Nota: Se respeta la ortografía original de la época


ESCENA XVI.


CARRERAS


DE S. JUAN Y S. PEDRO[1]



i la nobleza de las cosas consistiera solo en su antigüedad, difícilmente se hallaria una mas noble que el correr. Es indudable que el primero que corrió fué el primero que tuvo piernas, y las piernas son tan antiguas, que ningun buen cristiano puede negar que datan desde nuestro padre Adam; aunque se veria muy apurado el que pretendiera demostrar en que tiempo han sido mas ó menos útiles.

Yo creo que, á pesar de su dignidad, no dejaria nuestro primer padre de dar algunas carreritas cuando no tenia otra ocupacion que gozar de las delicias del paraíso en compañía de Eva; y á juzgar por lo que nos sucede á sus míseros descendientes, debió correr mucho mas, y con menos alegría, desde el momento en que se le acabó tan buena vida y tuvo que ganar el pan con el sudor de su rostro.

Desde tan remota antigüedad hasta la época en que vivimos no hay quien de un modo ú otro no haya corrido: unos á pié, otros en pollino, unos al paso, otros al trote y no pocos á todo escape, todos caminamos; y aunque de distinto modo y por vias á veces encontradas, llegamos siempre al mismo término.

Pero no es mi intento hablar de tantos y tan diversos modos como hay de llegar al fin de nuestra carrera, porque es asunto demasiado grave, que me guardaré muy bien de tocar; solo quiero ocuparme de lo que comprende el título de este artículo, y todo lo que no sea «Carreras de S. Juan y San Pedro en la Capital de Puerto-Rico» queda escluido de él.

A pesar de mi genio, procuraré, lector querido, ponerme un poco serio, porque la costumbre de un país es cosa delicada y debe tratarse con circunspeccion. Solo pido que tengas en cuenta mi buen deseo, para que disimules las faltas, que no será estraño cometa el que hace algunos años salió, siendo todavía muy jóven, del país cuyas costumbres ensaya bosquejar.

Hay ciertos dias, en los cuales las poblaciones mas pacíficas, las ciudades mas bien gobernadas, ricas é industriosas y las aldeas mas pobres, parece que, obedeciendo á un instinto particular, se complacen en salir de las reglas que guardan durante todo el año; dias de bullicio y confusion, que cada país, y aun cada pueblo, tiene segun su índole y el grado de civilizacion en que se encuentra; dias en que el magistrado no es magistrado, porque no ejerce sus funciones; en que el mercader cierra su tienda, y el artesano su taller; dias fecundos en aventuras amorosas, y en que las bellezas mas altivas suelen sonreir al que han hecho suspirar por mucho tiempo; dias de esperanza para los jóvenes, y de recuerdos para los ancianos; dias finalmente en que las mayores estravagancias son admitidas, con tal que vayan autorizadas con el sello de la costumbre.

Los de S. Juan y S. Pedro son en la Capital de Puerto-Rico del número de estos, y una de las cosas con que los habitantes de la Isla los amenizan son las carreras á caballo. Hé aquí lo que sobre ellas dice D. Iñigo Abad en su historia de Puerto-Rico, dada á luz en Madrid en el año 1788.

«Las fiestas principales (dice) las celebran tambien con corridas de caballos, á que son tan propensos como diestros. Nadie pierde esta diversion: hasta las niñas mas tiernas, que no pueden tenerse, las lleva alguno sentadas en el arzon de la silla de su caballo. En cada pueblo hay fiestas señaladas para correr los dias mas solemnes. En la Capital son los de S. Juan, S. Pedro y S. Mateo. La víspera de S. Juan al amanecer entra gran multitud de corredores, que vienen de los pueblos de la Isla á lucir sus caballos cuando dan las doce del dia; salen de las casas hombres y mugeres de todas edades y clases, montados en sus caballos enjaezados con la mayor ostentacion á que puede arribar cada uno. Son muchos los que llevan sillas, mantillas y tapafundas de terciopelo bordado ó galoneado de oro, mosquiteros de lo mismo, frenos, estribos y espuelas de plata; algunos añaden pretales cubiertos de cascabeles del mismo metal. Los que no tienen caudal para tanto, cubren sus caballos de variedad de cintas, haciéndoles crines, colas y jaeces de este género, adornándoles con todo el primor y gusto que pueden, sin detenerse en empeñar ó vender lo mejor de su casa para lucir en la corrida.

«Esta no tiene órden ni disposicion alguna: luego que dan las doce de la víspera de S. Juan, salen por aquellas calles con sus caballos, que son muy veloces y de una marcha muy cómoda. Corren en pelotones, que por lo comun son de los parientes ó amigos de una familia; dan vueltas por toda la ciudad sin parar ni descansar en toda la noche, hasta que los caballos se rinden. Entonces toman otros, y continuan su corrida con tanta vehemencia, que parece un pueblo desatado y frenético etc.....»

Esto sucedia en aquellos tiempos en que Puerto-Rico era, segun el mismo escritor, una carga pesada para la Metrópoli; ahora que se ha convertido en uno de los brillantes de la Corona, en esto, como en todo lo demás, ha habido muy notables variaciones. ¿Quién se atrevería á decir hoy que los naturales de ella no se detienen en vender ó empeñar lo mejor de su casa para lucir en una corrida? Mas aun: ¿Quién osaria repetir una de aquellas célebres cuanto vergonzosas Cantaletas, que recordamos hasta los mas jóvenes, y en las cuales no se respetaba el honor, ni los secretos de las familias? La civilizacion y el buen juicio han desterrado estos abusos, y no debo ocuparme de ellos, puesto que no hay ya que corregirlo.

Las carreras de S. Juan y S. Pedro son en el dia una diversion honesta, grata y que puede utilizarse en bien del país; habiendo desaparecido de ellas todo cuanto tenian de inmoral y vicioso. Mas empieza ya á tocar al otro estremo; esto es, pierden su atractivo y se van haciendo cada dia mas insípidas. No llega ni á la mitad el número de los ginetes, y las señoras abandonan este medio de lucir su gallardía; de manera que si no procura remediarse, llegará dia en que solo se conserve un recuerdo de lo que ha sido y es aun una de las mejores fiestas del país.

A pesar de esta decadencia, es agradable el ver las parejas que despues de las cinco de la tarde, y no á las doce del dia, recorren las limpias y hermosas calles de Puerto-Rico. Todavía algunas jóvenes elegantemente vestidas ostentan su habilidad, manejando con soltura y sobradísimo garbo briosos y ligeros potros de Caguas y Yabucoa, que parten como el rayo, y se detienen al movimiento de una manita que apenas alcanza á abrazar las riendas. Los balcones ostentan cuanto hay en la Capital de distinguido, bello y de buen tono; y el pueblo, esparcido por las calles y las plazas, se entrega al gozo que le produce una diversion tan de su gusto.

Una ó dos horas despues de oscurecer, está llena la plaza de armas, de caballos, buenos y malos, feos y bonitos, flacos y gordos, veloces y pesados: ninguno está excluido de ella, para que los aficionados menos ricos ó que no quieren correr por la tarde, puedan hacerlo por la noche, mediante un alquiler sumamente escesivo, pero que siempre parece poco al que desea llevar una cumarracha.

Por la tarde es atrozmente silbado y escarnecido el que se atreve á presentarse en la carrera con un mal caballo, ó que no esté bien enjaezado; por la noche sucede todo lo contrario: las cómodas y económicas banastas reemplazan á la silla; y una fresca chaqueta de lienzo al rico dorman de paño, que es el vestido que mas usan los que corren á aquella hora. Poco importa que el animal sea de primera casta, ó un descarnado platanero, que no por esto queda sin correr, sino que lleva su ginete, y quizás por añadidura una de aquellas morenitas capaces de hacer bailar la jurga á un magistrado del tiempo de Cárlos tercero.

En muchas esquinas encienden hogueras, cuya luz unida á la que presta el escelente alumbrado de aquella ciudad, permite distinguir perfectamente las fisonomías. El frente de las casas es ocupado por una hilera de sillas, y estas por otros tantos curiosos, que cruzan dichos, á veces muy agudos, con los que pasan por medio de la doble fila á todo correr, y con los de la acera opuesta; pero el centro comun de estas agudezas, el teatro de escenas mas animadas, el punto de reunion de la gente de broma, es el atrio de la Catedral, llamado en aquellos dias Balcon de los arrancados.

El estar en la calle del Cristo, una de las mas favorecidas por los corredores, el tener á su frente una plaza, y el ser un lugar espacioso, de poca elevacion y seguro por estar murallado, dan á este sitio la preferencia; reuniéndose en él una especie de tribunal, que juzga la bondad de los caballos, y se encarga de aplaudir á los bonitos y ligeros, y silbar estrepitosamente á los flacos y pesados; llamándoles chalungos, chongos, chacuecos, sancochaos, y otros mil adjetivos que tienen los inteligentes, uniéndolos á las frases mas chistosas y oportunas.

Este bullicioso y alegre cuadro, es el que presenta la ciudad de S. Juan B.ᵃ de Puerto Rico las cuatro noches de la víspera y dias de S. Juan y S. Pedro hasta las doce; á cuya hora una banda de música militar ejecuta varias piezas en la plaza de armas, rodeada de todos los corredores, que de allí van á descansar sus doloridas y magulladas humanidades.

Los que tienen la costumbre de llamar barbaridad á todo lo que no sucede donde nacieron, dirán que lo es el correr tantas horas seguidas, de noche y en varias direcciones, por las calles de una ciudad; mas esto que á primera vista no tiene réplica, es un reparo que causaria risa á mas de un corredor; porque la claridad del alumbrado, la anchura, rectitud, limpieza y hermoso empedrado de las calles, la bondad de los caballos, y sobre todo la suma destreza de los naturales, hacen ilusorios los riesgos que en otro país serian inevitables.

No se crea que hablo apasionadamente cuando coloco entre las causas que pueden impedir desgracias en estas corridas la destreza de mis paisanos: véase lo que dice D. Iñigo Abad sobre el particular, y aun se me tachará de escesivamente corto al encomiarla. No sé que haya en toda la Isla una sola escuela de equitacion, porque el montar a caballo es para aquellos isleños lo mismo que el vestir; sobre todo en los campos, donde apenas puede hacerse una diligencia ó visita, y en algunas épocas ni salir de casa a pié, por el agua de las lluvias y por otras causas que juiciosa y oportunamente cita el mismo autor.

Tales son las carreras de S. Juan y S. Pedro, diversion que he calificado antes de honesta y grata, porque en ningun país, inclusos aquellos que se tienen por mas civilizados, hay una fiesta popular que menos ofenda á la moral; y si algun hecho aislado hay á veces en contra de ella, no es culpa de la costumbre, sino abandono de parte de los que estando al frente de una familia, debieran impedirlo, cuidando de ella como es su deber. En cuanto á las espresiones que se oyen alguna vez, ¿qué sucede en las plazas de toros, en el entierro del Carnaval, y en todas las fiestas á que concurren y en que se mezclan todas las clases de la sociedad?

La aficion del pueblo á este espectáculo no necesita mas prueba que lo dicho; fáltame esponer la conveniencia de mantenerlo y alentarlo, y el bien que de ello sacaria el país.

Aparte de la distraccion, hay una ventaja positiva, una mejora de grande utilidad, cual es el fomento de la cria caballar. En un país donde por el estado de los caminos son tan necesarios estos animales; en un país de donde se saca el ganado para las islas vecinas, en que la cria es casi nula, ya que tenemos tan escelente raza de caballos, ¿porqué no estimular á los labradores? ¿porqué no ensayar algun medio para introducir este nuevo ramo de comercio?

Todos sabemos el furor de corridas, apuestas, etc. que hay en las principales capitales de Europa; mas no es esto lo que yo pretendo que pudiera plantearse en Puerto-Rico, porque á mi modo de ver, el premiar el caballo que corra mas en media hora, no es, como nota muy bien nuestro festivo Fr. Gerundio, el modo de mejorar la raza: además, aquello de que el mismo dueño no monte su caballo, sino que sea un Yokey, aunque muy bueno para las capitales de Europa, lo juzgo inoportuno y hasta ridículo en mi país; y así otras muchas cosas que, atendida la diversidad de costumbres, fuera errado el querer trasplantar.

Yo preferiria á todo que hubiese una junta compuesta de criadores y aficionados, que no faltan en la Isla, que tienen actividad, buenos deseos, y que se alegrarian de que hubiese para ellos un estímulo.

Que esta junta, presidida por la autoridad superior, ú otra que esta nombrase, hiciese un reglamento, sin mas artículos que los precisos para señalar á cada uno sus atribuciones, y los premios que habian de darse:

1.° A la mejor yegua de vientre.

2.° Al caballo mas ligero.

3.° Al mas bien domado y enseñado.

4.° Al mas corpulento y de mas fuerza.

5.° Al de mejor estampa.

Que cada año por S. Juan y S. Pedro se reuniesen en la capital, como lo verifican ahora, para la prueba, comparacion y adjudicacion de premios, en cuyo acto se desplegase todo el aparato posible.

Que se publicasen en los periódicos los nombres del dueño y del caballo premiados, y que se hiciesen algunas otras cosas que son buenas para dichas en un reglamento, y ajenas de un artículo como este.

Hé aquí el modo de aumentar el brillo y atractivo de estas fiestas, y utilizarlas en bien del país: puede que me equivoque, pero ya que todo empieza á desarrollarse en la Isla, ya que hay esa tendencia á perfeccionarlo todo, no seria en mi concepto desacertado el ensayar este medio, en estremo económico, de premiar al hacendado laborioso, y distraer al pobre jornalero.

No tengo la presuncion de creer que el medio indicado sea el único; mi idea es la de llamar la atencion de la Sociedad Económica de amigos del país sobre una mejora útil, cual es la perfeccion de la raza caballar; habrá muchos que propongan otros mejores; pero lo que ellos me aventajen en acierto no hará menos ardientes mis deseos por el bien y la prosperidad de Puerto-Rico.

  1. Publicada en el Cancionero de Borinquen el año 1846. Las fiestas de S. Juan y S. Pedro se celebraron en el año pasado con una animacion nunca vista y se dieron premios á los mejores caballos.