II : El que se ahogó en poca agua

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Dicen los fatalistas que la que está de condenarse, desde chiquita no reza; que a cerdo que es para boca de lobo, no hay San Antón que lo guarde, y que el que nació para ahogarse, pierde el resuello en un charco de ranas.

No parece sino que para dar razón a tal doctrina, matadora del libre albedrío y anatematizada por la Iglesia, hubiera Dios echado al mundo a Juan de Porras, soldado que acompañó a Pizarro en la proeza de Cajamarca y a quien tocó del tesoro acumulado para el rescate de Atahualpa una partija de ciento ochenta y un marcos de plata, cuatro mil quinientas cuarenta onzas de oro.

Juan de Porras blasonaba de hidalgo, y decía que el escudo de su familia era un perro negro atado a una maza o porra en campo de oro; y ciertamente que esas son las armas de los Porras en todos los libros de heráldica, que por incidencia hemos consultado.

Corriendo los días, Juan de Porras, que era de genio inquieto y revoltoso entre los revoltosos, pasose del bando del marqués al del adelantado D. Diego, y como todos sus compañeros de desdicha, después de la batalla de las Salinas, tuvo que pasar la pena negra, porque el vencedor dio palo de firme a los vencidos. ¡Eso sí que fue argolla y no la de mi paisano!

Al fin reventó la cuerda, y armada en Lima la tremenda para asesinar a Francisco Pizarro, fue Porras uno de los que, con Juan de Rada, salieron del callejón de los Clérigos en demanda del gobernador. La mayor parte de los conjurados eran de aquella gente, malvada y fanática a la vez, que se persigna al ir a cometer un crimen y exclama: «Madre y señora mía del Carmen, que me salga bien dada esta puñalada, y te ofrezco un cirio de a libra para tu altar».

Gómez Pérez, otro de los conjurados, dio un rodeo para no meter los pies en un charco de agua, formado por la ligera lluvia o garúa con que el invierno se manifiesta en Lima, y Rada lo apostrofó con estas palabras:

-Cargado de hierro, cargado de miedo. ¡Vamos a bañarnos en sangre, y vuesa merced está huyendo de mojarse los pies! Andad y volveos, que no servís para el caso.

Juan de Porras también le clavó un puyazo a su compañero.

Vaya, Gómez Pérez, que estáis hecho una doña Melindres y que el charco se os antoja brazo de mar.

Y tras de echar un taco redondo, puso los pies en mitad del charco, diciendo:

-¡Caracoles! ¡Ahógueme yo en tan poca agua!

-¡Oígate Dios, compadre, y lo que dice tu lengua pague tu gorja! -le contestó Gómez Pérez, entre mohíno y zumbático; y obedeciendo la orden de Juan de Rada se regresó el muy cobardote al callejón de los Clérigos.

Gómez Pérez fue un pícaro de encargo, díscolo, fanfarrón y gallina, y que anduvo siempre más torcido que conciencia de escribano. Así lo pintan los historiadores. Pero es preciso convenir en que a veces Dios está con humor de gorja, porque oye hasta la plegaria de los pícaros.

Y si no, van ustedes a saber cómo oyó la de Gómez Pérez.

Cuando Gonzalo Pizarro, alzado ya contra el virrey Blasco Núñez de Vela, llegó a Lima para recibir de los oidores y vecinos el nombramiento de gobernador del Perú, fue uno de sus primeros actos echarse a perseguir a varios de los que, con razón o sin ella, eran tildados de desafectos a su causa, y entre ellos al capitán Garcilaso de la Vega, quien tomó asilo en el convento de Santo Domingo.

D. Francisco de Carbajal recibió la orden de allanar el convento y no dejar escondrijo sin registro, y para cumplirla acompañose de Porras y cuatro soldados. Cedamos aquí la palabra al cronista de Los Comentarios Reales, que él cuenta las cosas sin floreos y mejor de lo que nuestra pluma pudiera hacerlo. Así no tendrá nadie derecho para decirme que hablo a la birlonga.

«Alzó Carbajal los manteles del altar mayor, que era hueco, y vio a un infeliz soldado, Rodrigo Núñez, que también andaba fugitivo. Mas como no era Garcilaso, que era el que Carbajal tenía empeño en prender, soltó los manteles diciendo en alta voz: «No está aquí el que buscamos». En pos de él llegó Porras, y mostrándose muy diligente, alzó los manteles y descubrió al que ya Carbajal había perdonado, y dijo: «Aquí hay uno de los traidores». A Carbajal le pesó de que lo descubriese, y dijo con mal gesto: «Ya yo lo había visto». Mas como el pobre soldado fuese de los muy culpados contra Gonzalo, no pudo excusarse Carbajal de ahorcarlo sacándolo confesado del convento.

Pero Dios castigó pronto al denunciante. Tres meses después salió Porras a desempeñar una comisión en Huamanga. El caballo, que iba caluroso, cansado y sediento, se puso a beber en un charquito pequeño donde el mismo Porras le guió para que bebiese, y habiendo bebido se dejó caer en el charco y tomó una pierna a su amo debajo, y acertó Porras a caer hacia la parte alta de donde venía el agua. No pudo salir de debajo del caballo ni tuvo maña para que éste se levantara, y así se estuvieron quedos hasta que se ahogó Porras con tan poca agua que no llegaba, con estar caído, ni al pescuezo del caballo. Vinieron otros caminantes, levantaron al animal y enterraron al jinete».

Tan ridículo fin como Juan de Porras tuvo Diego Núñez de Mercado, factor de la Nueva Toledo y uno de los asesinos del marqués. Murió por consecuencia de un mordisco que le dio en el cuello su propio caballo.

Desde entonces quedó por refrán, entre los españoles del Perú, el decir, cuando un cristiano se atortola y mete en confusiones por asunto que no es de gravedad o que tiene fácil remedio:

«¡Eh! No hay que ahogarse en poca agua, como Juan de Porras», refrán que era de uso constante en boca de Carbajal.