XXVI

Poco después del medio día una horda de caníbales se reunía en la Puerta del Sol, mejor dicho, se diseminaba, marchándose cada animal por su lado, después de acordar juntarse por la tarde en el mismo sitio. Así lo hicieron, y las autoridades miraban aquello como se mira una fiesta. Después de las cuatro los grupos volvieron a invadir la Puerta del Sol. Había en ellos una frialdad solemne y lúgubre, como de quien no fía nada al acaso ni a la pasión, sino al cálculo y a la consigna. La autoridad seguía no viendo nada, o negligente o cómplice o imbécil que las tres cosas pueden ser. Los grupos susurraban, y por un momento vacilaron; pero al cabo de cierto tiempo dirigiéronse por la calle de Carretas y las de Barrionuevo y la Merced, a la cárcel de la Corona. Llenose la calle de la Cabeza en su mayor parte. Destacábase al frente de uno de los grupos el ciudadano Pelumbres, arengando como una bestia que hubiese aprendido durante corto tiempo y por arte milagroso, el lenguaje de los hombres. Casi todos llevaban armas menos él.

Considerando que su persona no estaba completa, pidió una navaja; mas como nadie se hallase dispuesto a tal generosidad, dirigió su mirada de buitre a todas partes. Hacia la calle de San Pedro Mártir estaban construyendo una casa. Pelumbres se acercó a la empalizada; vio algunas piedras de granito a medio labrar y encima de ellas un gran martillo.

-Para el sastre la aguja -dijo-, la lezna para el zapatero; el cuerno, para el toro, y para el herrero el martillo.

Cuando se dirigió con su arma al hombro a la esquina de la calle de Lavapiés, sus compañeros rompían a hachazos la puerta de la cárcel. Los milicianos, no queriendo sostener una lucha contraria, según su criterio, al progreso, ni tampoco entregarse sin resistencia, habían asegurado la puerta con un solo cerrojo, y en el zaguán se disponían intrépidos a descargar sus armas... al aire.

La puerta no se resistió mucho. Lo que empezaron los hachazos, dos docenas de coces lo concluyeron. Disparáronse al aire varios fusiles de milicianos, la turba penetró en el patio de la cárcel, rápida como un brazo de agua, rugiente y soez. Hay un grado de ferocidad que la Naturaleza no presenta en ninguna especie de animales; sólo se ve en el hombre, único ser capaz de reunir a la barbarie del hecho las ignominias y brutalidades de la palabra. Viendo a los hombres en ciertas ocasiones de delirio, no se puede menos de considerar a la hiena como un animal caritativo.

El calabozo de Vinuesa era bastante conocido de casi todos los que entraron. Cómo lo abrieron no se sabe. La turba que en la calle era gruesa, se afiló para entrar en la cárcel. Para penetrar por una puertecilla estrecha tuvo que aguzarse más. Parecía una serpiente de largo cuerpo y cabeza estrecha, introduciendo su boca por una hendidura. El cuerpo se agrandaba en el patio; enroscándose salía a la calle, daba varias vueltas por las inmediatas, y la cola, parte en extremo sensible y movible, culebreaba en la plazoleta de Relatores. La cola se componía de mujeres. Cuando Vinuesa vio que entraban en su calabozo aquellos hombres terribles, comprendió que su fin era inminente. Poniéndose de rodillas y cruzando las manos, gritó:

-¡Perdón, perdón!

El calabozo retumbaba con las imprecaciones. Viose en el aire un círculo rápido y espantoso trazado por un pedazo de hierro adherido al extremo de un palo, que blandían manos vigorosas. El martillo describió primero un círculo en vano, después otro... y la cabeza del infeliz reo recibió el mortal golpe. Siguiole otro no menos fuerte y después diez navajas se cebaron en el cuerpo palpitante.

Lavaban los asesinos el martillo en la fuente de la calle de Relatores, cuando el Gobierno resolvió desplegar la mayor energía. ¡Qué sería de esta Nación si la Providencia no le deparase en ocasiones críticas el tutelar beneficio de su Gobierno! La noticia del crimen corrió por Madrid, y la villa, que es y ha sido siempre una villa honrada, se estremeció de espanto y piedad. El Gobierno se estremecía también, y declaraba con patriótico celo que no descansaría hasta castigar a los culpables. Para que nadie tuviera duda de su gran entendimiento y perspicacia política, mandó que inmediatamente se pusiera fuerza del ejército en el edificio, y por si alguien tenía dudas todavía de su diligente y paternal actividad, ordenó que al instante, sin pérdida de un momento, se instruyesen las oportunas diligencias. Quejarse de un Gobierno así es quejarse de vicio.