El Discreto/Realce XIX
Realce XIX
Hombre juicioso y notante
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«Muy a lo vulgar discurrió Momo cuando deseó la ventanilla en el pecho humano; no fue censura, sino desalumbramiento, pues debiera advertir que los zahoríes de corazones, que realmente los hay, no necesitan ni aun de resquicios para penetrar al más reservado interior. Ociosa fuera la transparente vidriera para quien mira con cristales de larga vista, y un buen discurso propio es la llave maestra del corazón ajeno.[1]
»El varón juicioso y notante (hállanse pocos, y por eso más singulares) luego se hace señor de cualquier sujeto y objeto, Argos al atender y lince al entender.[2] Sonda atento los fondos de la mayor profundidad, registra cauto los senos del más doblado disimulo y mide juicioso los ensanches de toda capacidad. No le vale ya a la necedad el sagrado de su silencio, ni a la hipocresía la blancura del sepulcro. Todo lo descubre, nota, advierte, alcanza y comprehende, definiendo cada cosa por su esencia.
»Todo grande hombre fue juicioso, así como todo juicioso fue grande, que realces en la misma superioridad de entendido son extremos del ánimo. Bueno es ser noticioso, pero no basta; es menester ser juicioso; un eminente crítico vale primero en sí, y después da su valor a cada cosa; califica los objetos y gradúa los sujetos; no lo admira todo ni lo desprecia todo; señala, sí, su estimación a cada cosa.
»Distingue luego entre realidades o apariencias, que la buena capacidad se ha de señorear de los objetos, no los objetos de ella, así en el conocer como en el querer. Hay zahoríes de entendimiento que miran por dentro las cosas, no paran en la superficie vulgar, no se satisfacen de la exterioridad, ni se pagan de todo aquello que reluce; sírveles su critiquez de inteligente contraste para distinguir lo falso de lo verdadero.
»Son grandes descifradores de intenciones y de fines, que llevan siempre consigo la juiciosa contracifra.[3] Pocas victorias blasonó de ellos el engaño, y la ignorancia menos.
»Esta eminencia hizo a Tácito tan plausible en lo singular, y venerado a Séneca en lo común.[4] No hay prenda más opuesta a la vulgaridad; ella sola es bastante a acreditar de discreto. El vulgo, aunque fue siempre malicioso, pero no juicioso, y aunque todo lo dice, no todo lo alcanza, raras veces discierne entre lo aparente y lo verdadero; es muy común la ignorancia, y el error muy plebeyo. Nunca muerde sino la corteza, y así todo se lo bebe y se lo traga, sin asco de mentira.
»¡Qué es de ver uno de estos censores del valor y descubridores del caudal,[5] cómo emprende dar alcance a un sujeto! ¡Pues qué, si recíprocamente dos juiciosos se embisten a la par, con armas iguales de atención y de reparo, deseando cada uno dar alcance a la capacidad del otro! ¡Con qué destreza se acometen! ¡Qué precisión en los tientos! ¡Qué atención a la razón! ¡Qué examen de la palabra! Van brujuleando[6] el ánimo, sondando los afectos, pesando la prudencia. No se satisfacen de uno ni de dos aciertos, que pudo ser ventura, ni de dos buenos dichos, que pudo ser memoria.
»De esta suerte van haciendo anatomía del ánimo, examen del caudal, registrando y ponderando tanto los discursos como los afectos, que de la excelencia de entrambos se integra una superior capacidad. No hay halcón que haga más puntas a la presa,[7] ni Argos que más ojos multiplique, como ellos atenciones a la ajena intención, de modo que hacen anatomía de un sujeto hasta las entrañas y luego le definen por propiedades y esencia.
»Es gran gusto encontrar con uno de estos y ganarle, que, si no es en fe de la amistad, no franquean su sentir; recátanse, que lo que son prontos al censurar son recatados al hablarlo; observan inviolablemente aquella otra gran treta de sentir con los pocos y de hablar con los muchos;[8] pero cuando en seguro de la amistad y a espaldas de la confianza desahogan su concepto, ¡oh, lo que enseñan!, ¡oh, lo que iluminan! Dan su categoría a cada uno, su vivo a cada acción, su estimación a cada dicho, su calificación a cada hecho, su verdad a cada intento. Admírase en ellos ya el extravagante reparo, ya la profunda observación, la sutil nota, la juiciosa crisis, el valiente concebir, el prudente discurrir, lo mucho que se les ofrece y lo poco que se les pasa.
»Tiembla de su crisis la más segura eminencia y depone la propia satisfacción, porque sabe el rigor de su acertado juicio, que es el crisol de la fineza; pero la prenda que sale con aprobación de su contraste puede pasar y lucir dondequiera. Queda muy calificada, y más que con toda la vulgar estimación, la cual, aunque sea extensa, no es segura, tiene a veces más de ruido que de aplauso, y así, no pudiendo mantenerse en aquel primero crédito, dan gran baja los ídolos del vulgo, porque no se apoyaron en la basa de la sustancial entereza. Vale más un sí de un valiente juicio de éstos que toda la aclamación de un vulgo, que no sin causa llamaba Platón a Aristóteles toda su escuela, y Antígono a Zenón todo el teatro de su fama. [9]
»Requiere o supone este valentísimo realce otros muchos en su esfera: lo comprehensivo, lo noticioso, lo acre[10], lo profundo; y si supone unos, condena otros, como son la ligereza en el creer, lo exótico en el concebir, lo caprichoso en el discurrir, que todo ha de ser acierto y entereza.
»Pero nótese que el censurar está muy lejos del murmurar, porque aquel dice indiferencia y este predeterminación a la malicia. Un integérrimo censor, así como celebra lo bueno, así condena lo malo, con toda equidad de indiferencia. No encarga este aforismo que sea maleante el discreto, sino entendido; no que todo lo condene, que sería aborrecible destemplanza de juicio, ni tampoco que todo lo aplauda, que es pedantería. Hay algunos que luego[11] topan con lo malo en cualquier cosa, y aun lo entresacan de mucho bueno; conciben como víboras y revientan por parir, proporcionado castigo a la crueldad de sus ingenios.[12] Una cosa es ser Momo de mal gusto, pues se ceba en lo podrido, otra es un integérrimo Catón, finísimo amante de la equidad.[13]
»Son éstos como oráculos juiciosos de la verdad, inapasionables jueces de los méritos, pero singulares, y que no se rozan sino con otros discretos, porque la verdad no se puede fiar, ni a la malicia ni a la ignorancia: aquella por malsín[14] y esta por incapaz; mas cuando por suma felicidad se encuentran dos de estos y se comunican sentimientos, crisis, discursos y noticias, señálese aquel rato con preciosa piedra y dedíquese a las Musas, a las Gracias y a Minerva.[15]
»Ni es solamente especulativa esta discreción, sino muy práctica, especialmente en los del mando, porque a la luz de ella descubren los talentos para los empleos, sondan las capacidades para la distribución, miden las fuerzas de cada uno para el oficio y pesan los méritos para el premio, pulsan los genios y los ingenios, unos para de lejos, otros para de cerca, y todo lo disponen porque todo lo comprehenden. Eligen con arte[16], no por suerte; descubren luego los realces y los defectos de cada sujeto, la eminencia o la medianía, lo que pudiera ser más y lo que menos. No tiene aquí lugar la pía afición, que primero es la conveniencia, no la pasión ni el engaño, los dos escollos celebrados de los aciertos, que si este es engañarse, aquella es un quererse engañar. Siempre integérrimos jueces de la razón, que sin ojos ven más y sin manos todo lo tocan y lo tantean.[17]
»Gran felicidad es la libertad de juicio, que no la tiranizan ni la ignorancia común ni la afición especial; toda es de la verdad, aunque tal vez por seguridad y por afecto la quiere introducir al sagrado de su interior, guardando su secreto para sí.
»Demás de ser deliciosa, que realmente lo es esta gran comprehensión de los objetos, y más de los sujetos, de las cosas y de las causas, de los efectos y afectos, es provechosa también. Su mayor asunto, y aun cuidado, es discernir entre discretos y necios, singulares y vulgares, para la elección de íntimos, que así como la mejor treta del jugar es saber descartarse, así la mayor regla del vivir es el saber abstraer».[18]
De esta suerte discurría con el autor el juicioso, el comprehensivo, el grande entendedor de todo, el excelentísimo señor duque de Híjar, sucesor en lo entendido y discreto del renombre de Salinas y Alenquer; no solo en el título, sino en la eminente realidad; que es eco este discurso de tan magistral oráculo.[19]