Elenco
El Mayor Imposible
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen ALBANO, de camino, y FENISO.
FENISO:

  Pasa, orillas de la mar,
en estos jardines bellos,
que el arte se acaba en ellos,
y que los puede envidiar
  el hermoso campo hibleo,
y al muro de Babilonia,
la divina reina Antonia,
de amor único trofeo,
  los días que una cuartana,
melancólica, enojosa,
su belleza milagrosa
libra de opresión tirana.

ALBANO:

  ¿Que aún dura la enfermedad,
Feniso, con que la vi,
cuando a Alejandría partí?

FENISO:

Y con más reguridad,
  pues ni por medios declina,
ni se templa por cautelas.

ALBANO:

En Bolonia, en las escuelas
donde se lee medicina,
  sujetas le están pintadas
todas las enfermedades
de las presentes edades
y las edades pasadas.
  Y entre todas, solamente
libres la gota y cuartana,
a donde la ciencia humana,
por más remedios que intente,
  que el mejor es alegrarse,
procurando entretenerse,
porque intentar defenderse
es ocasión de aumentarse.

FENISO:

  Eso su Alteza procura
los días que libres son,
en cuya honesta ocasión,
el más grave se aventura
  a descomponerse más,
donde la música prueba,
con los ecos desta cueva
que lleva al mar el compás.
  Aquí verás la poesía,
que muchos necios pretenden
y muchos sabios no entienden,
en su mayor monarquía,
  los bailes y las comedias,
con notable perfeción,
y porque al fin tristes son,
desterradas las tragedias.
  Una academia [dir]ás
que es este campo, un liceo.

ALBANO:

Que viene su Alteza, creo.

FENISO:

No supo Minerva más.

(Salen la REINA ANTONIA, en una silla de manos, y MÚSICOS cantando, y gente que acompaña, ROBERTO, caballero, y LISARDO.)
[MÚSICOS] :

(Cantan.)
  No son de cristal las fuentes,
ni se ríen, ques mentira,
ni las flores esmeraldas,
ni testigos de su risa;
pero es verdad que se hallan en Jacinta
soles en los ojos
y perlas en la risa.

REINA:

  ¿Eres tú el dueño, Lisardo,
deste romance?

LISARDO:

Yo soy,
que sol a unos ojos doy,
adonde me abraso y ardo,
  por eso, si hay objeción,
propóngala Vuestra Alteza.

REINA:

De encarecer su belleza
hallaste nueva invención.

ROBERTO:

  Pretende contradecir
el nuevo estilo de agora.

REINA:

Proseguid.

LISARDO:

Querrás, señora,
mis ignorancias reír.

[MÚSICOS]:

(Cantan.)
  No son, como dicen, muchas
las rosas alejandrinas,
al tiempo que se abren, nácar,
coral, cuando se marchitan,
pero es verdad, etcétera.

REINA:

  Está con lindo artificio
encarecida esa dama.

ROBERTO:

Tiene Lisardo gran fama.

LISARDO:

Más es de mi amor indicio
  que inclinación natural
que me deba la poesía.

REINA:

¿Qué hay, Feniso?

FENISO:

Que este día
irá fugitivo el mal
  con tal entretenimiento.

REINA:

¿Quién está contigo?

FENISO:

Albano.

REINA:

Bien seas venido.

ROBERTO:

Y no en vano,
con tan raro entendimiento.

ALBANO:

  Dame, señora, los pies.

REINA:

¿Vienes bueno?

ALBANO:

A tu servicio,
contento deste ejercicio,
mas no de que enferma estés.

REINA:

  No me dejan estos fríos.

ALBANO:

Querrán vengarse del fuego,
donde amor se abrasa, y luego
sus ojos convierte en ríos.

REINA:

  Di, Roberto, alguna cosa.

ROBERTO:

Diga Feniso primero.

FENISO:

Decir un soneto quiero.

REINA:

¿Qué sujeto?

FENISO:

Laura hermosa.

REINA:

  ¿Es la española que ayer
iba en el coche a la mar?

FENISO:

Licencia me dio de amar,
Pero no de aborrecer.
  Laura gentil, que coronar pudieras
al mismo sol, que en cuyos rayos bellos
más luz dieran tus ojos, que sin ellos
tienen los ojos de las ocho esferas.
Si el fuego vivo en que abrasar pudieras
mi rudo ingenio, ardiera en mis cabellos
ceñidos de tu Laura, porque en ellos
premio inmortal a mis conceptos fueras.
Aunque, como el gigante sobre el risco,
pagara atado la atrevida hazaña,
tú fueras de mis ojos basilisco,
y en fe desta verdad, al mundo estraña,
callara Italia, su inmortal Francisco,
y de otra Laura se alabara España.

REINA:

  Aprovechaste muy bien
al Petrarca y Laura bella.

FENISO:

Esta es sol, si aquella estrella,
lauro de Laura, desdén,
  y si como es más hermosa
fuera yo mejor poeta
que el Petrarca, más perfeta
fuera Laura, y más dichosa.

REINA:

  ¿Sabes algo que decir
Albano?

ALBANO:

Un enigma tengo,
que de a donde agora vengo,
no me han dejado escribir.

REINA:

  Bien dices, porque las Musas
calzan coturnos, no espuelas.

ALBANO:

Que ha de ser mala, recelas;
pues tú, señora, me escusas,
  es pintura de este enigma,
un corazón con su flecha,
en unos grillos.

REINA:

Bien hecha.

ALBANO:

La glosa, señora, estima
  adonde viene encerrada,
que es algo dificultosa,
para que estimes la glosa,
si el enigma no te agrada.
  Quien en mi pecho sospecha
que tengo tantas marañas,
llegue y mire mis entrañas,
tan abiertas desta flecha.
  Preso estoy, que no me huyo,
firmeza tengo y lealtad.
Señores, adevinad,
esclavo soy, ¿pero cúyo?
  Todo de mí se confía:
armas, piedras, plata y oro.
Alcaide soy del tesoro,
y del honor algún día.
  Diré mi nombre, si osó;
mas, ¿qué temor me acobarda?
Yo me llamo, al fin..., mas, ¡guarda!,
eso no lo diré yo.
  Si tengo el costado abierto,
por donde, de mis abiertas
entrañas, se ven las puertas,
¿para qué estoy encubierto?
  ¿Nadie en el blanco me dio?
¿Nadie me acierta en efecto?
Pues yo guardaré el secreto
que cuyo soy me mandó.
  Nadie los grillos me quite,
que le podrán castigar.
Guardas, no le deis lugar,
pues hurtar no se permite.
  Mucho en hablar me destruyo,
porque no habrá quien me mire,
como esta flecha me tire,
que no diga que soy suyo.

REINA:

  Notable, ¿quién te parece,
Lisardo?

LISARDO:

Pienso que amor.

ALBANO:

No es amor.

ROBERTO:

Mucho mejor,
para los celos se ofrece.

ALBANO:

  No son celos.

ROBERTO:

¿No, pues quién?

ALBANO:

¿Danse todos por rendidos?

LISARDO:

Y de tu enigma vencidos.

REINA:

Tente, diré yo también.

ALBANO:

  Temo a Vuestra Majestad.
Diga, a ver.

REINA:

El corazón,
con flechas puesto en prisión,
es el candado.

ALBANO:

Es verdad.

REINA:

  Los grillos son las armellas,
y la flecha significa
la llave.

ROBERTO:

Harto bien se aplica
el candado preso en ellas.

REINA:

  Lo demás queda entendido,
pues guarda cualquier tesoro,
y de honor el decoro.

ALBANO:

Vuestra Majestad ha sido
  otro Edipo desta esfinge.

REINA:

Di, Lisardo.

LISARDO:

Un desengaño
me dio, una glosa y un daño,
que ser mi provecho finge.
  La letra vino de España,
porque hasta los versos son
tus vasallos de Aragón.

ROBERTO:

No es daño el que desengaña.

LISARDO:

  Dulces engaños de amor.
Sabed que es vano cuidado
volverme al pasado error,
porque amor desengañado
es el engaño mayor.
  Tratadme ya como a estraño,
que pasada la ocasión
darme esperanza es engaño
si ha tomado posesión
en mi alma el desengaño,
  pues de los escarmentados
se hacen los prevenidos.
No más gustos engañados,
que yo no os quiero venidos,
si os he de llorar pasados.
  Ya me buscáis sin provecho,
porque no habéis de volver
eternamente a mi pecho,
que el pesar de aquel placer,
tan grande escarmiento ha hecho.

LISARDO:

  Antes de desengañarme,
pudo amor entretenerme,
pero en llegando a avisarme,
es imposible ofenderme,
pues me ha enseñado a guardarme.
  Hoy se ha de ver en mi pecho,
si desengaños obligan
a quien engaños ha hecho,
tanto mal, porque no digan
que huyo de mi provecho.
  Bien quisiera yo pasar
con mi engaño descuidado,
pero es llegar a engañar
su engaño el más bajo estado
a que pudo amor llegar.
  Hoy se ha de ver en mi pecho
si desengaños obligan,
a quien engaños ha hecho,
tanto mal, porque no digan
que huyo de mi provecho.

REINA:

  Tú lo glosaste muy bien,
pero esos versos no son
tan vasallos de Aragón
como muestra tu desdén,
  porque a bien y mal tratar
son los de Aragón.

LISARDO:

Señora,
quien desengaños adora
más sabe amar que engañar.

REINA:

  Di, Roberto.

ROBERTO:

Yo diré
tres décimas a una dama
que vós conocéis por fama,
y que siempre ingrata fue.
  Queredme bien, si queréis
que no os canse con quereros,
que no pienso aborreceros,
mientras vós me aborrecéis.
Si de que os quiera tenéis
tanto disgusto, señora,
probad a quererme un hora,
y veréis como os olvido,
si puede olvidar querido,
quien aborrecido adora.
  Ver que mi amor os ofende,
tanto esfuerza mi porfía,
que lo que a vós os enfría
es lo mismo que me enciende.

ROBERTO:

Si vuestro desdén pretende
que deje mi pretensión,
inútiles medios son,
señora, los desengaños,
que quien estima sus daños,
no ha de estimar la razón.
  Dejaros yo de querer,
mientras tan hermosa estáis,
señora, no lo creáis,
o daos prisa a no querer;
mas, ni vós queréis perder
esa hermosura apacible,
ni este mi amor invencible,
dejar pasión tan dichosa,
como vós de ser hermosa,
que es el mayor imposible.

REINA:

  Buenas, por mi vida, son;
mas, ¿cómo dices, Roberto,
que dejar de ser hermosa
es imposible, pues vemos
que la edad tan presto acaba
la hermosura con el tiempo,
ya consumiendo la luz
de los ojos, ya cubriendo
la púrpura de los labios,
ya dando plata al cabello?

ROBERTO:

Que ella quiera, digo yo,
señora, dejar de sello,
y aun dejar de habello sido,
no era yerro.

REINA:

Niego.

ROBERTO:

Pruebo.

REINA:

¿Cómo, si te has engañado,
pues donde dicen tus versos:
«Dejaréis de ser hermosa»,
decir debiera, Roberto:
«Dejaréis de habello sido»,
y hablar del pasado tiempo?

ROBERTO:

Si agora es hermosa, ¿cómo
hablar de el pasado puedo?

REINA:

¿No ves que fuera agraviarla,
y que es más fácil un yerro
en los versos, que en su cara?

LISARDO:

Dejando el yerro en los versos,
no es el mayor imposible
que dejen de ser tan bellos
los ojos de esa señora,
si no es encarecimiento.

ROBERTO:

¿Pues hay mayor imposible
que dejar de ser aquello
que fue?

LISARDO:

Y muchos, pienso yo.

REINA:

Lisardo, escucha, que quiero
que cuantos estáis aquí,
digáis sobre este conceto
cuál os parece el mayor
imposible.

FENISO:

Yo comienzo.
El servir con mala estrella,
aunque a generoso dueño,
pensando medrar un hombre,
por más imposible tengo.

ALBANO:

Yo tengo por el mayor,
que con bajo nacimiento,
puesto un hombre en gran lugar,
deje de estar muy soberbio,
y de aborrecer a cuantos
en sus principios le vieron,
y de querer, si pudiera,
verlos ausentes o muertos.

ROBERTO:

Yo tengo por imposible
el mayor de cuantos veo,
que lo que no puede amor,
no puede hacer el dinero,
porque es el más ingenioso
y artificioso instrumento
que han inventado los hombres,
pues ha derribado al suelo,
ciudades, honras y vidas,
y levantado al gobierno
del mundo los más humildes.

LISARDO:

Yo, hacer de un necio un discreto,
juzgo al mayor imposible,
porque es como el negro, el necio,
que aunque le lleven al baño,
es fuerza volverse negro.

REINA:

¿Diré yo?

ALBANO:

Si Vuestra Alteza
dice, todos quedaremos
vencidos.

REINA:

Yo, para mí,
por más imposible tengo
el guardar a una mujer.

ROBERTO:

A no ser atrevimiento,
dijera que es el amor.

LISARDO:

Que me des licencia, ruego,
de responder en favor
tuyo, aunque es mayor tu ingenio.

REINA:

Responde.

LISARDO:

¿Por qué razón
hallas tan fácil, Roberto,
el guardar a una mujer?

ROBERTO:

Porque es tan dócil sujeto
por una parte, y por otra
tan débil, que cuando vemos
alguna con libertad,
más es culpa de su dueño
que suya.

LISARDO:

¿Del hombre puede
ser culpa?

ROBERTO:

Hay tantos, tan ciegos
del interés, que el honor
vienen a tener en menos;
ni reparan que en la calle
los señalen con el dedo,
ni que los afrente el mundo.

LISARDO:

De manera que, en los buenos,
esa desdicha no cupo.

ROBERTO:

Será influencia del cielo,
yo no tengo mujer propria.
 [Un]a hermana sola tengo,
nació con obligaciones.
Nunca, Lisardo, agradezco,
que a quien le toca las guarde;
y ansí, cuando alguna veo
decir: «Soy mujer honrada»,
pidiendo agradecimiento,
me causa notable risa,
pues de su honor y provecho,
y tan justa obligación,
a padres, marido y deudos,
quiere que acá la tengamos,
como si fuera decreto
del nacer mujer, ser ruin.
Y al propósito volviendo:
digo, que cuando mi hermana,
por humilde nacimiento,
desobligada naciera,
del hombre de más ingenio,
de más valor la guardara;
aunque conquistas y ruegos
batieran su fortaleza
con los tiros del dinero,
y las espías que [po]nen
en los terceros discretos,
papeles, galas, suspiros,
ocasiones y paseos.

REINA:

Roberto, si una mujer
quiere, yo tengo por cierto
que es imposible guardarla.

LISARDO:

Bien claro dijo el ejemplo
la Antigüedad, pues los ojos
de Argos al fin se durmieron
con la vara de Mercurio.

ROBERTO:

Son esas fábulas cuentos
de viejas, para la lumbre
las noches de los inviernos.
¡Vive Dios!, que si tuviera
más Argos que ojos el cielo
Júpiter, y más Mercurios
que pluma el pavón soberbio,
que no me engañara a mí
una mujer, si su ingenio
el de Semíramis fuera.

LISARDO:

Pues, ¡vive Dios!, que sospecho
que si fueras lince en vista,
o león de Albania fiero,
de quien dicen que en su cueva
duerme los ojos abiertos,
y en tus rejas y ventanas,
con mil lágrimas de fuego,
no dieses lugar al sol,
para entrar en tu aposento,
que te había de engañar
la mujer que sabe menos.

ROBERTO:

¿A mí, Lisardo?

LISARDO:

A ti, pues.

ROBERTO:

¡Calla, que ofendes en eso
todo el valor de los hombres!

LISARDO:

Yo sé que no los ofendo,
porque todos ellos saben
que de la mano del cielo
viene la buena mujer;
y ansí mismo, todos ellos
saben que la que es divina,
no es ruin.

ROBERTO:

Yo me resuelvo
en que se puede guardar.

LISARDO:

Yo lo contrario sustento.

REINA:

Lisardo.

LISARDO:

Señora.

REINA:

Escucha:
Cansada estoy de este necio;
tú has de conquistar su hermana,
si me cuesta los dos reinos
de Nápoles y Aragón.

LISARDO:

Sin saber el pensamiento
de Vuestra Alteza, tenía
ese decreto resuelto.

REINA:

Pues comienza, y veme dando
parte de cualquier suceso,
que en aquesta enfermedad,
mejor entretenimiento
es imposible aplicarme.

LISARDO:

Déjame el cargo.

REINA:

Esto quiero
que hagas por darme gusto.
¡Hola!, esa silla, que siento
enfado de tanto mar.

ROBERTO:

Su calma, o su movimiento,
da más tristeza a los tristes.

REINA:

Cantad.

MÚSICOS:

¿Qué canción?

REINA:

De celos.

(Vanse todos con la REINA y queda LISARDO solo.)
LISARDO:

  Conquiste el ancho mundo el macedonio,
alabe Cipïón su resistencia,
Mario, en fortuna vil halle paciencia,
de su valor insigne testimonio.
Preste el confuso reino babilonio
a femeniles armas obediencia,
y viva largos años sin pendencia
en pacífica paz el matrimonio;
y no supuesto que el varón adquiere
imperio en la mujer, honor te asombre,
de que a sus manos tu defensa muere,
rinde a su industria tus valientes nombres;
porque es guardar una mujer, si qui[ere],
el mayor imposible de los hombres.

(Sale RAMÓN, lacayo, con un papel.)
RAMÓN:

  Hasta que a solas te vi,
no quise llegar a hablarte.

LISARDO:

¿Qué hay, Ramón?

RAMÓN:

Que vengo a darte
un papel.

LISARDO:

¿De Estela?

RAMÓN:

Sí,
  mas dame albricias primero
de él, y de quererte hablar.

LISARDO:

Ni albricias te quiero dar,
ni tomar el papel quiero.

RAMÓN:

  ¿Cómo ansí?

LISARDO:

Porque he mudado
de amor y de pensamiento.

RAMÓN:

¿Qué veleta, al fácil viento,
causa más risa al tejado,
  de verla en tantas mudanzas,
como me causas a mí?
¿Ayer no la amabas?

LISARDO:

Sí,
y con justas esperanzas.

RAMÓN:

  ¿Pues qué vendaval te dio?
¿Son celos o son enojos?

LISARDO:

Son unos nuevos antojos,
a que desde hoy me obligó
  la que me puede mandar
que mude de pensamiento,
si puede ser fundamento
de amor el mandarme amar.

RAMÓN:

  Todos los amantes son
cifras o engaños.

LISARDO:

No ha sido
accidente mi sentido,
sino en mi dueño elección.

RAMÓN:

  Cierto poeta decía
que eran todos los amantes
unos vestidos danzantes,
a quien son el tiempo hacía;
  que como no es la razón
la que ha de guiar la danza,
no hay más duda en la mudanza,
que en hacer el tiempo el son.
  ¿Qué haré de aqueste papel?

LISARDO:

Lo que a ti te diere gusto.

RAMÓN:

¿Billete da disgusto?

LISARDO:

Ya sé lo que viene en él.

RAMÓN:

  Los que juegan, si lo apruebas,
que consejos me acobardan,
las barajas viejas guardan
para remendar las nuevas;
  tengámosla para un día
que de esa nueva cruel
te dé acaso algún papel
enfado o melancolía.
  Es pensamiento que sube,
y de las tejas abajo...

LISARDO:

Tanto el sujeto aventajo,
como hay del sol a la nube.
  ¿No conoces tú la hermana
de Roberto?

RAMÓN:

Sí, señor,
en quien estaba mejor
que en la Reina la cuartana,
  porque tiene del león
la soberbia y fortaleza,
si bien con rara belleza,
peregrina discreción.

LISARDO:

  Temo a su hermano.

RAMÓN:

Bien puedes,
que es temerario su hermano,
pero no hay muro tebano,
puestas torres, ni paredes,
  para amor, que es para entrar
sol, y para el alma fuego,
y como ha tanto que es ciego,
sabe cómo ha de cegar,
  mas si tú la quieres bien,
por mujer te la dará,
pues a ti tan bien te está,
y a Roberto está tan bien.

LISARDO:

  No me quiero yo casar
sin que conquiste su amor.

RAMÓN:

Pues dícenme que es mejor
después de casado amar,
  que muchos que se han casado
forzados de un amor loco,
suelen después hallar poco
de lo mucho que han pensado.
  Quien se quisiere casar,
ha de mirar en la dama
buena cara, honesta fama,
¡y adiós!, que me echo a nadar.
  Casarse es azar, o encuentro,
como quien bebe con jarro,
donde bebe el más bizarro
aquello que viene dentro.
  Cuentan que dos se casaron,
y la noche de la boda,
en quietud la casa toda...
Ya entiendes: se desnudaron.
  Él dijo: «Ya no hay que hacer
secretos impertinentes,
postizos traigo los dientes;
paciencia, sois mi mujer».
  Ella, quitando el tocado,
el cabello se quitó
y en calavera quedó,
como un guijarro pelado,
  diciendo: «Perdón os pido,
postizo traigo el cabello,
no hay que reparar en ello;
paciencia, sois mi marido».

LISARDO:

  Dejando tus disparates,
y los de tu vano humor,
quiero, Ramón, que mi amor,
por algunos medios, trates.
  Nunca la ha dicho a Diana
que la quiero, solo han sido
mis ojos los que han tenido,
entre su luz soberana,
  algún corto acogimiento.
De suerte que aquesta historia
reserva para tu gloria
su primero fundamento.
  Mira, pues, como ha de ser,
siendo tan lince su hermano.

RAMÓN:

Todo pensamiento es vano
contra ingenio de mujer;
  dame tú que se te incline,
que aunque más hermanos tenga
que hay en la capacha, y venga
por donde amor la encamine,
  no ha de impedir que te quiera,
con todos los requisitos
de amor, si ejemplos escritos
tu presunción considera.
  Naturaleza, a la rosa,
cinco hermanos puso en torno,
que a sus hojas y a su adorno
sirven de basa lustrosa.
  Y con estar cinco hermanos
de la rosa, alrededor,
llega la abeja menor
y come sus rubios granos.
  Vuela tú, que no podrá
todo el mundo defendella.

LISARDO:

Esta noche he de ir a verla.
Tú, Ramón, alerta está,
  que mi Mercurio has de ser.

RAMÓN:

Camina, y nada te asombre,
que no hay valor en el hombre
contra industrias de mujer.

(Salen ROBERTO y FULGENCIO, viejo.)
ROBERTO:

  Esto ha pasado, y yo, Fulgencio, digo:
¿para qué más se guarda el confiado?,
que el que tiene mujer tiene enemigo.

FULGENCIO:

  No quisiera que hubieras porfiado,
que fuera de ser necia la porfía,
no te tocaba, por no ser casado.

ROBERTO:

  ¿Pues en qué te parece culpa mía
decir que una mujer puede guardarse?
Es esta, de Faetonte, la osadía,
  que carroza del sol ha de llevarse
por los mismos dorados paralelos,
a peligro forzoso de abrasarse.
  Pedí flores a Citia, a Etiopía yelos,
y dije que imposible no sería
guardar una mujer honrados celos.

FULGENCIO:

  La Antigüedad tres cosas proponía
por imposibles, siendo la primera
el rayo, con que Júpiter solía
  estremecer los rayos de la esfera;
la clava del tebano, la segunda,
y los versos de Homero, la tercera.
  No tengo yo por cosa tan profunda
guardar una mujer. Pero, en efeto,
¿qué daño de lo dicho te redunda?

ROBERTO:

  Lisardo, muy preciado de discreto,
que si puede ser necio y secretario,
por no callar, no lo tendrá secreto,
  en mi proposición me fue contrario
de tal manera, que quedé corrido
y me fue sustentarlo necesario;
  mas de Fulgencio, porque no ha corrido
tan larga edad, es imposible cosa,
que un amante, que un padre, que un marido,
  pueda guardar una mujer hermosa.

FULGENCIO:

Para guardar su virginal decoro,
supuesto que es historia fabulosa,
  en una torre, como al fin tesoro,
Acrisio puso aquella hermosa dama,
que Júpiter venció con lluvia de oro,
  para dar a entender que honor y fama
corrompe el oro, y entra donde quiere,
que por eso del Sol hijo se llama.
  Guardándose del oro, que prefiere
todo imposible, no hay contrario humano
que al marido, al galán, al padre altere.

ROBERTO:

  ¿El oro es poderoso?

FULGENCIO:

Es un tirano.

ROBERTO:

¿Mas cómo veré yo venir el oro?

FULGENCIO:

Si él quiere entrar, será defensa en vano,
  mas agora, no toca a tu decoro
este imposible, que en tu casta hermana
reverencio el valor, la sangre adoro;
  es de la honestidad napolitana
el ejemplo mayor.

ROBERTO:

Sí, mas no quiero
que entretenga a la Reina su cuartana
  con hacer que algún vano caballero,
para desengañarme, la enamore,
porque mil vidas perderé primero.
  Mi casa, aunque está bien, de hoy más mejore
tu cuidado, Fulgencio, que contigo
no temo que su lustre se desdore.
  Aquí no ha de entrar hombre, ni aun conmigo
a hablar una palabra, ni criado
pasar de aqueste umbral, sin gran castigo.
  ¿Hasme entendido ya?

FULGENCIO:

De tu criado
quedo advertido.

ROBERTO:

Sea, sin que entienda
mi hermano, que estas cosas me le han dado.

FULGENCIO:

  ¿Casalla no es mejor?

ROBERTO:

Que lo pretenda
aguardo, solamente, quien la iguale;
entre tanto, no quiero que me ofenda
el mismo sol que por los cielos sale.

(Vase.)


FULGENCIO:

  Empresa grande fue romper, con Argos,
las vírgenes espumas del mar fiero,
aquel piloto de Jasón primero,
porque embrama por tan pesados cargos,
y no menor de trances tan amargos,
salir el griego, que celebra Homero,
o encadenar el infernal Cerbero,
Hércules, fin de sus discursos largos.
Pero guardar del oro, y del rendido
pecho de un nombre, amando loco y ciego;
y a todos los peligros atrevido,
una mujer, entre ocasión y ruego,
mayor empresa fue, que haber vencido
del mar el agua, y del infierno el fuego.

(Sale DIANA.)
DIANA:

  ¿Fuese mi hermano, Fulgencio?

FULGENCIO:

Fuese.

DIANA:

¿Qué tiene estos días
que añade a sospechas mías
más duda con su silencio?
Si yo no le diferencio
en sangre y amor, no es justo
que me encubra su disgusto.
Pues donde hay amor igual,
ni se ha de encubrir el mal,
ni a solas pasar el gusto.
  Deme parte del dolor
como estamos obligados,
que dividir los cuidados
es obligación de amor.
Si nace de su rigor,
comuníquelo conmigo,
que mejor que de un amigo
puede fïarse de mí.

FULGENCIO:

Nunca yo, señora, fui
de sus tristezas, testigo.
  Si son de amor, a mi edad
parecerale indecente
decir lo que amando siente
la rendida mocedad;
pues si son de enemistad,
¿qué puede ayudarle un viejo?

DIANA:

Mucho más, con el consejo,
que el más valiente escuadrón;
que para los mozos son
las canas divino espejo.

FULGENCIO:

  Disgustos deben de ser
del servir y desprivar,
si a Lisardo ve medrar
por la pluma, desde ayer.
La Reina ha dado en querer,
aqueste medio español,
es el servir un crisol
que descubre los defetos,
y se prueban los discretos
como el águila en el sol.
  Las casas de los señores
son un cuerpo bien compuesto,
mas no les faltan por esto
algunos varios humores.
Los instrumentos mejores,
con alguna falsa cuerda,
hacen que el acento pierda
aquella dulce armonía.

DIANA:

Mal, con la sospecha mía,
tu pensamiento concuerda,
  que si está triste Roberto
de no ser más estimado,
y es Lisardo el envidiado,
que tiene valor es cierto.

FULGENCIO:

Fuera injusto desconcierto
decirte mal de Lisardo.
Él es discreto y gallardo,
pero no a tu hermano igual.

DIANA:

Por parte más principal,
de alabarle me acobardo.
  Mas no, Fulgencio; no son
tus palabras verdaderas.
Bien se ve que con quimeras
me engaña tu sinrazón.
No merece mi afición,
ni el haberme tu criado
encubrirme su cuidado.
Poco te fías de mí.

FULGENCIO:

Bien puedo fïar de ti,
como él de mí se ha fiado;
  y aun es el medio mejor
para sosegar sus celos
decirte que sus desvelos
nacen de su mismo honor.

DIANA:

¿Pues quién me ha tenido amor
que ese cuidado le dé?
Si es Lisardo, yo no sé
qué talle tiene Lisardo,
si no es que, por ser gallardo,
celoso mi hermano esté.
  ¡Pues qué culpa tendré yo
de que sea tan discreto!

FULGENCIO:

Bien te dijera el secreto
en que aquesto se fundó.
  Mas, ¿qué mujer le guardó?

DIANA:

¿A cuál hombre ves fingir
lo que no le ha de decir,
a decirle comenzó?

FULGENCIO:

  ¡Oh, tu raro entendimiento,
Diana, mi amor agravia!
Si este secreto te encubre,
no a ser mujer, que la causa
de no guardarle es del hombre
que hace de ella confianza,
queriendo que mujer calle
lo que él, siendo hombre, no guarda.
No es esto decirte yo
secretos, aunque sobraba
tu virtud, para fïarte
cosas mas graves y raras;
sino darte cierto aviso,
para que pongas en guarda
tu honor, porque andan ladrones
alrededor de tu fama.
Estos entretenimientos
con que pasa sus cuartanas
la reina Antonia, han traído,
entre tantas cosas varias,
una quistión, en que afirma
Lisardo, y la Reina alaba,
que el imposible mayor
para las cosas humanas,
es guardar una mujer,
si ella misma no se guar[da].

FULGENCIO:

Con esto me mandó a mí
que desde la noche al alba,
y desde el alba a la noche,
vele su honor y su casa.
De esto nacen sus tristezas.
Tú, bellísima Dïana,
podrás guardarte mejor,
prevenida y avisada.
Huye de Lisardo siempre,
no piensen su talle y galas
vencer su honor de Roberto,
de quien eres noble hermana.
Por mejor medio he tenido,
aunque el secreto me encarga
avisarte claramente
de lo que en palacio pasa.
Disimula, y sepa Antonia,
con experiencia tan clara
que el imposible mayor
es vencer tu honor y fama.

(Vase.)


DIANA:

  Entre ignorancias del mundo,
ninguna he visto mayor:
después del primero error,
hizo este necio el segundo.
  ¿Con qué ingenio, con qué llave,
guardar quiere una mujer?
Roberto quiere saber
ciencia que ninguno sabe.
  Que es el mayor imposible,
verá muy presto, por sí,
porque ya me toca a mí
que no parezca posible.
  Este otro necio, también
me alaba el valor de un hombre,
de tanta opinión y nombre,
y que todos quieren bien,
  y avísame que me guarde
de lo mismo que me alaba,
cuando yo de amor estaba
más segura y más cobarde.

DIANA:

  D[e lo]s viejos, los consejos
son de grande estimación;
mas, ¿si mozos necios son,
han de ser discretos viejos?
  No, que no muda la edad
el ingenio; al fin, mi hermano,
a mi costa, quiere en vano
seguir su temeridad.
  De suerte que, por guardarme
para salir con su intento,
querrá de mi casamiento
la ventura dilatarme.
  Yo he mirado atentamente
a Lisardo, y me pesaba
de ver que no me pagaba
este amoroso accidente.
  Pero ya que mi fortuna
me ha traído la ocasión,
aunque fue por ilusión,
no pienso perder ninguna.

(Sale CELIA, criada.)
CELIA:

  Cierto mercader flamenco,
con muchas curiosidades
de vidrio, y de oro también,
pasaba por nuestra calle,
y por la reja me dijo
que hiciese que le comprases
algunas cosas, señora,
de las que en la caja trae;
y que me daría a mí,
por el dicho corretaje,
dos papeles de alfileres
y un poco de lo que sabes
que nos aliña los rostros.
¿Qué dices, podré llamarle?

DIANA:

¿Mi hermano está en casa?

CELIA:

No.

DIANA:

Llámale.

CELIA:

Merced me haces.
Entrad monsiur, o quien sois.

(RAMÓN, de buhonero.)
RAMÓN:

El cielo, señora, os guarde
los años de esa hermosura,
por infinitas edades.
La fama de que tenéis
buen gusto, pudo obligarme
a enseñaros varias cosas,
recién venidas de Flandes.
Abro, con vuestra licencia,
y escoged lo que os agrade,
aunque no tengáis dineros,
que no aprieto que me paguen
las damas que no los tienen,
porque bien puedo fiarles
un año, y dos, aunque veis
que traigo este humilde traje.

DIANA:

¿De dónde sois?

RAMÓN:

Del país
de Henao.

DIANA:

Famosos lugares,
dicen que tiene.

RAMÓN:

Es, demás
la fortaleza notable;
pero Valencina tiene,
para ciudad, bellas partes,
y el celebrado reloj,
que muestra el curso admirable
de la Luna y los planetas.

DIANA:

Algunas cosas, mostradme.

RAMÓN:

Si queréis joyas de precio,
tiene cuarenta diamantes
este Cupido.

DIANA:

A Cupido
materno suelen pintarle.

RAMÓN:

Antes de diamantes es,
por los que dan los amantes.

DIANA:

Ellas son piedras famosas,
más de calidades tales,
que vendidas en la joya
del platero que las hace,
tienen el valor que él quiere,
y, si después de comprarse,
se quieren vender al mismo,
la metad a penas valen.

RAMÓN:

A las mujeres parecen
que si llegáis a rogalles,
se venden por grande precio;
y si ellas ruegan, de balde.
Pero yo no he de querer
precio tan exorbitante
por los diamantes que veis.

DIANA:

¿Mas, qué queréis, engañarme
con algunas piedras falsas?

RAMÓN:

No puede ser que os engañe,
pues no he de llevar dineros.

DIANA:

¿Que sin ellos quieres darme
las joyas?

RAMÓN:

Sí, porque sé
que puede de vós fïarse
hasta el alma de un secreto,
que es más que diez mil diamantes.
Este es un bello delfín,
con diez zafiros que hacen
las escamas.

CELIA:

Linda joya.

RAMÓN:

Este es un famoso Marte,
armado como le pintan
los poetas celestiales.

DIANA:

¿Celestiales?

RAMÓN:

Sí que son
de los cielos, los que saben,
a diferencia de aquellos
que al monte Parnaso nacen.
Tomad, no os acobardéis.

DIANA:

Ánimo tenéis.

RAMÓN:

Tan grande,
que un diamante os puedo dar,
tan grande como un diamante.

DIANA:

Aguardad, no le encubráis.
¿Qué es esto, es por dicha imagen?

(Hace RAMÓN como que esconde un retrato.)
RAMÓN:

No señora.

DIANA:

¿Pues quién es?

RAMÓN:

Cierto retrato de un naipe
que tengo de guarnecer,
porque quieren presentarle
a cierta dama.

DIANA:

Mostrad
buena cara,

RAMÓN:

El mejor talle
tiene aqueste caballero,
fuera de otras muchas partes,
entendimiento, valor,
gracia, bizarría, donaire,
gentileza, condición,
nobleza, e ilustre sangre,
que en Nápoles se conoce.

DIANA:

Bien es que a un rostro tan grave,
las virtudes que decís,
honestamente acompañen.

RAMÓN:

Eslo tanto, que en su vida
miró a mujer, aunque hablase
con ella, que para una
quiere el amor que se guarde;
en esta, días y noches
piensa, y no quiere que hablen
de cuantas Nápoles tiene.
Sus amigos y sus pajes,
con ser querido en estremo
de muchas, que aun ayer tarde,
una lloraba conmigo,
que aun a penas la mirase,
después de un año de amor.

DIANA:

¿Sabes quién es?

RAMÓN:

Si guardarme
queréis secreto, os diré
lo que perdido le trae.

DIANA:

Callar prometo.

RAMÓN:

No es poco.

DIANA:

Ni mucho, aunque tú te espantes
que haya mujeres tan cuerdas
que cosas que importen callen.

RAMÓN:

¿Conocéis cierta Dïana,
bellísima (y perdonadme,
que la alabo en vuestros ojos,
sin que su belleza agravie),
de cierto Roberto hermana,
parienta del Condestable
de Aragón, que es gentilhombre
de la Reina?

DIANA:

Ya sé las partes
de esa dama que decís,
porque en Nápoles a nadie
hace la merced que a mí.
Siempre andamos juntas.

RAMÓN:

Dadme,
dadme el retrato, y estas joyas
en casa pueden quedarse,
que despacio las veréis.

DIANA:

De las joyas no se trate,
que no he de tomar ninguna.
Solo el retrato dejadme,
que bien le podéis fïar,
porque quiero yo enseñarle
a la dama a quien decís.
Que no habrá quien mejor trate
de obligarla a que le quiera.

RAMÓN:

Bien sé que puedo fïalle,
pero no puedo atreverme
a que un momento me falte,
porque pedirme le puede,
sin alguna prenda grande.

DIANA:

Esta cadena.

RAMÓN:

No es cosa
que precio apreciado vale,
que en fin es un naipe solo,
aunque a tal vez vale un naipe
si llega con buena suerte,
que el dueño un tesoro gane.

DIANA:

¿Y si yo otro naipe os doy?

RAMÓN:

Como ese rostro retrate,
será prenda igual del mío.

DIANA:

Pues tomad este, y guardalde.

RAMÓN:

¿Cuándo me mandáis volver?

DIANA:

Volved en diverso traje
mañana.

RAMÓN:

Quedaos con Dios,
que bien puedo asegurarme,
pues por el rostro de un hombre
llevo el retrato de un ángel.

(Vase.)
CELIA:

¿Qué has hecho?

DIANA:

Dar un principio
a un pensamiento notable.
Este flamenco es fingido.

CELIA:

Bien puede ser que te engañes;
pero estas preciosas joyas
no es posible, que no salen
de alguna aljaba de amor,
porque de tomar dejaste
dos o tres de las mejores,
que yo, como muchas hacen,
le pesqué famosamente
dos bellas randas de Flandes
y un abanillo de plata.

DIANA:

La joya más importante
para mí es aqueste rostro,
no diamantes, no balajes,
no rubíes, ni amatistas,
que adornan oro y esmaltes.

CELIA:

¿Conoces al dueño?

DIANA:

Sí.

CELIA:

¿Quién es?

DIANA:

Lisardo.

CELIA:

No te espantes
que me admire.

DIANA:

Ven conmigo,
donde despacio te hable;
que el imposible mayor
de cuantos el mundo sabe,
es guardar una mujer,
si ella no quiere guardarse.