El Señor de Bembibre/Capítulo IX


El parasismo de la infeliz señora fue largo, y dio mucho cuidado a sus diligentes enfermeras, pero al cabo cedió a los remedios y sobre todo a su robusta naturaleza. Un rato estuvo mirando alrededor con ojos espantados, hasta que poco a poco, y a costa de un grande esfuerzo, manifestó la necesaria serenidad para rogar que la dejasen sola con su criada, por si algo se la ofrecía. La abadesa, que conocía muy bien la índole de su sobrina, enemiga de mostrar ninguna clase de flaqueza a los ojos de los demás, se apresuró a complacerla, diciéndole algunas palabras de consuelo y abrazándola con ternura.

A poco de haber salido las monjas, doña Beatriz se levantó de la cama en que la habían reclinado, con la agilidad de un corzo y cerrando la puerta por dentro, se volvió a su asombrada doncella, y la dijo atropelladamente:

-¡Quieren llevarme arrastrando al templo de Dios, a que mienta delante de él y de los hombres!, ¿no lo sabes, Martina? ¡Y mi padre me ha amenazado con su maldición si me resisto!..., ¡todos, todos me abandonan! ¡Oyes!, ¡es menester salir!, es menester que él lo sepa, y ojalá que él me abandone también, y así Dios sólo me amparará en su gloria.

-Sosegaos, por Dios, señora -respondió la doncella consternada-, ¿cómo queréis salir con tantas rejas y murallas?

-No, yo no -respondió doña Beatriz-, porque me buscarían y me cogerían, pero tú puedes salir y decirle a qué estado me reducen. Inventa un recurso cualquiera..., aunque sea mentira, porque, ya lo estás viendo, los hombres se burlan de la justicia y de la verdad. ¿Qué haces? -añadió con la mayor impaciencia, viendo que Martina seguía callada-, ¿dónde están tu viveza y tu ingenio? Tú no tienes motivos para volverte loca como yo.

En tanto que esto decía, medía la estancia con pasos desatentados y murmurando otras palabras que apenas se le entendían. Por fin, el semblante de la muchacha se animó como con alguna idea nueva, y le dijo alborazada:

-¡Albricias, señora!, que en esta misma noche estaré fuera del convento y todo se remediará; pero, por Dios y la Virgen de la Encina-, que os soseguéis, porque si de ese modo os echáis a morir, a fe que vamos a hacer un pan como unas hostias.

-Pero ¿qué es lo que intentas? -preguntó su ama, admirada no menos de aquella súbita mudanza que del aire de seguridad de la muchacha.

-Ahora es -respondió ésta- cuando la madre tornera va a preparar la lámpara del claustro; yo me quedaré un poco de tiempo en su lugar, y lo demás corre de mi cuenta; pero contad con no asustaros, aunque me oigáis gritar y hacer locuras.

Diciendo esto, salió de la celda brincando como un cabrito, no sin dar antes un buen apretón de manos a su señora. La prevención que le dejaba hecha no era ciertamente ociosa, porque al poco tiempo comenzaron a oírse por aquellos claustros tales y tan descompasados gritos y lamentos, que todas las monjas se alborotaron y salieron a ver quién fuese la causadora de tal ruido. Era, ni más ni menos, que nuestra Martina, que con gestos y ademanes, propios de una consumada actriz, iba gritando a voz en cuello:

-¡Ay, padre de mi alma!, ¡pobrecita de mí que me voy a quedar sin padre! ¿Dónde está la madre abadesa que me dé licencia para ir a ver a mi padre antes de que se muera?

La pobre tornera seguía detrás como atortolada de ver la tormenta que se había formado no bien se había apartado del torno.

-Pero, muchacha -le dijo, por fin-, ¿quién ha sido el corredor de esa mala nueva?, que cuando yo volví, ya no oí la voz de nadie detrás del torno, ni pude verle.

-¿Quién había de ser -respondió ella con la mayor congoja-, sino Tirso, el pastor de mi cuñado?, que iba el pobre sin aliento a Carracedo a ver si el padre boticario le daba algún remedio. ¡Buen lugar tenía él de pararse! ¿Pero dónde está la madre abadesa?

-Aquí -respondió ésta, que había acudido al alboroto-, ¿pero a estas horas te quieres ir, cuando se va a poner el sol?

-Sí, señora, a estas horas -replicó ella siempre con el mismo apuro-, porque mañana ya será tarde.

-¿Y dejando a tu señora en este estado? -repuso la abadesa.

Doña Beatriz, que también estaba allí, contestó con los ojos bajos y con el rostro encendido por la primera mentira de toda su vida.

-Dejadla ir, señora tía, porque amas puede Dios depararle muchas y padre no le ha dado sino uno.

La abadesa accedió entonces, pero en vista de la hora insistió en que la acompañase el cobrador de las rentas del convento. Martina bien hubiera querido librarse de un testigo de vista importuno, pero conoció con su claro discernimiento que el empeñarse en ir sola sería dar que pensar, y exponerse a perder la última áncora de salvación que quedaba a su señora. Así, pues, dio las gracias a la prelada, y mientras avisaba al cobrador, se retiró con su señora a su celda como para prepararse a su impensada partida. Doña Beatriz trazó atropelladamente estos renglones.

Don Álvaro: dentro de tres días me casan si vos o Dios no lo impedís. Ved lo que cumple a vuestra honra y a la mía, pues ese día será para mí el de la muerte.

No bien acababa de cerrar aquella carta cuando vinieron a decir que el escudero de Martina estaba ya aguardando, porque como los criados del monasterio vivían en casas pegadas a la fábrica, siempre se les encontraba a mano y prontos. Doña Beatriz dio algunas monedas de oro y plata a su criada y sólo la encargó la pronta vuelta, porque si podía acomodarse al arbitrio inventado, su noble alma era incapaz de contribuir gustosa a ningún género de farsa ni engaño. La muchacha, que ciertamente tenía más de malicia y travesura que no de escrúpulo, salió del convento fingiendo la misma prisa y pesadumbre que antes, oyendo las buenas razones y consuelos del cobrador, como si realmente las hubiese menester. El lugar a donde se dirigían era Valtuille, muy poco distante del monasterio, porque de allí era Martina y allí tenía su familia; pero, sin embargo, ya comenzaba a anochecer cuando llegaron a las eras. Allí se volvió Martina al cobrador y dándole una moneda de plata, le despidió socolor de no necesitarle ya, y de sacar de cuidado a las buenas madres. Dio él por muy valederas las razones en vista del agasajo y repitiéndole alguno de sus más sesudos consejos, dio la vuelta más que de paso a Villabuena. Ocurriósele por el camino que las monjas le preguntarían por el estado del supuesto enfermo, y aún estuvo por deshacer lo andado para informarse, en cuyo caso toda la maraña se desenredaba y el embuste venía al suelo con su propio peso; pero, afortunadamente, se echó la cuenta de que con cuatro palabras, algún gesto significativo y, tal cual meneo de cabeza, salía del paso airosamente y se ahorraba además tiempo y trabajo, y de consiguiente se atuvo a tan cuerda determinación.

Martina por su parte, queriendo recatarse de todo el mundo, fue rodeando las huertas del lugar, y saltando la cerca de la de su cuñado se entró en la casa cuando menos la esperaban. Tanto su hermana como su marido la acogieron con toda la cordialidad que nuestros lectores pueden suponer y que sin duda se merecía por su carácter alegre y bondadoso. Pasados los primeros agasajos y cariños, Martina preguntó a su cuñado si tenía en casa la yegua torda.

-En casa está -respondió Bruno, así se llamaba el aldeano-; por cierto, que como ha sido año de pastos, parece una panera de gorda. Capaz está de llevarse encima el mismo pilón de la fuente de Carracedo.

-No está de sobra -replicó Martina-, porque esta noche tiene que llevarnos a los dos a Bembibre.

-¿A Bembibre? -repuso el aldeano-, ¡tú estás loca, muchacha!

-No, sino en mi cabal juicio -contestó ella-; y enseguida, como estaba segura de la discreción de sus hermanos, se puso a contarles los sucesos de aquel día. Marido y mujer escuchaban la relación con el mayor interés, porque siendo renteros hereditarios de la casa de Arganza, y teniendo además a su servicio una persona tan allegada, parecían en cierto modo de la familia. No faltó en medio del relato aquello de: ¡pobre señora!, ¡maldita vanidad!, ¡despreciar a un hombre como don Álvaro!, ¡pícaro conde! y otras por el estilo, con que aquellas gentes sencillas, y poco dueñas, por lo tanto, de los primeros movimientos, significaban su afición a doña Beatriz, y al señor de Bembibre, cosa en que tantos compañeros tenían. Por fin, concluido el relato, la hermana de Martina se quedó como pensativa, y dijo a su marido con aire muy desalentado:

-¿Sabes que una hazaña como esa puede muy bien costarnos los prados y tierras que llevamos en renta, y a más de esto, a más la malquerencia de un gran señor?

-Mujer -respondió el intrépido Bruno-; ¿qué estás ahí diciendo de tierras, y de prados? ¡No parece sino que doña Beatriz es ahí una extraña, o una cualquiera! Y sobre todo, más fincas hay que las del señor de Arganza, y no es cosa de tantas cavilaciones eso de hacer el bien. Conque así, muchacha -añadió dando un pellizco a Martina-, voy ahora mismo a aparejar la torda, y ya verás qué paso llevamos los dos por esos caminos.

-Anda, que no te pesará -respondió la sutil doncella, moviendo el bolsillo que le había dado su ama-; que doña Beatriz no tiene pizca de desagradecida. Hay aquí más maravedís de oro que los que ganas en todo el año con el arado.

-Pues por ahora -respondió el labriego- tu ama habrá de perdonar, que alguna vez han de poder hacer los pobres el bien sin codicia, y sólo por el gusto de hacerlo. Con que sea madrina del primer hijo que nos dé Dios, me doy por pagado y contento.

Dicho esto, se encaminó a la cuadra silbando una tonada del país, y se puso a enalbardar la yegua con toda diligencia, en tanto que la mujer, contagiada enteramente de la resolución de su marido, decía a su hermana con cierto aire de vanidad:

-¡Es mucho hombre este Bruno! Por hacer bien, se echaría a volar desde el pico de la Aguiana.

En esto ya volvía él con la yegua aderezada y sacándola por la puerta trasera de la huerta para meter menos ruido, montó en ella poniendo a Martina delante, y después de decir a su mujer que antes de amanecer estarían va de vuelta, se alejaron a paso acelerado. Era la torda animal muy valiente; y así es que, a pesar de la carga, tardaron poco en verse en la fértil ribera de Bembibre, bañada entonces por los rayos melancólicos de la luna que rielaba en las aguas del Boeza, y en los muchos arroyos que, como otras tantas venas suyas, derraman la fertilidad y alegría por el llano. Como la noche estaba ya adelantada, por no despertar a la ya recogida gente del pueblo, torcieron a la izquierda y por las afueras se encaminaron al castillo, sito en una pequeña eminencia y cuyos destruidos paredones y murallas tienen todavía una apariencia pintoresca en medio del fresco paisaje que enseñorean. A la sazón, todo parecía en él muerto y silencioso; pero los pasos del centinela en la plataforma del puente levadizo, una luz que alumbraba un aposento de la torre de en medio y esmaltaba sus vidrieras de colores y una sombra que de cuando en cuando se pintaba en ellos, daban a entender que el sueño no había cerrado los ojos de todos. Aquella luz era la del aposento de don Álvaro, y su sombra la que aparecía de cuando en cuando en la vidriera. El pobre caballero hacía días que apenas podía conciliar el sueño a menos de haberse entregado a violentas fatigas en la caza.

Llegaron nuestros aventureros al foso y llamando al centinela dijeron que tenían que dar a don Álvaro un mensaje importante. El comandante de la guardia, viendo que sólo era un hombre y una mujer, mandó bajar el puente y dar parte al señor de la visita. Millán, que como paje andaba más cerca de su amo, bajó al punto a recibir a los huéspedes a quienes no conoció hasta que Martina le dio un buen pellizco diciéndole:

-¡Hola, señor bribón!, ¡cómo se conoce que piensa su merced poco en las pobres reclusas y que al que se muere le entierran!

-Enterrada tengo yo el alma en los ojuelos de esa cara, reina mía -contestó él, con un tono entre chancero y apasionado-, ¿pero qué diablos te trae a estas horas por esta tierra?

-Vamos, señor burlón -respondió ella-, enséñenos el camino y no quiera dar a su amo las sobras de su curiosidad.

No fue menor la sorpresa de don Álvaro que la de su escudero, aunque su corazón présago y leal le dio un vuelco terrible. Cabalmente, el día antes había recibido nuevas de la guerra civil que amagaba en Castilla y de la cual mal podía excusarse; y la idea de una ausencia en aquella ocasión agravaba no poco sus angustias. Martina le entregó silenciosamente el papel de su señora que leyó con una palidez mortal. Sin embargo, como hemos dicho más de una vez, no era de los que en las ocasiones de obrar se dejan abrumar por el infortunio. Repúsose, pues, lo mejor que pudo y empezó por preguntar a Martina si creía que hubiese algún medio de penetrar en el convento.

-Sí, señor -respondió ella-, porque como más de una vez me ha ocurrido que con un señor tan testarudo como mi amo algún día tendríamos que hacer nuestra voluntad y no la suya, me he puesto a mirar todos los agujeros y resquicios, y he encontrado que los barrotes de la reja por dónde sale el agua de la huerta están casi podridos, y que con un mediano esfuerzo podrían romperse.

-Sí, pero si tu señora ha de estarse encerrada en el monasterio mientras tanto, nada adelantamos con eso.

-¡Qué!, no señor -repuso la astuta aldeana-, porque como mi ama gusta de pasearse por la huerta hasta después de anochecer, muchas veces cojo yo la llave y se la llevo a la hortelana, pero como siempre me manda colgarla de un clavo, cualquier día puedo dejar otra en su lugar y quedarme con ella para salir a la huerta a la hora que nos acomode.

-En ese caso -repuso don Álvaro-, di a tu señora que mañana a media noche me aguarde junto a la reja del agua. Tiempo es ya de salir de este infierno en que vivimos.

-Dios lo haga -respondió la muchacha con un acento tal de sinceridad, que se conocía la gran parte que le alcanzaba en las penas de su señora, y un poco además del tedio de la clausura.

Despidióse enseguida, porque ningún tiempo le sobraba para estar al amanecer en Villabuena, según lo reclamaba así su plan, como la urgencia del recado que llevaba de don Álvaro. Así que volvió a subir en la torda con el honrado Bruno, pero en brazos de Millán, y volvieron a correr por aquellos desiertos campos hasta que, al rayar el alba, se encontraron en las frescas orillas del Cúa. Cabalmente, tocaban entonces a las primeras oraciones, de consiguiente no pudo llegar más a tiempo. Al punto la rodearon las monjas preguntándole con su natural curiosidad qué era lo que había ocurrido.

-¿Qué había de ser, pecadora de mí -respondió ella con el mayor enojo-, sino una sandez de las muchas de Tirso? Vio caer a mi padre con el accidente que le da de tarde en tarde, y sin más ni más vino a alborotarnos aquí y hasta a Carracedo fue sin que nadie se lo mandase. No, pues si otra vez no escogen mejor mensajero, a buen seguro que yo me mueva, aunque de cierto se muera todo el mundo.

Diciendo esto se dirigió a la celda de su señora dejando a las buenas monjas entregadas a sus reflexiones sobre la torpeza del pastor y lo pesado del chasco. El remiendo de Martina, aunque del mismo paño, como suele decirse, no estaba tan curiosamente echado que al cabo de algún tiempo no pudiesen verse las puntadas; pero contaba con que tanto ella como su señora estuviesen ya por entonces al abrigo de los resultados.