba a la una, corría el otro por su parte a innumerables riesgos y peligros. Así de dos hojas nacidas en el mismo ramo y mecidas por el mismo viento cae la una al pie del árbol paterno, en tanto que la compañera vuela con las ráfagas del otoño a un campo desconocido y lejano.
Figúrense nuestros lectores la consternación que causaría en Arganza la triste noticia de la enfermedad de su única heredera. Doña Blanca, por la primera vez de su vida, soltó la compresa a su dolor y a sus quejas, y se desató en reproches e invectivas contra la obstinación de su esposo y contra los planes que así amenazaban aquella criatura tan querida, en términos que aun al conde, a pesar de la hospitalidad, le alcanzó parte de su cólera. Inmediatamente declaró su resolución de ir a Villabuena a pesar de sus dolencias, y de asistir a su hija; y don Alonso, temeroso de causar una nueva desgracia contrariándola en medio de su agitación, ordenó que en una especie de silla de manos la trasladasen al monasterio. En cuanto llegó, sus miembros casi paralíticos parecieron desatarse, y sus dolores habituales cesaron, por manera que todos estaban maravillados de verlo. ¡Admirable energía la del amor maternal, santo destello del amor divino, que para todo encuentra fuerzas y jamas se cansa de los sacrificios y fatigas más insoportables!
Doña Beatriz no conoció ya a su madre, aunque sus miradas se clavaban incesantemente en ella y parecía poner atención a todas las palabras de ternura que de sus labios salían, pero era aquella especie de atención a un tiempo intensa y distraída que se advierte en los locos. Su delirio tenía fases muy raras y diversas: a veces era tranquilo y melancólico y otras lleno de convulsiones y de angustias. El nombre de su padre y el de su amante eran los que más frecuentemente se le escapaban, y aunque el del conde se le escuchaba alguna vez, siempre era tapándose la cara con las sábanas o haciendo algún gesto de repugnancia.
Un monje anciano de Carracedo, muy versado en la física y que conocía casi todas las plantas medicinales que se crían por aquellos montes, estaba constantemente a su cabecera observando los progresos del mal, y había ya propinado a la enferma varias bebidas y cordiales; pero el mal, lejos de ceder, parecía complicarse y acercarse a una crisis temible. Una noche en que su tía, su madre y el buen religioso estaban sentados alrededor de su lecho, se incorporó, y mirando a todas partes con atención, se fijó en la escasa luz de una lámpara que en lo más apartado de la pieza lanzaba trémulos y desiguales resplandores. Estuvo un rato contemplándola y luego preguntó con una voz débil, pero que nada había perdido de su armonioso metal:
-¿Es la luz de la luna?... Pero yo no la veo en las ondas del río... ¡tampoco la dicha baja del cielo para regocijar nuestros corazones! -aquí dio un profundo suspiro y luego exclamó vivamente: ¡No importa, no importa! desde el firmamento nos alumbrará... ¡sí, sí, venga tu caballo moro!... ¡ay!, me parece que he perdido la vida y que un espíritu me lleva por el aire, ¡pero los latidos de tu corazón han despertado el mío!, voy a perder el juicio de alegría, déjame cantar el salmo del contento. «Al salir Israel de Egipto»..., pero mi madre, mi pobre madre -exclamó con pesadumbre, ¡ah!, ¡yo la escribiré y cuando sepa que soy feliz se alegrará también!
Sonrióse entonces melancólicamente, pero cambiando al punto de ideas gritó desaforadamente con espanto, y arrojándose fuera de la cama con una violencia tal, que la abadesa y su madre apenas podían sujetarla.
-¡La sombra!, ¡la sombra!, ¡ay! ¡yo he caído del cielo!... ¿quién me levantará?..., ¡adiós!..., no vuelvas la cabeza atrás para mirarme, que me partes el corazón. ¡Ya se ha perdido entre los árboles!..., ahora es cuando debo morirme..., ¡alma cristiana, prepara tu ropa de boda y ve a encontrar tu celestial esposo!
Entonces, fatigada, cayó otra vez sobre las almohadas en medio de las lágrimas de las dos señoras, y comenzó a respirar con mucha congoja y anhelo. El monje le tomó entonces el pulso y mirándole a los ojos con mucha atención, se fue a sentar a un extremo de la celda con aire abatido y meneando la cabeza. Doña Blanca que lo vio se arrojó de rodillas en un reclinatorio que allí había, y asiendo un crucifijo que sobre él estaba y abrazándolo estrechamente exclamaba con una voz ronca y ahogada:
-¡Oh, Dios mío; no a ella, no a ella, sino a mí! ¡Es mi hija única! ¡Yo no tengo otra hija! ¡Vedla, Señor, tan joven, tan buena y tan hermosa! ¡Tomad mi vida! Ved que no son mis lágrimas las solas que correrán por ella, porque es un vaso de bendición en quien se paran los ojos de todos. ¡Oh, Señor! ¡Oh, señor, misericordia!
La abadesa, que a pesar de que más necesidad tenía de consuelos que poder para darlos, acudió a sosegar a su hermana diciéndole que si así se abandonaba a su dolor, mal podía aprovechar las pocas fuerzas que le quedaban para asistir a su hija. Surtió este consejo el efecto deseado, pues doña Blanca con esta idea se serenó muy pronto, tal era el miedo que tenía a verse separada de su hija.
En tal estado se pasaron algunos días, durante los cuales no cesaron las monjas de rogar a Dios por la salud de doña Beatriz. Hubo que establecer una especie de turno para la asistencia, pues todas a la vez querían quedarse para velarla y asistirla. El luto parecía haber entrado en aquella casa sin aguardar a que la muerte le abriese camino. Sin embargo, después de doña Blanca, nadie estaba tan atribulada como Martina, de cuyo lindo y alegre semblante habían desaparecido los colores tan frescos y animados que eran la ponderación de todos. Por lo que hace al señor de Arganza, que a pesar de sus rigores amaba con verdadera pasión a su hija, oprimido por el doble peso del pesar y del remordimiento, apenas se atrevía a presentarse por Villabuena, pero pasaba días y noches sin gozar un instante de verdadero reposo y a cada paso estaba enviando expresos que volvían siempre con nuevas algo peores.
Por fin, el médico declaró que su ciencia estaba agotada y que sólo el Celestial podría curar a doña Beatriz. Entonces se le administró la extremaunción, porque, como no había recobrado el conocimiento, no pudo dársele el viático. La comunidad, toda deshecha en lágrimas, acudió a la ceremonia, y cada una se despidió en su interior de aquella tan cariñosa y dulce compañera, que en medio de los sinsabores que la habían cercado de continuo, mientras había vivido en el convento, no había dado a nadie el más leve disgusto.
No hubo fuerzas humanas que arrancasen a doña Blanca del lado de su hija la noche que debía morir; así pues, hubieron de consentir en que presenciase el doloroso trance. Hacia media noche, sin embargo, doña Beatriz pareció volver en sí del letargo que había sucedido a la agitación del delirio, y clavando los ojos en su fiel criada le dijo en voz casi imperceptible:
-¿Eres tú, pobre Martina? ¿Dónde está mi madre?¡Me pareció oír su voz entre sueños!
-Bien os parecía, señora -replicó la muchacha reprimiéndose por no dejar traslucir la alegría tal vez infundada y loca que con aquellas palabras había recibido-, mirad al otro lado, que ahí la tenéis.
Doña Beatriz volvió entonces la cabeza, sacando ambos brazos, tan puros y bien formados no hacía mucho y entonces tan descarnados y flacos, se los echó al cuello y apretándola contra su pecho con más fuerza de la que podía suponerse, exclamó prorrumpiendo en llanto:
-¡Madre mía de mi alma! ¡Madre querida!
Doña Blanca, fuera de sí de gozo, pero procurando reprimirse, le respondió:
-Sí, hija de mi vida, aquí estoy; pero serénate que todavía estás muy mala, y eso puede hacerte daño.
-No lo creáis -replicó ella-, no sabéis cuánto me alivian estas lágrimas, únicas dulces que he vertido hace tanto tiempo. Pero vos estáis más flaca que nunca..., ¡ah!, ¡sí, es verdad!, todos hemos sufrido tanto. ¡Y vos también, tía mía! ¿Y mi padre dónde está?
-Pronto vendrá -replicó doña Blanca-, pero vamos, sosiégate, amor mío, y procura descansar.
Doña Beatriz, sin embargo, siguió llorando y sollozando largo rato; tantas eran las lágrimas que se habían helado en sus ojos y oprimían su pecho. Por fin, rendida del todo, cayó en un sueño profundo y sosegado, durante el cual rompió en un abundante sudor. El anciano se acercó entonces a ella, y reconociendo cuidadosamente su respiración igual y sosegada y su pulso, levantó los ojos y las manos al cielo, y dijo:
-Gracias te sean dadas a ti, Señor, que has suplido la ignorancia de tu siervo y la has salvado.
Y cogiendo a doña Blanca, atónita y turbada, de la mano, la llevó delante de una imagen de la Virgen, y arrodillándose con ella, empezó a rezar la Salve en voz baja, pero con el mayor fervor. La abadesa y Martina imitaron su ejemplo, y cuando acabaron, entrambas hermanas se arrojaron una en los abrazos de otra, y doña Blanca pudo también desahogar su corazón oprimido.
El sueño de la enferma duró hasta muy entrada la mañana siguiente, y en cuanto se despertó y el médico volvió a asegurar que ya había pasado el peligro, las campanas del convento comenzaron a tocar a vuelo y en el monasterio fue un día de gran fiesta. Don Alonso volvió a ver a su hija, pero aunque no había renunciado a su plan tanto por la palabra empeñada, cuanto por lo mucho que lisonjeaba su ambición, resolvió no violentar su voluntad siguiendo en esto los impulsos de su propio corazón y los consejos del prelado de Carracedo. El conde, por su parte, aunque momentáneamente, se alejó del país, y de todas maneras doña Beatriz no experimentó al salir de la enfermedad ningún género de contrariedad ni persecución. Sin embargo, la convalecencia parecía ir larga, y como el monasterio podía traerle a la imaginación más fácilmente las desagradables escenas de que había sido teatro, por orden del monje de Carracedo, que con tan paternal solicitud la había asistido, la trasladaron a Arganza, donde todos los recuerdos eran más apacibles y consoladores. El pueblo entero, que la había contado por muerta, la recibió como nuestros lectores pueden figurarse, con fiestas, bailoteos y algazaras que la esplendidez del señor hacía más alegres y animados. Hubo su danza y loa correspondiente, un mayo más alto que una torre, y por añadidura una especie de farsa medio guerrera, medio venatoria, dispuesta y acaudillada por nuestro amigo Nuño, el montero, que aquel día parecía haberse quitado veinte años de encima. Por lo que toca al rollizo Mendo, se alegró tanto de la vuelta de Martina, que no parecía sino que la taimada aldeana le correspondía decididamente. Muchos fueron los tragos y tajadas con que la celebró, pero si hubiera tenido noticia de sus escapatorias nocturnas, y sobre todo de la última, probablemente no se libra de una indigestión. De todas maneras, la ignorancia le hacía dichoso como a tantos otros, y como él se convertía en sustancia todas las burlas y aun bufidos de la linda doncella, estaba que no cabía en su pellejo, harto estirado ya por su gordura. Añádase a esto que la mala sombra de Millán andaba lejos rompiéndose la crisma contra las murallas de Tordehumos, y que Martina volvía más interesante con la ligera palidez que le habían causado sus vigilias y congojas, y tendremos completamente explicado el regocijo del buen palafrenero.