El Señor de Bembibre/Capítulo XI
Tiempo es ya de que volvamos a doña Beatriz, cuya situación era sin duda la más violenta y terrible de todas. La agitación nerviosa y calenturienta que le había causado la terrible escena con su padre, y la inminencia del riesgo, le habían dado fuerzas para arrojarse a cualquier extremo a trueque de huir de los peligros que la amagaban, pero cuando Martina desapareció para llevar su mensaje y aquella violenta agitación se fue calmando para venir a parar, por último, en una especie de postración, comenzó a ver su conducta bajo diverso aspecto, a temblar por lo que iba a suceder como había temblado por lo pasado, y a encontrar mil dudas y tropiezos, donde su pasión sólo había visto antes resolución y caminos llanos. Ningún empacho había tenido el día de su encierro en solicitar la entrevista de la iglesia, porque semejante paso sólo iba encaminado a contener a su amante en los límites del deber, e inclinarle al respeto en todo lo que emanase de su padre. La paz de aquella tierra y la propia opinión la habían determinado a semejante paso; pero ahora, tal vez para encender esta guerra, para confiarse a la protección de su amante, para arrojarse a las playas de lo futuro sin el apoyo de su padre, sin las bendiciones de su madre, era para lo que llamaba a don Álvaro. Aquel era su primer acto de rebelión, aquel el primer paso fuera del sendero trillado y hasta allí fácil de sus deberes, y la propensión al sacrificio que descansa en el fondo de todas las almas generosas no dejó también de levantarse para echarle en cara que, atenta únicamente a su ventura, no pensaba en la soledad y aflicción que envenenarían los últimos días de sus ancianos padres. Su pobre madre en particular, tan enferma y lastimada, se le representaba, sucumbiendo bajo el peso de su falta y extendiendo sus brazos a su hija que no estaba allí para cerrarle los ojos y recoger su último suspiro.
Si tales reflexiones se hubieran representado solas a su imaginación, claro es que hubiesen dado en el suelo con todos sus propósitos; pero el vivo resentimiento que la violencia de su padre le causaba, y la frialdad de alma del conde, cuyos ruines propósitos ni aun bajo el velo de la cortesía habían llegado a encubrirse, le restituían toda la presencia de ánimo que era menester en tan apurado trance. Y como entonces no dejaba de aparecerse a su imaginación la noble y dolorida figura de don Álvaro, que venía a pedirle cuenta de sus juramentos y a preguntarle con risa sardónica qué había hecho de su pasión, de aquella adoración profunda, culto verdadero con que siempre la había acatado, sus anteriores sentimientos al punto cedían a los que más fácil y natural cabida habían hallado en su corazón. De esta manera, dudas, temores, resolución y arrepentimientos se disputaban aquel combatido y atribulado espíritu.
La vuelta de Martina, que con tanta prontitud como ingenio había desempeñado su ardua comisión, la asustó más que la alegró, porque era señal de que aquella tremenda crisis tocaba a su término. Contóle con alegría y viveza la muchacha todas las menudencias de su correría, y concluyó con la noticia de que aquella misma noche, a las doce, don Álvaro entraría por la reja del agua en la huerta, y que entrambas se marcharían a donde Dios se la deparase con sus amantes, porque, como decía el señor de Bembibre, era aquel demasiado infierno para tres personas solas.
Doña Beatriz, que había estado paseando a pasos desiguales por la habitación, cruzando las manos sobre el pecho de cuando en cuando, y levantando los ojos al cielo, se volvió entonces a Martina y le dijo con ceño:
-¿Y cómo, loca, aturdida, le sugeriste semejante traza? ¿Te parece a ti que son estos juegos de niño?
-A mí no -contestó con despejo la aldeana-, a quien se lo parece es al testarudo de vuestro padre y al otro danzante de Galicia. Esos sí que miran como juego de niños echaros el lazo al pescuezo y llevaros arrastrando por ahí adelante. ¡Miren que aliño de casa estaría, la mujer llorando por los rincones y el marido por ahí urdiéndolas y luego regañando si le salen mal!
Doña Beatriz, al oír esta pintura tan viva como exacta de la suerte que le destinaban, levantó los ojos al cielo retorciéndose las manos, y Martina entre enternecida y enojada le dijo:
-¡Vamos, vamos, que ese caso no llegará Dios mediante! ¡Con tantos pesares ya habéis perdido el color, ni más ni menos que el otro, que parece que le han desenterrado! Esta noche salimos de penas y veréis qué corrida damos por esos campos de Dios. Una libra de cera he ofrecido a la Virgen de la Encina si salimos con bien.
Todas estas cosas, que a manera de torbellino salían de la rosada boca de aquella muchacha, no bastaron a sacar a doña Beatriz de su distracción inquieta y dolorida. Llegó, por fin, la tarde, y como no se dispusiese a salir de la celda, su criada le hizo advertir que mal podían ejecutar su intento si no iban a la huerta. Entonces, la señora se levantó como si un resorte la hubiera movido, y como para desechar toda reflexión inoportuna, se encaminó precipitadamente al sitio de sus acostumbrados paseos.
Era la tarde purísima y templada, y la brisa que discurría perezosamente entre los árboles apenas arrancaba un leve susurro de sus hojas. El sol se acercaba al ocaso por entre nubes de variados matices, y bañaba las colinas cercanas, las copas de los árboles y la severa fábrica del monasterio de una luz cuyas tintas variaban, pero de un tono general siempre suave y apacible. Las tórtolas arrullaban entre los castaños, y el murmullo del Cúa tenía un no sé qué de vago y adormecido que inclinaba el alma a la meditación. Difícil era mirar sin enternecimiento aquella escena sosegada y melancólica, y el alma de doña Beatriz tan predispuesta de continuo a esta clase de emociones, se entregaba a ellas con toda el ansia que sienten los corazones llagados.
Cierto era que con pocas alegrías podía señalar los días que había pasado en aquel asilo de paz, pero al cabo el cariño con que había sido acogida y el encanto que derramaba en su pecho la santa calma del claustro, tenían natural atractivo a sus ojos. ¿Quién sabe lo que le aguardaba el porvenir en sus regiones apartadas?... Doña Beatriz se sentó al pie de un álamo, y desde allí, como por despedida, tendía dolorosas miradas a todos aquellos sitios, testigos y compañeros de sus pesares, a las flores que había cuidado con su mano, a los pájaros para quienes había traído cebo más de una vez, y a los arroyos, en fin, que tan dulce y sonoramente murmuraban. Embebecida en estos tristes pensamientos no echó de ver que el sol se había puesto y callado las tórtolas y pajarillos, hasta que la campana del convento tocó a las oraciones. Aquel son que se prolongaba por las soledades y se perdía entre las sombras del crepúsculo, asustó a doña Beatriz, que lo escuchó como si recibiera un aviso del cielo, y volviéndose a su criada le dijo:
-¿Lo oyes, Martina? Esa es la voz de Dios que me dice: «Obedece a tu padre.» ¿Cómo he podido abrigar la loca idea de apelar a la ayuda de don Álvaro?
-¿Sabéis lo que yo oigo? -replicó la muchacha con algo de enfado-; pues es ni más ni menos que un aviso para que os recojáis a vuestra celda y tengáis más juicio y resolución, procurando dormir un poco.
-Te digo -la interrumpió doña Beatriz- que no huiré con don Álvaro.
-Bien está, bien está -repuso la doncella-, pero andad y decídselo vos, porque al que le vaya con la nueva, buenas albricias le mando. Lo que yo siento es haberme dado semejante prisa por esos caminos, que no hay hueso que bien me quiera, y a mí me parece que tengo calentura. ¡Trabajo de provecho, así Dios me salve!
En esto entraron en el convento, y Martina se fue a la celda de la hortelana donde, contra las órdenes de su ama, hizo el trueque de llaves proyectado.
Las noches postreras de mayo duran poco, y así no tardaron en oír las doce en el reloj del convento. Ya antes que dieran, había hecho su reconocimiento por los tenebrosos claustros la diligente Martina, y entonces, volviéndose a su ama, le dijo:
-Vamos, señora, porque estoy segura de que ya ha limado o quebrado los barrotes, y nos aguarda como los padres del Limbo el santo advenimiento.
-Yo no tengo fuerzas, Martina -replicó doña Beatriz acongojada-, mejor es que vayas tú sola y le digas mi determinación.
-¿Yo, eh? -respondió ella con malicia-. ¡Pues no era mala embajada! Mujer soy y él un caballero de los más cumplidos, pero mucho sería que no me arrancase la lengua. Vamos, señora -añadió con impaciencia-; poco conocéis el león con quien jugáis. Si tardáis, es capaz de venir a vuestra misma celda y atropellarlo todo. ¡Sin duda, queréis perdernos a los tres!
Doña Beatriz, no menos atemorizada que subyugada por su pasión, salió apoyada en su doncella y entrambas llegaron a tientas a la puerta del jardín. Abriéronla con mucho cuidado, y volviendo a cerrarla de nuevo se encaminaron apresuradamente hacia el sitio de la cerca por donde salía el agua del riego. Como la reja, contemporánea de don Bernardo el Gotoso, estaba toda carcomida de orín, no había sido difícil a un hombre vigoroso como don Álvaro arrancar las barras necesarias para facilitar el paso desahogado a una persona, de manera que cuando llegaron ya el caballero estaba de la parte de adentro. Tomó silenciosamente la mano de doña Beatriz, que parecía de hielo y la dijo:
-Todo está dispuesto, señora; no en vano habéis puesto en mí vuestra confianza.
Doña Beatriz no contestó, y don Álvaro repuso con impaciencia:
-¿Qué hacéis? ¿Tanto tiempo os parece que nos sobra?
-Pero, don Álvaro -preguntó ella-, con sólo la mira de ganar tiempo ¿a dónde queréis llevarme?
El caballero le explicó entonces rápida, pero claramente, todo su plan, tan juicioso como bien concertado, y al acabar su relación doña Beatriz volvió a guardar silencio. Entonces la zozobra y la angustia comenzaron a apoderarse del corazón de don Álvaro que también se mantuvo un rato sin hablar palabra, fijos los ojos en os de doña Beatriz que no se alzaban del suelo. Por fin, acallando en lo posible sus recelos, le dijo con voz algo trémula:
-Doña Beatriz, habladme con vuestra sinceridad acostumbrada. ¿Habéis mudado por ventura de resolución?
-Sí, don Álvaro -contestó ella con acento apagado y sin atreverse a alzar la vista-, yo no puedo huir con vos sin deshonrar a mi padre.
Soltó él entonces la mano, como si de repente se hubiera convertido entre las suyas en una víbora ponzoñosa y clavando en ella una mirada casi feroz, le dijo con tono duro y casi sardónico:
-¿Y qué quiere decir entonces vuestro dolorido y extraño mensaje?
-¡Ah! -contestó ella con voz dulce y sentida-, ¿de ese modo me dais en el rostro con mi flaqueza?
-Perdonadme -respondió él-, porque cuando pienso que puedo perderos, mi razón se extravía y el dolor llega a hacerme olvidar hasta de la generosidad. Pero decidme, ¡ah!, decidme -continuó arrojándose a sus pies- que vuestros labios han mentido cuando así queríais apartarme de vos. ¿No vais con vuestro esposo, con el esposo de vuestro corazón? Esto no puede ser más que una fascinación pasajera.
-No es sino verdadera resolución.
-¿Pero lo habéis pensado bien? -repuso don Álvaro-. ¿No sabéis que mañana vendrán por vos para llevaros a la iglesia y arrancaros la palabra fatal?
Doña Beatriz se retorció las manos lanzando sordos gemidos, y dijo:
-Yo no obedeceré a mi padre.
-Y vuestro padre os maldecirá, ¿no lo oísteis ayer de su misma boca?
-¡Es verdad, es verdad! -exclamó ella espantada y revolviendo los ojos-, él mismo lo dijo. ¡Ah! -añadió enseguida con el mayor abatimiento-, hágase entonces la voluntad de Dios y la suya.
Don Álvaro al oírla se levantó del suelo, donde todavía estaba arrodillado, como si se hubiese convertido en una barra de hierro ardiendo y se plantó en pie delante de ella con un ademán salvaje y sombrío, midiéndola de alto a bajo con sus fulminantes miradas. Ambas mujeres se sintieron sobrecogidas de terror, y Martina no pudo menos de decir a su ama casi al oído:
-¿Qué habéis hecho, señora?
Por fin don Álvaro hizo uno de aquellos esfuerzos que sólo a las naturalezas extremadamente enérgicas y altivas son permitidos, y dijo con una frialdad irónica y desdeñosa que atravesaba como una espada el corazón de la infeliz:
-En ese caso, sólo me resta pediros perdón de las muchas molestias que con mis importunidades os he causado, y rendir aquí un respetuoso y cortés homenaje a la ilustre condesa de Lemus, cuya vida colme el cielo de prosperidad.
Y con una profunda reverencia se dispuso a volver las espaldas, pero doña Beatriz, asiéndole del brazo con desesperada violencia, le dijo con voz ronca:
-¡Oh!, ¡no así, no así, don Álvaro! ¡Cosedme a puñaladas si queréis, que aquí estamos solos y nadie os imputará mi muerte, pero no me tratéis de esa manera, mil veces peor que todos los tormentos del infierno!
-¿Doña Beatriz, queréis confiaros a mí?
-Oídme don Álvaro, yo os amo, yo os amo más que a mi alma, jamás seré del conde... pero, escuchadme no me lancéis esas miradas.
-¿Queréis confiaros a mí y ser mi esposa, la esposa de un hombre que no encontrará en el mundo más mujer que vos?
-¡Ah! -contestó ella congojosamente y como sin sentido-; sí, con vos, con vos hasta la muerte entonces cayo desmayada entre los brazos de Martina y del caballero.
-¿Y qué haremos ahora? -preguntó éste.
-¿Qué hemos de hacer? -contestó la criada- sino acomodarla delante de vos en vuestro caballo y marcharnos lo más aprisa que podamos. Vamos, vamos, ¿no habéis oído sus últimas palabras? Algo más suelta tenéis la lengua que mañosas las manos.
Don Álvaro juzgó lo más prudente seguir los consejos de Martina, y acomodándola en su caballo con ayuda de Martina y Millán salió a galope por aquellas solitarias campiñas, mientras escudero y criada hacían lo propio. El generoso Almanzor, como si conociese el valor de su carga, parece que había doblado sus fuerzas y corría orgulloso y engreído, dando de cuando en cuando gozosos relinchos. En minutos llegaron como un torbellino al puente del Cúa y, atravesándolo, comenzaron a correr por la opuesta orilla con la misma velocidad.
El viento fresco de la noche y la impetuosidad de la carrera habían comenzado a desvanecer el desmayo de doña Beatriz, que asida por aquel brazo a un tiempo cariñoso y fuerte, parecía trasportada a otras regiones. Sus cabellos sueltos por la agitación y el movimiento ondeaban alrededor de la cabeza de don Álvaro como una nube perfumada, y de cuando en cuando rozaban su semblante. Como su vestido blanco y ligero resaltaba a la luz de la luna más que la oscura armadura de don Álvaro, y semejante a una exhalación celeste entre nubes, parecía y desaparecía instantáneamente entre los árboles, se asemejaba a una sílfide cabalgando en el hipógrifo de un encantador. Don Álvaro, embebido en su dicha, no reparaba que estaban cerca del monasterio de Carracedo, cuando de repente una sombra blanca y negra se atravesó rápidamente en medio del camino y con una voz imperiosa y terrible gritó:
-¿A dónde vas, robador de doncellas?
El caballo, a pesar de su valentía, se paró, y doña Beatriz y su criada, por un común impulso, restituida la primera al uso de sus sentidos por aquel terrible grito, y la segunda casi perdido el de los suyos de puro miedo, se tiraron inmediatamente al suelo. Don Álvaro bramando de ira, metió mano a la espada, y picando con entrambas espuelas, se lanzó contra el fantasma en quien reconoció con gran sorpresa suya al abad de Carracedo.
-¡Cómo así -le dijo en tono áspero-, un señor de Bembibre trocado en salteador nocturno!
-Padre -le interrumpió don Álvaro-, ya sabéis que os respeto a vos y a vuestro santo hábito, pero, por amor de Dios y de la paz, dejadnos ir nuestro camino. No queráis que manche mi alma con la sangre de un sacerdote del Altísimo.
-Mozo atropellado -respondió el monje, que no respetas ni la santidad de la casa del Señor; ¿cómo pudiste creer que yo no temería tus desafueros y procuraría salirte al paso?
-Pues habéis hecho mal -replicó don Álvaro rechinando los dientes-. ¿Qué derecho tenéis vos sobre esa dama ni sobre mí?
-Doña Beatriz -respondió el abad con reposo- estaba en una casa en que ejerzo autoridad legítima y de donde fraudulentamente la habéis arrancado. En cuanto a vos, esta cabeza calva os dirá más que mis palabras.
Don Álvaro entonces se apeó y envainando su espada y procurando serenarse le dijo:
-Ya veis, padre abad, que todos los caminos de conciliación y buena avenencia estaban cerrados. Nadie mejor que vos puede juzgar de mis intenciones, pues que no ha muchos días os descubrí mi alma como si os hablara en el tribunal de la penitencia, así pues, sed generoso, amparad al afligido y socorred al fugitivo y no apartéis del sendero de la virtud y la esperanza dos almas a quienes sin duda en la patria común unió un mismo sentimiento antes de llegar a la patria del destierro.
-Vos habéis arrebatado con violencia a una principal doncella del asilo que la guardaba, y este es un feo borrón a los ojos de Dios y de los hombres.
Doña Beatriz, entonces, se adelantó con su acostumbrada y hechicera modestia y le dijo con su dulce voz:
-No, padre mío, yo he solicitado su ayuda, yo he acudido a su valor, yo me he arrojado en sus brazos y heme aquí.
Entonces le contó rápidamente y en medio del arrebato de la pasión las escenas del locutorio, su desesperación, sus dudas y combates, y exaltándose con la narración, concluyó asiendo el escapulario del monje con el mayor extremo del desconsuelo y exclamando:
-Oh, padre mío, libradme de mi padre, libradme de este desgraciado a quien he robado su sosiego, y sobre todo, libradme de mí misma porque mi razón está rodeada de tinieblas y mi alma se extravía en los despeñaderos de la angustia que hace tanto tiempo me cercan.
Quedóse todo entonces en un profundo silencio que el abad interrumpió por fin con su voz bronca y desapacible, pero trémulo a causa del involuntario enternecimiento que sentía:
-Don Álvaro -dijo-, doña Beatriz se quedará conmigo para volver a su convento y vos tornaréis a Bembibre.
-Ya que tratáis de arrancarla de mis manos, debierais antes arrancarme la vida. Dejadnos ir nuestro camino, y ya que no queréis contribuir a la obra de amor, no provoquéis la cólera de quien os ha respetado aun en vuestras injusticias. Apartaos os digo; o por quien soy, que todo lo atropello, aun la santidad misma de vuestra persona.
-¡Infeliz! -contestó el anciano-, los ojos de tu alma están ciegos con tu loca idolatría por esta criatura. Hiéreme y mi sangre irá en pos de ti gritando venganza como la de Abel.
Don Álvaro, fuera de sí de enojo, se acercó para arrancar a doña Beatriz de manos del abad, usando si preciso fuese de la última violencia, cuando ésta se interpuso y le dijo con calma:
-Deteneos, don Álvaro, todo esto no ha sido más que un sueño de que despierto ahora, y yo quiero volverme a Villabuena, de donde nunca debí salir.
Quedóse don Álvaro yerto de espanto y como petrificado en medio de su colérico arranque y, sólo acertó a replicar con voz sorda:
-¿A tanto os resolvéis?
-A tanto me resuelvo -contestó ella.
-Doña Beatriz -exclamó don Álvaro con una voz que parecía querer significar a un tiempo las mil ideas que se cruzaban y chocaban en su espíritu, pero como si desconfiase de sus fuerzas se contentó con decir-: ¡Doña Beatriz... adiós!
Y se dirigió a donde estaba su caballo con precipitados pasos.
La desdichada señora rompió en llanto y sollozos amarguísimos, como si el único eslabón que la unía a la dicha se acabase de romper en aquel instante. El abad, entonces, penetrado de misericordia, se acercó rápidamente a don Álvaro y, asiéndole del brazo, le trajo como a pesar suyo delante de doña Beatriz:
-No os partiréis de ese modo -le dijo entonces-, no quiero que salgáis de aquí con el corazón lleno de odio. ¿No tenéis confianza ni en mis canas ni en la fe de vuestra dama?
-Yo sólo tengo confianza en las lanzas moras y en que Dios me concederá una muerte de cristiano y de caballero.
-Escuchadme, hijo mío -añadió el monje con más ternura de la que podía esperarse en su carácter adusto y desabrido-; tú eres digno de suerte más dichosa y sólo Dios sabe cómo me atribulan tus penas. Gran cuenta darán a su justicia los que así destruyen su obra; yo, que soy su delegado aquí y ejerzo jurisdicción espiritual, no consentiré en ese malhadado consorcio, manantial de vuestra desventura. He visto qué premio dan a tu hidalguía y en mí encontrarás siempre un amparo. Tú eres la oveja sola y extraviada, pero yo te pondré sobre mis hombros y te traeré al redil del consuelo.
-Y yo -repuso doña Beatriz- renuevo aquí, delante de un ministro del altar, el juramento que tengo ya hecho y de que no me hará perjurar ni la maldición misma de mi padre. ¡Oh, don Álvaro!, ¿por qué queréis separaros de mí en medio de vuestra cólera? ¿Nada os merecen las persecuciones que he sufrido y sufro por vuestro amor? ¿Es esa la confianza que ponéis en mi ternura? ¿Cómo no veis que si mi resolución parece vacilar es que mis fuerzas flaquean y mi cabeza se turba en medio de la agonía que sufro sin cesar, yo, desdichada mujer, abandonada de los míos, sin más amparo que el de Dios y el vuestro?
El despecho de don Álvaro se convirtió en enternecimiento, cuando vio que el descubrimiento del abad y el inesperado cambio de doña Beatriz se trocaban en bondad paternal y en tiernas protestas. Su índole natural era dulce y templada, y aquella propensión a la cólera y a la dureza que en él se notaba hacía algún tiempo provenía de las contrariedades y sinsabores que por todas partes le cercaban.
-Bien veis, venerable señor -dijo al abad-, que mi corazón no se ha salido del sendero de la sumisión, sino cuando la iniquidad de los hombres me ha lanzado de él. Han querido arrebatármela y eso es imposible, pero si vos queréis mediar y me ofrecéis que no se llevará a cabo ese casamiento abominable, yo me apartaré de aquí como si hubiera oído la palabra del mismo Dios.
-Toca esta mano a que todos los días baja la majestad del cielo -replicó el monje, y vete seguro de que mientras vivas y doña Beatriz abrigue los mismos sentimientos, no pasará a los brazos de nadie, ni aunque fueran los de un rey.
-Doña Beatriz -dijo acercándose a ella y haciendo lo posible por dominar su emoción-; yo he sido injusto con vos y os ruego que me perdonéis. No dudo de vos, ni he dudado jamás; pero la desdicha amarga y trueca las índoles mejores. Nada tengo ya que deciros, porque ni las lágrimas, ni los lamentos, ni las palabras os revelarían lo que está pasando en mi pecho. Dentro de pocos días partiré a la guerra que vuelve a encenderse en Castilla. A Dios, pues, os quedad, y rogadle que nos conceda días más felices.
Doña Beatriz reunió las pocas fuerzas que le quedaban para tan doloroso momento, y acercándose al caballero se quitó del dedo una sortija y la puso en el suyo diciéndole:
-Tomad ese anillo, prenda y símbolo de mi fe pura y acendrada como el oro -y enseguida, cogiendo el puñal de don Álvaro, se cortó una trenza de sus negros y largos cabellos que todavía caían desechos por sus hombros y cuello y se la dio igualmente. Don Álvaro besó entrambas cosas y la dijo:
-La trenza la pondré dentro de la coraza al lado del corazón, y el anillo no se apartará de mi dedo; pero si mi escudero os devolviese algún día entrambas cosas, rogad por mi eterno descanso.
-Aunque así fuera, os aguardaré un año, y pasado él me retiraré a un convento.
-Acepto vuestra promesa, porque si vos murieseis igualmente, ninguna mujer se llamaría mi esposa.
-El cielo os guarde, noble don Álvaro; pero no os entreguéis a la amargura. Cuidad que la esperanza es una virtud divina.
Estas parece que debían ser sus últimas palabras; pero, lejos de moverse, parecían clavados en la tierra, y sujetos por su recíproca y dolorosa mirada, hasta que por fin, movidos de un irresistible impulso, se arrojaron uno en brazos de otro, diciendo doña Beatriz en medio de un torrente de lágrimas:
-Sí, sí, en mis brazos, aquí, junto a mi corazón..., qué importa que este santo hombre lo vea..., antes ha visto Dios la pureza de nuestro amor.
Así estuvieron algunos instantes, como dos puros y cristalinos ríos que mezclan sus aguas, al cabo de los cuales se separaron, y don Álvaro montando a caballo, después de recibir un abrazo del abad, se alejó lentamente volviendo la cabeza atrás hasta que los árboles lo ocultaron. Millán se quedó, por disposición de su amo, para acompañar a doña Beatriz y a su criada a Villabuena. El anciano entonces dio un corto silbido, y un monje lego, que estaba escondido tras de unas tapias, se presentó al momento. Díjole algunas palabras en voz baja, y al cabo de poco tiempo se volvió con la litera del convento, conducida por dos poderosas mulas. Entraron en ella ama y criada; retiróse el lego; asió Millán de la mula delantera, montó el abad en su caballo, y emprendieron de esta suerte el camino de Villabuena, a donde llegaron todavía de noche. Por la brecha de la reja volvieron a entrar las fugitivas, y Martina casi en brazos condujo a su señora a la habitación, en tanto que el abad daba la vuelta a Carracedo más satisfecho de su prudencia, con la cual todo se había remediado sin que nada se supiese, que su pedestre acompañante del término de su aventura nocturna.
Al día siguiente, cuando los criados del conde y del señor de Arganza fueron al convento llevando los presentes de boda, encontraron a doña Beatriz atacada de una calentura abrasadora, perdido el conocimiento, en medio de un delirio espantoso.