El Criticón (Tercera parte)/Crisi XII


CRISI DUODÉCIMA

La isla de la Inmortalidad

Error plausible, desacierto acreditado, fue aquel tan celebrado llanto de Jerjes cuando, subido en una eminencia desde donde pudo dar vista a sus innumerables huestes que agotando los ríos inundaban las campañas, cuando otro no pudiera contener el gozo, él no pudo reprimir el llanto. Admirados sus cortesanos de tan extraño sentimiento, solicitaron la causa, tan escondida cuan impensada. Aquí el rey, ahogando palabras en suspiros, les respondió: «Yo lloro de ver hoy los que mañana no se verán, pues del modo que el viento lleva mis suspiros, así se llevará los alientos de sus vidas. Prevéngoles las obsequias a los que dentro de pocos años, todos los que hoy cubren la tierra, ella los ha de cubrir a ellos.» Celebran mucho los apreciadores de lo bien dicho este dicho y este hecho. Mas yo ríome de su llanto, porque preguntárale yo al gran monarca del Asia: «Sire, estos hombres, o son insignes o vulgares: si famosos, nunca mueren; si comunes, más que mueran.» Eternízanse los grandes hombres en la memoria de los venideros, mas los comunes yacen sepultados en el desprecio de los presentes y en el poco reparo de los que vendrán. Así, que son eternos los héroes y los varones eminentes inmortales. Éste es el único y el eficaz remedio contra la muerte —les ponderaba a Critilo y a Andrenio su Peregrino, tan prodigioso que nunca envejecía ni le surcaban los años el rostro con arrugas del olvido, ni le amortajaron la cabeza con las canas, repitiendo para inmortal—. Seguidme (les decía), que hoy intento trasladaros de la Casa de la Muerte al Palacio de la Vida, desta región de horrores del silencio a la de los honores de la fama. Decidme, ¿nunca habéis oído nombrar aquella célebre isla de tan rara y plausible propiedad que ninguno muere ni puede morir si una vez, entra en ella? Pues de verdad que es bien nombrada y apetecida.

—Ya yo he oído hablar de ella algunas veces —dijo Critilo—, pero como de cosa muy allende, acullá en los antípodas: socorro ordinario de lo fabuloso lo lejos, y como dicen las abuelas, de largas vías cercanas mentiras. Por lo cual yo siempre la he tenido por un espanta vulgo, remitiéndola a su simple credulidad.

—¿Cómo es eso de bene trobato? —replicó el Peregrino—, Isla hay de la Inmortalidad, bien cierta y bien cerca, que no hay cosa más inmediata a la muerte que la inmortalidad: de la una se declina la otra. Y así veréis que ningún hombre, por eminente que sea, es estimado en vida. Ni lo fue Ticiano en la pintura, ni el Bonarota en la escultura, ni Góngora en la poesía, ni Quevedo en la prosa. Ninguno parece hasta que desaparece; no son aplaudidos hasta que idos. De modo que lo que para otros es muerte, para los insignes hombres es vida. Asegúroos que yo la he visto y andado, gozándome hartas veces en ella, y aun tengo por empleo conducir allá los famosos varones.

—Aguarda —dijo Andrenio—, déjame hacer fruición de semejante dicha: ¿de veras que hay tal isla en el mundo y tan cerca, y que en entrando en ella, adiós muerte?

—Dígote que la has de ver.

—Aguarda, ¿y que ya no habrá ni el temor de morir, que aun es peor que la misma muerte?

—Tampoco.

—¿Ni el envejecer, que es lo que más sienten las Narcisas?

—Menos, no hay nada de eso.

—¿De modo que no llegan los hombres a estar chochos ni decrépitos, ni a monear aquellos tan prudentazos antes, que es brava lástima verlos después niñear los que eran tan hombres?

—Nada, nada de eso se experimenta en ella. ¡Oh, la bela cosa! En entrando allá, digo, fuera canas, fuera toses y callos, adiós corcova, y me pongo tieso, lucido y colorado, y me remozo y me vuelvo de veinte años, aunque mejor será de treinta.

—¡Y qué daría por poder hacer otro tanto quien yo me sé! ¡Oh cuándo me veré en ella, libre de pantuflos y manguitos y muletillas! Y pregunto, ¿hay relojes por allá?

—No, por cierto, no son menester, que allí no pasan días por las personas.

—¡Oh qué gran cosa! Por sólo eso se puede estar allá, que te aseguro que me muelen y me matan cada cuarto y cada instante. Gran cosa vivir de una tirada y pasar sin oír horas, como el que juega por cédulas sin sentir lo que pierde. ¡Qué mal gusto el de los que los llevan en el pecho, sisándose la vida y intimándose de continuo la muerte! Pero, otra cosa, inmortal mío, dime; ¿no se come, no se bebe en esa isla? Porque si no beben, ¿cómo viven? Si no se alimentan, ¿cómo alientan? ¿Qué vida sería ésa? Porque acá vemos que la sabia naturaleza, de los mismos medios para el vivir hizo vida: el comer es vivir y es gustar. De modo que todas las acciones más necesarias para la vida las hizo más gustosas y apetecibles.

—En eso del comer —respondió el Inmortal—, hay mucho que decir.

—Y que pensar —añadió Andrenio.

—Dícese que los héroes se sustentan de higadillas de la fénix; los valientes, los Pablos de Parada y los Borros, de medulas de leones. Pero los más noticiosos desto aseguran que se pasan, como los del monte Amano, del airecillo del aplauso que corre con los soplos de la fama, con aquello de oír decir: «¡No hay espada como la del señor don Juan de Austria, no hay bastón como el de Caracena, no hay testa como la de Oñate; no hay pico como el de Santillán!» Esto en lo que los sustenta, este aplauso, este decir: «¡Qué gran virrey el duque de Monte León! No le ha habido mejor en Aragón. ¡No se ha visto otro embajador en Roma como el conde de Sirvela, no hay garnacha como el regente de Aragón don Luis de Ejea, no hay mitra como la de Santos en Sigüenza, el arcipreste de Valpuesta y el arcediano de Zaragoza!» Este aplauso les quita las canas y las arrugas y basta a hacerlos inmortales. Vale mucho este decir universal: «¡Qué gran ministro el presidente! ¡Pues el inquisidor general! ¡No hay tiara como la de Alejandro el Máximo, el dos veces santo, no hay cetro como el…!»

—Aguarda —dijo Critilo—, no querría que fuese esto de hacer los hombres eternos lo de aquel otro del secreto de hacer sólido el vidrio, de quien cuentan que un emperador le hizo hacer pedazos a él porque no cayesen de su estimación el oro y la plata; que si aun desta suerte les decían los indios a los españoles: «¿Teniendo el vidrio allá en el otro mundo, venís a buscar el oro en éste? ¿Teniendo cristales, hacéis caso de metales?» ¿Qué dijeran, si no fuera quebradizo, si les experimentaran durable? Por tan dificultoso tengo yo alcanzarle solidez a la frágil vida como al delicado vidrio, que para mí, hombre y vidrio todo es uno: a un tris dan un tras, y acábase vidrio y hombre.

—¡Eh, seguidme! —les decía su Prodigioso—, que hoy mismo habéis de pasear por la gran plaza, por el anfiteatro de la Inmortalidad.

Fuelos sacando a luz por una secreta mina, pasadizo derecho de la muerte a la eternidad, del olvido a la fama. Pasaron por el templo del Trabajo, y díjoles:

—Buen ánimo, que cerca estamos del de la Fama.

Sacólos finalmente a la orilla de un mar tan extraño que creyeron estar en el puerto, si no de Hostia, de víctima de la Muerte, y más cuando vieron sus aguas, tan negras y tan obscuras, que preguntaron si era aquel mar donde desagua el Leteo, el río del olvido.

—Es tan al contrario —les respondió—, y está tan lejos de ser el golfo del Olvido, que antes es el de la Memoria, y perpetua. Sabed que aquí desaguan las corrientes de Helicona, los sudores hilo a hilo, y más los odoríferos de Alejandro y de otros ínclitos varones, el llanto de las Heliades, los aljófares de Diana, lindas todas de sus bellas Ninfas.

—¿Pues cómo están tan denegridas?

—Es lo mejor que tienen. Porque este color proviene de la preciosa tinta de los famosos escritores que en ella bañan sus plumas. De aquí se dice tomaron jugo la del Homero para cantar de Aquiles, la de Virgilio de Augusto. Plinio de Trajano, Cornelio Tácito de ambos Nerones, Quinto Curcio de Alejandro, Jenofonte de Ciro, Comines del gran Carlos de Borgoña, Pedro Mateo de Enrico Cuarto, Fuen Mayor de Pío Quinto y Julio César de sí mismo: autores todos validos de la Fama. Y es tal la eficacia deste licor que una sola gota basta a inmortalizar un hombre, pues un solo borrón que echaba en uno de sus versos Marcial, pudo hacer inmortales a Partenio y a Liciano (otros leen Liñano), habiendo perecido la fama de otros sus contemporáneos, porque el poeta no se acordó de ellos. Yace en medio deste inmenso piélago de la Fama aquella célebre Isla de la Inmortalidad, albergue feliz de los héroes, estancia plausible de los varones famosos.

—Pues, dinos, ¿por dónde y cómo se pasa a ella?

—Yo os lo diré, las águilas volando, los cisnes surcando, las fénix de un vuelo, los demás remando y sudando, así como nosotros.

Fletó luego una chalupa, hecha de incorruptible cedro, taraceada de ingeniosas inscnpciones, con iluminaciones de oro y bermellón, relevada de emblemas y empresas, tomadas del Sorio, del Saavedra, de Alciato y del Solórzano; y decía el patrón haberse fabricado de rabias que sirvieron de cubiertas a muchos libros, ya de nota, ya de estrella; parecían plumas sus dorados remos, y las velas lienzos del antiguo Timantes y del Velázquez moderno. Fuéronse ya engolfando por aquel mar en leche de su elocuencia, de cristal en lo terso del estilo, de ambrosía en lo suave del concepto, y de bálsamo en lo odorífero de sus moralidades. Oíanse cantar regaladamente los cisnes, que en verdad cantan los del Parnaso; anidaban seguros los alciones de la Historia, y andaban saltando alrededor del batel con mucha humanidad los delfines. Iban perdiendo tierra y ganando estrellas, y todas favorables, con viento en popa, por irse reforzando siempre más y más los soplos del aplauso. Y para que fuese el viaje de todas maneras gustoso, iba entreteniéndoles el Inmortal con su sazonada erudición: que no hay rato hoy más entretenido ni más aprovechado que el de un bel parlar entre tres o cuatro. Recréase el oído con la suave música, los ojos con las cosas hermosas, el olfato con las flores, el gusto en un convite; pero el entendimiento, con la erudita y discreta conversación entre tres o cuatro amigos entendidos, y no más, porque en pasando de ahí, es bulla y confusión. De modo que es la dulce conversación banquete del entendimiento, manjar del alma, desahogo del corazón, logro del saber, vida de la amistad y empleo mayor del hombre.

—Sabed —les decía—, ¡oh mis candidatos de la fama, pretendientes de la inmortalidad!, que llegó el hombre a tener, no ya emulación, pero envidia declarada a una de las aves; y no atinaréis tan presto cuál fuese ésta.

—¿Sería —dijeron—, el águila, por su perspicacia, señorío y vuelo?

—No, por cierto, que se abate del sol a una vil sabandija, rozando su grandeza.

—¿Sin duda que al pavón, por las atenciones de sus ojos entre tanta bizarría?

—Tampoco, que tiene malos dejos.

—¿Y al cisne, por lo candido y lo canoro?

—Menos, que es un muy necio callar el de toda la vida.

—¿A la garza, por su bizarra altanería?

—De ningún modo, que aunque remontada, es desvanecida.

—Basta, que sería la fénix, por lo única en todo.

—Por ningún caso, que demás de ser dudosa, no pudo ser feliz, pues le faltó consorte: si hembra, no tiene macho, y si macho, no tiene hembra.

—¡Válgate por ave! —dijeron—. ¿Y cuál sería, que no queda ya cosa que envidiar?

—Sí, sí queda.

—¡Quién tal creyera!

—No sé cómo me lo diga: no fue sino al cuervo.

—¿Al cuervo? —dijo Andrenio—. ¡Qué mal gusto de hombre!

—No, sino muy bueno y rebueno.

—Pues ¿qué tiene que lo valga? ¿Lo negro, lo feo, lo ofensivo de su voz, lo desazonado de sus carnes, lo inútil para todo? ¿Qué tiene de bueno?

—¡Oh sí, una cierta ventaja que empareja todo eso!

—¿Cuál es, que yo no topo con ella?

—¿Parécete que es niñería aquello de vivir trecientos años, y aún aún?

—Sí, algo es eso.

—¿Cómo algo? Y mucho, y no como quiera.

—Sin duda —dijo Critilo— que le viene eso por ser aciago, que todo lo malo dura mucho: los azares nunca se marchitan y todo lo desdichado es eterno.

—Sea lo que fuere, él llegó a lo que no el águila ni el cisne. «¿Es posible, decía el hombre, que un pájaro tan civil haya de vivir siglos enteros, y que un héroe, el más sabio, el más valiente, la mujer más linda, la más discreta, no lleguen a cumplir uno ni a vivir el tercio? ¿Que haya de ser la vida humana tan corta de días y tan cumplida de miserias?» No pudo contener esta su desazón allá en sus interioridades, a lo sagaz y prudente, sino que la manifestó luego a lo vulgar y llegó a dar quejas al Hacedor supremo. Oyóle las mal fundadas razones de su descontento, escuchóle la prolija ponderación de su sentimiento, y respondióle: «¿Y quién te ha dicho a ti que no te he concedido yo muy más larga vida que al cuervo y que al roble y que a la palma? ¡Eh, acaba ya de reconocer tu dicha y de estimar tus ventajas! Advierte que está en tu mano el vivir eternamente. Procura tú ser famoso obrando hazañosamente, trabaja por ser insigne, ya en las armas, ya en las letras, [ya] en el gobierno; y lo que es sobre todo, sé eminente en la virtud, sé heroico y serás eterno, vive a la fama y serás inmortal. No hagas caso, no, de esa material vida en que los brutos te exceden; estima, sí, la de la honra y de la fama. Y entiende esta verdad, que los insignes hombres nunca mueren.»

Campeaban ya mucho, y de muy lejos dejábanse ver entre brillantes esplendores unos portentosos edificios, que en divisándolos gritó Andrenio:

—¡Tierra, tierra!

Y el Inmortal:

—¡Cielo, cielo!

—Aquéllos, sin más ver —dijo Critilo—, son los obeliscos corintios, los romanos coliseos, las babilónicas torres y los alcázares persianos.

—No son —dijo el Inmortal—, antes bien, calle la bárbara Menfis sus pirámides y no blasone Babilonia sus homenajes, porque éstos los exceden a todos.

Cuando estuvieron ya más cerca, que pudieron distinguirlos, conocieron que eran de materia muy tosca y muy común, sin arte ni symmetría, sin molduras ni perfiles, tanto que, pasando Andrenio de admirado a ofendido, dijo:

—¡Qué cosa tan baja y tan vil es ésta! ¡Qué edificios tan indignos de un tan sublime puesto!

—Pues advierte —le respondió el Inmortal— que éstos son los más celebrados del mundo. ¿Qué importa, que lo material sea común, si lo formal de ellos es bien raro? Éstos han sido siempre venerados y plausibles, y con mucho fundamento cuando los anfiteatros y los coliseos ya cayeron y estos están en pie; aquéllos acabaron, éstos permanecen y durarán eternamente.

—¿Qué muro viejo y caído es aquel que causa horror el mirarle?

—Aquél es más celebrado y más vistoso que todas las suntuosas fachadas de los palacios más soberbios: aquéllas son las almenas de Tarifa por donde arrojó el puñal don Alonso Pérez de Guzmán.

—Y es de notar —ponderó Critilo— que ese Guzmán el Bueno fue en tiempo de don Sancho el Cuarto.

—A par dél campea aquel otro donde la no menos que valerosa matrona, levantando su falda, levantó bandera de gloriosa vitoria; que en una mujer, y al ver degollar el hijo, fue valor de singular alabanza.

—¿Qué cueva es aquélla que allí se divisa, aunque tan obscura? —No es sino muy clara y muy esclarecida: aquélla es la tan nombrada cueva Donga del inmortal infante don Pelayo, más venerada que los dorados alcázares de muchos de sus antecesores y aun descendientes.

—¿Qué arrasada trinchera es aquélla que allí se admira?

—Dígalo el Conde de Ancurt, que se acordará bien, pues ahí perdió el renombre de Invencible y lo ganó el valeroso Duque del Infantado, mostrando bien ser nieto del Cid y heredero de su gran valor. Por aquellas otras tres brechas introdujeron el socorro en Valencianes aquellos tres rayos, tres bravos chocadores, el afortunado señor don Juan de Austria, el único francés en la constancia, el plausible príncipe de Conde y el Marte de España, Caracena.

—¿Cómo no se descuellan aquí —replicó Critilo— las pirámides gitanas, tan decantadas y repetidas de los gramáticos pedantes?

—Y aun por eso, porque los reyes que las construyeron no fueron famosos por sus hechos, sino por su vanidad. Y así veréis que aun sus nombres se ignoran, ni se sabe quiénes fueron: sólo queda la memoria de las piedras, pero no de las hazañas de ellos. Tampoco toparéis aquí las doradas casas de Nerón, ni los palacios de Heliogábalo, que cuando más doraban sus soberbios edificios, pavoneaban más sus viles hierros.

—Señores —decía Andrenio—, ¿qué se ha hecho de tanto ostentoso sepulcro, con sus necias inscripciones hablando, no con los caminantes materiales, como creyeron algunos simples, sino con los pasajeros de la vida? ¿Dónde están, que no parecen?

—Ésos sí que fueron obras muertas fundadas en piedras frías. Gastaron muchos grandes tesoros en labrar mármoles, y no en famosos hechos: más les importara ahorrar de jaspes y añadir de hazañas. Y así vemos que no dura la memoria del dueño, sino de su desacierto; alaban los que los miran los primores de las piedras, mas no las prendas, y tal vez preguntan los pasajeros quién fue el que allí yace y no saben responderles, quedando en disputa el dueño: eterna necedad querer ser célebres después de muertos a porfía de losas, no habiendo sido vivos a costa de heroicos hechos.

—¿Qué castillos son aquéllos tan viejos, antiguallas que caducan de piedras bastas y humildes, roídas del tiempo, indignos de estar a par de los pórfidos costosos?

—Mucho más preciosos son éstos y de más estimación. Aquel que ves allí, míralo bien, que aún está sudando sangre sus cortinas, es el nunca bien celebrado, pero sí bien defendido de los valerosos cruzados caballeros los Medinas, Mirandas, Barraganes, Sanogueras y Guarales.

—Según eso, ése es el Santelmo de Malta.

—El mismo, el que basta hacer sombra a todos los anfiteatros del orbe. Todos aquellos otros que allí ves los erigió el inmortal Carlos Quinto para defensa de sus dilatados reinos, digno empleo de sus flotas y millones; que aun el palacio de recreación que levantó en el Pardo, dispuso fuese en forma de castillo, por no olvidar el valor en el mismo deporte. En medio de arcos triunfales, estaba una ni bien casa ni bien choza, ladeándose con ellos.

—¿Hay tal desproporción? —exclamó Andrenio—. ¡Que permanezca entre tanta grandeza tal bajeza, entre tanto lucimiento una cosa tan deslucida!

—¡Qué bien lo entiendes! —dijo el Inmortal—. Pues advierte que compite estimaciones con los más empinados edificios, y aun se honran mucho los majestuosos alcázares de estar a par de ella.

—¿Qué dices?

—Sí, parece de madera, y lo es más incorruptible que de cedro, más duradera que los bronces.

—¿Y qué cosa es?

—Una media cuba.

Riólo mucho Andrenio, y serenóle el Inmortal diciéndole:

—Trocarás la risa en admiración, y en aplauso el desprecio, cuando sepas que es la tan celebrada estancia del filósofo Diógenes, envidiada del mismo Alejandro, que rodeó muchas leguas por verla, cuando el filósofo le dijo: «Apártate, no me quites el sol», sin hacerle más fiesta al conquistador del mundo. Mas él mandó fijar al lado de ella su pabellón militar, como allí se ve.

—Pues ¿por qué no su palacio? —replicó Andrenio.

—Porque no se sabe que le tuviese ni que le fabricase. La tienda fue siempre su alcázar, que para su gran corazón no bastaban palacios: todo el mundo era su casa, que aun para morir se mandó sacar en medio la gran plaza de Babilonia a vista de sus vitoriosos ejércitos.

—Muchos edificios echo yo aquí menos —dijo Critilo— que fueron muy celebrados en el mundo.

—Así es —respondió el Inmortal—, por cuanto sus dueños tuvieron más de vanos que de hazañosos. Y así, no hallaréis aquí disparates de jaspe, necedades de bronce, frialdades de mármol: más presto toparéis la puente de palo del César que la de piedra de Trajano. No os canséis en buscar los pensiles, que no se aprecian aquí flores, sino frutos.

—¿Qué trozos de naves son aquellos que están pendientes del templo de la fama?

—Son de las que llevaban el socorro a la fénix de la lealtad, Tortosa. Y aquel prodigio del valor, el duque de Alburquerque, las rindió y desbarató en los mares de Cataluña, hazaña tan dificultosa cuan aplaudida. Y de aquí es que aún le está ceñando Marte a otras gloriosas empresas.

Mas ya había llegado el bien seguro batelejo a besar las argentadas plantas de aquellos inaccesibles peñascos, Atlantes de las estrellas, hallando por todas partes muy dificultoso el surgidero. Y deste achaque padecieron naufragio muchos y muy grandes bajeles, y aun carracas, a vista del inmortal reino; chocaban en aquellas duras inexorables rocas, donde se hacían pedazos lastimosamente. Perecían porque no parecían. Y muchos que habían navegado con próspero viento de la fama y la fortuna, habiendo comenzado bien, acabaron mal, estrellándose en el vil acroceraunio de algún vicio; encallaban otros en algún bajío de su eterna infamia. Así le sucedió a un navio inglés, y aun se dijo era la real del octavo de sus Enricos, que habiendo navegado con favorable viento de aplauso y después de haber conseguido el glorioso renombre de Defensor de la Iglesia Católica, chocó con la torpeza y se fue a pique en la herejía con todo aquel su desdichado reino. Siguiéronle casi todos los demás bajeles de su armada, pero el más infeliz fue el de Carlos Estuardo, en quien se ostentó la monstruosidad de la herejía, en él muriendo a ciegas, en los suyos degollándole ciegos. De tal suerte que quedó en duda cuál fuese mayor barbaridad: la de ellos en degollar su rey, sin ejemplar de la más bárbara fiereza; en él, de no confesarse católico. Amó la herejía que tantas desdichas le ocasionaba, perdió ambas vidas, perdió ambas coronas, la temporal y la eterna, y pudiendo inmortalizarse fácilmente declarándose católico, murió de todas maneras: de suerte que los herejes le degollaron y los católicos no le aplaudieron. En aquel otro de fiereza se estrelló Nerón, habiendo sido los seis primeros años de su imperio el mejor emperador, y los seis últimos el peor. Allí pereció otro príncipe que comenzó con bríos de un Marte y luego dio en las flaquezas de Venus. Desta suerte dieron al traste muchos famosos escritores que habiendo sacado a luz obras dignas de la eternidad, con el cacoetes del estampar y multiplicar libros se fueron vulgarizando; a otros, sus apasionados, con obras postumas mal digeridas o impuestas, los deslucieron el crédito.

Reconociendo la dificultad de tomar puerto, el noticioso Inmortal, valiéndose de su experiencia, guió el batel de arte que pudieron descubrirle, aunque estaba muy desmentido. Abordaron ya con las mismas gradas de su muerte. Mas aquí consistió su mayor imposibilidad de surgir, porque en la última se levantaba un arco triunfal de maravillosa arquitectura, esmaltado de inscripciones y de empresas, formando una majestuosa entrada, pero muy defendida con puertas de bronce, y éstas con candados de diamantes, para que ninguno pudiese entrar a su albedrío y sin que lo mereciese. Y esto, con tal rigor, que daban y tomaban el nombre y aun el renombre, como pudieran en la más recelosa citadela; y aunque algunos se usurpaban grandes renombres o se los apegaban sus lisonjeros, como del Gran Señor, del Emperador del Septentrión, de el Príncipe de Mar y Tierra, y otros semejantes disparates, no por eso tenían segura la entrada en la inmortalidad ni el ser contados entre sus heroicos moradores. Para esto asistía a la puerta un tan exacto cuan absoluto portero, cerrando, y abriendo a quien juzgaba digno de la inmortalidad; y sin su aprobación no había entrar pretendiente. Y es de advertir que no podía aquí nada el soborno, que es cosa bien rara; no había que meterle en la mano el doblón, porque él no era de dos caras, nada valía el cohecho, nada alcanzaba el favor, tan poderoso en otras partes, no escuchaba intercesiones ni se obraba con él bajo manga, que no la tenía ancha; antes, de una legua conocía a todo hombre; no había echarle dado falso: ¡qué bueno para ministro! Parecía un vicecanciller de Aragón. Todo lo deslindaba y lo apuraba, no se ahorraba con nadie, jamás hizo cosa con escrúpulo, no condescendía ni con señores ni con príncipes ni con reyes, y lo que es más, ni con validos. En prueba de esto, llegó en aquella misma ocasión un grave personaje, no ya pidiendo, sino mandando que le abriesen las puertas tan de par en par como al mismo conde de Fuentes. Miróselo el severo alcaide y a la primera ojeada conoció que no lo merecía, y respondióle:

—No ha lugar.

—¿Cómo que no —replicó él—, habiendo sido yo el Famoso, el Mayor, el Máximo?

Preguntóle quién le había dado aquellos renombres. Respondió que sus amigos. Riólo mucho y dijo:

—Más valiera que vuestros enemigos. ¡Quitá allá, que venís descaminado! ¿Quién os dio a vos, señor, el renombre de Gran Prelado, docto, limosnero y vigilante?

—¿Quién? Mis criados.

—Mejor fuera que vuestras ovejas. ¿Quién os apellidó a vos el Roldán de nuestro siglo, el Invencible, el Chocador?

—Mis aliados, mis dependientes.

—Yo lo creo así, y vosotros todos os lo bebéis. Andad y borradme esos renombres, esos supuestos blasones, nacidos de la desvergonzada lisonja. Quitá allá, que sois unos necios. ¡Como que se hizo la inmortalidad para tontos y la eterna fama para simples!

—¿Qué portero es éste tan inexorable y rígido? —preguntó Andrenio—. A fe que no es a la moda, inconquistable a los doblones: no ha asistido él en el Lobero, no toma cequíes, no ha venido él de los serrallos, y apostaré que no ha platicado él con quien yo conocí portero en algún día.

—Éste es —le dijo— el mismo Mérito en persona, hecho y derecho.

—¡Oh gran sujeto! Agora digo que no me espanto; trabajo hemos de tener en la entrada. Llegaban unos y otros a pretenderla en el reino de la Inmortalidad, y pedíales las patentes firmadas del constante trabajo, rubricadas del heroico valor, selladas de la virtud. Y en reconociéndolas desta suerte, se las ponía sobre la cabeza y franqueábales la entrada. La desdicha de otros era que las topaba manchadas del infame vicio, y daba otra vuelta a la llave.

—Esta letra —le dijo a uno— parece de mujer.

—Sí, sí.

—¡Y qué mala cuanto de más linda mano! Quitá allá, ¡qué asquerosa fama! Esta otra no viene firmada, que aun para ello le dolió el brazo a la poltronería. A ámbar huele este papel: más valiera a pólvora. Estos escritos no huelen a aceite, no son de lechuza apolínea. Desengáñese todo el mundo que, en no viniendo las certificatorias iluminadas del sudor precioso, ninguno me ha de entrar acá.

Lo que más les admiró fue el ver al mismo rey Francisco el Primero de Francia, que decían había días estaba en una de aquellas gradas, pidiendo con repetidas instancias ser admitido a la inmortalidad entre los famosos héroes y siempre se le negaba. Replicaba él atendiese a que había obtenido el renombre de Grande y que así le llamaban, no sólo sus franceses, pero los italianos escritores.

—Sepamos en virtud de qué —decía el Mérito—. ¿Acaso, Sire, porque os visteis vendido en Francia, vencido en Italia y prisionero en España, siempre desgraciado? Paréceme que Pompeyo y vos fuisteis llamados grandes, según aquel enigma: «¿Cuál es la cosa que, cuanto más la quitan, más grande se hace?» Pero entrad, siquiera por haber favorecido siempre a los eminentes hombres en todo.

Del rey don Alonso les contaron que le habían puesto en contingencia su renombre de Sabio, diciendo que en España no era mucho, y más en aquel tiempo, cuando no florecían tanto las letras, y que advirtiese que el ser rey no consiste en ser eminente capitán, jurista o astrólogo, sino en saber gobernar y mandar a los valientes, a los letrados, a los consejeros y a todos, que así había hecho Felipe Segundo.

—Con todo eso —dijo el Mérito—, es de tanta estimación el saber en los reyes, que aunque no sea sino latín, cuanto más astrología, deben ser admitidos en el reino de la Fama. Y al punto le abrió las puertas. Pero donde gastaron toda la admiración, y más si más tuvieran, fue cuando oyeron que al mayor rey del mundo, pues fundó la mayor Monarquía que ha habido ni habrá, al rey Católico don Fernando, nacido de Aragón para Castilla, sus mismos aragoneses no sólo le desfavorecieron, pero le hicieron el mayor contraste para entrar allá por haberlos dejado repetidas veces por la ancha Castilla. Mas que él respondió con plena satisfación diciendo que los mismos aragoneses le habían enseñado el camino, cuando habiendo tantos famosos hombres en Aragón, los dejaron todos y se fueron a buscar su abuelo, el infante de Antequera, allá a Castilla para hacerle su rey, apreciando más el corazón grande de un castellano que los estrechos de los aragoneses, y hoy día todas las mayores casas se trasladan allá, llegando a tal estimación las cosas de Castilla que dice el refrán que el estiércol de Castilla es ámbar en Aragón.

Mirad que todos mis antepasados están dentro y en gran puesto —decía uno vanamente confiado—, y así yo tengo derecho para entrar allá.

—Mejor dijerais obligación y obligaciones; por lo tanto, debiérades vos haber cumplido con ellas y obrado de modo que no os quedárades fuera. Entended que acá no se viene de ajenos blasones, sino de hazañas propias y muy singulares. Pero ya es común plaga de las ilustres familias que a un gran padre suceda de ordinario un pequeño hijo, y así veréis que siempre con los gigantes andan envueltos los enanos.

—¿Cómo se puede sufrir que quien es señor de tanto mundo se maleara, [que] un gran príncipe de muchos estados y ditados no tenga un rincón en el reino de la fama?

—No hay acá rincones —le respondieron—, ninguno está arrinconado. ¡Eh, señor!, acabá de entender que aquí no se mira la dignidad ni el puesto, sino la personal eminencia; no a los ditados, sino a las prendas; a lo que uno se merece, que no a lo que hereda.

—¿De dónde venís? —gritaba el integérrimo alcaide—. ¿Del valor, del saber? Pues entrad acá. ¿Del ocio y vicio, de las delicias y pasatiempos? No venís bien encaminados. ¡Volved, volved a la cueva de la Nada, que aquél es vuestro paradero! No pueden ser inmortales en la muerte los que vivieron como muertos en vida.

Mordíanse, en llegando a esta ocasión, las manos algunos grandes señores al verse excluidos del reino de la fama y que eran admitidos algunos soldados de fortuna, un Julián Romero, un Villamayor y un capitán Calderón, honrado de los mismos enemigos.

—¡Y que un duque, un príncipe, se haya de quedar fuera, sin nombre, sin fama, sin aplauso!

Presentaron algunos escritores modernos, en vez de memoriales, grandes cuerpos pero sin alma. Y no sólo no eran admitidos, pero gritaba el Mérito:

—¡Hola, venga acá media docena de faquines, que para solos sus brazos son estos embarazos! Quitá de aquí estos insufribles fárragos escritos, no con tinta fina, sino aguachirle, y así todo es broma cuanto dicen. Las ocho hojas de Persio duran hoy y se leen, cuando de toda la Amazónida de Marso no ha quedado más rastro que la censura de Horacio en su inmortal Arte. ¡Éste sí que será eterno!

Y mostró un libro pequeño.

—Miradle y leedle, que es la Corte en aldea del portugués Lobo; y estas otras, las obras de Sá de Miranda y las seis hojas de la instrucción que dio Juan de Vega a su hijo, comentada o realzada por el conde de Portalegre; esta Vida de don Juan el Segundo de Portugal, escrita por don Agustín Manuel, digno de mejor fortuna: que los más de estos autores portugueses tienen pimienta en el ingenio.

Estas voces las repetía un prodigioso eco que excedía con mucho a aquél tan célebre que está junto a nuestra eterna Bílbilis, pues este su nombre no latino está diciendo que fue mucho antes que los romanos, y hoy dura y durará siempre. Repetía aquel eco, no cinco veces las voces como éste, sino cien mil, respondiéndose de siglo en siglo y de provincia en provincia, desde la helada Estocolmo hasta la abrasada Ormuz, y no resonaba frialdades como suelen otros ecos, sino heroicas hazañas, dichos sabios y prudentes sentencias. Y a todo lo que no era digno de fama, enmudecía.

Volvieron en esto la atención a las desmesuradas voces acompañadas de los duros golpes que daba a las puertas inmortales un raro sujeto, que de verdad fue un bravo paso.

—¿Quién eres tú, que hundes más que llamas? —le preguntó el severo alcaide— ¿Eres español? ¿Eres portugués? ¿O eres diablo?

—Más que todo eso, pues soy un soldado de fortuna.

—¿Qué papeles traes?

—Sola esta hoja de mi espada.

Y presentósela. Reconocióla el Mérito, y no hallándola tinta en sangre, se la volvió diciendo:

—No ha lugar.

—¡Pues le ha de haber! —dijo enfureciéndose—. ¡No me debéis conocer!

—Y aun por eso, que si fuéradeis conocido, no fuéradeis desechado.

—Yo soy un reciente general.

—¿Reciente?

—Sí, que cada año se mudan de una y de otra parte.

—Mucho es —le replicó— que siendo tan fresco, no vengáis corriendo sangre.

—¡Eh!, que no se usa ya; eso, allá en tiempo de Alejandro y de los reyes de Aragón, cuyas barras son señales de los cinco dedos ensangrentados que pasó uno por el campo de su escudo cuando quiso limpiar la vitoriosa mano, saliendo triunfante de una memorable batalla. Quédese eso para un temerario don Sebastián y un desesperado Gustavo Adolfo. Y digo más, que si como ésos fueron reyes, hubieran sido generales, nunca hubieran perecido; cuando mucho, les hubieran muerto los caballos: que hay mucha diferencia de pelear como amo o como criado. Yo he conocido en poco tiempo más de veinte generales en una cierta guerrilla, así la llamaba el que la inventó, y no he oído decir que alguno de ellos se sacase una gota de sangre. Pero dejémonos de disputas y hágase lo que se ha de hacer, que entre soldados no se gastan palabras como entre licenciados. ¡Ea, abrid!

—Eso no haré yo —decía el Mérito—, que no llegáis con nombre, sino con voces. Oyendo esto el tal cabo, echó mano y movió tal ruido que se alborotó todo el reino de los héroes, acudiendo unos y otros a saber lo que era. Llegó de los primeros el bravo macedón y dijo:

—Dejádmele a mí, que yo le meteré en razón y en el puño. Señor jefe —le dijo—, mucho me admiro de que aquí os queráis hacer de sentir, no habiendo hecho ruido en las campañas. Tratad de volver allá y por vuestra fama, obrad media docena de hazañas, no una sola, que pudo ser ventura, sitiad un par de plazas reales, veamos cómo saldréis con ellas: que os puedo asegurar que me cuesta a mí el entrar acá más de cincuenta batallas ganadas, más de docientas provincias conquistadas, las hazañas no tienen número, aunque muy de cuenta.

—Sin duda —le respondió—, que sois el Cid, el de las fábulas. No dijera más el mismo Alejandro.

—Pues él mismo es —le dijeron.

Y cuando se creyó había de quedar aturdido, fue tan al revés, que comenzó con bravo desenfado a fisgarse dél y decir:

—¡Mirad agora, y quién habla entre soldados de Flandes, sino el que las hubo contra lanzas de marfil en la Persia, de paso en la India, y contra piedras en la Scitia! ¡Viniérase él agora a esperar una carga de mosquetes vizcaínos, una embestida de picas italianas, una rociada de bombardas flamencas! ¡Voto a…! ¡Juro que no conquistara hoy a sólo Ostende en toda su vida!

Oyendo esto, el macedón hizo lo que nunca, que fue volver las espaldas. Enmudeció también Aníbal, por temer no le sacase lo de Capua, y el mismo Pompeyo porque no le dijese que no supo usar de la vitoria. Desta suerte se retiraron todos los del tercio viejo. Y rogó el Mérito saliese alguno de los bravos campiones a la moda. Asomóse uno de harto nombre y díjole:

—Señor soldado, si vos tuviérades tan criminal la espada como civil la lengua, no tuviérades dificultad en la entrada. Andad y pasaos por los dos templos del Valor y de la Fama, que os prometo que me ha costado el entrar acá el tomar más de veinte plazas por sitio y aún aún…

Preguntó el soldado quién era, y en sabiéndolo dijo:

—¡Oh qué lindo! Ya le conozco, y no diga que peleó, sino que mercadeó; no que conquistó las plazas, sino que las compró. ¡A mí, que las vendo!

Oyendo esto, bajó sus orejas el tal general, y aun dicen que las hizo de mercader.

—Yo, yo lo entenderé —dijo otro—. Señor crudo, así como trae las certificatorias de Venus y de Baco, procure otras de Marte; que de mí le puedo asegurar que lo que otros no emprendieron con veinte mil hombres, yo con cuatro mil lo intenté y con pocos más lo ejecuté, saliendo con la más desesperada empresa, y aun me quisieron barajar la entrada.

—¿No sois vos Fulano? —dijo—. Pues, señor héroe, no me espanto, que no tuvisteis contrario ni tuvo gente en esa ocasión el enemigo. Y así no me admiro de lo que hicistes, sino de lo que dejastes de obrar, que pudiérades haber acabado la guerra, no dejando qué hacer a los venideros.

En oyendo esto, hizo lo que los otros. Llegóse uno que no debiera, de más favor que furor, y díjole:

—¡Eh, señor pretendiente!, ¿no veis que es cosa sin ejemplar la que intentáis, de querer entrar acá sin méritos? Volved a las campañas, que os juro me salieron a mí los dientes en ellas, y se me cayeron también hallándome en muy importantes jornadas. Y si perdí algunas, también gané otras con mucha reputación.

—Señor mío —le replicó—, grado a los buenos lados, que tuvistes; que así como otros mueren de ese mal, vos vivís de ese bien: mientras ellos vivieron, vencistes, y ellos muertos se os conoció bien su falta.

Aquí, no pudiéndolo sufrir uno de los más alentados, bravo chocador y que le temió más que a todos juntos el enemigo, con muchos actos positivos de su valor, éste, requiriendo la espada, le dijo desistiese de la empresa el que había desistido de tantas; que tratase de retirarse con buen orden el que con tan malo se había siempre retirado; que no pretendiese la reputación inmortal el que a tantos la había hecho perder.

—Poco a poco —le respondió—. ¿Y no sabe Dios y todo el mundo que todas vuestras facciones fueron temeridades, sin arte y sin consejo, todo arrojos? Y así os temieron más los enemigos como a un temerario que como a un prudente capitán: al fin, peleasteis de mazada.

Más dijera aquél y más oyera éste, si el Mérito no le retirara con otros muchos, diciéndoles:

—Apartaos vos, señor, no os estrelle aquello de fugerunt, fugerunt y a vos de pillare y pillare y más pillare. Pues a vos, luego os echará en la cara aquello de las espaldas en tal y tal ocasión. Quitaos vos, no os vea con esa casaca tan otra de la de ayer, mudando cada día la suya y aun la ajena. Teneos allá, que os glosará a vos aquello de encorralar los españoles y hacerles morir más de hambre que de sangre. Retiraos todos.

Y viendo que no quedaba héroe con héroe y que llegaba a meter escrúpulos en una cosa tan delicada como la fama de tantos y tan insignes varones, vino a partidos con él y pactaron que volviese al mundo, acompañado de un par de famosos escritores que examinasen de nuevo los autores de su renombre, los pregoneros de su fama, los que le habían celebrado de Cid moderno y Marte novel; y que si se hallasen constantes en lo dicho, al punto sería admitido, que así se había platicado con otros en caso de duda. Admitió el partido, como tan confiado. Llegaron, pues, a un cierto escritor más celebrador que célebre, y preguntándole si eran de aquel general las alabanzas que en tal libro, a tantas hojas, había escrito, respondió:

—Sí, suyas son, pues él las ha comprado.

Que así dijo el Jovio después de haber acabado moros y christianos, que por cuanto ellos se lo pagaron bien, él había celebrado mejor. Lo mismo respondió un poeta.

—Ved —decían— lo que se ha de creer de semejantes elogios y panegíricos. ¡Oh gran cosa la entereza y qué poco usada!

Haciéndole cargo a otro autor, de los de primera clase, de haber celebrado a éste, como a otros muchos, se excusó diciendo que no había hallado otros en su siglo a quienes poder alabar. Defendíase otro con decir:

—Esta diferencia hay entre los que alabamos y los maldicientes: que nosotros lisonjeamos a los príncipes con premio, y ellos al vulgo con civil aplauso; pero todos adulamos.

Hasta un abridor de planchas se excusó de haber metido su retrato entre los hombres insignes, diciendo que para hacer número y tener más ganancia; con lo cual quedó el tal jefe confundido, aunque no del todo desengañado. Observaron con harta admiración que para un togado que entraba allá, y ése con poco ruido, eran ciento los soldados.

—Es muy plausible —decía el Inmortal— el rumbo de la milicia: andan entre clarines y atambores; y los togados, muy a la sorda. Y así veréis que obrará cosas grandes en mucho bien de la república un ministro, un consejero, y no será nombrado, ni aun conocido, ni se habla de ellos; pero un general hace mucho ruido con el boato de sus bombardas. Abriéronse las inmortales puertas para que entrase un cierto héroe, un primer ministro que en su tiempo no sólo fue aplaudido, pero positivamente odiado; mas fueron tales y tan exorbitantes las temeridades y desaciertos del que le sucedió, que acreditaron mucho su pacífico proceder y aun le hicieron deseado. Al entrar éste, salió una fragancia tan extraordinaria, un olor tan celestial, que les confortó las cabezas y les dio alientos para desear y diligenciar la entrada en la inmortal estancia. Quedó por mucho rato bañado de tan suave fragancia el hemisferio, y decíales su Inmortal:

—¿De dónde pensáis que sale este tan precioso y regalado olor? ¿Acaso de los jardines de Chipre tan nombrados, de los pensiles de Babilonia? ¿De los guantes de ámbar de los cortesanos, de las cazoletas de los camarines, de las lamparillas de aceite de jazmín? ¡Que no, por cierto! No sale sino del sudor de los héroes, de la sobaquina de los mosqueteros, del aceite de los desvelados escritores. Y creedme que no fue encarecimento ni lisonja, sino verdad cierta, que olía bien el sudor de Alejandro Magno.

Pretendieron algunos que bastaba dejar fama de sí en el mundo, aunque nunca fuese buena, contentándose con que se hablase de ellos, bien o mal. Pero declaróse que de ningún modo, porque hay grande diferencia de la inmortal fama a la eterna infamia. Y así gritaba el Mérito:

—¡Desengañaos que aquí no entran sino los varones eminentes cuyos hechos se apoyan en la virtud, porque en el vicio no cabe cosa grande ni digna de eterno aplauso! ¡Venga todo jayán! ¡Fuera todo pigmeo! No hay aquí mediocristas; todo va por extremos. Reparó Critilo que entrando allá de todas naciones, si bien de algunas pocos, no vieron de una en esta era entrar héroe alguno.

—No es de admirar —dijo el Peregrino—, porque la infame herejía los ha reducido a tal extremo de ciegos y de mal vistos, que no se ven en ellos sino infames traiciones, abominables fierezas, inauditas monstruosidades, llegando a estar hoy sin Dios, sin ley y sin rey.

Pero aunque no hay rincón alguno en esta ilustre estancia, con todo eso repararon, al abrir la una de las dos puertas, que detrás de la otra estaban como corridos algunos célebres varones.

—¿Quiénes son aquéllos —preguntó Andrenio— que están como corridos, cubriéndose los rostros con las manos?

—Aquéllos son —les dijeron— no menos que el Cid español, el Roldán francés y el portugués Pereira.

—¿Cómo así, cuando habían de estar con las caras muy exentas en el mejor puesto del lucimiento?

—Es que están corridos de las necedades en aplausos que cuentan de ellos sus nacionales.

Ya en esto se fue acercando el Peregrino y suplicó la entrada para sí y sus dos cantaradas. Pidióles el Mérito la patente y si venía legalizada del Valor y autenticada de la Reputación. Púsose a examinarla muy de propósito y comenzó a arquear las cejas, haciendo ademanes de admirado. Y cuando la vio calificada con tantas rúbricas de la filosofía en el gran teatro del universo, de la razón y sus luces en el valle de las fieras, de la atención en la entrada del mundo, del propio conocimiento en la anotomía moral del hombre, de la entereza en el mal paso del salteo, de la circunspección en la fuente de los engaños, de la advertencia en el golfo cortesano, del escarmiento en casa de Falsirena, de la sagacidad en las ferias generales, de la cordura en la reforma universal, de la curiosidad en casa de Salastano, de la generosidad en la cárcel del oro, del saber en el museo del discreto, de la singularidad en la plaza del vulgo, de la dicha en las gradas de la fortuna, de la solidez en el yermo de Hipocrinda, del valor en su armería, de la virtud en su palacio encantado, de la reputación entre los tejados de vidrio, del señorío en el trono del mando, del juicio en la jaula de todos, de la autoridad entre los horrores y honores de Vejecia, de la templanza en el estanco de los vicios, de la verdad pariendo, del desengaño en el mundo descifrado, de la cautela en el palacio sin puerta, del saber reinando, de la humildad en casa de la hija sin padres, del valer mucho en la cueva de la nada, de la felicidad descubierta, de la constancia en la rueda del tiempo, de la vida en la muerte, de la fama en la Isla de la Inmortalidad: les franqueó de par en par el arco de los triunfos a la mansión de la Eternidad.

Lo que allí vieron, lo mucho que lograron, quien quisiere saberlo y experimentarlo, tome el rumbo de la virtud insigne, del valor heroico y llegará a parar al teatro de la fama, al trono de la estimación y al centro de la inmortalidad.