El Demonio de los Andes/04


IV : Comida acabada, amistad terminada editar

Tres meses antes de la batalla de Iñaquito, en que tan triste destino cupo al primer virrey del Perú, habían los partidarios de Gonzalo Pizarro puesto preso en la cárcel de San Miguel de Piura al capitán Francisco Hurtado, hombre octogenario, muy influyente y respetado, vecino de Santiago de Guayaquil y entusiasta defensor de la causa de Blasco de Núñez.

Cuarenta días llevaba el capitán de estar cargado de hierros y esperando de un momento a otro sentencia de muerte, cuando llegó a Piura Francisco de Carbajal, en marcha para abrir campaña contra Diego Centeno, que en Chuquisaca y Potosí acababa de alzar bandera por el rey.

El alcalde de Piura, acompañado de los cabildantes, salió a recibir a Carbajal, y por el camino lo informó, entre otras cosas, de que tenía en chirona, y sin atinar a deshacerse de él, al capitán Hurtado.

¡Mil demonios! -exclamó furioso D, Francisco-. ¡Ah, Sr. Martínez! So cabello rubio, buen piojo rabudo. ¡Y qué poco meollo para oficial de justicia, tiene vuesa merced! Bien podía hacerle tina punta a la vara, que lleva y tirársela a un perro. ¡Cargar de hierros a todo un vencedor en Pavía! ¡Habrá torpeza! ¡Por vida de mi Sr. D. Gonzalo, que no sé cómo no hago una alcaldada con el alcalde de monterilla! Corra vuesa merced y deje libre en la ciudad al capitán Hurtado, que es muy mi amigo y juntos militamos en Flandes y en Italia, y no es Francisco de Carbajal el alma de chopo que consiente en el sonrojo de hombre que tanto vale. ¡Voto va! ¡Por los gregüescos del Condestable!

Y ante tal tempestad de exclamaciones iracundas, el pobre alcalde escapó como perro en juego de bolos, diciendo para sí: «Eran lobos de una camada, no haya miedo que se muerdan. Allá se avengan, que en salvo está el que repica».

Cuando Carbajal entró en Piura ya estaba en libertad el prisionero, quien se encaminó a la posada de su viejo conmilitón para darle las gracias por el servicio que le merecía. El maestre de campo lo estrechó entre sus brazos, manifestose muy contento de ver tras largos años a su camarada de cuartel; hicieron alegres reminiscencias de sus mocedades, y por fin, llegada la hora de comer, sentáronse a la mesa en compañía del capellán, dos oficiales y cuatro vecinos.

Ni Hurtado ni Carbajal trajeron para nada a cuento las contiendas del Perú. Bromearon y bebieron a sus anchas, colmando el maestre de agasajos a su comensal. Los dos viejos parecían, en sus expansivas manifestaciones de afecto y de alegría, haberse desprendido de algunas canas. Aquello sí era amistad, y la de Orestes y Pílades pura pampirolada.

Cuando después de dos horas de banquete y de pronunciar la obligada frase con que nuestros abuelos ponían término a la masticación «que aproveche, como si fuera leche» un doméstico retiró el mantel, la fisonomía de Carbajal tomó aire pensativo y melancólico. Al cabo, y como quien después de meditarla mucho ha adoptado una resolución, dijo con grande aplomo:

-Sr. Francisco Hurtado, yo he sido siempre amigo y servidor de vuesa merced, y como tal amigo, le mandé quitar prisiones y sacar de la cárcel. Francisco de Carbajal ha cumplido, pues, para con Francisco Hurtado las obligaciones de amigo y de camarada. Ahora es menester que cumpla con lo que debo al servicio del gobernador mi señor. ¿No encuentra vuesa merced fundadas mis razones?

-Justas y muy justas, colombroño -contestó Hurtado, imaginándose que el maestre de campo se proponía con este preámbulo inclinarlo a cambiar de bandera, o por lo menos a que fuese neutral en la civil contienda.

-Huélgome -continuó Carbajal- de oírlo de su boca, que así desecho escrúpulos. Vuesa merced se confiese como cristiano que es, y capellán tiene al lado; que yo, en su servicio, no puedo hacer ya más que mandarle dar garrote.

Y Carbajal abandonó la sala, murmurando:

-Cumplí hasta el fin con el amigo, que buey viejo hace surco derecho. Comida acabada, amistad terminada.