El Señor de Bembibre/Capítulo VI
La escena que acabamos de describir causó mucho desasosiego en el ánimo del señor de Arganza, porque harto claro veía ahora cuán hondas raíces había echado en el ánimo de su hija aquella malhadada pasión que así trastornaba todos sus planes de engrandecimiento. Poco acostumbrado a la contradicción, y mucho menos de parte de aquella hija, dechado hasta entonces de sumisión y, respeto, su orgullo se irritó sobremanera, si bien en el fondo, y como a despecho suyo, parecía a veces alegrarse de encontrar en una persona que tan de cerca le tocaba aquel valor noble y sereno y aquella elevación de sentimientos. Sin embargo, atento antes que todo a conservar ilesa su autoridad paternal, resolvió al cabo de dos días llevar a doña Beatriz al convento de Villabuena, donde esperaba que el recogimiento del lugar, el ejemplo vivo de obediencia que a cada paso presenciaría, y sobre todo el ejemplo de su piadosa tía, contribuirían a mudar las disposiciones de su ánimo.
Por secreto que procuró tener don Alonso el motivo de su determinación, se traslució sobradamente en su familia y aún en el lugar, y como todos adoraban a aquella criatura tan llena de gracias y de bondad, el día de su partida fue uno de llanto y de consternación generales. El mismo Mendo, el palafrenero que tan inclinado se mostraba a favorecer los proyectos de su amo y a llevar las armas de un conde, apenas podía contener las lágrimas. Don Alonso daba a entender con la mayor serenidad posible, en medio del pesar que experimentaba, que era ausencia de pocos días y. no llevaba más objeto que satisfacer el deseo que siempre había manifestado la abadesa de Villabuena de tener unos días en su compañía a su sobrina. A todo el mundo decía lo contrario su corazón, y era trabajo en balde el que el anciano señor se tomaba.
Doña Beatriz se despidió de su madre a solas y, en los aposentos más escondidos de la casa, y por esta vez ya no pudo sostenerla su aliento; así fue que rompió en ayes y en gemidos tanto más violentos cuanto más comprimidos habían estado hasta entonces. El corazón de una madre suele tener en las ocasiones fuerzas sobrehumanas, y bien lo mostró doña Blanca, que entonces fue la consoladora de su hija y la que supo prestarle ánimo. Por fin, doña Beatriz se desprendió de sus brazos, y enjugándose las lágrimas bajó al patio donde casi todos los vasallos de su padre la aguardaban; sus hermosos ojos humedecidos todavía despedían unos rayos semejantes a los del sol cuando después de una tormenta atraviesan las mojadas ramas de los árboles, y su talla majestuosa y elevada, realzada por un vestido oscuro, la presentaba en todo el esplendor de su belleza. La mayor parte de aquellas pobres gentes a quienes doña Beatriz había asistido en sus enfermedades y socorrido en sus miserias, que siempre la habían visto aparecer en sus hogares como un ángel de consuelo y de paz, se precipitaron a su encuentro con voces y alaridos lamentables besándole unos las manos y otros la falda de su vestido. La doncella como pudo se desasió suavemente de ellos y subiendo en su hacanea blanca con ayuda del enternecido Mendo, salió del palacio extendiendo las manos hacia sus vasallos y sin hablar palabra, porque desde el principio se le había puesto un nudo en la garganta.
El aire del campo y su natural valor le restituyeron, por fin, un poco de serenidad. Componían la comitiva su padre, que caminaba un poco delante como en muestra de su enojo, aunque realmente por ocultar su emoción, el viejo Nuño, caballero en su haca de caza, pero sin halcón ni perro, el rollizo Mendo que aquel día andaba desalentado, y su criada Martina, joven aldeana, rubia, viva y linda, de ojos azules y, de semblante risueño y lleno de agudeza. Como, con gran placer suyo, iba destinada a servir y acompañar a su señora durante su reclusión, no sabemos decir a punto fijo si era esto lo que más influía en el mal humor del caballerizo, que a pesar de los celos y disgustos que le daba con Millán, el paje de don Álvaro, tenía la debilidad de quererla. Viendo, pues, doña Beatriz, que habían entrado en conversación, dijo al montero, que por respeto caminaba un poco detrás.
-Acércate, buen Nuño, porque tengo que hablarte. Tú eres el criado más antiguo de nuestra casa, y como a tal sabes cuanto te he apreciado siempre.
-Sí, señora -contestó él con voz no muy segura-; ¿quién me dijera a mí cuando os llevaba a jugar con mis halcones y perros que habían de venir días como estos?
-Otros peores vendrán, pobre Nuño, si los que me quieren bien no me ayudan. Ya sabes de lo que se trata, y mucho me temo que la indiscreta ternura de mi padre no me fuerce a tomar por esposo un hombre de todos detestado. Si yo tuviera parientes a quienes dirigirme, sólo de ellos solicitaría amparo; pero, por desgracia, soy la última de mi linaje. Preciso será, pues, que él me proteja, me entiendes. ¿Te atreverías a llevarle una carta mía?
Nuño calló.
-Piensa -añadió doña Beatriz- que se trata de mi felicidad en esta vida y quizá en la otra. ¿También tú serías capaz de abandonarme?
-No, señora -respondió el criado con resolución-, venga la carta, que yo se la llevaré, aunque hubiera que atravesar por medio toda la morería. Si el amo lo llega a saber me mandará azotar y poner en la picota y me echará de casa que es lo peor; pero don Álvaro, que es el mismo pundonor y la misma bondad, no me negará un nicho en su castillo para cuidar de sus halcones y gerifaltes. Y sobre todo, sea lo que Dios quiera, que yo a buen hacer lo hago y él bien lo ve.
Doña Beatriz, enternecida, le entregó la carta, y casi no tuvo tiempo para darle las gracias, porque Mendo y Martina se le incorporaron en aquel punto. Así, pues, continuaron en silencio su camino por las orillas del Cúa, en las cuales estaba situado el convento de monjas de San Bernardo, hermano en su fundación del de Carracedo y en el cual habían sido religiosas dos princesas de sangre real. El convento ha desaparecido, pero el pueblo de Villabuena, junto al cual estaba, todavía subsiste y ocupa una alegre y risueña situación al pie de unas colinas plantadas de viñedo. Rodéanlo praderas y huertas llenas las más de higueras y toda clase de frutales y las otras cercadas de frescos chopos y álamos blancos. El río le proporciona riego abundante y fertiliza aquella tierra en que la naturaleza parece haber derramado una de sus más dulces sonrisas.
Al cabo de un viaje de hora y media, se apeó la cabalgata delante del monasterio, a cuya portería salió la abadesa, acompañada de la mayor parte de la comunidad, a recibir a su sobrina. Las religiosas todas la acogieron con gran amor, prendadas de su modestia y hermosura, y don Alonso, después de una larga conversación con su cuñada, se partió a escondidas de su hija, desconfiando de su energía y resolución, harto quebrantada con las escenas de aquel día. Nuño y Mendo se despidieron de su joven ama con más enternecimiento del que pudiera esperarse de su sexo y educación. Aquellos fieles criados, acostumbrados a la presencia de doña Beatriz que como una luz de alegría y contento parecía iluminar todos los rincones más oscuros de la casa, conocían que, con su ausencia, la tristeza y el desabrimiento iban a asentar en ella sus reales. Conocían que don Alonso se entregaría más frecuentemente a los accesos de su mal humor sin el suave contrapeso y mediación de su hija; y por otra parte, no se les ocultaba que los achaques, ya habituales de doña Blanca agravados con el nuevo golpe, acabarían de oscurecer el horizonte doméstico. Así pues, entrambos caminaron sin hablar palabra detrás de su amo no menos adusto y silencioso que ellos, y al llegar a Arganza, Mendo se fue a las caballerizas con el caballo de su señor y el suyo, y Nuño, después de piensar su jaca y cenar, salió cerca de media noche con pretexto de aguardar una liebre en un sitio algo lejano, y de amaestrar un galgo nuevo de excelente traza, pero en realidad para llegar a Bembibre a deshora y entregar con el mayor recato la carta de doña Beatriz que poco más o menos decía así:
Mi padre me destierra de su presencia por vuestro amor, y yo sufro contenta este destierro; pero ni vos ni yo debemos olvidar que es mi padre y, por lo tanto, si en algo tenéis mi cariño y alguna fe ponéis en mis promesas, espero que no adoptareis ninguna determinación violenta. El primer domingo después del inmediato procurad quedaros de noche en la iglesia del convento, y os diré lo que ahora no puedo deciros. Dios os guarde, y os dé fuerzas para sufrir.
Nuño desempeñó con tanto tino como felicidad su delicado mensaje, y sólo pudo hacerle aceptar don Álvaro una cadena de plata de colgar el cuerno de caza en los días de lujo para memoria suya. Por lo demás, el buen montero todavía tuvo tiempo para volver a su aguardo y coger la liebre, que trajo triunfante a casa muy temprano deshaciéndose en elogios de su galgo.