XXI

La calle de la Cabeza es una de las más tristes de Madrid. Compónese toda ella de casas viejas y feas, entre las cuales descuellan la enorme fachada meridional de la del marqués de Perales y otra que tiene grabada sobre la puerta esta inscripción: Aparta, Señor, de mí lo que me apartó de ti. Contrastando con las vías cercanas, aquella no tiene tiendas, y la mayor parte de las puertas están cerradas, a excepción de las cocheras y cuadras que por allí mucho abundan. Hacia el Ave María la calle se eleva, como si quisiera subir a los balcones de las casas. Hacia la Comadre se hunde, buscando los sótanos. Algunas acacias, que se asoman por encima de altos muros junto a San Pedro Mártir están mirando con tristeza al escaso número de transeúntes. Se oyen tan pocos ruidos allí que la calle no parece estar en Madrid y a dos pasos del Lavapiés. Toda ella tiene un aspecto sombrío, un tinte lúgubre, una mala sombra que no puede definirse, una atmósfera que abruma, un silencio que hiela. Las calles, como las personas, tienen cara, y cuando esta es antipática y anuncia siniestros designios, una fuerza instintiva nos aleja de ella.

Vulgarmente se cree que en la calle de la Cabeza no ha pasado nunca nada digno de contarse. Por el contrario, es una calle trágica, quizás la más trágica de Madrid. La tradición que le da nombre, y que no carece de mérito en lo que tiene de fantasía, es como sigue: Vivía por aquellos barrios un cura medianamente rico. Su criado, por robarle, le asesinó, cortándole ferozmente la cabeza, y con todo el dinero que pudo encontrar huyó a Portugal. No fue posible descubrir al autor del crimen, y enterrado el clérigo, bien pronto su desastroso fin quedó olvidado. Pero el asesino, después de haberse dado muy buena vida en Portugal durante muchos años, volvió a Madrid hecho un caballero, aunque no tanto que olvidase su primitiva condición de criado. Solía ir él mismo al Rastro todas las mañanas a hacer su compra, y un día adquirió una cabeza de carnero. Llevábala bajo la capa, y como chorreaba mucha sangre, que iba dejando rastro en el suelo, fue detenido por un alguacil, que le mandó mostrar lo que oculto llevaba. ¡Horrible espectáculo! Al echar a un lado el embozo, el criado alargó en la derecha mano la cabeza del sacerdote a quien le diera muerte.

¡Milagro, milagro! Este fue el grito general. Confesó todo el asesino y le llevaron a la horca, acompañado de la cabeza del sacerdote que había sido de carnero, y cuya vista horrorizaba y edificaba juntamente al pueblo. Murió, según dicen, con grandísima devoción y arrepentimiento, y hasta que no entregó su alma a Dios, no recobró la testa del cura su primitiva forma carneril. Felipe III, que a la sazón nos gobernaba, mandó labrar en piedra una cabeza que se puso en la casa del crimen para memoria de aquel estupendo suceso.

En este siglo la calle de la Cabeza presenció muy de cerca el horrible asesinato del marqués de Perales el l.º de Diciembre de 1808 Cuando las revueltas políticas del 14, vio encarcelar a los diputados y ministros, y aquel silencio tétrico fue turbado en más de una ocasión por los rugidos de la plebe furiosa embriagada. Nuestra narración nos lleva ahora a la citada calle y a uno de sus edificios más antipáticos y más feos: la cárcel eclesiástica o de la Corona, que estaba en la esquina de la calle Real de Lavapiés, y que todavía existe, aunque destinada a cuadras o cocheras.

Un portalón daba entrada al patio, que no había sufrido variaciones esenciales y tenía en dos de sus lados columnas de piedra para sostener la crujía alta. Las prisiones estaban en el piso bajo y en los sótanos, y consistían en calabozos inmundos, algunos con rejas a la calle. Dos puertecillas abiertas a un lado y otro del zaguán indicaban el cuerpo de guardia y las habitaciones de algunos empleados de la cárcel. Todas y cada una de las partes del edificio, dentro y fuera, arriba y abajo, ofrecían repugnante aspecto de incuria, descuido y degradación.

La ignominia de la cárcel empezaba desde la puerta. En la esquina del edificio se veían multitud de inscripciones terroríficas e indecentes. A conveniente altura, una de esas manos de artista que tanto abundan en España había pintado una horca de la cual pendía un cura, y debajo se leía Tamajón. En la misma puerta otro artista había trazado una especie de cuadro de ánimas donde varios curas recibían tizonazos de los demonios, y más lejos varios milicianos nacionales, caracterizados en la pintura tan sólo por el morrión, asaban un cerdo que llevaba el nombre de Vinuesa. En el portal repetíanse las horcas y además otra pintura ingeniosa. Un grotesco y ventrudo muñeco, que tenía en la panza el consabido letrero, abría la boca. Como si esta fuera la de un horno, varios milicianos o figurillas de morrioncete metían por ella con sendas palas un objeto en que se leía Constitución. Por debajo una escritura infernal rezaba el Trágala, perro, tú servilón.

Vinuesa estaba en un calabozo del piso bajo. En la puerta negra habían trazado con tiza la horca y el ahorcado, repetidas formulillas, como Muera el traidor, y una cuarteta que decía:

    ¡Considera, alma piadosa,
en esta nona estación,
el árbol de que colgaron
al cura de Tamajón!

Dentro del calabozo no reinaba oscuridad profunda. Veíase al infeliz reo arrojado en el suelo sobre un jergón inmundo. Era un hombre viejo, aunque entero, de cuerpo pequeño y que debió de ser fornido; pero la larga prisión habíale extenuado considerablemente. Su pelo entrecano; su barba blanca, muy crecida por no haberse afeitado durante el encierro; su rostro en que se pintaban resignación y amargura, dábanle aspecto venerable que sin duda no tenía cuando andaba suelto por la Villa, o haciendo planes en su casa de la inmediata calle de San Pedro Mártir. Vestía sotana suelta, raída y llena de jirones, y un gorro negro de punto, calado hasta más abajo de las orejas, le cubría la cabeza. Cuando no estaba echado sobre el miserable jergón, se ponía a pasear de un ángulo a otro o se sentaba en la única silla, apoyando los brazos sobre una mesa negra, y la cabeza en los brazos para dormir un poco. En la mesa negra estaba pintada también con tiza la horca y un diablillo que tiraba de los pies del ahorcado. En las paredes se leían varias estrofas de las más indecentes del Lairón. Pero al desgraciado preso no le mortificaba tanto leerlas como oírlas, y este era su principal tormento.

Todos los chulillos que pasaban de vuelta para el Lavapiés a la madrugada; todos los rondadores guitarristas que iban a recorrer las calles; todos los grupos de vagos que regresaban de los clubs o de las logias; todos los patriotas que salían de las tabernas a hora avanzada, y los chiquillos al salir de la escuela por las tardes o al ausentarse de ella para ir de huelga o pedrea al Mundo-Nuevo, hacían escala al pie de la reja del calabozo de Vinuesa; así es que este oía constantemente durante diez y ocho horas de las veinticuatro del día, los famosos versos:

Dicen que vienen los rusos
por las ventas de Alcorcón.
       Lairón, lairón.
Y los rusos que venían
eran seras de carbón
       Lairón, lairón.

Estas eran las estrofas comunes, pues las picarescas e indecentes, en que se atribuían al cura de Tamajón las mayores atrocidades y desvergüenzas, no pueden copiarse. El populacho veía en Vinuesa un galanteador de muchachas, corruptor de doncellas, tercero, mancebista y cuanto abominable y ruin puede imaginarse. Nada de esto es verdad. Su único delito había sido el plan que conocemos; pero si hubiera faltado a las leyes morales con perversidad e indecencia, habría purgado sus culpas con el infierno expiatorio que tenía en la prisión. Era este un lúgubre ventanillo cuadrado y pequeño, con una cruz de hierro en el vano. Por allí entraba la voz terrible del populacho cantando infames coplas, amenazando e insultando sin cesar al pobre reo. Vinuesa aborrecía el nefando agujero por donde le entraba la luz y la ira de la nación vengativa; y por verle tapado, aunque le dejase a oscuras, diera lo restante de su vida y la esperanza de libertad. Si lograba conciliar el sueño, no dejaba de ver aquel boquete horrible, que en su mente febril representaba como el ojo y la boca de la inmunda canalla, que sin cesar le vigilaba y le escupía.

Gil de la Cuadra estaba encerrado en un calabozo de otra crujía, y no gozaba de la preeminencia de vistas a la calle. En su encierro había bastante claridad, y tenía mejores muebles que Vinuesa, entre ellos una cama en alto. También su puerta se ornaba con inscripciones; pero en lo interior no las había. Mortificábanle principalmente los gritos, cantos y disputas de los milicianos nacionales, que tenían su cuerpo de guardia en el zaguán, y que alborotaban en el patio mucho más de lo conveniente.

Bastante después del encierro sintiose atacado de dolores en las articulaciones de las piernas, y no dudó que su reumatismo constitucional le iba a hacer una nueva visita. Guardó cama, resignándose al suplicio de sus dolores con paciencia cristiana, y tuvo varias alternativas de alivio o recrudescencia. A falta de auxilios médicos, disfrutó de los cuidados de un calabocero algo piadoso, que por haber padecido del mismo mal, no sólo poseía recetas y cierta ciencia práctica, sino también una compasión hacia todos los reumáticos.

De esta manera transcurrieron muchos días. Lo que más hondamente perturbaba la naturaleza moral y física del ex-oidor era la incomunicación y con esta la negra tristeza en que vivía, si aquello era vivir. Solo, febril, contemplando perpetuamente su situación, midiendo sin cesar la considerable distancia que le separaba de su hija, pasaba las largas horas del encierro, y veía la lenta serie de noches y días, marchando como las ruedas de una máquina de tormento. A ratos oraba, a ratos derramaba amargas lágrimas; por breves momentos recibía consuelo de su propia imaginación, representándose la libertad y la paz de su casa; pero estas bellas sombras pasaban pronto, y el calabozo le ponía delante sus cuatro paredes inalterables. Conocido el estado de su ánimo, lleno de amargura, se comprenderá cuáles serían su asombro y emoción al ver que un día se abrió la puerta del calabozo, que entró un hombre, y que en aquel hombre reconoció, después de congojosas dudas, la persona auténtica de Salvador Monsalud.

Este corrió a abrazarle y Gil de la Cuadra se desmayó de alegría.

-¡Mi hija, mi hija!... -murmuró cuando recobraba el uso de la palabra-. ¿Ha muerto?, ¿vive?

-¡Ánimo, Sr. Gil! -gritó Monsalud-. Pronto verá usted a su hija, que está buena como nunca, y muy contenta al saber que pronto estará usted libre.

-¡Yo libre! -exclamó el anciano abrazando a su amigo.

-Todavía no; pero pronto será.

-¿Y Anatolio?

-No ha venido aún.

Siguió haciendo preguntas, menudeándolas con tanta prisa que casi no daba tiempo a la contestación, y al fin se ocupó de su causa que había dejado para lo último. Monsalud, en breves términos, le explicó, si no todo, gran parte de lo que había hecho, así como las circunstancias de su presencia en la cárcel y el destino que desempeñaba.

-Tengo la seguridad -dijo-, de que conseguiré un objeto en el cual he empleado tanta actividad, tanta fuerza, tanta paciencia. La santidad de la obra emprendida, que es el cumplimiento de una de las primeras leyes cristianas, me hace creer que esta vez, como otras, mi trabajo no será estéril. He sufrido contrariedades, amigo mío, contrariedades graves; pero al mismo tiempo he empezado a conocer uno de los mayores goces que puede sentir el hombre y que hasta ahora...

-No había usted conocido.

-Al menos en tan alto grado.

-El goce incomparable de hacer bien a un semejante -dijo Cuadra con voz balbuciente por la emoción.

-Ese, sí, y el de poder dar forma al agradecimiento expresándolo en hechos.

-¡Oh!, sí, también es un goce inaudito.

-Y tranquilizar la conciencia.

-Es verdad.

-Porque el recuerdo de las grandes faltas -añadió Monsalud-, no se atenúa sino con la práctica constante de buenas acciones.

-También, también.

-Todo me anuncia que esta vez mi afán no tendrá, como otras veces, un éxito desdichado. El corazón mío, que es la desconfianza misma, me está diciendo ahora: «triunfamos, triunfamos de seguro». Será usted libre, amigo mío, y lo será pronto. Sólo le recomiendo a usted un poco de paciencia. Consuélese usted con saber que me tiene muy cerca, y que estoy discurriendo los medios de rematar nuestra obra.

Gil de la Cuadra, arrojándose en brazos de su protector, lloró como un niño.