El Gran Duque de MoscoviaEl Gran Duque de MoscoviaFélix Lope de Vega y CarpioActo I
Acto I
Salen el PRÍNCIPE TEODORO, mentecato, y BASILIO, duque de Moscovia, y DEMETRIO, niño de doce años, y CONRADO, caballero.
BASILIO:
¡Monstruo de naturaleza,
hijo en mal punto engendrado,
indigno de la grandeza
de mi generoso estado,
vil, fabulosa cabeza
a la que miraba igual
aquel astuto animal
que, de verla, se espantaba
viendo que sin seso estaba
la belleza natural!
¡Hombre falto y ignorante,
rudo y villano, grosero,
a una estatua semejante,
más que los bárbaros fiero
que están en el mar Adlante!
TEODORO:
Señor...
BASILIO:
¡Esa boca tapa,
infame, medio mujer!
¡Tan vil razón se te escapa!
¿Ansí se ha de responder
a un embajador del Papa?
TEODORO:
Pues, ¿sé yo quién es?
BASILIO:
¿No sabes
que es el que tiene las llaves
de Pedro, y Pedro de Cristo?
TEODORO:
Cuando yo le hubiera visto...
BASILIO:
Pero, ¿quién en cosas graves
mete a un hombre sin razón
y discurso natural?
TEODORO:
Señor, tú tienes pasión.
Todo te parece mal.
Celos de mi hermano son.
Pues cierto que soy discreto
y que dicen por ahí
que sé más que tú.
BASILIO:
En efeto,
yo te engendré.
TEODORO:
¿Y yo salí
de ti con tan mal concepto?
BASILIO:
¿Qué sierpe de libio monte,
¡cielo!, qué asirio elefante,
cuál indio rinoceronte
o qué monstruo semejante
a los que abrasó Faetonte
vi pintado en mi aposento
la noche que te engendré?
TEODORO:
Calla, que hablas a tïento,
que ningún monstruo se ve
mayor que el mismo contento.
Tú has sembrado en tu ducado,
por lo que quieres, a Juan,
que soy yo tonto.
BASILIO:
Admirado
los sentidos que le dan
me dejan, ¡por Dios!, Conrado.
Mira lo que digo; advierte
si sentencia puede haber
tan alta.
CONRADO:
Es razón muy fuerte,
que es gozar una mujer
monstruo que el alma divierte.
No le apremies, pues que sabes
que estos intervalos tiene.
TEODORO:
Si no hablo palabras graves
como a un príncipe conviene...
Tú tienes urcas y naves;
envíame a Roma luego:
pediré al Papa perdón.
DEMETRIO:
Señor, humilde te ruego
que no le des ocasión
a mayor desasosiego.
Acepta, si he merecido
tu gracia por ser tu nieto.
BASILIO:
Si por ti no hubiera sido,
Demetrio, que tan discreto
has de una bestia nacido,
sospecho que le encerrara
donde ninguno le viera.
DEMETRIO:
Abuelo y señor, repara
en que la celeste esfera
nunca el movimiento para.
Ella en las causas segundas
infunde este bien o mal.
BASILIO:
Muy bien su disculpa fundas.
DEMETRIO:
¿Y qué más clara señal
para que tu error confundas
que ver que de ti, en efeto,
padre tan sabio y discreto,
naciese un hijo ignorante,
y de un hijo semejante
venga a nacer este nieto?
BASILIO:
Deso entiendo que los Cielos
dan, Demetrio, a los abuelos
parte en la generación
de los nietos.
DEMETRIO:
Ramas son
de sus troncos.
TEODORO:
Todo es celos.
Todo es querer dar a Juan,
tu hijo, aqueste ducado.
Pues tus ojos no verán
ese tu Juan coronado
en quien tan puestos están,
que yo pediré favor
al Papa, al Emperador
y a los príncipes cristianos.
BASILIO:
Si no pongo en ti las manos
es por ver...
DEMETRIO:
¡Señor...!
CONRADO:
¡Señor...!
TEODORO:
¿Tú qué me puedes hacer?
Dame, padre, a mi mujer:
seremos frailes los dos,
que quiero servir a Dios,
que es rey de mayor poder.
BASILIO:
¿Tu mujer fraile contigo,
animal?
TEODORO:
Pues, ¿por qué no?
BASILIO:
Yo me voy, Conrado amigo,
que hijo el Cielo me dio
para mi afrenta y castigo.
Según la cólera mía,
temo que aqueste bastón
le ha de dar la muerte un día.
(Este bastón traen los DUQUES DE MOSCOVIA por cetro.)
CONRADO:
Nunca, señor, la razón
con la ignorancia porfía.
Juan se queda, aunque menor,
para que herede tu estado
y a quien tienes tanto amor.
BASILIO:
Ese consuelo me ha dado
remedio en tanto dolor.
(Vase el DUQUE.)
CONRADO:
No tienes razón, Teodoro,
de hablar a tu padre ansí.
TEODORO:
¿En qué le pierdo el decoro?
¿Tiranizó para mí
sus reinos y su tesoro?
Si para tal monarquía
no tengo capacidad,
no ha sido la culpa mía.
DEMETRIO:
La virtud en esta edad
es corta sabiduría.
TEODORO:
¡Vive Dios que si me hace
que me vaya por el mundo...!
DEMETRIO:
Dios da el ser. Si Dios nos hace,
o el instrumento segundo,
no tiene culpa el que nace.
Padre mío y mi señor,
dejad agora el furor.
TEODORO:
Hijo, ¿qué quieres que quiera?
¡Ah, nunca yo te pariera
para ver tanto dolor!
DEMETRIO:
Engendrado fui de ti,
que no has de decir parido.
TEODORO:
¿Engendrado?
DEMETRIO:
Señor, sí.
TEODORO:
Ved el mundo a que ha venido
y ved quién me enseña a mí.
¿Entre parir y engendrar
hay alguna diferencia?
Señor,
di que el castaño te den,
que hay gustos en la color
y bueno y malo también.
TEODORO:
Si la elección muestra el gusto,
el gusto el entendimiento,
saca el castaño, que gusto
del castaño.
AUGUSTO:
Mucho siento
que esté enfermo.
TEODORO:
¿Cómo, Augusto?
AUGUSTO:
Que ese caballo, señor,
está enfermo.
TEODORO:
Pues, ¿qué esperas,
que no llamas un doctor?
AUGUSTO:
¿Doctor?
TEODORO:
Pues, ¿de qué te alteras?
Dios, que es soberano autor
de la noche, el Sol y el día,
¿no cría al hombre?
AUGUSTO:
Sí cría.
TEODORO:
Pues también cría al caballo,
y ansí es menester curallo.
CONRADO:
¡Notable filosofía!
DEMETRIO:
¿Tú no ves que la excelencia
del hombre es por diferencia
del ánima racional?
TEODORO:
Darle ración será igual
en racional preeminencia. (Hacen dentro ruido de perros.)
¿Qué es eso?
CONRADO:
Los perros son
que ladran.
TEODORO:
¿Por qué razón?
CONRADO:
A quien los cura maldicen.
TEODORO:
Id vós a ver lo que dicen.
CONRADO:
¿Yo?
TEODORO:
Vós.
CONRADO:
Pedirán ración.
(Vase.)
TEODORO:
Sois en lisonja primeros,
¿y no coméis? Eso es más
que no el correr tan ligeros,
porque en palacio jamás
han faltado lisonjeros.
AUGUSTO:
Cosas dice que me admira.
(Salen CONRADO y el SASTRE.)
CONRADO:
Aquí está el sastre.
TEODORO:
¡Oh, maestro!
Siéntate aquí.
CONRADO:
Señor, mira...
TEODORO:
¡Callad! Todo el trato nuestro
es arrogancia y mentira.
¿Quién viste a un toro del cuero,
de escama al pez, pluma al ave,
para su curso ligero?
SASTRE:
Naturaleza, que sabe,
y ella fue el sastre primero.
TEODORO:
Pues si tiene tanto nombre
quien viste con tal primor
un animal, no os asombre
que le merezca mejor
el sastre que viste al hombre.
Siéntate.
SASTRE:
Señor, yo estoy
como debo estar.
TEODORO:
Querría,
pues harta seda te doy,
vestir por la traza mía
esto que en el mundo soy.
SASTRE:
¿Qué traza tienes pensada?
TEODORO:
Una vestidura holgada
que ni me ciña ni apriete
ni a nueva ley me sujete,
pues fue la antigua estremada.
Cuantos habemos nacido
del cuerpo esclavos, nos llaman
con la comida o vestido.
Unos más que otros le aman,
pero todos le han seguido.
Y pues yo le he de seguir
y desnudar y vestir,
no me hagas calza o jubón
que me apriete el corazón
y no me deje vivir.
Hazme, si me has entendido,
una ropa de una pieza
que, sin paje ni ruido,
se me entre por la cabeza
y quede todo vestido.
Basta el dormir y el comer,
sin que el vestir venga a ser
el que también se nos lleve
la mitad del tiempo breve
que pasa y no ha de volver.
CONRADO:
Mucho que decir dará[s];
nunca tal error dijiste.
TEODORO:
Conrado, engañado estás,
que, como el señor se viste,
se vestirán los demás.
Ven, sastre amigo, que quiero
darte la traza a mi gusto.
(Vanse TEODORO y el SASTRE.)
DEMETRIO:
Mientras que más considero
a mi padre, amigo Augusto,
menos su remedio espero.
Peor está cada día.
AUGUSTO:
Esto es cosa sin remedio.
CONRADO:
Tu madre viene.
(Sale CRISTINA, princesa, y LAMBERTO.)
LAMBERTO:
Sería
un justo y honesto medio,
pues tanto el Duque porfía;
mas no sé yo si seré
tal que le enseñe y dotrine.
CRISTINA:
Justa mi esperanza fue,
porque a la virtud se incline
que en tus costumbres se ve.
LAMBERTO:
Aquí está Demetrio.
CRISTINA:
Quiero
hablarle a solas.
LAMBERTO:
Y es justo,
porque si tu fuego fiero
lo sabe, en mayor disgusto
te ha de poner que el primero.
CRISTINA:
¡Conrado! ¡Augusto!
CONRADO:
¿Señora...?
CRISTINA:
Despejad la sala.
AUGUSTO:
¡El Cielo
te guarde!
(Vanse LAMBERTO y AUGUSTO [y CONRADO].)
CRISTINA:
Demetrio, agora
conocerás de mi celo
lo que una madre te adora.
A lo que te digo advierte,
que en guardarte y advertirte
están tu vida o tu muerte.
DEMETRIO:
Tu esclavo seré en servirte,
tu hijo en obedecerte.
CRISTINA:
Juan Basilio, duque ilustre
de Moscovia, mi Demetrio,
tuvo dos hijos, Teodoro
y Juan, gallardos y bellos.
Mas como Teodoro fuese
el mayor y de su ingenio
se esperase gran bondad,
virtud, justicia y gobierno,
invidiosos y privados
de Juan, segundo heredero,
dieron yerbas a Teodoro
para que perdiese el seso.
Quedó incapaz de reinar,
con tanto aborrecimiento
del padre y de sus vasallos
como has visto en él y en ellos,
no porque furioso intente
su daño ni su provecho,
mas porque muchos discursos
le falta el entendimiento.
Los lúcidos intervalos,
los movimientos diversos,
deslucen la majestad
de un príncipe noble y cuerdo.
Cuerdo o loco, al fin me cupo
en suerte, y no me arrepiento,
de haberme con él casado,
pues que fue gusto del Cielo.
CRISTINA:
Y porque, en fin, de los dos
naces al mundo cual vemos
salir el sol coronado
de luz por nublados negros,
ha puesto el duque Basilio
tanto amor en su heredero
(en Juan, digo, pues que, al fin,
le quiere dejar sus reinos),
que nos aborrece a todos
con el más notable estremo:
a mí, por mujer; a él,
por hijo, y a ti, por nieto.
Mas el Cielo y su divino
autor, que los pensamientos
por tantas ventanas mira
como estrellas tiene el cielo,
no ha dado a Juan, que le adora,
hijos, de donde sospecho
que quite al hijo la vida
quien quitó al padre el imperio.
Muchos enemigos tienes,
Demetrio; mira que temo
que me han de dejar sin ti
tantos envidiosos pechos.
Por esta causa envié
por Lamberto, caballero
tudesco, hombre de valor
y de notable sujeto.
CRISTINA:
Este quiero que te lleve
a un castillo que no lejos
de la corte está en un sitio
fuerte y de defensas lleno.
Allí quiero que te enseñe
actos de príncipe, y quiero
que sepas armas y letras,
porque ha de llegar el tiempo
en que las letras te ayuden,
las armas te den esfuerzo,
porque en un príncipe juntas
hacen un imperio eterno.
Su mujer tendrás por madre,
una dama de quien creo
que a las porcias y artemisas
pudiera dar casto ejemplo.
Su hijo, que es de tu edad,
tendrás por hermano, y pienso
que habéis de crecer los dos
como Cupido y Anteros.
Parte sin ver a tu padre,
que me conviene el secreto,
que ese es loco, a quien le falta
para sus cosas silencio.
DEMETRIO:
Todo lo entiendo, señora,
y con el alma agradezco
ese cuidado, por quien
dos vidas, madre, te debo.
Dame licencia y tus brazos,
y, mientras los pies te beso,
con tu bendición me ampara.
(De rodillas, y bendícele.)
CRISTINA:
Dios te bendiga, Demetrio;
te libre de Juan, tu tío,
y de Basilio, tu abuelo;
te confirme en su fe santa
porque merezca tu celo,
que, como ensalces su fe,
ayudará tus intentos.
Plega a Dios y aquella Aurora
en cuyo virginio pecho
tomó nuestra carne y sangre
por el humano remedio
(de quien has de ser devoto
si en tus dichos o en tus hechos
quisieres tener ventura);
que alumbre tu entendimiento,
que, como te veo tan niño,
me dejen verte mancebo,
que si a ser mancebo llegas,
tú sabrás cobrar tu reino.
Levántate y da tus brazos
a Lamberto, tu maestro.
DEMETRIO:
Dame, Lamberto, tus brazos,
que ya como a padre quiero
obedecerte desde hoy.
LAMBERTO:
Yo, pues de padre merezco
piadoso nombre, señor,
seros tan leal prometo
que venda mi propia sangre
por vós.
DEMETRIO:
Adiós, fiero abuelo;
adiós, padre mío Teodoro,
que, por defender mi seso
de las yerbas que os han dado,
entre enemigos os dejo;
pero hago al Cielo voto
y solemne juramento
de preciarme eternamente,
señor, de ser hijo vuestro,
de guardar la ley de Dios
y sus santos mandamientos
sobre todo, que bien sé
y por infalible tengo
que Dios pone de su mano
los reyes, reparte imperios,
da victorias, alza humildes
y humilla y baja soberbios.
(Vanse LAMBERTO y DEMETRIO
y sale ISABELA, mujer de JUAN.)
ISABELA:
¿Qué haces [tan] sola?
CRISTINA:
No estaba
sola; con Demetrio aquí
hablaba.
ISABELA:
¿Hablabas de mí?
CRISTINA:
No, amiga; del Duque hablaba.
ISABELA:
Hanme dicho que murmuras
de Juan, mi esposo y hermano
del tuyo.
CRISTINA:
Princesa, en vano
descomponerme procuras.
Ni tengo qué murmurar
de un príncipe virtüoso,
ni pecho tan cauteloso,
ni tú tienes qué envidiar.
Si es belleza, no sé yo,
que desigual me ha crïado
el Cielo; pues, si es estado,
¿qué más estado te dio?
Si es virtud, no sobra en ti;
si es entendimiento, menos.
Tus ojos de envidia llenos
deben de mirarme a mí,
que, como sin hijo estás
y el que Dios me ha dado miras,
lo mismo porque suspiras
a eso me atribuyes más.
Pues, aunque a mi dulce esposo
quite el Duque injustamente
el reino, Dios no consiente,
juez justo y poderoso,
que vengas a verte en él,
porque, aunque le herede Juan,
¿cómo tus hijos podrán,
pues que no los tienes dél?
(Vase.)
ISABELA:
¡Oye, Cristina: detente!
Fuese, por no me escuchar,
que supiera castigar
su fiero pecho insolente.
¡Ah, Cielo, cruel conmigo!
¿Cómo un hijo no me dieras?
¿Posible es que perseveras
en darme tanto castigo?
Ya que no hereda Teodoro
por loco y el reino dan
a Juan, ¿qué sirve que Juan
goce la corona de oro?
¡Válame Dios! ¿Cuál será
de los dos por quien no tengo
hijos?, que yo a pensar vengo
que en él el defeto está.
Mas ya tengo imaginado
cómo lo diga mejor
la esperiencia, que este error
merece ser perdonado.
Ni seré yo la primera
que dé a su esposo un estraño
hijo, pues con este engaño
mi sangre este imperio espera. (Sale RODULFO.)
Este es Rodulfo, de quien
no soy celebrada poco.
RODULFO:
[Aparte.]
Si amor vuelve a un hombre loco,
¿qué hará el amor y desdén?
Ciego en arrojarme fui;
mis penas son inmortales,
pues, con dos contrarios tales,
en el campo me metí.
Pero ya la causa veo,
Amor, por quien peno más.
ISABELA:
¿Adónde, Rodulfo, vas?
RODULFO:
A lidiar con mi deseo.
Mi deseo y yo, aunque dos,
somos uno, pues está
dentro del alma, que ya
toda se ha rendido a vós.
Por él gozáis el trofeo:
yo me rindo a vós y a él,
pues, en pelear con él,
conmigo mismo peleo.
A él por vós me rendí,
pero, si os juntáis los dos,
no me defiendo de vós;
¡defiéndame Dios de mí!
ISABELA:
Este colérico amor,
Rodulfo, muestra que es poco.
RODULFO:
Isabel, si amor es loco,
no puede ser sin furor.
Hay entre enojo y locura
diferencia conocida:
el loco es toda la vida,
y la pasión, mientras dura;
locura es pasión de amor:
mientras dura ha de ser furia.
ISABELA:
Quien da esperanza no injuria,
y la esperanza es favor.
Ten paciencia y confïanza,
pues hay poca diferencia,
y advierte que la paciencia
es hija de la esperanza.
RODULFO:
De que esperanza me des
estoy muy agradecido.
Tus manos, Isabel, pido;
mal dije: dame tus pies.
ISABELA:
Alza, levanta del suelo.
(Sale el GRAN DUQUE BASILIO.)
BASILIO:
[Aparte.]
(Parece que la abrazó;
mancha en mi honor sufro yo,
claro como el mismo Cielo.)
¿Isabel?
ISABELA:
¡Señor...!
BASILIO:
Rodulfo,
salte allá.
RODULFO:
[Aparte.]
¡Oh, amor incierto!
Celajes muestras del puerto
cuando me anego en el golfo.
(Vase.)
BASILIO:
¿Cuántas veces te he pedido
que con Rodulfo no hables?
ISABELA:
A tus canas venerables
justo respeto he tenido,
que, aunque es cosa tan injusta
que siendo suegro me celes
con el cuidado que sueles,
mi amor de servirte gusta
y hasta agora no le hablé,
que con un recado entró
de cierta dama, a quien yo
hoy una carta envié,
que vino en un pliego mío
de Alemania y, por tu vida,
que dé voces mi ofendida
honra.
BASILIO:
¡Paso! ¡Menos brío!
ISABELA:
¿Cómo ¡paso!? A no saber
cuántos tus estados viven
y malas obras reciben
de tu absoluto poder
(que eres en la condición
un nuevo Nerón romano),
que porque fuiste liviano
piensas que todos lo son,
quejárame a mi marido
y por dicha le dijera
que el celarme tú no era
sin causa.
BASILIO:
Causa he tenido,
que sospecho que el honor
de mi hijo tratas mal.
ISABELA:
Yo soy quien soy, tan leal
cuanto debo a mi valor;
y esos celos han nacido
quizá de que me pretendes.
BASILIO:
¡Mientes en eso, que entiendes
que lo has dicho y has mentido!
El testimonio comienza,
que en la mujer no me admira
que camine la mentira
a espaldas de la vergüenza,
aun bien que soy poderoso
para deshacer tu ofensa.
ISABELA:
Allá de Cristina piensa
ese deshonor celoso,
que es mujer que pare y cría
y tiene un marido loco.
BASILIO:
Puesto que le tengo en poco,
le estimo por sangre mía.
Adoro en Juan tu marido;
mas ¡ojalá que tú fueras
como Cristina y que dieras
su ejemplo!
ISABELA:
Luego, ¿no he sido?
BASILIO:
Ni mereces desatar
la cinta de su chapín.
ISABELA:
Caducas, Basilio, en fin.
BASILIO:
Siempre llamáis caducar
las verdades de los viejos
dichas con justo rigor,
mirar por el santo honor
y daros buenos consejos.
Mas porque tan vil razón
a la venganza provoca,
te quiero tapar la boca
con aqueste bofetón.
(Dale un bofetón.)
ISABELA:
¡Justicia de[l] Dios del Cielo,
pues que no tengo marido!
(Sale[n] JUAN, su marido; TEODORO, CONRADO y AUGUSTO.)
TEODORO:
¿Qué es esto?
JUAN:
Isabel, ¿qué ha sido?
Mi desventura recelo.
ISABELA:
¿Tu padre a mí me ha de dar
un bofetón?
JUAN:
Pues, señor,
tú, que me has de dar honor,
¿me le vienes a quitar?
¿Tú pones mano en la cara
que yo como al Cielo adoro?
¿Qué más hiciera Teodoro
si a verla furioso entrara?
¿Ese es todo aquel amor
que me tienes y has tenido?
Sabes que el espejo ha sido
en que se mira mi honor.
¡Bofetón! ¡Qué barbarismo!
Pues mira que me le diste,
que en el cristal que rompiste
estaba mi rostro mismo.
Mi rostro rompen tus brazos,
pues que, mirándome en él,
lo mismo que has hecho dél
han de mostrar los pedazos. [A ISABELA.]
¿Cómo le diste ocasión?
ISABELA:
¡Triste! ¿Qué ocasión le di?
Anda celoso de mí.
BASILIO:
[A JUAN.]
Celos de tu honra son.
JUAN:
¿De mi honra, Isabela?
ISABELA:
Sí,
pues te la quiere quitar.
TEODORO:
Guarda fuera.
BASILIO:
No hay que dar
satisfaciones de mí.
Yo soy tu padre. Está loca.
Se vale para indignarte
deste enredo.
JUAN:
Por mi parte,
volver por mi honor me toca,
que, aunque eres padre, eres hombre,
en cuya naturaleza
cupo gozar la belleza
con infamia de mi nombre.
¡Ah, padre! ¿Qué he de creer
mirando la cara hermosa
de una mujer virtüosa?
¿La fuerza de tu poder?
De los gigantes del suelo
se ve historia semejante,
que menos fuerte gigante
no se atreviera a su cielo.
Y si [a] una deuda tan clara
como es padre no tuviera
respeto, Júpiter fuera
y tu crueldad fulminara.
BASILIO:
Si a ella di el bofetón
por lasciva e insolente,
a ti por inobediente
con este cetro o bastón.
(Dale con el bastón y mátale.)
JUAN:
¡Ay, que me ha muerto!
ISABELA:
¿Qué has hecho?
BASILIO:
¿Herilo?
TEODORO:
¿Eso preguntó?
Pues, ¿qué más dijera yo?
BASILIO:
¡Hijo...!
TEODORO:
Ya no es de provecho.
BASILIO:
¡Juan mío!
ISABELA:
¡Esposo querido!
CONRADO:
Espiró.
TEODORO:
¡Lindo garrote!
¡Le ha pegado en el cogote!
ISABELA:
¡Ah, mi bien!
BASILIO:
Pierdo el sentido.
¿Que yo fui tu muerte? ¿Yo?
¿Yo maté un hijo, el más bueno
que tuvo padre y más lleno
de virtud?
TEODORO:
Bien le pegó.
BASILIO:
Había tu entendimiento
en el mundo. Mis estados
dejas a un loco.
TEODORO:
Cuidados
de bien poco fundamento.
Dadme con ese bastón
otro coscorrón a mí
y quedaréis libre ansí;
mas oíd una razón
que de la vuestra se arguya:
¿veis toda su gentileza?
Pues más quiero mi cabeza
que como tiene la suya.
BASILIO:
[A ISABELA.]
Quítateme de delante,
mujer, causa de mi afrenta,
que si tu maldad intenta
venganza, esta fue bastante.
Si mi hijo muerto hubiera
como el romano Torcato,
no fuera a mi patria ingrato
ni infame en el mundo fuera.
Colérico le ofendí;
arrepentido sabré
llorarle o me mataré.
Llevad el cuerpo de aquí. (Llévanle.)
No quedes en mi palacio,
fiera, y al Cielo agradece...
ISABELA:
Yo me iré como merece
quien...
BASILIO:
No vayas tan despacio,
que ¡vive Dios...!
AUGUSTO:
Tente un poco.
ISABELA:
El Cielo te dé el castigo.
(Vase.)
BASILIO:
¿Qué mayor?
TEODORO:
Padre, a vós digo:
sed vós desde hoy más el loco.
BASILIO:
Bien dices: nadie me vea,
nadie a mi aposento llegue.
(Vase el DUQUE y sale[n] CRISTINA y BORIS, su hermano.)
CRISTINA:
¡Que tanto un hombre se ciegue!
BORIS:
¡Qué hazaña tan vil y fea!
CRISTINA:
¡Ay, Boris, hermano mío!
¿Quién no tiembla?
BORIS:
Con razón
si advierten la condición
de aqueste tirano impío.
CRISTINA:
Si al hijo querido mata,
¿qué espera el aborrecido?
TEODORO:
¿Habéis lo que pasa oído?
BORIS:
Quien ansí, Teodoro, trata
al hijo que tanto amó,
que de un palo le ha quitado
la vida, ¿qué hará, cuñado,
al que tanto aborreció?
TEODORO:
Par Dios, cuñado, a dos palos
que dé el Duque deste modo
queda a buenas noches todo;
ni hay hijos buenos ni malos.
Veis aquí por lo que yo
digo que esto de reinar
de burlas se ha de tomar.
BORIS:
Luego, ¿no es de veras?
TEODORO:
No,
pues el más dichoso estado
le sujeta vez alguna
a ver vaivén de fortuna
y a un palo de un enojado.
Mirad si es reinar regalo
o si viene a ser molestia,
pues a un rey, como a una bestia,
le matan a puro palo.
BORIS:
Esta es permisión de Dios,
porque el reino te quitaba
tu padre y a Juan le daba.
TEODORO:
¡Oh, qué bien decís los dos!
En Moscovia es el bastón
ceptro y insignia real,
y este le dan por señal
en nuestra coronación.
Y ansí el Duque le ha mostrado,
pues con el bastón le dio
en señal que le dejó
heredero de su estado.
(Sale CONRADO.)
CONRADO:
No vienen de los Cielos sin misterio
estas cosas jamás.
CRISTINA:
Conrado amigo,
¿qué es esto?, ¿qué hay de nuevo?
CONRADO:
Entrad, señores,
a la cámara luego del gran Duque,
que, de pena y dolor que ha recebido
de ver muerto a su hijo, está acabando,
y pienso que ya llega al postrer punto.
CRISTINA:
Estrañas desventuras amenazan
estos estados.
TEODORO:
Habla como sientes,
no finjas nada. ¡Vive Dios, Cristina,
que te huelgas de ver que el Duque ha muerto
a Juan mi hermano y que él se muera agora
para que reine yo, que soy un asno,
y gozar a tu gusto los mayores
estados que en Europa tiene príncipe
mientras Demetrio a edad bastante llega!
BORIS:
No digas tal, que no es razón que pienses
tan mal de tu mujer y hermana mía.
TEODORO:
Cuñado, ¿qué descuento dar pudiera
el Cielo a un loco de un dolor tan grave,
fuera de la licencia que tenemos
de decir y de hacer cuanto queremos?
CRISTINA:
Déjale, Boris; y en el daño advierte
que viene a estos estados, pues ya quedan
en poder de Teodoro.
BORIS:
Tú, señora,
eres bastante a gobernar el mundo.
CRISTINA:
¡Pluguiera a Dios que fuera yo bastante!
Pero si muere el Duque, hacerte quiero
gobernador de todos sus estados
en nombre de Teodoro, mi marido.
Daré también tutores a Demetrio,
y contigo serán los adjutores
hasta que tenga edad.
BORIS:
Beso sus manos
por tan alta merced.
CRISTINA:
Vamos, Teodoro,
a ver al Duque.
TEODORO:
Vamos, pues tú quieres,
que ya sé que deseas verle muerto.
Advierte que soy tanto como nada,
y que no he de estorbar lo que tú hicieres.
CRISTINA:
¿Por qué me adviertes?
TEODORO:
Porque mujer eres.
BORIS:
Si yo me veo en el lugar que dices,
yo daré cuenta del sobrino mío,
que de Teodoro no hago cuenta agora.
CRISTINA:
Vamos a ver qué tiene.
TEODORO:
Dios me guarde
de algún palo de aquestos, que yo entiendo,
puesto que alcanzo pocas sutilezas,
que es el reinar enfermo de cabezas.
(Vanse todos y salen DEMETRIO, LAMBERTO, CÉSAR, su hijo, y TIBALDA, su madre, y RUFINO.)
LAMBERTO:
Quien padre habéis de llamar,
gran premio a su casa ofrece.
DEMETRIO:
Todo esto y más merece
quien a mí me ha de enseñar.
CÉSAR:
Quien os tiene por hermano,
Demetrio, estímese en mucho.
DEMETRIO:
Las dulces voces que escucho
me dan, señores, la mano
para levantarme al Cielo.
LAMBERTO:
A Rufino conoced,
que os ha de servir.
DEMETRIO:
Creed
que estimaré su buen celo.
RUFINO:
Para cuando llegue el Sol
el aurora que gozáis
os suplico que os sirváis
de un gentil hombre español.
Mis señores os dirán
de mi lealtad lo que saben.
DEMETRIO:
No es menester que os alaben,
Rufino; diciendo están
vuestros ojos y el valor
que ese noble pecho encierra.
RUFINO:
Todo el mundo os hace guerra;
pero no temáis, señor,
que Dios vuestra causa ampara
y él os sabrá defender.
DEMETRIO:
Después que su gran poder,
que cuanto cubre repara,
confío en mi nuevo padre,
Lamberto, mi amparo y bien,
y en vós, mi Tibalda, a quien
tengo en lugar de mi madre.
Suplícoos, señores míos,
que no me desamparéis,
pues perseguido me veis
de mil tiranos impíos.
Ya veis que el nuevo Caín
quiso dar la muerte a Abel,
y aunque vive, es más crüel,
pues le volvió loco, en fin.
La Princesa, mi señora,
su esposa y mi madre amada,
con Isabel, su cuñada,
anda en gran peligro agora.
El Duque, mi abuelo, intenta
hacer a Juan sucesor,
su hijo, aunque es el menor.
Todo es mi daño y afrenta.
Guardadme, que el Cielo muestra
que quiere honrar mi verdad.
Pagará mi voluntad
lo que debiere a la vuestra.
LAMBERTO:
Si el hijo de mis entrañas
que veis, Demetrio, presente,
por vuestra vida inocente
ya por naciones estrañas
importará desterrar
y dar a un cuchillo fiero
su cuello, advertiros quiero,
y a fe de noble jurar,
que podéis estar seguro
que el ser padre no lo impida.
TIBALDA:
Fïad, Demetrio, la vida
no tanto de aqueste muro
como de nuestra lealtad.
DEMETRIO:
Ansí estoy yo satisfecho.
LAMBERTO:
¿Está el aposento hecho?
RUFINO:
A punto está todo; entrad.
DEMETRIO:
Venid, César, y los dos
estudiemos.
CÉSAR:
Dios os guarde,
que vós seréis Duque tarde
y yo moriré por vós.
(Vanse todos,
y salen BORIS y RODULFO.)
BORIS:
Ansí tuvieron grandes monarquías
los medos, los asirios y romanos.
El Duque es muerto y, en tan breves días,
ya tengo sus estados en mis manos.
No has de llamar las pretensiones mías
los pensamientos locos y tiranos
de los que pretendieron las coronas
indignas de sus hechos y personas.
Justa razón, Rodulfo, me ha movido;
dignamente merezco estos estados.
Teodoro es loco; en su lugar he sido
puesto de su mujer y sus primados.
Esos dos coadjutores que he tenido
y conmigo al gobierno son llamados,
por no temer de su opinión contraria,
los envió a la guerra de Partaria.
Resta solo Demetrio, que Teodoro,
fuera de ser lo que es, acá me queda.
El modo solo de matarle ignoro
sin que Moscovia murmurarme pueda.
RODULFO:
Como a la prenda que en el alma adoro,
el Cielo larga vida te conceda
para que, los estorbos derribados,
goces la posesión destos estados,
que no será Demetrio el que te impida
que goces el laurel.
(Sale RUFINO, quedito, a escucharlos.)
RUFINO:
Con gran secreto
el príncipe Demetrio, cuya vida
guarden los Cielos para un grande efecto,
me envía del castillo a que resida
en la Corte por ver el mal concepto
que Lamberto ha tomado de su tío
fiando esta lealtad del pecho mío.
Soy español. Mil vidas que tuviera
he de ofrecer, pues mi nación me inclina
a la suya inocente.
BORIS:
¿Qué te altera?
RODULFO:
No más del sentimiento de Cristina.
RUFINO:
Boris es este.
BORIS:
A que se ponga espera
el Sol, no más; y luego camina
al fuerte con gran número de gente.
RUFINO:
Peligro corre el Príncipe inocente.
BORIS:
¿Qué defensa te puede hacer Lamberto?
RODULFO:
De Lamberto no temo.
RUFINO:
¡Ah, Cielo airado!
Al niño tratan de matar.
BORIS:
Y muerto,
di que [Lamberto] le mató pagado.
RUFINO:
Pues he entendido el bárbaro concierto,
¿qué aguardo más?
(Vase.)
RODULFO:
Un hombre entró y, turbado,
os volvió las espaldas.
BORIS:
¿Si habrá oído
nuestro concierto?
RODULFO:
Muy posible ha sido.
(Salen dos guardas.)
BORIS:
¡Guardas!
GUARDA:
¿Señor...?
BORIS:
Prended a un hombre al punto
que entró y salió de aquí.
RODULFO:
No tengas pena.
Cuándo quieres que vaya, te pregunto.
BORIS:
Luego era tarde; tu partida ordena.
(Salen dos guardas con RUFINO.)
GUARDA:
Este, a la puerta de tu cuadra junto,
iba saliendo, pero, el alma llena
de temor, no responde preguntado.
BORIS:
Debe de estar con el temor turbado.
¿Entraste agora aquí?
RUFINO:
Ba ba.
BORIS:
¿Qué es esto?
RODULFO:
¿De dónde eres?
RUFINO:
Ba ba.
BORIS:
¿Qué tiene este hombre?
RODULFO:
¿A quién sirves?
RUFINO:
Ba ba.
RODULFO:
Señas y gesto
de mudo son.
BORIS:
Si hablas, di tu nombre.
RUFINO:
Ba ba.
RODULFO:
No ha que tener recelo desto;
él es mudo, sin falta. No te asombre
agüero alguno; y pues entrarse pudo,
el Cielo permitió que fuese mudo.
BORIS:
Dejad salir ese hombre.
RODULFO:
Ba ba.
GUARDA:
Hermano,
idos con Dios.
RODULFO:
Bababa.
GUARDA:
Besar quiere tu mano.
BORIS:
Sacalde allá, que de su voz me ofendo.
¡Ah, cuánto debo al Cielo soberano!
Con justa causa la corona emprendo,
pues quiere que secretos que la intenten
le hallen mudos, porque no lo cuenten.
Parte, Rodulfo, y quitarás la vida
a mi sobrino, y vuelve con secreto,
que Isbella será tuya.
RODULFO:
Agradecida
mi voluntad, matalle te prometo.
BORIS:
No soy yo de mi sangre el homicida
primero por reinar.
RODULFO:
Pondré en efeto
lo que mandas.
BORIS:
Tendrás honor y fama.
RODULFO:
Yo te daré este reino.
BORIS:
Y yo a tu dama.
(Vanse todos, y salen CÉSAR y DEMETRIO, con dos espadas negras, a jugar.)
DEMETRIO:
Afírmate bien conmigo;
el pie derecho delante.
CÉSAR:
Soy desta ciencia estudiante
nuevo.
DEMETRIO:
Escucha lo que digo:
yo tengo agora la espada
uñas arriba.
CÉSAR:
Está bien.
DEMETRIO:
Y tú la tuya también.
Tienta.
CÉSAR:
¿Cómo?
DEMETRIO:
No haces nada,
porque ha de ser por defuera.
Saca por debajo y tira
una estocada y retira
el cuerpo.
CÉSAR:
Desta manera.
(Esgrimen.)
DEMETRIO:
Bien; tírame a derribar
la espada. Un golpe tras esto.
(Sale LAMBERTO.)
CÉSAR:
Estoy más nuevo.
LAMBERTO:
¿Qué es esto?
CÉSAR:
Padre y señor: batallar.
LAMBERTO:
No me desagrada, a fe,
el ejercicio. Otro vaya.
DEMETRIO:
Mide en una línea o raíz
la espada.
CÉSAR:
Ansí la pondré.
DEMETRIO:
Tienta; y a un tiempo metiendo
el pie izquierdo, al rostro tira
de puño.
LAMBERTO:
Detente y mira:
si algo de la espada entiendo.
Si metió el pie, ¿cómo pudo
tentar? Y, en fin, si tentó,
¿cómo a un tiempo el pie metió,
que ese movimiento dudo?
Y la espada del contrario,
¿cómo queda, pues no hiere?
DEMETRIO:
Para lo que esto requiere,
más tiempo fue necesario.
El maestro que tenía
era de Italia, y no diestro.
LAMBERTO:
El Cielo ha de ser maestro
de tu heroica valentía.
Y hacedme placer, por Dios,
que de día ejercitéis
las armas, pues ya tenéis
maestro y tiempo los dos,
que de noche es peligroso
este ejercicio, y peor
después de cenar.
CÉSAR:
Señor,
dar gusto me fue forzoso
a Demetrio.
LAMBERTO:
Y fue razón;
mas vete agora a acostar.
Vós podéis, Demetrio, estar
algún rato en oración.
Mete, César, las espadas;
denle a Demetrio unas horas.
DEMETRIO:
Verás lo que en mí atesoras.
LAMBERTO:
Con tu obediencia me agradas.
(Vanse los dos, y sale RUFINO.)
RUFINO:
Sin aliento, y aun sin vida,
pues muerto un caballo dejo,
vengo, señor, a avisarte.
LAMBERTO:
¿Qué hay, Rufino? ¿Qué hay de nuevo?
RUFINO:
Del dolor del muerto hijo
el duque Basilio es muerto.
Boris, de Cristina hermano,
tío del Príncipe nuestro,
tiraniza los estados,
que a sus tutores han hecho
ir a Astracán y a Casano
a título del gobierno.
De los que al suyo ayudaban,
Conrado, Augusto y Damperto
a los tártaros ý envía
de Turquestán con ejército.
Presto matará a Teodoro,
y aun a Cristina, sospecho,
porque tras mí viene quien
ha de dar muerte a Demetrio.
Mira, señor, lo que haces,
que me venían siguiendo
de suerte que mis espaldas
iban sintiendo sus pechos.
LAMBERTO:
No digas más, español.
Entra a su cuadra corriendo;
mira si duerme mi hijo
mientras a Demetrio llevo
donde le libre.
RUFINO:
Yo voy.
(Vase.)
LAMBERTO:
¡Cielos! ¡A un ángel defiendo,
a un príncipe, a un inorante!
(Salen RODULFO y cuatro soldados con alabardas.)
RODULFO:
Este, amigos, es Lamberto.
LAMBERTO:
Estos son. Tiempo es agora,
generosos pensamientos,
de dar mi sangre a un tirano
por dar un rey a estos reinos.
RODULFO:
¿Quién va?
LAMBERTO:
¡Tened las pistolas,
si no es que buscáis mi pecho!
RODULFO:
¿Eres Lamberto?
LAMBERTO:
Yo soy.
RODULFO:
¿Dónde tienes a Demetrio?
LAMBERTO:
En esta cama acostado.
RODULFO:
Corred las cortinas luego,
y, pues duerme, será bien
que duerma el postrero sueño.
SOLDADO:
¡Oh! ¿Cómo morirá?
RODULFO:
Ahogado.
LAMBERTO:
Señores, mirad que es hecho
indigno de hombres tan nobles.
(Tiran la cortina y aparece en una cama CÉSAR acostado, durmiendo.)
RODULFO:
¡Apriétale presto el cuello!
(Ahóganle.)
CÉSAR:
¡Ay, que me matan!
RODULFO:
¡Aprieta!
CÉSAR:
¡Jesús!
RODULFO:
¿Espiró?
SOLDADO 2.º:
Ya es muerto.
RODULFO:
Pues salgamos del castillo
y caminad con secreto.
(Vanse las guardas y RODULFO.)
LAMBERTO:
¿Cuál hombre se alabará
de más lealtad que Lamberto,
pues di un hijo por la vida
que en confïanza me dieron?
¡Ángel que el divino coro
aumentas, por Dios te ruego
que perdones a este padre,
pues gozas de mejor reino!
Y pues fuerzas he tenido
para dejar que tu cuello
rindiese el alma a mis ojos,
sin duda es gusto del Cielo.
(Salen RUFINO y DEMETRIO.)
RUFINO:
No temas; ven por aquí.
DEMETRIO:
Español ánimo tengo.
LAMBERTO:
¿Es Demetrio?
DEMETRIO:
Sí, señor.
LAMBERTO:
En gran peligro te han puesto.
¿Partiéronse los traidores?
RUFINO:
Ya del castillo salieron.
LAMBERTO:
Mira si leal te he sido;
mira, Príncipe, si puedo
decir ya que la palabra
cumplí como caballero.
En tu lugar César yace
muerto.
DEMETRIO:
¿Qué me dices?
LAMBERTO:
Quedo,
no lo entiendan los criados
ni su madre.
DEMETRIO:
¡Estraño ejemplo
de lealtad y de verdad!
LAMBERTO:
Vente conmigo, Demetrio,
que quiero ponerte en salvo.
DEMETRIO:
La vida, el alma te debo.
LAMBERTO:
¡Ay, mi César!
DEMETRIO:
¡Ay, mi hermano!
RUFINO:
Camina, Príncipe excelso,
y pues que Dios te ha guardado,
Él te volverá tu reino.