XXVIII

-Vamos, Sr. Gil -dijo-. Vamos al punto.

Nadie contestó. El joven aguardó un instante. Traía una luz.

-¡Ah! -exclamó viendo que Regato continuaba en su sitio-. Pasará usted aquí la noche, hasta que haya un alma compasiva que le saque. Han asesinado a Vinuesa. Dicen que habrá esta noche nueva visita a los calabozos.

Regato no contestó nada. Monsalud se dirigió a Gil de la Cuadra.

-Vamos -le dijo-. ¿Por qué se arroja usted al suelo en el momento de salir?

Extendió el brazo para alzarle; pero el anciano, rechazándolo con fuerza. Él solo se levantó.

-Vamos fuera -repitió Monsalud-. Llegó el momento... ¡libertad!...

-De ti, de tu mano -exclamó Gil de la Cuadra con profunda ira-, no la quiero.

Salvador, estupefacto y espantado, no supo qué decir.

-Vamos -exclamó al fin.

-No quiero.

-Salgamos.

-¡Contigo jamás!

-¿Qué dice usted?... amigo... por favor.

-¡Miserable, apártate de mí! -gritó Cuadra dirigiendo a su libertador una mirada en que se reconcentraba todo el desprecio de que es capaz un alma-. Me manchas, me ofendes, me repugnas.

-¡Qué locura! Vamos pronto -dijo Salvador tomándole por un brazo-. Piense usted en su hija que espera.

-¡Mi hija, mi pobre Solita! -exclamó el anciano cubriendo con ambas manos su rostro.

Este recuerdo, estas ideas produjeron conmoción profunda en su ánimo. De súbito el instinto de libertad surgió poderoso en su alma. Corrió hacia la puerta y salió. Monsalud fue tras él.

-Déjame, no me toques, malvado... ¡Te desprecio, te aborrezco, me causas horror!

Salvador se detuvo. Su conciencia había dado un grito espantoso.

-No me has salvado, no me has salvado, no; es mentira -murmuró Gil de la Cuadra-. Tú no puedes haber hecho una buena acción. Déjame, déjame. No quiero verte más.

Estaban en el patio de la cárcel.

Era el momento en que los soldados enviados por el Gobierno ocupaban el edificio, arrojando de allí a los milicianos.

Gil de la Cuadra, huyendo de Monsalud que corría tras él, cayó al suelo. El joven se le acercó. Le habían ocurrido no sabemos qué palabras que le parecieron convincentes. Acercose un soldado, y golpeando con el pie a Gil de la Cuadra, dijo:

-Un miliciano borracho. A la calle pronto.

El anciano no podía moverse. Monsalud tomándolo en brazos, le sacó fuera de la cárcel.

-¡Déjame, déjame, maldito! -murmuraba el anciano.

Quiso andar, quiso huir, pero le faltaban las fuerzas. Monsalud le sostenía, y así llegaron hasta la plazuela de Lavapiés, donde aguardaba un coche. Salvador cargó de nuevo al anciano y lo entró en él. Solita le recibió en sus brazos.

-Entra tú también, hermano.

Gil de la Cuadra había perdido el conocimiento; pero seguía diciendo: -¡Maldito!

-Yo no -repuso Salvador-. Adiós, hermana, ya sabes dónde has de ir.

-Pero tú... Entra de una vez.

-No, adiós; jamás volveremos a vernos... Adiós.

Cuando el coche partió hacia las afueras de Madrid, Monsalud, dirigiose hacia el interior de la villa. Más de una vez se detuvo ante cualquier esquina en la actitud desesperada de un hombre que ha decidido estrellarse la cabeza contra las paredes. Andaba sin dirección fija y pasaba de una calle a otra. En una de las vueltas estuvo a punto de ser atropellado por una carroza que entraba en el ancho pórtico de histórico palacio. Era la carroza del marqués de Falfán de los Godos, y conducía a los que ya eran marido y mujer. En la frente de esta no se había secado aún el agua bendita que tomara antes de salir de la parroquia.


 
 
FIN DEL GRANDE ORIENTE
 
 

Madrid.-Junio de 1876.