El Señor de Bembibre/Capítulo II


Algo habrán columbrado ya nuestros lectores de la situación en que a la sazón se encontraba la familia de Arganza y el señor de Bembibre, merced a la locuacidad de sus respectivos criados. Sin embargo, por más que las noticias que les deben no se aparten en el fondo de la verdad, son tan incompletas, que nos obligan a entrar en nuevos pormenores esenciales, en nuestro entender, para explicar los sucesos de esta lamentable historia.

Don Alonso Ossorio, señor de Arganza, había tenido dos hijos y una hija; pero de los primeros murió uno antes de salir de la infancia, y el otro murió peleando como bueno en su primer campaña contra los moros de Andalucía. Así, pues, todas sus esperanzas habían venido a cifrarse en su hija doña Beatriz, que entonces tenía pocos años, pero que ya prometía tanta belleza como talento y generosa índole. Había en su carácter una mezcla de la energía que distinguía a su padre y de la dulzura y melancolía de doña Blanca de Balboa, su madre, santa señora cuya vida había sido un vivo y constante ejemplo de bondad, de resignación y de piedad cristiana. Aunque con la pérdida temprana de sus dos hijos su complexión, harto delicada por desgracia, se había arruinado enteramente, no fue esto obstáculo para que en la crianza esmerada de su hija emplease su instrucción poco común en aquella época, y fecundase las felices disposiciones de que la había dotado pródigamente la naturaleza. Sin más esperanza que aquella criatura tan querida y hermosa, sobre ella amontonaba su ternura, todas las ilusiones del deseo y los sueños del porvenir. Así crecía doña Beatriz como una azucena gentil y fragante al calor del cariño maternal, defendida por el nombre y poder de su padre y cercada por todas partes del respeto y amor de sus vasallos, que contemplaban en ella una medianera segura para aliviar sus males y una constante dispensadora de beneficios.

Los años en tanto pasaban rápidos como suelen, y con ellos voló la infancia de aquella joven tan noble, agraciada y rica, a quien por lo mismo pensó buscar su padre un esposo digno de su clase y elevadas prendas. En el Bierzo entonces no había más que dos casas cuyos estados y vasallos estuviesen al nivel: una la de Arganza, otra la de la antigua familia de los Yáñez, cuyos dominios comprendían la fértil ribera de Bembibre y la mayor parte de las montañas comarcanas. Este linaje había dado dos maestres al orden del Temple y era muy honrado y acatado en el país. Por una rara coincidencia a la manera que el apellido Ossorio pendía de la frágil existencia de una mujer, el de Yáñez estaba vinculado en la de un solo hombre no menos frágil y deleznable en aquellos tiempos de desdicha y turbulencias. Don Álvaro Yáñez y su tío don Rodrigo, maestre del Temple en Castilla, eran los dos únicos miembros que quedaban de aquella raza ilustre y numerosa; rama seca y estéril el uno, por su edad y sus votos, y vástago el otro, lleno de savia y lozanía, que prometía larga vida y sazonados frutos. Don Álvaro había perdido de niño a sus padres, y su tío, a la sazón comendador de la orden, le había criado como cumplía a un caballero tan principal, teniendo la satisfacción de ver coronados sus trabajos y solicitud con el éxito más brillante. Había hecho su primer campaña en Andalucía, bajo las órdenes de don Alonso Pérez de Guzmán, y a su vuelta trajo una reputación distinguida, principalmente a causa de los esfuerzos que hizo para salvar al infante don Enrique de manos de la morisma. Por lo demás, la opinión en que, según nuestros conocidos del capítulo anterior, le tenía el país, el rasgo contado por su escudero, darán a conocer mejor que nuestras palabras su carácter caballeresco y generoso.

El influjo superior de los astros parecía por todas estas razones confundir el destino de estos dos jóvenes, y, sin embargo, debemos confesar que don Alonso tuvo que vencer una poderosa repugnancia para entrar en semejante plan. La estrecha alianza que los Yáñez tuvieron siempre asentada con la orden del Temple estuvo mil veces para desbaratar este proyecto de que iba a resultar el engrandecimiento de dos casas esclarecidas y la felicidad de dos personas universalmente estimadas.

Los templarios habían llegado a su periodo de riqueza y decadencia, y su orgullo era verdaderamente insoportable a la mayor parte de los señores independientes. De Arganza lo había experimentado más de una vez y devorado su cólera en silencio, porque la orden dueña de los castillos del país podía burlarse de todos, pero su despecho se había convertido en odio hacia aquella milicia tan valerosa como sin ventura. Afortunadamente, ascendió a maestre provincial de Castilla don Rodrigo Yáñez, y su carácter templado y prudente enfrenó las demasías de varios caballeros y logró conciliarse la amistad de muchos señores vecinos descontentos. De este número fue el primero don Alonso, que no pudo resistirse a la cortés y delicada conducta del maestre, y sin reconciliarse por entero con la orden, acabó por trabar con él sincera amistad. En ella se cimentó el proyecto de entronque de ambas casas, si bien el señor de Arganza no pudo acallar el desasosiego que le causaba la idea de que algún día sus deberes de vasallo podrían obligarle a pelear contra una orden, objeto ya de celos y de envidia, pero de cuya alianza no permitía apartarse el honor a su futuro yerno. Comoquiera, el poder de los templarios y la poca fortaleza de la corona, parecían alejar indefinidamente semejante contingencia, y no parecía cordura sacrificar a estos temores la honra de su casa y la ventura de su hija.

Bien hubiera deseado don Alonso, y, aun el maestre, que semejante enlace se hubiese llevado a cabo prontamente, pero doña Blanca, cuyo corazón era todo ternura y bondad, no quería abandonar a su hija única en brazos de un hombre desconocido, hasta cierto punto, para ella; porque creía, y con harta razón, que el conocimiento recíproco de los caracteres y la consonancia de los sentimientos son fiadores más seguros de la paz y dicha doméstica que la razón de estado y los cálculos de la conveniencia. Doña Blanca había penado mucho con el carácter duro y violento de su esposo, y deseaba ardientemente excusar a su hija los pesares que habían acibarado su vida. Así pues, tanto importunó y rogó, que al fin hubo de recabar de su noble esposo que ambos jóvenes se tratasen y conociesen sin saber el destino que les guardaban. ¡Solicitud funesta, que tan amargas horas preparaba para todos!

Este fue el principio de aquellos amores cuya espléndida aurora debía muy en breve convertirse en un día de duelo y de tinieblas. Al poco tiempo comenzó a formarse en Francia aquella tempestad, en medio de la cual desapareció, por último, la famosa caballería del Temple. Iguales nubarrones asomaron en el horizonte de España, y entonces los temores del señor de Arganza se despertaron con increíble ansiedad, pues harto conocía que don Álvaro era incapaz de abandonar en la desgracia a los que habían sido sus amigos en la fortuna, y según el giro que parecía tomar aquel ruidoso proceso, no era imposible que su familia llegase a presentar el doloroso espectáculo que siempre afea las luchas civiles. A este motivo, que en el fondo no estaba desnudo de razón ni de cordura, se había agregado otro, por desgracia más poderoso, pero de todo punto contrario a la nobleza que hasta allí no había dejado de resplandecer en las menores acciones de don Alonso. El conde de Lemus había solicitado la mano de doña Beatriz, por medio del infante don Juan, tío del rey don Fernando el IV, con quien unían a don Alonso relaciones de obligación y amistad desde su efímero reinado en León; y atento sólo a la ambición de entroncar su linaje con uno tan rico y poderoso, olvidó sus pactos con el maestre del Temple, y, no vaciló en el propósito de violentar a su hija, si necesario fuese, para el logro de sus deseos.

Tal era el estado de las cosas en la tarde que los criados de don Alonso y el escudero de don Álvaro volvían de la feria de Cacabelos. El señor de Bembibre y doña Beatriz, en tanto, estaban sentados en el hueco de una ventana de forma apuntada, abierta por lo delicioso del tiempo, que alumbraba a un aposento espléndidamente amueblado y alhajado. Era ella de estatura aventajada, de proporciones esbeltas y regulares, blanca de color, con ojos y cabello negros y un perfil griego de extraordinaria pureza. La expresión habitual de su fisonomía manifestaba una dulzura angelical, pero en su boca y en su frente cualquier observador mediano hubiera podido descubrir indicios de un carácter apasionado y enérgico. Aunque sentada, se conocía que en su andar y movimientos debían reinar a la vez el garbo, la majestad y el decoro, y el rico vestido, bordado de flores con colores muy vivos, que la cubría realzaba su presencia llena de naturales atractivos.

Don Álvaro era alto, gallardo y vigoroso, de un moreno claro, ojos y cabello castaños, de fisonomía abierta y noble, y sus facciones de una regularidad admirable. Tenía la mirada penetrante, y en sus modales se notaba gran despejo y dignidad al mismo tiempo. Traía calzadas unas grandes espuelas de oro, espada de rica empuñadura y pendiente del cuello un cuerno de caza primorosamente embutido de plata, que resaltaba sobre su exquisita ropilla oscura, guarnecida de finas pieles. En una palabra, era uno de aquellos hombres que en todo descubren las altas prendas que los adornan, y que involuntariamente cautivan la atención y simpatía de quien los mira.

Estaba poniéndose el sol detrás de las montañas que parten términos entre el Bierzo y Galicia, y las revestía de una especie de aureola luminosa que contrastaba peregrinamente con sus puntos oscuros. Algunas nubes de formas caprichosas y mudables sembradas acá y acullá por un cielo hermoso y purísimo, se teñían de diversos colores según las herían los rayos del sol. En los sotos y huertas de la casa estaban floridos todos los rosales y la mayor parte de los frutales, y el viento que los movía mansamente venía como embriagado de perfumes. Una porción de ruiseñores y jilguerillos cantaban melodiosamente, y era difícil imaginar una tarde más deliciosa. Nadie pudiera creer, en verdad, que en semejante teatro iba a representarse una escena tan dolorosa.

Doña Beatriz clavaba sus ojos errantes y empañados de lágrimas ora en los celajes del ocaso, ora en los árboles del soto, ora en el suelo; y, don Álvaro, fijos los suyos en ella de hito en hito, seguía con ansia todos sus movimientos. Ambos jóvenes estaban en un embarazo doloroso sin atreverse a romper el silencio. Se amaban con toda la profundidad de un sentimiento nuevo, generoso y delicado, pero nunca se lo habían confesado. Los afectos verdaderos tienen un pudor y reserva característicos, como si el lenguaje hubiera de quitarles su brillo y limpieza. Esto, cabalmente, es lo que había sucedido con don Álvaro y doña Beatriz, que, embebecidos en su dicha, jamás habían pensado en darle nombre, ni habían pronunciado la palabra amor. Y sin embargo, esta dicha parecía irse con el sol que se ocultaba detrás del horizonte, y era preciso apartar de delante de los ojos aquel prisma falaz que hasta entonces les había presentado la vida como un delicioso jardín.

Don Álvaro, como era natural, fue el primero que habló.

-¿No me diréis, señora -preguntó con voz grave y melancólica-, qué da a entender el retraimiento de vuestro padre y mi señor para conmigo? ¿Será verdad lo que mi corazón me está presagiando desde que han empezado a correr ciertos ponzoñosos rumores sobre el conde de Lemus? ¿De cierto, de cierto pensarían en apartarme de vos? -continuó, poniéndose en pie con un movimiento muy rápido.

Doña Beatriz bajó los ojos y no respondió.

-¡Ah!, ¿conque es verdad? -continuó el apesarado caballero-; ¿y lo será también -añadió con voz trémula- que han elegido vuestra mano para descargarme el golpe?

Hubo entonces otro momento de silencio, al cabo del cual doña Beatriz levantó sus hermosos ojos bañados en lágrimas, y dijo con una voz tan dulce como dolorida:

-También es cierto.

-Escuchadme, doña Beatriz -repuso él, procurando serenarse. Vos no sabéis todavía cómo os amo, ni hasta qué punto sojuzgáis y avasalláis mi alma. Nunca hasta ahora os lo había dicho... ¿para qué había de hacer una declaración que el tono de mi voz, mis ojos y el menor de mis ademanes estaban revelando sin cesar? Yo he vivido en el mundo solo y sin familia, y este corazón impetuoso no ha conocido las caricias de una madre ni las dulzuras del hogar doméstico. Como un peregrino he cruzado hasta aquí el desierto de mi vida; pero cuando he visto que vos erais el santuario adonde se dirigían mis pasos inciertos, hubiera deseado que mis penalidades fuesen mil veces mayores para llegar a vos purificado y lleno de merecimientos. Era en mí demasiada soberbia querer subir hasta vos, que sois un ángel de luz, ahora lo veo; ¿pero quién, quién, Beatriz, os amará en el mundo más que yo?

-¡Ah!, ninguno, ninguno -exclamó doña Beatriz, retorciéndose las manos y con un acento que partía las entrañas.

-¡Y sin embargo, me apartan de vos! -continuó don Álvaro-. Yo respetaré siempre a quien es vuestro padre; nadie daría más honra a su casa que yo, porque desde que os amo se han desenvuelto nuevas fuerzas en mi alma, y toda la gloria, todo el poder de la tierra me parece poco para ponerlo a vuestros pies. ¡Oh Beatriz, Beatriz!, ¡cuando volvía de Andalucía, honrado y alabado de los más nobles caballeros, yo amaba la gloria porque una voz secreta parecía decirme que algún día os adornaríais con sus rayos, pero sin vos, que sois la luz de mi camino, me despeñaré en el abismo de la desesperación y me volveré contra el mismo cielo!

-¡Oh, Dios mío! -murmuró doña Beatriz-, ¿en esto habían de venir a parar tantos sueños de ventura y tan dulces alegrías?

-Beatriz exclamó don Álvaro-, si me amáis, si por vuestro reposo mismo miráis, es imposible que os conforméis en llevar una cadena que sería mi perdición y acaso la vuestra.

-Tenéis razón -contestó ella haciendo esfuerzos para serenarse. No seré yo quien arrastre esa cadena, pero ahora que por vuestra ventura os hablo por la última vez y que Dios lee en mi corazón, yo os revelaré su secreto. Si no os doy el nombre de esposo al pie de los altares y delante de mi padre, moriré con el velo de las vírgenes; pero nunca se dirá que la única hija de la casa de Arganza mancha con una desobediencia el nombre que ha heredado.

-¿Y si vuestro padre os obligase a darle la mano?

-Mal le conocéis; mi padre nunca ha usado conmigo de violencia.

-¡Alma pura y candorosa, que no conocéis hasta dónde lleva a los hombres la ambición! ¿Y si vuestro padre os hiciese violencia, qué resistencia le opondríais?

-Delante del mundo entero diría: ¡no!

-¿Y tendríais valor para resistir la idea del escándalo y el bochorno de vuestra familia?

Doña Beatriz rodeó la cámara con unos ojos vagarosos y terribles, como si padeciese una violenta convulsión, pero luego se recobró casi repentinamente, y respondió:

-Entonces pediría auxilio al Todopoderoso, y él me daría fuerzas; pero, lo repito, o vuestra o suya.

El acento con que fueron pronunciadas aquellas cortas palabras descubría una resolución que no había fuerzas humanas para torcer. Quedóse don Álvaro contemplándola como arrobado algunos instantes, al cabo de los cuales le dijo con profunda emoción:

-Siempre os he reverenciado y adorado, señora, como a una criatura sobrehumana, pero hasta hoy no había conocido el tesoro celestial que en vos se encierra. Perderos ahora sería como caer del cielo para arrastrarse entre las miserias de los hombres. La fe y la confianza que en vos pongo es ciega y sin límites, como la que ponemos en Dios en la hora de la desdicha.

-Mirad -respondió ella señalando el ocaso-, el sol se ha puesto, y es hora ya de que nos despidamos. Id en paz y seguro, noble don Álvaro, que si pueden alejaros de mi vista, no les será tan llano avasallar mi albedrío.

Con esto el caballero se inclinó, le besó la mano con mudo ademán, y salió de la cámara a paso lento. Al llegar a la puerta volvió la cabeza y sus ojos se encontraron con los de doña Beatriz, para trocar una larga y dolorosa mirada, que no parecía sino que había de ser la última. Enseguida se encaminó aceleradamente al patio donde su fiel Millán tenía del diestro al famoso Almanzor, y subiendo sobre él salió como un rayo de aquella casa, donde ya solo pensaba en él una desdichada doncella, que en aquel momento, a pesar de su esfuerzo, se deshacía en lágrimas amargas.