IX

Duró la reunión de los padres graves bastante tiempo, porque además de que en ella trataron diversos asuntos de política elevada, hubo admisión de un hermano que había recibido aumento de salario, es decir, ascenso en la escala masónica. La ceremonia de recepción en los grados superiores no era más seria que el grado de aprendiz, y se hablaba mucho de la Acacia, de la Sala de en medio, de la Luz opaca y otras lindezas. Para explicarlas sería preciso entrar con brío en la leyenda del Arte Real; pero como ésta y cuanto a ella se refiere es fastidioso en grado sumo, recomendando al lector se abstenga de perder el tiempo averiguando el significado de los millares de emblemas diversos usados por las doscientas o trescientas disidencias o cisma del primitivo Francmasonismo, y entre los cuales el rito Escocés y aceptado, que parece predominante en nuestros tiempos, tiene por liturgia un enredado berenjenal de alegorías, entre místicas y filosóficas, donde fracasa la más segura y sólida cabeza.

Los Maestros Sublimes Perfectos se retiraron muy tarde, y a la madrugada no quedaban en el local más que cuatro individuos, reunidos en torno a la mesa en la Cámara de Meditaciones. Eran Cicerón, Monsalud, D. Bartolomé Canencia y otro cuyo nombre y persona serán conocidos en el transcurso del diálogo. Este (que acababa de entrar concluidas las sesiones) y Canencia fijaban su atención en unos papeles llenos de guarismos y en un saquillo de monedas, contando a ratos y a ratos apuntando cifras. Los otros dos hablaban.

-La Cámara de Perfección -dijo Campos- no ha querido mostrarse severa contigo. Ha decidido que no seas radiado por ahora, y que, en vez de dormir, pidas una licencia ilimitada, que se te dará.

-Tonterías y debilidades -respondió Salvador riendo-. Ni yo quiero licencia, ni la necesito, ni la pediré, ni me importa que me radien o me escriban en todos los libros rojos o amarillos.

-Hazme el favor -indicó Campos con socarronería- de no echártela de hombre superior. No valemos tan poco como crees. El discursillo de esta noche, que tan justamente alborotó la logia, y la carta que me escribiste renunciando las comisiones que yo quería encargarte en provincias, me prueban que estás en un período de hipocondría o satánico orgullo... Sr. Aristogitón, hay que civilizarse; hay que aceptar las cosas como son; hay que renunciar a esos humos de hombre puro, so pena de anularse y caer en triste olvido... Es particular: yo te alargo la mano para sostenerte y elevarte, y me la rasguñas. ¡Pobre gatillo inocente! El discurso de esta noche bastaría para expulsarte definitivamente de entre nosotros, y, sin embargo, gracias a mí te quedarás; gracias a mí...

-Para nada quiero seguir.

-Seguirás -repitió Campos con benévola insistencia-, y no sólo seguirás, sino que nos serás útil. ¡Tunante! Más de cuatro quisieran verse en tu lugar. Has de saber que tus salidas de tono y tus desaires, en vez de ocasionarte disgustos, te proporcionan gangas. Ya verás qué pedrada te voy a dar esta noche.

-A nada conduce tanto hablar, Sr. Campos -repuso Aristogitón con impaciencia-. Es tarde: de una vez dígame usted si han tratado esos señores algo referente a Vinuesa y su conspiración.

-Eres en verdad sospechoso. ¿En qué se funda tu interés por ese Gil de la Cochera, de la Cuadra o no sé de qué?

-Es pariente mío.

-¿Cercano?

-Muy cercano.

-Quizás sea su padre -dijo para sí-. Estos hijos de nadie se exponen a que de buenas a primeras les salga un padre en cualquier calabozo».

-¿Se ocupan de esto? sí, o no.

-Nos ocupamos, sí. El castigo de Vinuesa y sus cómplices es una de las cosas que más preocupan a la gente política. No han sido olvidados otros asuntos graves, como la disolución del cuerpo de Guardias, los insultos al Rey, las nuevas Cortes, que se abrirán dentro de unos días; la sociedad de los comuneros, que está metiendo demasiado ruido, y las partidas de guerrilleros que comienzan a aparecer. Es un hormiguero de asuntos graves, que hacen de España un país de delicias.

-Por supuesto, no habrán resuelto nada. Los Maestros Sublimes Perfectos se parecen al Gobierno como una calabaza a otra. Aquí como allí se procede de la misma manera. Habrán decidido que no conviene absolver a Vinuesa ni tampoco condenarlo; que no conviene castigar a los insultadores del Rey ni tampoco alentarles; que el cuerpo de Guardias está bien disuelto, pero que se debe crear otro; que la mejor manera de acallar el ruido que hacen los comuneros es alborotar mucho aquí; que las nuevas Cortes no son buenas, pero tampoco malas, y que la política debe ser exaltada para contentar al populacho, y al mismo tiempo despótica para contentar a la Corte.

-Atacas el justo medio, que es el arte político por excelencia, bribón -dijo Campos riendo-. ¿Tú qué entiendes de eso? Sin este tira y afloja, sin esta gracia de Dios que consiste en no hacer las cosas por temor de hacerlas a disgusto de Juan o de Pedro, no hay Gobierno posible.

-En una palabra: los sublimes no han decidido nada. Ya dijo Voltaire hace muchos años: «La masonería no ha hecho nunca nada, ni lo hará». Tenía razón.

-Protesto -gritó Canencia, apartando por un momento su atención de las monedas, de los guarismos y del amigo que con él contaba y escribía-. El buen Aroüet no ha dicho semejante cosa. No calumniemos al gran filósofo, señores.

-Quienes le calumnian, querido Sócrates -dijo Campos en un momento de ira-, son los volterianos que fuera de aquí se fingen beatos para halagar a los curas.

-Pero si halagan a los curas honrados -repuso Canencia volviendo a contar-, no trabajan por la impunidad de los curas absolutistas, que escandalizan al país con sus conspiraciones... Cuarenta y cinco reales en medias pesetas.

-Usted, papá Sócrates -dijo Monsalud con mal humor -reparta el dinero de la Viuda y deje lo demás.

-Volviendo a nuestro asunto, hermano Aristogitón -manifestó Campos-, te conviene mucho no meterte a redentor de cautivos. El Grande Oriente no puede aplacar la efervescencia del pueblo contra Vinuesa ni absolver a éste, aunque hará todo lo posible porque no se le condene a muerte, ni tampoco pondrá en libertad al de Tamajón, ni a tu Gil de la Cuadra, porque si lo hiciera, se supondrían complicidades absurdas. Ya sabes lo que es el vulgo... y por más que digan, los Gobiernos deben dar algo al señor vulgo en compensación de lo mucho que a todas horas le piden.

-Pues yo me retiro -dijo Monsalud resueltamente.

-Aguarda, torpe, ingrato. Te he dicho que iba a darte una pedrada esta noche.

-No estoy para bromas.

-Vamos, será preciso cogerte con lazo, y luego atarte las manos para que no des bofetadas a tus favorecedores.

Campos sacó del bolsillo un pliego doblado en cuatro.

-Aquí tienes tu destino.

-¿Qué destino? -preguntó el joven con asombro.

-No te hagas el tonto, Salvador, ni vengas acá con ridículas y mentirosas modestias. Con esta clase de latigazos se domestica a las fieras catonianas. Ya sé que no te gusta pedir nada; ya sé que te falta boca para proclamar tu horror a los destinos públicos y censurar la ambición y a los ambiciosos. Todos hacemos lo mismo; pero cuando nos dan algo... lo tomamos.

-Yo no entiendo una palabra de lo que usted me dice.

-Vamos, que no te falta ya más que hacerte anacoreta y excomulgarme por favorecerte. No tanto, joven modesto. Aquí tengo una credencial de treinta mil reales, una canonjía admirable en la secretaría del Consejo de Indias. Poco trabajo, ninguna responsabilidad. Con los suspiros que otros han exhalado por esta plaza se podría dar a la vela un navío. El ministro, al dármela esta noche en el capítulo, me dijo que desde que vacó ese puesto lo han solicitado unos cien o doscientos adictos. Pero yo la había pedido para ti con muchísimo empeño, y el ministro no podía desairarme; el ministro me ha dado la plaza a pesar de tu irreverente y sacrílego discurso de esta noche.

-Estoy muy agradecido a usted; pero no acepto.

-Es el primer caso que veo en España, querido Salvador -dijo Cicerón con la malicia escéptica que le era habitual-; es el primer caso que veo de un hombre a quien le dan esta bendición de Dios que yo tengo en la mano y se queda sereno y frío como tú estás ahora. Tú no eres hombre, tú no eres español.

-Pero ¿usted, por su propia iniciativa, ha pedido para mí ese destino no habiéndolo solicitado yo? -preguntó el joven, tratando de averiguar el motivo de aquella protección sospechosa.

-Hombre, la verdad... a mí no se me ocurría tal cosa; pero mi sobrina Andrea, que a todo atiende, que todo lo prevé, que sabe tan bien adivinar las necesidades, me dijo no hace muchos días: «Es una vergüenza que hayan colocado tanta gente inepta y esté sin destino Salvador Monsalud». Comprendí que tenía razón, y le contesté que tú nunca habías pedido nada y que en la casa del señor duque del Parque estabas muy bien... Ella me dio a entender que deseas la plaza.

-¡Yo!

-Tú. Andrea es excelente, es caritativa como ninguna, y estima mucho a todos mis amigos. Me ha dicho que habías estado en casa a verme; que no hallándome, esperaste largo rato; que estabas meditabundo y cariacontecido; que te dio conversación para distraerte; que hablando de cosas de la vida, le diste a entender con frases delicadas y parabólicas que deseabas un buen empleo; en suma, según mi sobrina, tú le rogaste con buenos modos que influyera conmigo para que el Grande Oriente te proporcionara una pingüe colocación.

-¡Qué falsedad!... ¿pero lo dice usted seriamente? -exclamó Monsalud con ira.

-¿Desmentirás a mi sobrina?

-Yo no desmiento a nadie. Simplemente digo que muchas gracias y que guarde usted su credencial para otro.

Diciendo esto, Salvador clavó tenazmente los ojos en el semblante de Cicerón, tratando de leer en él los móviles de conducta tan extraña. Aquella extemporánea protección del Maestro Sublime Perfecto, otorgada precisamente a quien acababa de hacer a la congregación una ofensa grave, encerraba sin duda algún misterio. Conocía bastante Monsalud el carácter de Campos para creer en su benevolencia, y conocía bastante el Orden para suponerle capaz de dar a los que no pedían. Ni consideraba tampoco verosímil la intervención de Andrea en aquel asunto. Hizo diversos juicios y sentó varias hipótesis; pero ni de aquéllos ni de ésta resultó nada correcto. También fue inútil la observación analítica del plácido rostro de Campos, pues el gran masón no era hombre que a su cara permitía vender los secretos del entendimiento.

-Yo lo agradezco mucho -repitió el joven-; pero de ningún modo puedo aceptar.

-Basta; para fórmula modesta, para vergüencilla de niño bien educado, basta ya -dijo Campos burlonamente-. Pues eso que ahora te doy no es más que para hacer boca. Ya he hablado al ministro de enviarte a desempeñar una de las superintendencias de Indias, con la cual puedes ser hombre rico en diez años.

Aquel proyecto de envío a Ultramar, aumentando al principio la confusión del joven, confirmó sospechas dolorosas que en su alma empezaban a nacer.

-¡Repito que no y que no! -dijo con la mayor energía.- Muchas gracias por todo; pero celebraré que no me vuelva usted a hablar de eso.

-Entonces -indicó Campos, cruzando los brazos en señal de perplejidad-, pide por esa boca. Imagina algún imposible: pide la luna, a ver si te la podemos dar.

-Lo que deseo, ya lo pedí en la tenida.

-Pues eso es un disparate. Ya te he dicho que no podemos decidir nada. Hay cuestiones que no se resuelven sino dejándolas sin resolución. ¿Te ríes?... ¡Maldita sea tu filantropía! Yo quisiera comprender en qué consiste tu interés por Gil de la Cuadra.

-En que le debo la vida.

-¿Y qué es eso de deber la vida?

-Una cosa que no entienden los egoístas.

-Tú estás loco -dijo Cicerón, haciendo gestos de desdén-. Sr. Regato, ¿qué le parece a usted la pretensión de nuestro joven filántropo?

El Sr. D. José Manuel Regato alzó los ojos del montón de dinero para fijarlos en el cercano grupo. Hombre tan célebre merece algunas líneas.