El Niño de Guzmán: 12

El Niño de Guzmán de Emilia Pardo Bazán
Capítulo XII

Capítulo XII

La leyenda del Cristo



La resolución de partir sosegó algún tanto a Pedro. Vistiose, salieron y fueron derechos al palacete de la Sagrada. Sólo encontró visible al Duque. Mauricio sin duda descansaba de las violentas impresiones de la víspera; ni él ni Bernarda habían asomado la cabeza fuera de sus habitaciones, y Arcángela, quejándose de una recrudescencia de la jaqueca, tampoco se presentaba, ni pensaba almorzar en el comedor. Mostrose el tutor con su pupilo sumamente expansivo y paternal: ¿por qué no se traía las maletas? ¿Por qué, a lo menos, no comía allí? Que no hiciese caso de chiquilladas; que no se amostazase por una broma... Menos había que tomar en serio a Mauricio... -y afincando el dedo índice en mitad de la frente, quiso significar que su primogénito tenía vena de loco-. No sabía el Niño qué responder. Confuso y avergonzado, sintiendo que el rostro se le enrojecía, limitose a abreviar la entrevista cuanto permitió el respeto, y a rogar a su tío que considerase aprobadas las cuentas de la tutela sin examen. A los reiterados convites de don Gaspar, que estaba transportado de gozo, sólo respondió con cierta sequedad involuntaria:

-Gracias, tío. Soy, muy raro yo; me gusta andar solo... o casi solo. Si usted me lo permite, hoy me llevaré a Borromeo para que me acompañe. También le he suplicado que se venga conmigo a un viaje que pienso hacer.

Al salir del palacete, Pedro, asaltado por los recuerdos de la víspera, se detuvo un instante al pie de la escalinata. Impulso que no sabía definir le hizo fijar los ojos en las ventanas del piso alto. En una de ellas, al través de las cortinas, se divisaba un bulto, como figura de mujer. Cortósele la respiración al Niño, y se verificó en él un fenómeno que, si por usual y frecuente no llama la atención, merecería análisis: y fue que los sueños que había tenido durante toda la noche, y olvidado completamente al despertar, se evocaron entonces, precisándose y tomando cuerpo. Las brumas adquirían forma, lucidez repentina iluminaba la conciencia del mozo; el blanco fantasma que sus brazos habían estrechado afanosamente en medio de la inconsciencia y vaguedad del ensueño, era sin duda el mismo que ahora, con latido súbito del corazón, entreveía al través del bordado y espeso tul del cortinaje... Corría aún por sus venas el calor de su alucinación nocturna. Hizo un movimiento de cólera, de indignación contra sí mismo, y corriendo, más que andando, huyó de aquel jardín y de aquella casa. «Me iré cuanto antes de este pueblo -pensó- y es para mí ley, punto de honra, apartarme para siempre de la mujer que ejerce sobre mí tal atractivo». Y sin el falso escepticismo, sin la estólida risilla que el solo pensamiento de acto semejante hubiese producido en cualquier mozo educado en España, añadió para sí Pedro: «Y a la primera ocasión me confesaré...».

Almorzaron Borromeo y él juntos, y a la hora del café, después de haber tomado el fresco en la terraza, convinieron en que al día siguiente emprenderían su viaje por los andurriales en busca de España -de la genuina y auténtica-. Trazaron itinerarios, estudiaron guías, discutieron, formaron planes humorísticos, gratos, originales... Gentileza, sin embargo, a veces se quedaba ensimismado y absorto; no podía dejar de pensar en Rafaela, sabiendo que estaba enferma y encerrada en su cuarto, y no habiendo conseguido cruzar palabra con ella desde el incongruente y mal deslindado suceso del restaurant. La viva simpatía que entre el Niño y su primo había creado la correspondencia, afirmose más en aquel segundo coloquio; Pedro ya no advertía la yerta sensación del aislamiento; las singulares ideas de Borromeo, sus teorías peregrinas a veces, le deleitaban como deleita un espectáculo nuevo, fresco, raro. Guiado en sus juicios, sin poder evitarlo, por las contadas pero fuertes emociones sufridas desde su reciente llegada a tierra española, Pedro daba la razón a su primo: lo dañado, lo corrompido aquí, son sin duda alguna las altas clases, la gente acaudalada, la aristocracia, la plutocracia, los poderosos de la tierra. Hay que buscar a España en el pueblo -en lo que llamaron los griegos idiotas-. Linda descripción hizo Gentileza del español humilde, tomando por asunto la pureza de costumbres y la fe recogida y noble, austera y cristiana, de la raza éuskara. Empapado en la lectura de Trueba, pintó la paz, el amor, la inocencia, la castidad de los hogares, lo sincero y elevado de las creencias, todo embellecido por la poesía ambiente, las graciosas costumbres, el paisaje con sus valles repuestos y sus montes bravíos y sombrosos, el blanco campanario, la casa agazapada al pie del venerable árbol, como zurita en su nidal... «Aquí residen en paz, aquí tranquilos sueñan su vida», repetía con entusiasmo, sonroseándose sus demacradas mejillas, Borromeo. «Y no necesitan para nada el progreso; son enemigos de novedades, por lo mismo que son sanos y robustos, y saben que en el mundo, como dijo el sabio del Eclesiastés, no existe cosa nueva que no sea vanidad de vanidades. Su ignorancia es la suma ciencia; su sueño no es embotamiento ni modorra; es intensa corriente como de agua, que va más honda allí donde parece más dormida. Déjenles a estos pobres de espíritu su calma, su sosiego; no les rompan la cabeza con reformas, innovaciones, adelantos... Créelo, mi querido Pedro; la gran fuerza de la gente española consiste en haber sido constantemente refractaria al culto de los Baalines del progreso y no haber consentido que mezclen al bálsamo que le conforta veneno de paganismo... No supongas -añadía Borromeo- que estas ideas son tan estrafalarias, ni que sólo las profeso yo. Bastantes piensan de esta suerte, y si nos reuniésemos los que no queremos que España cambie, los que la deseamos estacionaria y en su perenne hermosura de estatua enterrada a varios metros de profundidad en el suelo y velando su pudor bajo una capa de tierra, seríamos mayoría, no lo dudes... Conozco gente de talento, de muchísimo talento, que ha estampado y defendido elocuentemente esto mismo, y a quien nadie supo rebatir. ¡Ojalá pudiésemos volvernos a aquella hermosa Edad Media, llena de consoladoras visiones, tiempos áureos para el pueblo que trabaja, ora, cree, espera y duerme! Sí, Niño mío; el progreso... una superstición como las demás que se han combatido en su nombre. ¡Progresar! Cuando se ha llegado a la meta del bien y de la felicidad posible, como este vigoroso pueblo vasco, progresar sería retroceder, sería caer en el abismo.

Nació en Pedro el deseo de recorrer, por la tarde, paseando en compañía de su amigo, algún trozo de campo, poblado de seres que atesoran la perfección moral posible y no apagan nunca la lámpara de la fe. Convínose en que el objeto de la excursión fuese el santuario de Lezo, al cual se llega tomando el tranvía hasta Rentería, y caminando después corto trecho por bien cuidada carretera. Al dejar el tranvía que tan pintoresco camino recorre, salió al encuentro de los dos primos un viejecillo, que se bajaba en el mismo punto y reconoció a Gentileza y le saludó con efusión extremada, incorporándose al grupo. Era aquel Ardoain, de la mesnada de don Servando, que bajo los soportales de Quebrantas, la noche anterior, había dado a Mauricio nuevas del paradero de Nardita. La extrañeza que podría haberle causado la actitud de Lobatilla en tal momento, se disipó al reconocer, al lado de Borromeo, al mismo joven forastero que acompañaba a las dos señoras «Sin duda pariente o amigo íntimo de la familia del Duque», pensó el servicial tranquilista.

-¿Van a Lezo? -preguntó-. ¿A que el señor vea el famoso Cristo? Me junto a ustedes... y no me lo agradezcan, porque es mi camino; a Lezo iba yo también; tengo que hablar con el cura y con varios amigos de allí, a cansa de una trapisonda ocasionada por las últimas elecciones... No pueden figurarse lo duros de pelar que son los indígenas. Batallo con ellos a brazo partido, y ni por esas... En fin, hemos de ir reduciéndoles.

-Pero, ¿se preocupan de política mucho? -interrogó Pedro sorprendido.

-¡Pchs! -repuso Ardoain- de alta política, no; de la menuda, sí, a toda hora. Cada casa es un foco de intriguillas... Quién por Nocedal, quién por don Carlos, quién por la República, quién por el Gobierno... o mejor dicho, por los intereses particulares que para cada uno representan estos nombres. Y no crea usted; en el fondo, si descarta usted los fueros, no se les da pizca de nada... Pero las elecciones son reñidísimas en todas las Provincias, y reñidísimas tienen que ser porque se dispara con bala de oro. Hay elección aquí que cuesta cientos de miles de duros, y algunas vidas humanas. ¿A usted le parece que esto es un paisajito de abanico? Arañe usted, arañe usted y lo verá convertirse en cuadro de batallas... ¡No es oro todo lo que reluce!...

Pedro, atónito, miró a Gentileza; el contraste casual entre la descripción de Ardoain y el idilio de Borromeo era tan fuerte, que se diría que el adicto de don Servando lo había oído y quería presentar al forastero el reverso de la medalla optimista, la vulgarísima realidad...

-¿Van ustedes a ver el Cristo? -preguntó, variando de tema al observar el silencio de los dos primos-. No sé si a estas horas encontraremos al tuno del sacristán, pero si no se halla en la iglesia, yo haré que le busquen aunque sea en los profundos. El Cristo merece la pena; es una escultura preciosa.

Al llegar al atrio de la iglesia, viéronse confirmadas las previsiones de Ardoain: el sacristán no estaba allí. Precipitadamente, en su afán de hacerse útil, disparose Ardoain a traer al rapavelas, como él decía, y Pedro y Borromeo, sentados en el pretil del atrio, esperaron a que la puerta de la iglesia se franquease. Llegó el sacristán en volandas, era un mozalbete flaco, consumido, que abrió con familiaridad y con el mismo indiferente desparpajo echó un fósforo y encendió las dos velas del altar y una palmatoria, elevándola para que los visitantes pudiesen contemplar a gusto la veneranda efigie.

Pedro, desde el primer instante, se sintió fascinado. Sus ojos se clavaron, atraídos por magnética fuerza, en el Cristo. Parécese este, como un hermano a otro hermano, a los demás Cristos milagrosos de España, que ya en las espléndidas catedrales, ya en los recónditos santuarios, imponen la oración y sugieren una especie de terror misterioso. Pero Pedro no había contemplado ninguno; desconocía esa representación tan típica de la fe ibera; los grabados y las fotografías -si llegaron a sus manos- no pudieron revelarle cómo se unen las líneas y el color para prestar a los Cristos españoles la acción terrible que ejercen sobre los sentidos, y al través de ellos sobre el espíritu. La escultura fuertemente realista, el colorido expresivo y sombrío, dan por resultado una impresión que, sin ser estética a lo pagano, engendra la belleza del sentimiento profundo y del romanticismo religioso. El Niño, embargado de terror, cayó de rodillas ante el Cristo, cuya lívida faz, crispada por la agonía, medio velaban con denso manchón los negrísimos cabellos naturales, lacios, finos -cabellera de mujer ofrecida en exvoto-. A la amarillenta luz de los cirios, que luchan con la escasa claridad del día, el Cristo aparece semivivo; sus miembros, contraídos por el dolor, dijérase que van a desprenderse, en supremo esfuerzo, de la cruz. Sus labios cárdenos se entreabren; sus mejillas hundidas relucen al humedecerlas el llanto y el sudor de la congoja; su pecho se alza y deprime en imperceptible angustiosa respiración... Tal se le figuraba a Pedro, que aterrado ante la tragedia de Jesús en el patíbulo, permanecía en la misma postura, sin fuerzas ni para murmurar el rezo... Borromeo, acostumbrado a ver Cristos, estaba respetuoso, pero de pie; Ardoain, familiarizado con la santa efigie, daba órdenes, hacía elevar más por medio de una escalerilla a que el sacristán trepaba, la palmatoria, a fin de que se viese mejor el divino y afrentado rostro... Y cuando Pedro, no sin esfuerzo, se hubo incorporado, díjole confianzudamente:

-Aquí le tienen mucha devoción a este Cristo. Veo que usted le ha rezado, ¿eh? Supongo que le ha pedido alguna cosa... ¡Los jóvenes!

-¿Los jóvenes? -repitió con extrañeza Pedro.

-¡Ah! -intervino Borromeo-. Te lo explicaré: a los pies de este Santo Cristo, ¡verás qué cosa más poética y bonita!, vienen los enamorados, trayendo velas de cera, a solicitar verse unidos antes de un año con la persona a quien prefieren. En el país es tradición que el Cristo nunca deja de cumplirles el deseo. Se considera como una especie de pacto entre la efigie y los que la imploran. Los incrédulos llamarán a esto superstición, porque no comprenderán lo que tiene de hermoso poner las aspiraciones más íntimas bajo el patrocinio de lo que se venera más, y ligar, por decirlo así, la voluntad divina a un impulso extraordinario y vehemente de la pasión humana...

El Niño escuchaba a su primo temblando. Bajo el influjo de la impresión que la vista de la efigie le causaba; leía en sí mismo, y conseguía interpretar lo no descifrado antes. ¡También él, al caer de rodillas ante la imagen, esperaba, sin saber qué, pero algo extraordinario, de lo que no puede realizarse natural y humanamente, y requiere l a intervención de una fuerza desconocida!... Ligero escalofrío recorrió las venas de Pedro. Ardoain, completando las noticias de Borromeo, tomó la ampolleta.

-No le diga usted a esta gente que puede fallar la palabra del Cristo. Es cuestión en que llegan al extremo de la lógica... absurda, de ellos; allá de sus maneras de ver, que son rarísimas... El señor Vizconde, mi amigo, todo lo pinta muy hermoso tratándose de aldeanos; pero vamos, que si anduviese entre ellos por necesidad, como un servidor de ustedes... acaso mudase de parecer. Más dura tienen la cabeza que un guijarro, y como se les meta en la chola una barbaridad... Vamos, ¿quieren ustedes oír un caso reciente, que se relaciona con el Cristo? Pues sepan que un mocetón de una parroquia muy próxima a Lezo estaba enamorado de una mujer casada... y ella le correspondía al mozo... con platonismo. Persuadidos de que el amor todo lo alcanza y todo lo excusa, no se les ocurrió nada mejor que venirse al Cristo con su provisión de cera, y dirigirle la acostumbrada súplica; pretendían verse unidos al cabo de un año, y disfrutar después otro año de felicidad. Salieron de la iglesia con tales ilusiones, que al día siguiente, entre los dos, dieron muerte al marido, sorprendiéndole en un monte cuando regresaba a su casa. Y, en efecto, al año se casaron, y vivieron un año casados, sin asomo de remordimiento. ¡Como que les parecía haber hecho la cosa más natural! ¡Vaya! ¡Suponían que estaban de acuerdo con Dios! Y lo que les confirmó en tal creencia, fue que transcurrido el año cabal, la justicia, no se sabe cómo, olfateó quiénes eran los verdaderos autores del crimen, y les echó el guante y los envió a cadena perpetua... Aceptaron el castigo sin protesta, diciendo que, pues el Cristo había cumplido su palabra concediéndoles un año de ventura, justo era que lo pagasen.

La horrible leyenda dejó mudos a los que la oían. Pedro, turbado, volvió a fijarse en el rostro del Cristo, velado por la melena de cabello natural, que tan violenta ilusión de vida causaba. Los labios del Crucificado, amoratados, entreabiertos, tenían expresión de suprema piedad y de dolor infinito... Borromeo, rompiendo el silencio, exclamó no sin cólera y disgusto:

-¿Sabe usted que la historia me parece una patraña?

-Pues no lo es -replicó con calma Ardoain-. Si desea usted pormenores y enterarse de los incidentes de la causa... cuando guste. El señor Vizconde -añadió dirigiéndose al absorto Pedro- nunca quiere creer nada malo de los destripaterrones. ¡Si tuviese que lidiar con ellos! Los siete pecados capitales no se inventaron para los señores. ¡Esta gente, además, vive esclava de la superstición!

Mientras decía esto el práctico y sagaz vejete, hacía seña al sacristán para que corriese la cortina de tafetán bermejo que cubría la efigie. Pedro, que no apartaba de ella la vista, vio desaparecer tras una especie de nube roja el semblante divino, la negra cabellera, el cuerpo martirizado, la efigie patética del Redentor. Su fantasía le sugirió que se velaba de sangre, y una alucinación le mostró rojas las paredes, rojo el altar, rojo el pavimento de la sencilla iglesia... Salió precipitadamente al atrio; quería respirar, sacudir la extraña pesadilla. Al apoyarse en el pretil siguió viendo la misma niebla sangrienta: era el Poniente que se incendiaba y se vestía de una púrpura obscura, listada de plomo; una de esas puestas de sol de las regiones del Norte, que se dejan atrás a las del Mediodía en dramático esplendor. A tal hora del día, los menos propensos a la contemplación sienten algo que penetra el alma. El Niño recostó la frente en una mano y meditó: se miró por dentro, estremeciéndose de lo que creía notar. En la leyenda del Cristo había encontrado, insidiosa y violenta, la fórmula de su propia tentación.