El Discreto/Realce XXI
Realce XXI
Diligente e inteligente
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Dos hombres formó naturaleza, la desdicha los redujo a ninguno; la industria después hizo uno de los dos. Cegó aquél, encojó este, y quedaron inútiles entrambos. Llegó el Arte, invocada de la necesidad, y dioles el remedio en el alternado socorro, en la recíproca dependencia.
«¡Tú, ciego, le dijo, préstale los pies al cojo, y tú, cojo, préstale los ojos al ciego». Ajustáronse, y quedaron remediados. Cogió en hombros el que tenía pies al que le daba ojos, y guiaba el que tenía ojos al que le daba pies. Este llamaba al otro su Atlante, y aquel a este su cielo.
Vio este prodigio de la industria un varón juicioso y, reparando en él, codiciándole para un ingenioso emblema, preguntó bien que cuál llevaba a cuál. Y fuele respondido de esta suerte:
«Tanto necesita la diligencia de la inteligencia como al contrario. La una sin la otra valen poco, y juntas pueden mucho. Esta ejecuta pronta lo que aquella, detenida, medita, y corona una diligente ejecución los aciertos de una bienintencionada atención.»
Vimos ya hombres muy diligentes, obradores de grandes cosas, ejecutivos, eficaces, pero nada inteligentes; y de uno de ellos dijo un crítico frescamente, alabando otros su diligencia, que si el tal fuera tan inteligente como era diligente, fuera sin duda un gran ministro del Monarca Grande.[1]
Pero a estos nada se les puede fiar a solas, pues el mayor riesgo corre en su correr; yerran aprisa si los dejan, y emplean toda su eficacia en desaciertos. No es aquello acabar los negocios, sino acabar con ellos, que parece que corren a la posta, digo, a caballo todo, sin caer jamás de su necedad.[2]
Es lo bueno que comúnmente estos tales aborrecen el consejo y lo truecan en ejecución.
Pasión es de necios el ser muy diligentes, porque, como no descubren los topes, obran sin reparos; corren porque no discurren, y como no advierten, tampoco advierten que no advierten; que quien no tiene ojos para ver menos los tendrá para verse.
Hay sujetos que son buenos para mandados, porque ejecutan con felicísima diligencia; mas no valen para mandar, porque piensan mal y eligen peor, tropezando siempre en el desacierto. Hay hombres de todos genios, unos para primeros y otros para segundos.
Pero no es menor infelicidad la de una grande inteligencia sin ejecución; marchítanse en flor sus concebidos aciertos, porque los comprehendió el hielo de una irresolución y, perdida de aquella su fragante esperanza, se malogran con el dejamiento.
Resuelven algunos con extremada sindéresis,[3] decretan con plausible elección, y piérdense después en las ejecuciones, malogrando lo excelente de sus dictámenes con la ineficacia de su remisión; arrancan bien y paran mal, porque pararon; discurren mucho, que es lo más; hacen juicio y aun aprecio de lo que conviene y, por una ligera fatiga del ejecutarlo, lo dejan todo perder. Otros hay poco aplicados a lo que más importa, y se apasionan por lo que menos conviene hasta llegar a tener antipatía con su obligación (que no siempre se ajustan el genio y el empleo) y, topando más dificultad en lo que abrazan, el gusto todo lo vence; de suerte que nace la fuga más de horror que de temor, más de enfado que de trabajo. Es don, y grande, la buena aplicación, que no siempre se casa ni con el oficio ni con el cargo, aunque sea soberano. ¡Qué de veces degenera de lo heroico y se destina a una vulgarísima nada!
Bien que todos los sabios son detenidos, que del mucho advertir nace el reparar; así como descubren todos los inconvenientes, querrían también prevenir todos los remedios; con esto raras veces recae la diligencia sobre la inteligencia. En los que gobiernan se desea aquella, y esta en los que pelean; y si concurren hacen un prodigio.
Fue la mayor presteza en Alejandro madre de la mayor ventura. «Conquístolo todo», decía él mismo, «dejando nada para mañana; ¿qué hiciera para otro año?» Pues César, aquel otro ejemplar de héroes, decía que sus increíbles empresas antes las había concluido que consultado, o porque su misma grandeza no le espantase, o porque aun el pensarlas no le detuviese. Gran palabra suya el «vamos», y nunca el «vayan los otros». Basta la presteza a hacer rey de las fieras al león, que, aunque muchas de ellas le ganan, unas en armas, otras en cuerpo y otras en fuerzas, él las vence a todas en fe de su presteza.[4]
Este es aquel excedido exceso que entre sí mantienen los valerosos españoles y los belicosos franceses, igualando el cielo la competencia, contrapesando la prudencia española a la presteza francesa. Opuso la detención de aquellos a la cólera de estos; lo que le falta al español de prontitud lo suple con el consejo y, al contrario, la temeridad en el francés es lastre de su increíble diligencia. Con esto andan equivocadas las victorias y paralelos los sucesos, según las contingencias y los tiempos. Tomoles el pulso César a entrambas naciones, y venció a la una previniendo, y a la otra esperando. A entrambas pudiera encargar el grande Augusto su Festina lente[5] en empresas, e hiciera un medio muy acertado.
Tiene lo bueno muchos contrarios, porque es raro, y los males muchos: para lo malo todo ayuda. El camino de la verdad y del acierto es único y dificultoso; para la perdición hay muchos medios y pocos remedios. Contra lo conveniente todas las cosas se conjuran, las circunstancias se despintan: la ocasión pasando, el tiempo huyendo, el lugar faltando, la sazón mintiendo y todo desayudando; pero la inteligencia y la diligencia todo lo vencen.