El Demonio de los Andes/10
X : ¡Ay cuitada! Y ¡guay de lo que aquí andaba!
editarQue el octogenario y obeso Francisco de Carbajal se pirraba por amontonar tejos de oro, es punto en que todos los cronistas convienen, sin referir de su merced un solo acto de largueza o desprendimiento. Súplicas o empeños no influían en su ánimo para que perdonase al enemigo, salvo cuando venían acompañados de argumentos de peso, es decir, de limpios ducados o barrillas de metal.
A inmediaciones del Cuzco sorprendió una noche a un rico vecino, cuyo delito no era otro que haber permanecido quieto en su casa, negándose a tomar partido por Gonzalo.
-¡Hola, seor tejedor! -le dijo D. Francisco-. Tejida tiene ya Cantillana la cuerda con que ha de ahorcarle. Que no venga el padre Márquez y lo confiese.
El sentenciado que, aunque hombre de espíritu pacífico, no perdió la serenidad, acordose de que el maestre de campo tenía su lado flaco, y contestó:
-Antes que con el capellán, querría confesar con vueseñoría.
Y acercándose al oído de Carbajal, le dijo en voz muy baja:
-Doy dos mil pesos de oro por rescate de mi vida. ¿Acomoda el trato?
D. Francisco guiñó un ojo, en muestra de aceptación, y volviéndose a los capitanes que lo acompañaban, exclamó:
-¡Loado sea el Señor, que ha inspirado a vuesa merced a tiempo para revelarme su secreto! Y, pues disfrutaba de privilegio de corona, vaya vuesa merced mucho con Dios, y esté seguro que, si somos contra el rey, no somos contra la Iglesia.
Con estas palabras se propuso Carbajal alejar de los suyos la sospecha del positivo móvil de su inusitada clemencia. ¡Bueno era él para guardar respetos a gente de iglesia, él que había ahorcado en Ayacucho al padre Pantaleón con el breviario al cuello!
Cuentan de Carbajal que, en el saco de Roma, mientras sus compañeros andaban a caza de alhajas y disputándose entre ellos las prendas del botín, D. Francisco se ocupaba tranquilamente en trasladar a su posada los protocolos de un escribano. Éste, interesado en rescatar su archivo, pagó a Carbajal mil quinientos ducados. La soldadesca, que lo había calificado de loco porque se apoderó de pergaminos y papeles viejos, tuvo que confesar que procedió con talento, pues nadie logró en el saco de Roma provecho mayor que el obtenido por nuestro Demonio de los Andes. Las monedas del cartulario sirviéronle para trasladarse a Méjico.
Pero los tesoros del avaro Carbajal tuvieron siempre la mala suerte de que otro, y no él, los disfrutase. Así, aunque vencedor en el combate de Pocona, los derrotados cayeron, en su fuga, sobre el equipaje de D. Francisco, haciendo cata y cala de los tejos de oro.
Mucho doliole al maestre de campo este percance, y pasó un mes practicando infructuosas diligencias para recobrar lo perdido. Al cabo recuperó un tejuelo. Veamos cómo.
Dados de alta entre los suyos varios de los vencidos, supo que uno de éstos, llamado Pero Hernández, estaba jugando a la dobladilla un tejuelo de oro. En la disciplina de aquellos aventureros, era el juego lícita distracción para el soldado, en las horas que el servicio dejaba libres.
Carbajal, que en el Perú por lo menos nunca manejó los dados, encaminose paso entre paso al garito, y entrando de rondón, dijo:
-Jueguen y huelguen los caballeros y este se queda esa moneda, que juro cierto que es muy buena.
Y puso la mano sobre el tejuelo, que pesaba quinientos castellanos, añadiendo alegremente:
-¡Ay cuitada! Y ¡guay de lo que aquí andaba! ¡A las crines, corredor! ¡Ahora, por mi vida, que te va el recuero!
Y después de pelotear entre las manos la barrilla, como para acabar de convencerse de que era una de las que viajaron en su equipaje, continuó:
-Venga acá, Sr. Pero Hernández, que quiérole contar un cuento.
El soldado, que no creía ya su cabeza muy firme sobre los hombros, obedeció al llamamiento.
-Habrá de saber, Sr. Pero Hernández, que una honrada dueña quería mucho a su marido, y muriose éste; y un día, barriendo la casa, topó con unas calzas viejas del difunto; y cortando la bragueta púsola en un agujero; y cada vez que barría la casa, cuando llegaba al agujero comenzaba a bailar, cantando: «¡Ay, cuitada! Y ¡guay de lo que aquí andaba».
Y Carbajal, imitando a la dueña, se puso a bailar, repicando con el tejuelo y repitiendo el malicioso estribillo.
-Dígame ahora, Sr. Pero Hernández, ¿qué es de una carga de oro que estaba con este tejuelo, pues me faltan otros veinte de la familia?
-Señor, yo no lo sé -contestó el soldado-, que este tejuelo me tocó en el reparto. En cuanto a los otros, que cada sacristán doble por su difunto, que yo no tengo por qué.
-Pues búsqueme a los hermanos y encuéntrelos, por su vida, ladroncillo de barjuleta.
Y Carbajal salió del garito canturreando muy alegre: «¡Ay, cuitada! Y ¡guay de lo que aquí andaba!»
- «Porque un beso me has dado
- gruñe tu madre:
- toma, niña, tu beso,
- dila que calle».
En cuanto a Pero Hernández, aquella misma noche tomó el camino del humo, temeroso de que a D. Francisco se le antojara más tarde cobrar en su pescuezo el precio de los tejuelos.