El Discreto/Realce XXIV
Realce XXIV
Corona de la discreción
editarPanegiri[1]
Zaherían a la lengua los huesos del cuerpo humano su tan murmurada flaqueza; ponderaban aquella su liviandad, con que no repara en anticiparse al mismo entendimiento, y no acababan de exagerar los vulgares empeños de su ligereza.
Pero la lengua, no faltándose a sí misma, defendíase con el corazón, que, siendo principio de la vida y rey de los demás miembros, es también de carne todo él. Excusábase con el cerebro, que, siendo asiento de la sindéresis,[2] es muy más muelle[3] que ella; pero no le valía, porque respondieron entrambos por sí, el corazón representando su valor y el cerebro apoyando su mucha estabilidad.
Viendo la lengua lo que la apuraban, sacando fuerzas de su propia flaqueza, dijo: «¿Qué, tan débil os parezco? Pues advertid que, si yo quiero, soy más fuerte que el más sólido de todos vosotros, y, aquí donde me veis toda de carne, basto yo a quebrantar diamantes, que no digo ya huesos». Riéronlo mucho todos, especialmente los dientes, que hicieron amago de detenerla, como suelen. «Sí, yo lo digo», repitió ella, «y lo probaré con tal evidencia, que todos la confeséis con aclamación. Sabed, y nótelo todo el mundo, que cuando yo digo la verdad, soy lo fuerte de lo fuerte, nadie entonces me puede contrastar, y en fe de ella, todo lo sujeto.
»Fuerte es un rey que todo lo acaba; más fuerte es una mujer, que todo lo recaba; fuerte es el vino, que ahoga la razón; pero más fuerte es la verdad, y yo que la mantengo». «Verdad, verdad», exclamaron todos, y diéronse por vencidos. Quedó triunfante la lengua, haciéndose mil en repetir y en celebrar este victorioso suceso.[4]
Tiene esta gran reina su retiro en el corazón[5] y su tribunal en la lengua; aquí vienen a parar todas las causas, si no de primera instancia, por apelación de desengaño.
Así sucedió en aquella célebre contienda que tuvieron entre sí las más sublimes prendas de un varón consumadamente perfecto, sobre el ya globo de oro, para ápice de su inmortal corona. Contendían la alteza de ánimo, la majestad de espíritu, la autoridad, la estimación, la reputación, la universalidad, la ostentación, la galantería, el despejo, la plausibilidad, el buen gusto, la cultura, la gracia de las gentes, la retentiva, lo noticioso, lo juicioso, lo inapasionable, lo desafectado, la seriedad, el señorío, la espera, lo agudo, el buen modo, lo plático, lo ejecutivo, lo atento, la simpatía sublime, la incomprehensibilidad, la indefinibilidad, con otras muchas de este porte y grandeza.
Comenzó al principio por una generosa emulación, y vino a parar después en un bando tan declarado cuan esclarecido; no sólo ya entre las mismas prendas, sino entre los valederos de ellas. Eran estos, aunque pocos singulares, los mayores hombres de los siglos. Gigantes todos de la fama, prodigios de las eminencias; al fin, todos ellos inmortales héroes.
Competían como apasionados y diligenciaban como poderosos, adelantando cada uno su realce; los sabios por razón, los valerosos por fuerza y los poderosos por autoridad. Fue tal el tesón de inmortalidad, con tal inflamación de aplauso, que se vio arder todo el reino de la heroicidad en esta lucidísima guerra.
Discurría varia la Fama, y muy equívoca la Fortuna, según los tiempos, los usos, y los genios de las gentes, con que cada uno abundaba en su sentir, y nunca se declaraba la victoria. Considerando los varones sabios que el Litigio fue hijo del Caos y parto de la Confusión, propusieron a los demás el llevar esto por tela de juicio y no de la contienda;[6] convinieron todos y remitiéronse al acierto de una sabia, prudente y justísima sentencia. Mas, de una dificultad, como se suele, dieron en otra mayor, y fue a qué tribunal acudirían.
Porque Astrea muchos días ha que, desahuciando el mundo, se retiró al cielo.[7] Ir a Momo era condenarse todos;[8] porque la murmuración a nadie da justicia, ni aun arbitrio; todo lo condena. Sola quedaba la Verdad, mas ella ha muchos siglos que dio en cuerda, retirándose a su interior, fingiéndose acatarrada, y aun muda. Con todo eso, a ruego de sus amartelados sabios, y pidiendo primero salvoconducto a los reyes, que por esta sola vez se lo concedieron, dejose ver más hermosa cuanto más de cerca, más galante cuanto más desnuda, que tomó de la primavera con el nombre la belleza.[9] Traía poco séquito, pero lucido, y, aunque aborrecida de muchos, fue acatada de todos.
Sentose en su tribunal a la luz del mediodía. Comenzaron a informar las partes, haciéndose encomios al modo que quedan referidos. Alabolas a todas, y con tal singularidad a cada una, que parecía decantarse a ella, mas al cabo se declaró, diciendo: «Eminentísimos realces del varón culto, plausibles prendas del varón discreto; confieso ingenuamente que a todos os admiro y a todas os celebro, pero no puedo dejar de decir la verdad, por no faltarme a mí misma. Digo, pues, que brilla un sol de los realces, lucimiento de las prendas, esplendor de la heroicidad y de la discreción complemento. Tiene en vez de esfera, religiosa ara, en aquel cristiano Haro don Luis Méndez,[10] idea mayor de esta primera prenda. Llamola Séneca el único bien del hombre; Aristóteles, su perfección; Salustio, blasón inmortal; Cicerón, causa de la dicha; Apuleyo, semejanza de la divinidad; Sófocles, perpetua y constante riqueza; Eurípides, moneda escondida; Sócrates, basa de la fortuna; Virgilio, hermosura del alma; Catón, fundamento de la autoridad. Llevándola a ella sola, llevaba todo el bien Biante; Isócrates la tuvo por su posesión; Menandro, por su escudo; y por su mejor aljaba, Horacio; Valerio Máximo no la halló precio; Plauto la hizo premio de sí misma, y el plausible César la llamó fin de las demás, y yo, en una palabra, la entereza».[11]