El Criticón (Tercera parte)/Crisi VII


CRISI SÉPTIMA

La hija sin padres en los desvanes del mundo

Opinaron algunos sabios que, con ser el hombre la obra más artificiosa y acabada, le faltaban aun muchas cosas para su total perfección. Echóle uno menos la ventanilla en el pecho, otro un ojo en cada mano, éste un candado en la boca, y aquél una amarra en la voluntad. Mas yo diría faltarle una chimenea en la coronilla de la cabeza y [a] algunos dos, por donde se pudiesen exhalar los muchos humos que continuamente están evaporando del celebro; y esto mucho más en la vejez, que si bien [se] considera, no hay edad que no tenga su tope, y alguna dos, y la vejez ciento. Es la niñez ignorante, la mocedad desatenta, la edad varonil trabajada y la senectud jactanciosa: siempre está humeando presunciones, evaporando jactancias, cebando estimaciones y solicitando aplausos. Como no hallan por dónde exhalarse estos desapacibles humos, sino por la boca, ocasionan notable enfado a los que les oyen, y mucha risa si son cuerdos.

¿Quién creyera que Andrenio, y mucho menos Critilo, recién caldeados en las oficinas de la cordura, frescamente salidos de darse un baño moral de prudencia y atención, habían de errar jamás las sendas de la virtud, las veredas de la entereza? Pero así como dentro de la más fina grana se engendra la polilla que la come, y en las entrañas del cedro el gusano que le carcome, así de la misma sabiduría nace la hinchazón que la desluce, y en lo más profundo de la prudencia la presunción que la desdora.

Íban, pues, ambos peregrinos en compañía del Varón de sesos, encaminándose a Roma y acercándose a su deseada Felisinda. No aca[ba]ban de celebrar los prodigios de cordura que habían hallado en los palacios del coronado Saber, aquellos grandes hombres forjados todos de sesos y aquellos otros de quienes se pudiera sacar zumo para otros diez y sustancia para otros veinte: los verdaderos gigantes del valor y del saber, los fundadores de las monarquías, no confundidores, los de cien orejas para las noticias y de cien manos para las ejecuciones; aquel extraño modo de cocer los sujetos grandes en cincuenta y sesenta otoños de ciencia y experiencia. Aquí vieron formar un gran rey, y cómo le daban los brazos del emperador Carlos Quinto, la testa de Felipe Segundo y el corazón de Felipe Tercero, y el celo de la religión católica del rey don Felipe Cuarto. Íbales dando las últimas liciones de cordura:

—Advertid —les decía— que por una de cuatro cosas llega un hombre a saber mucho: o por haber vivido muchos años, o por haber caminado muchas tierras, o por haber leído muchos y buenos libros, que es más fácil, o por haber conversado con amigos sabios y discretos, que es más gustoso.

Por último primor de la cordura, les encargó la española espera y la sagacidad italiana; sobre todo, que atendiesen mucho a no errar las principales y mayores acciones de la vida, que son como las llaves del ser y del valer.

—Porque, mirad —les decía—, que un hombre pierda un diente o una uña, y aunque sea un dedo, poco importa, fácilmente se suple o se disimula; pero aquello de perder un brazo, tener un ojo menos, mancarse de una pierna, ésa sí que es gran tacha: adviértase mucho, que afea toda la persona. Pues así digo, que un hombre yerre una acción pequeña, no hace mucho al caso, fácilmente se disimula; pero aquello de errar las mayores acciones de la vida, las principales ejecuciones, en que va todo el ser, las partes sustanciales, eso sí que monta mucho, que es un cojear la honra, afear la fama, y un deformar toda la vida. Esto iban repasando, cuando vieron que en medio del camino real estaban batallando dos bravos guerreros, y no sólo contendiendo de palabra, sino muy de obra, haciéndose el uno al otro valientes tiros a toda oposición. Aquí el sesudo guión hizo alto, y por evitar el empeño les pidió licencia de retirarse a sagrado y volverse a su centro, que dijo ser el retrete de la prudencia. Mas ellos, asiendo dél fuertemente, le suplicaron no los dejase, y menos en aquella ocasión; antes bien, que apresurasen todos tres el paso hacia los dos combatientes, para despartirlos y detenerlos.

—No le hagáis tal —les dijo—, que el que desparte suele siempre llevar la peor parte. Porfiaron ambos, encaminándose a la pendencia y llevándole a él asido en medio. Cuando llegaron cerca y creyeron hallarlos muy mal parados, y aun heridos de muerte de sus mismos hierros, advirtieron que no les salía gota de sangre ni les faltaba el menor pelo de la cabeza.

—Sin duda, que estos guerreros —dijo Andrenio— están encantados y que son otros Orrilos, que no pueden morir sino es que les corten un cierto cabello de la cabeza, que suele ser el de la ocasión, o les atraviesen la planta del pie, como fundamento de la vida, según lo discurre el ingenioso Ariosto, no bien entendido hasta hoy: perdónenme sus italianos ingenios.

—Ni es eso, ni esotro —respondió el Sesudo—. Ya yo atino lo que es. Sabed que este primero es uno de aquellos que llaman insensibles, de los que nada les hace mella, nada les empece, ni los mayores reveses de la fortuna ni los tajos de la propia naturaleza, ni los mandobles de la ajena malignidad. Aunque todo el mundo se conjure contra ellos, no los sacará de su paso; no por eso dejan de comer ni pierden el sueño, y dicen que es indolencia y aun magnanimidad.

—¿Y este otro —preguntó Andrenio— de tan gentil corpulencia, tan grueso y tan hinchado?

—Ése es —le respondió— de otro género de hombres que llaman fantásticos y entumecidos, que tienen el cuerpo aéreo. No es aquella verdadera y sólida gordura, sino una hinchazón fofa, y se conoce en que si los hieren, no les sacan sangre, sino viento, haciendo más caso de la reputación que pierden que de la herida que reciben.

Pero lo más digno de reparo fue que a todo esto no sólo no cesaron de su necia porfía cuando llegaron a ello los tres pasajeros, antes renovaron con mayor empeño la pendencia. Arremetieron a la par ambos peregrinos a detenerlos, dejando libre al Varón de seso, que como tal, en viendo la suya, dejó la ajena y se metió en salvo, dejándolos a ellos en el empeño; que siempre falta el seso a lo mejor y la cordura cuando más fue menester. Con harta dificultad pudieron sosegarlos, preguntándoles la ocasión de su debate, a que respondieron ser por ellos. Causóles mayor reparo y aun cuidado.

—¿Cómo por nosotros, si no nos conocéis, ni os conocemos?

Ahí veréis lo poco que han menester para empeñarse dos necios.

—Peleamos por cuál os ha de ganar y conduciros a su región muy opuesta.

—Si por eso es, tratad de deponer los aceros y de informarnos de quiénes sois, y adónde pretendéis llevarnos, dejándolo a nuestra elección.

—Yo —dijo el primero, queriéndolo ser en todo —soy el que guío los mortales pasajeros a ser inmortales a lo más alto del mundo, a la región de la estimación, a la esfera del lucimiento.

—Gran cosa —dijo Critilo—: a esa parte me atengo.

—¿Y tú, qué intentas? —le preguntó al otro Andrenio.

—Yo soy —respondió— el que en este paraje de la vida conduzgo los fatigados viandantes al deseado sosiego, a la quietud y al descanso.

Hízole grande armonía a Andrenio esto de el descansar, aquello de tender la pierna y dedicarse a la venerable poltronería, y declaróse luego de su banda. Creció con esto la contienda, pasando de los dos guerreros a los dos peregrinos, y trabóse más porfiadamente entre los cuatro.

—Yo —decía Andrenio—, al dulce ocio me consagro: ya es tiempo de descansar. Trabajen los mozos que ahora vienen al mundo, suden como nosotros hemos sudado, anhelen y revienten por conseguir los bienes de la industria y la fortuna; que a un viejo, permítasele entregarse ya al dulce ocio y al descanso, atendiendo a su regalo, cuando no hace poco en vivir.

—¿Quién tal dice? —replicó Critilo—. Cuanto más anciano uno es más hombre, y cuanto más hombre debe anhelar más a la honra y a la fama. No se ha de alimentar de la tierra, sino del cielo; no vive ya la vida material y sensual de los mozos o los brutos, sino la espiritual y más superior de los viejos y los celestes espíritus. Goce de los frutos de la gloria conseguidos con los afanes de tanta pena, corónese el trabajo de las demás edades con las honras de la senectud.

Todo el precioso día gastaron en su necia altercación, asistiéndoles a cada uno su padrino, a Critilo el Vano, y a Andrenio el Poltron, sin poderse ajustar; antes, estuvieron al canto de dividirse echando por su opinión cada uno. Mas Andrenio, porque no se dijese que siempre tomaba la contraria y quería salir con la suya, se dobló esta vez, diciendo que se rendía más al gusto de Critilo que al acierto. Comenzóles a guiar el Fantástico, y a seguirles el Ocioso en fe de que les conduciría después a su paraje, no contentándoles el que emprendían, como lo tenía por cierto. A pocos pasos, descubrieron un empinado monte, con toda propiedad soberbio, y comenzó a celebrarle el Desvanecido, dándole todos los epíctetos de grandeza.

—¡Mirad —decía— qué excelencia, qué eminencia, qué alteza!

—¿Y dónde te dejas lo serenísimo? —replicó el Ocioso.

Coronaba su frente un extravagante edificio, pues todo él se componía de chimeneas, no ya siete solas, sino setecientas, y por todas no paraba de salir espeso humo que en altivos penachos se esparcía al aire, y todos se los llevaba el viento.

—¡Qué perenes voladores aquellos! —ponderaba Critilo.

—¡Y qué enfadosa estancia! —decía Andrenio—. ¿Quién puede vivir en ella? De mí digo que ni un cuarto de hora.

—¡Qué bien lo entiendes! —respondió el Jactancioso—. Antes, aquella es la vivienda propia de los muy personas, de los estimados y aplaudidos.

Había chimeneas de todos modos, unas a la francesa, muy disimuladas y angostas, otras a la española, muy campanudas y huecas, para que aun en esto se muestre la natural antipatía destas dos naciones opuestas en todo, en el vestir, en el comer, en el andar y hablar, en los genios e ingenios.

—¿Veis allí —les decía el Vano— el alcázar más ilustre del orbe?

—¿De qué suerte? —replicó Andrenio.

Y el Ocioso:

—Mejor dijeras el más tiznado, el más curado con tanta humareda.

—Pues ¿hay hoy en el mundo cosa que más valga ni más se busque que el humo?

—¿Qué dices? ¿Y para qué puede valer sino para tiznar el rostro, hacer llorar los ojos y echar a un cuerdo de su casa y aun del mundo?

—¿Quién tal discurre? No sólo no huyen dél las personas, sino que se andan tras él. Hombre hay que por un poco de humo dará todo el oro de Génova, que no ya de Tibar; yo le vi dar a uno más de diez mil libras de plata por una onza de humo. Dicen que es hoy el mayor tesoro de algunos príncipes y que les vale una India, pues con él pagan los mayores servicios y con él contentan los más ambiciosos pretendientes.

—¿Cómo es eso que con humo les pagan? ¿Cómo es posible?

—Sí, porque ellos se pagan de él. ¿Nunca has oído decir que con el humo de España se luce Roma? ¿Sabes tú qué cosa es tener un caballero humos de título, y su mujer de condesa y de marquesa, y que les llamen señoría? ¿Humos de mariscal, de par de Francia, de grande de España, de palatino de Alemania, de vaivoda de Polonia? ¿Piensas tú que se estiman en poco estas penacheras tremolado al aire de su vanidad? Con este humo de la honrilla se alienta el soldado, se alimenta el letrado, y todos se van tras él. ¿Qué piensas tú que fueron y son todas las insignias que han inventado ya el premio, ya la ambición, para distinguirse de los demás, las coronas romanas, cívicas o murales, de encina o grama, las cidaris persianas, los turbantes africanos, los hábitos españoles, las jarreteras inglesas y las bandas blancas. Un poco de humo, ya colorado, ya verde, y de todas maneras y en todas partes plausible.

Íbanse encaramando por aquellas alturas y subidas con buen aire y mucho aliento, cuando se sintió un extraordinario ruido dentro, en el humoso palacio.

—¿Y esto más? —ponderó Andrenio—. ¿Sobre humo, ruido? Parece cosa de herrería. De modo que ya tenemos dos de aquellas tres cosas que basta cada una a echar un cuerdo de sus casillas.

—También eso —acudió el Vano— es de las cosas más acreditadas y pretendidas en el mundo.

—¿El ruido estimado? —replicó Andrenio.

—Sí, porque aquí toda es gente ruidosa, todos se pican de hacer ruido en el mundo y que se hable de ellos. Para esto se hacen de sentir y hablan alto, hombres plausibles, hembras famosas, sujetos célebres, que si no es de ese modo, no se hace caso de un hombre en el mundo; que en no llevando el caballo campanillas ni cascabeles, nadie se vuelve a mirarle, el mismo toro le desprecia. Aunque sea el hombre de más importancia, si no es campanudo, no vale dos chochos: por docto, por valiente que sea, en no haciendo ruido, no es conocido, ni tiene aplauso, ni vale nada.

Reforzábase por puntos la vocería, que pareció hundirse el teatro de Babilonia.

—¿Qué será esto? —preguntó Critilo—. Aquí alguna grande novedad hay.

—Es que vitorean algún gran sujeto —dijo el Fantástico.

—¿Y quién será el tal? ¿Acaso algún insigne catedrático, algún vitorioso caudillo? — decía Andrenio.

—¡No tanto como eso! —respondió con mucha risa el Ocioso—. En menos se emplean ya los vítores destos tiempos. No será sino que habrá dicho alguna chancilla de las que se usan algún farfante, o habrá recitado de buen aire su papel, y ésa es la celebridad.

—¿Hay tal fruslería? —exclamaron—. ¿De modo que éstos son los vítores de agora?

—Basta que se celebra hoy más una chanza que una hazaña. Todos cuantos vienen de unas partes y otras no traen otro que referirnos sino el cuentecillo, el chiste, la chancilla, y con eso pasan y se deslumhran los males; más sonada es una tramoya que una estratagema. Solemnizábanse en otro tiempo las graves sentencias, los heroicos dichos de los príncipes y señores; pero ahora, la frialdad del truhán y el chiste de la cortesana.

Comenzó a resonar por todas aquellas raridades del aire un bélico clarín, alborozando los espíritus y realzando los ánimos.

—¿Qué es esto? —preguntó Andrenio—. ¿A qué toca este noble instrumento, alma del aire, aliento de la fama? ¿Despierta acaso a dar alguna insigne batalla o a celebrar el triunfo de alguna conseguida vitoria?

—Que no será eso —respondió él Ocioso—. Ya yo adivino lo que es, por la experiencia que tengo: habrá pedido de beber algún cabo, algún señorazo de los muchos que aquí yacen.

—¿Qué dices, hombre? —se impacientó Critilo—. Di que ha ejecutado alguna inmortal hazaña, di que ha triunfado gloriosamente, que toca a beber la sangre de los enemigos; y no digas que brinda el otro en el banquete, que es afrenta vil emplear en acciones tan civiles las sublimes trompas del aplauso, reservadas a la heroica fama.

Estaban ya para entrar, cuando se divirtió Andrenio en mirar la ostentosa pompa del arrogante edificio.

—¿Qué miras? —dijo el Fantástico.

—Miraba —respondió el—, y aun reparaba, que para ser ésta una casa tan majestuosa y un tanto monta de todas las ilustres casas, con tantas y tan soberbias torres que dejan muy abajo a las del imperial Zaragoza y ocupan esas regiones del aire, parece que tiene poco fundamento, y ése flaco y falso.

Rióse aquí mucho el Ocioso, que siempre iba picándoles a la retaguardia. Volvióse Andrenio y en amigable confianza le preguntó si sabía de quién era aquel alcázar y quién le habitaba.

—Sí —dijo—, y más de lo que quisiera.

—Pues dinos, así te vea yo siempre lleno de dejadme estar, ¿quién es el que le embaraza, si no le llena?

—Éstos —dijo— son los célebres desvanes de aquella tan nombrada reina, la Hija sin padres.

Causóles mayor admiración.

—¿Hija y sin padres, cómo puede ser? Contradición envuelve: si es hija, padre ha de tener y madre también, que no viene del aire.

—Antes sí, y dígoos que no tiene ni uno ni otra.

—¿Pues de quién es hija?

—¿De quién? De la nada, y ella lo piensa ser todo y que todo es poco para ella y que todo se le debe.

—¿Hay tal hembra en el mundo? ¡Y que no la conozcamos nosotros!

—No os admiréis de eso, que os aseguro que ella misma no se conoce, y los que más la tratan menos la entienden, y viven desconocidos de sí mismos y quieren que todos los conozcan. Y si no, preguntadle de qué se desvanece el otro, no ya el que se levantó del polvo de la tierra, el nacido entre las malvas, sino el más estirado, el que dice se crió en limpios pañales; a todos cuantos hay, que todos son hijos del barro y nietos de la nada, hermanos de los gusanos, casados con la pudrición: que si hoy son flores, mañana estiércol, ayer maravillas y hoy sombras, que aquí parecen y allí desaparecen.

—Según eso —dijo Andrenio—, ¿esta vana reina es o quiere ser la hinchadísima Soberbia?

—Puntualmente, ella misma, la que siendo hija de la nada, presume ser algo, y mucho, y todo. ¿No reparáis qué huecos, qué entumecidos entran todos cuantos vienen, sin tener de qué ni saber por qué? Antes bien, teniendo muchas causas de confundirse, que si ellos oyesen lo que los otros dicen, se hundirían siete estados bajo tierra; que, como yo suelo ponderar, las más veces entra el viento de la presunción por los resquicios por donde había de salir: que hacen muchos vanidad de lo que debieran humiliación. Mas id ya reprimiendo la risa, que hallaréis bien dónde emplearla.

Entraron y volviendo la mira a todas partes, no hallaban dónde parar; no se veían en toda aquella gran concavidad ni colunas firmes que la sustentasen, ni salones reales, ni cuadras doradas que la enriqueciesen, como se ven en otros palacios; sino desvanes y más desvanes, huequedades sin sustancia, bóvedas con mucha necedad: todo estaba vacío de importancia y relleno de impertinencia. Encaminólos el Desvanecido al primer desván, tan espacioso y extendido como hueco, y al punto los emprendió un cierto personaje diciéndoles:

—Señores míos, cosa sabida es que el señor Conde Claros, mi tartarabuelo paterno, casó…

—Aguardad, señor —le dijo Critilo—; mirad no fuese el Conde Obscuros, cuando no hay cosa más oscura que los principios de las prosapias; a Alciato con eso, en su emblema de Proteo, donde pondera cuán obscuros son los cimientos de las casas.

—Por línea recta —decía otro— probaré yo descender del señor infame don Pelayo.

—Eso creeré yo —dijo Andrenio—, que los más linajudos suelen venir de Pelayo en lo pelón, de Laín en lo calvo y de Rasura en lo raído.

Estuvo precioso otro que hacía vanidad de que en seiscientos años no había faltado varón en su casa, por no decir macho. Riólo mucho Andrenio y díjole:

—Señor mío, eso cualquier picaro lo tiene. Y si no, veamos, ¿los esportilleros descienden acaso de hombres o de duendes? Desde Adán acá venimos todos de varón en varón, que no de trasgo en trasgo.

—Yo —decía una muy desvanecida—, en verdad que vengo, y sépalo todo el mundo, de mi señora la infanta doña Toda.

Poco le aprovecha eso, señora doña Calabaza, si vuestra señoría es doña Nada. Blasonaban muchos de su casa de solar, y ninguno contradecía. Hombre hubo de tan extraño capricho que enfilaba su ascendencia de Hércules Pinario, que eso del Cid y de Bernardo es de ayer. Y le averiguaron, curiosos de enfadados, que no descendía sino de Caco y de su mujer doña Etcétera.

—¡Que no son hidalguillos los míos —decía impertinentísima—, sino un muy de los gordos!

Y respondiéronla:

—Y aun de los hinchados.

—¡Qué bravo desván éste! —ponderaba Critilo—. ¿No sabríamos cómo le nombran?

Respondiéronle que aquélla era la sala del aire.

—Y lo creo, que no corre otro en el mundo.

—De la mejor cepa del reino —decía uno.

—Según eso, no será de blanco ni tinto, sino moscatel.

Toparon un grande personaje que estaba sacando un grande árbol de su genealogía, que eso de cepas es niñería. Iba injiriendo ramas de acá y de acullá, y después de haberse enramado mucho, paró todo en hojarascas, sin género de fruto.

—Desengáñense —dijo el Jactancioso— que no hay más casa en el mundo que la de Enríquez.

—Buena es ésa —respondió el Ocioso—, pero aténgome a la de Manrique.

—Sí, es más rica.

Lo que solemnizaron mucho fue ver fijar a muchos grandes escudos de armas a las puertas de sus casas, cuando no había un real dentro. Por eso decía aquél que no hay otra sangre que la real, y mis armas son reales. En esto de los escudos de armas había donosas quimeras, porque unos los llenaban de árboles, y pudieran de troncos; otros de fieras, y pudieran de bestias: de torres de viento muchos, y todo era Babilonia. Valía allí un tesoro un cuarto de hierro, porque decían ser vizcaíno, a pesar del Búho gallego, frío, infausto y de mal pico.

—¿No notáis —decía el Poltrón— las colas que añaden todos a sus apellidos, González de Tal, Rodríguez de Cual, Pérez de Allá y Fernández de Acullá? ¿Es posible que ninguno quiere ser de acá?

Procuraban todos injerirse en buenos troncos y de buen tamaño, unos a púa, otros a escudete. Jactábanse algunos descender de las casas de los ricos hombres, y era verdad, porque ascendieron primero por los balcones y ventanas.

—No se vuelve colorada mi sangre —decía un gentilhombre.

Y respondióle otro:

—Pues de verdad que ni de carne de doncella.

—No hay cuarto como el real —concluyó Andrenio— y más, si fuere de a ocho.

—¡Qué cansado salgo —decía Critilo— del primer desván!

—Pues advierte que aún nos quedan muchos y más enfadosos. Dirálo éste.

Era muy ostentoso, porque había en él sitiales, doseles, tronos y troneras.

—Aquí habéis de entrar —les dijo el Jactancioso, y ya ceremonioso— haciendo cortesías y zalemas: a tantos pasos una inclinación, y a tantos otra, de modo que a cada paso su ceremonia y a cada razón su lisonja, como si entrásedes a la audiencia del rey Don Pedro el Cuarto de Aragón, llamado el Ceremonioso por lo puntual y por lo autorizado en el modo de portarse. Aquí veréis las humanidades afectando divinidades, toparéis adoradas muchas estatuas de insensibilidad.

Vieron ya en un estrado una muy desvanecida hembra que, sin título ni realidad, se hacía servir de rodillas, y muy mal, porque si aun ministrando el paje con manos y con pies y con toda la acción del cuerpo, se turba y no acierta a hacer cosa, ¿qué será sirviendo a medias, torciendo el cuerpo, doblando la rodilla, en gran daño de los búcaros y vidrios? Viendo esto, dijo Critilo:

—Mucho me temo que estas rodillas de estrado han de venir a parar en rodillas de cocina.

Y realmente fue así, que toda aquella fantasía de adoraciones vino a parar en humillaciones, y toda la afectación de grandeza se trocó en confusión de pobreza. Pero lo que les cayó muy en gusto y aun donaire, fue ver tres casas llenas de pepitoria de familia que con un solo título pretendían todos la señoría, unas por tías, otras por cuñadas, los hijos por herederos, las hijas por damas; de modo que, entre padres e hijos, tíos y cuñados, llegaban a ser ciento. Y así, dijo una harto entendida que aquella señoría parecía ciento en un pie. Era de reír oírles hablar hueco y entonado, y con tal afectación que aseguran que un cierto gran señor hizo punta de físicos para ver si podrían darle modo cómo hablar por el cogote, para distinguirse del pueblo, que eso de hablar por la boca era una cosa común y vulgar. Tenían muy medidas las cortesías: ¡ojalá las acciones!; contados los pasos que habían de dar al entrar y al salir: ¡así tuvieran ajustados los que daban en el vicio! Todo su cuidado ponían en los cumplimientos: ¡ojalá en las costumbres! Todo su estudio, en estos puntos, metiendo en ellos grandes metafísicas: a quién habían de dar asiento y a quién no, dónde y a qué mano; que si no fuera por esto, no supieran muchos cuál era su mano derecha. Causóle gran risa a Andrenio, haciendo gusto del enfado, ver [a uno] que estaba en pie todo el día, cansado y aun molido, manteniendo la tela de su impertinencia.

—¿Por qué no se sienta este señor —preguntó—, siendo tan amigo de su comodidad? Y respondiéronle:

—Por no dar asiento a los otros.

—¿Hay tal impertinencia? ¿De modo que porque no se sienten los demás delante dél, él tampoco se sienta delante de ellos?

—Y es lo bueno, que se conciertan los tacaños en darle chasco, yéndose unos y viniendo otros, con que no están en pie media hora y a él le tienen así todo el día.

—Y aquel otro ¿por qué no se cubre, que se está helando el mundo?

—Porque no se cubran delante dél.

—Ésa sí que es una gran frialdad, pues él, como más delicado, estando todo el día descubierto, recoge un romadizo, con que por hacer del grave vendrá a ser el mocoso. Si daban silla a alguno, después de bien escrupuleada, y el tal quería acercarse para [no] pregonar lo que pedía secreto, sentía que se la detenía el paje por detrás, diciéndole: ¡Nonplus ultra! Y de verdad que las más veces será conveniencia, ya para no sentir el mal olor del afeite cuidadoso della, ya del achaque descuidado dél. En esto de las cortesías, acontecía desayunarse cada mañana con un par de enfados, porque había algunos de bravo humor que se iban todo el día de casa en casa, de estrado en estrado, dándoles valientes sustos escaseándoles la señoría, cercenándoles la excelencia; que por eso dijo bien una que la premática de poderles dar señoría o excelencia había sido ciencia para hacerles muchos desaires. Al contrario, otro, cuando les iba a hablar, por haberles menester, llevaba consigo un gran saco de borra, y preguntándole para qué aquella prevención, respondió:

—De borra de cumplimientos, de paja de lisonjas y cortesías, cuanto quisieren, a hartar, que me cuesta poco y me vale mucho, y más cuando voy por mi negocio a pedir o pretender: vacío mi saco de señorías y llenóle de mercedes.

Pero donde fue ya poco la risa y llegó a irrisión, donde Critilo exclamó diciendo: «¡Oh Demócrito!, ¿y dónde estás?», fue al ver la afectada femenil divinidad, porque si ellos son vanos, ellas desvanecidas más: siempre andan por extremos. «No hay ira, dijo el Sabio, sobre la de la mujer», y podría añadirse «ni soberbia». Sola una tiene desvanecimiento por diez hombres. Bien pueden ser ellos camaleones del viento, pero a fe que son ellas piraustas de la humareda. Estaban endiosadas en tronos de borra, sobre cojines de viento, más huecas que campanas moviendo aprisa los abanicos, como fuelles de su hinchazón, papando aire, que no pueden vivir sin él. Si caminaban, era sobre corcho; si dormían, en colchones de viento o pluma; si comían, azúcar de viento; si vestían, randas al aire, mantos de humo, y todo huequedad y vanidad. Más profanas cuando más superiores; adoradas de los serviles criados, que desta desvanecida adoración les debieron llamar gentiles hombres, que no de su gallardía. No se comunicaban con todas, sino con otras como ellas:

—Mi prima la duquesa, mi sobrina la marquesa…

—En no siendo princesa, no hay que hablar.

—Traedme la taza del duque, el anís del almirante.

—Visíteme el médico de los príncipes y señores (aunque sea el más matante).

—Recéteme el jarabe del rey (venga o no venga bien, basta ser del rey).

—Llamadme el sastre de la princesa.

Faltóles la paciencia y pasaron al desván de la Ciencia, que de verdad hincha mucho, y no hay peor locura que enloquecer de entendido, ni mayor necedad que la que se origina del saber. Toparon aquí raras sabandijas del aire, los preciados de discretos, los bachilleres de estómago, los doctos legos, los conceptistas, las cultas resabidas, los miceros, los sabihondos y los doctorcetes. Pero a todos ellos ganaban en tercio y quinto de desvanecimiento los puros gramáticos, gente de brava satisfación; y así decía uno que él bastaba a inmortalizar los hombres con su estilo y hacer emes con su pluma; decía ser el clarín de la Fama, cuando todos le llamaban el cencerro del orbe.

—¡Ver éstos —ponderaba Critilo—, cuando estampan algún mal librillo, la audacia con que entran, la satisfación con que hablan! ¡Mal año para Aristóteles con todas sus metafísicas, y a Séneca con sus profundidades! Achaque también de poetillas intrépidos, cuando desconfía Virgilio y manda quemar su inmortal Eneida y el ingenioso Bocalini comienza en su prólogo recelando. ¡Pues oír un astrólogo, el desvanecimiento con que habla en un pronostiquillo de seis hojas y seis mil disparates como si fuese el mejor tomo del Tostado!

Aquí hallaron los Narcisos del aire, que pareció novedad; porque los de los cristales, los pasados por agua, son ya vistos, aunque no vistosos. ¡Qué bien glosaban ellos mismos a todo lo que decían, y las más veces era un disparate!

—¿Digo algo? —arqueando las cejas—. ¿No os parece que dije bien?

Dictaba uno de éstos que se escuchan un memorial para el rey, y díjole al escribiente, que no llegaba a secretario:

—Escribí: Señor…

Y no bien hubo escrito esta sola palabra, cuando le dijo:

—Leed.

Leyó Señor, y él, cayéndosele la baba, comenzó a exclamar:

—¡Qué bien, Señor!… ¡Bien, mil veces bien!

Había muchos destos que como si echaran preciosidades por la boca, peores que los que miran en el lienzo lo que arrojan por las narices, a cada palabra hacían pausa solicitando el aplauso. Y si el oyente, o enfadado o frío, se les excusaba, ellos mismos le acordaban el descuido:

—¿Qué os parece? ¿No estuvo bien dicho?

Pero los rematados eran algunos oradores que en puesto tan grave y alto decían: — ¡Esto sí que es discurrir! ¡Aquí, aquí, ingenios míos, de puntillas, de puntillas! — cuando menos se tenía lo que decían, cuando menos subsistía el conceptillo.

Y así decía uno destos:

—Séneca dijo esto, pero más diré yo.

—¿Hay necedad más garrafal? —glosó Andrenio—. ¡Que esto pueda decir un blanco!

—Dejadlo, que es andaluz —dijo otro—, ya tiene licencia.

—Esto dificultan los sabios —proseguía—, yo daré la solución, yo lo diré, y más y más.

—¡Juro por vida de la Cordura! —exclamó Critilo—, que sueñan todos estos en opinión de juicio, y que dijo bien aquel gran monarca, habiendo oído a uno destos: «Traedme quien ore con seso.»

Y a otro semejante le apodó Buñuelo de Viento.

—Lástima es —ponderaba Critilo— que no haya un avisado avisador que tuerza la boca, guiñe el ojo, doble el labio y se ageste de licenciado de Salamanca. Pero ya Momo anda a sombra de tejado, y campea en su lugar el Aplauso, cabeceando a lo necio con la simplicísima Lisonja, aquella hermosa que bastaba a desvanecer al mismo bruto de Apuleyo.

—Señores —ponderaba Andrenio—, que a los grandes hombres no les pese de haber nacido, que los entendidos quieran ser conocidos, súfraseles. Pero que el nadilla y el nonadilla quieran parecer algo, y mucho, que el niquilote lo quiera ser todo, que el villanón se ensanche, que el ruincillo se estire, que el que debría esconderse quiera campear, que el que tiene por qué callar blasfeme, ¿cómo nos ha de bastar la paciencia?

—Pues no hay sino tenerla y prestarla —dijo el Jactancioso—, que aquí no hay hombre sin penacho ni hembra sin garzota, y muchos con penacheras de tornear de a doce palmos en alto; y los avestruces baten las mayores, porque dicen les vienen nacidas. Y es de notar que cuando parecían irlos dejando caer, los echan hacia tras haciendo cola de las que fueron crestas. Atended cuáles andan todos los pequeños de puntillas para poder ser vistos, ayúdanse de ponlevíes, ya para hacer ruido, ya para ser mirados. Hombrean aquéllos y alargan el cuello para ser estimados; los otros hacen de los graves, muy hinchados con fuelles de lisonja y desvanecimiento; précianse éstos de muy apersonados y de tener gentil fachada, porque los exprimidos dicen no valer nada, gente de poca sustancia.

—¡Oh lo que importa la buena corpulencia! —decía uno de ellos—, que da autoridad, no sólo para con el vulgo, sino para con un senado, que los más son superficiales; suple mucha falta de alma, que un abultado tiene andado mucho para parecer hombre de autoridad. Gran hombre y gran nombre prometen gran persona, que hace mucho ruido lo campanudo y parece gran cosa lo abultado.

—¿Qué hiciera el mundo sin mí? —pasaba diciendo un mochillero, y no era español.

Mas luego pasó otro que lo era y decía:

—Nosotros nacimos para mandar.

Paseaba un mal gorrón paseando la mano por el pecho y decía:

—¡Qué arzobispo de Toledo se cría aquí, qué patriarca!

—Yo seré un gran médico —decía otro—, que tengo buen talle y mejor parola.

No faltaba en Italia soldado español que no fuese luego don Diego y don Alonso. Y decía un italiano:

—Signori, ¿en España quién guarda la pécora?

—¡Anda! —le respondió uno—, que en España no hay bestias ni hay vulgo como en las demás naciones.

Llegaron actualmente a darle la norabuena a un cierto personaje de harto poca monta, de una merced muy moderada, y respondía:

—Pecho hay para todo —dándose en él dos palmadas.

Procedía otro muy a lo fantástico, hinchando los carrillos y soplando.

—A éste —dijo Andrenio— sin duda que no le cabe el viento y humo en los cascos, cuando se le rezuma por la boca.

Pasó en esto otro con un gran tizón en la mano, humeando ambos.

—¿Quién es éste? —preguntaron.

Y respondiéronles:

—Éste es el que pegó fuego al célebre templo de Diana, en efeto, no más de porque se hablase dél en el mundo.

—¡Oh mentecato! —dijo Critilo—, pues no advirtió que todos le habían de quemar la estatua y que su fama había de ser funesta.

—Que no se le dio a él nada de eso; no pretendió más de que se hablase dél en el mundo, fuese bien o mal. ¡Oh cuántos han hecho otro tanto, abrasando las ciudades y los reinos, no más de porque se hablase de ellos, pereciendo su honra, pero no su infamia! ¡Cuántos y cuántos sacrifican sus vidas al ídolo de la vanidad, más bárbaros que los caribes, exponiéndose a los choques y a los asaltos no más de por andar en las gacetas, embarazando las cartas novas! —¡Qué caro ruido! —ponderaba Critilo—. Dígole sonada necedad.

Pero no se admiraron ya de haber visto todos estos imaginarios espacios, con caramanchones de la loca fantasía, desde el un cabo del mundo al otro, comenzando por Inglaterra, que es el extremo del desvanecimiento y aun de toda monstruosidad, compitiendo la belleza de sus cuerpos con la fealdad de sus almas. No extrañaron ya el desván de los necios linajudos, ni el de los poderosos altivos por verse en alto, el de los hinchados sabios, de las insufribles hembras, con todos los demás. El que les hizo grande novedad fue uno, llamado el desván viejo, lleno de ratones ancianos, muy autorizados de canas y de calvas.

—Basta —dijo Andrenio— que yo siempre creí que el encanecer era un rezumarse el mucho seso, y agora conozco que en los más no es sino quedárseles el juicio en blanco. Escucharon lo que conversaban y hallaron que todo era jactarse y alabarse.

—En mi tiempo —decía uno—, cuando yo era, cuando yo hacía y acontecía, entonces sí que había hombres; que agora todos son muñecas.

—Yo conocí, yo traté —decía otro—, ¿no os acordáis de aquel gran maestro, el otro famoso predicador? ¿Pues aquel gran soldado? ¡Qué grandes hombres había en todo género de cosas! ¡Qué mujeres! Más valía una de entonces que un hombre de agora.

—Desta suerte están todo el día, diciendo mal del siglo presente que no sé cómo los sufre. Nadie les parece que sabe, sino ellos. A todos los demás tienen por mozos y por muchachos, aunque lleguen a los cuarenta, y mientras ellos viven, nunca llegan los otros a ser hombres, ni a tener autoridad ni mando: luego les salen con que ayer vinieron al mundo, que aun se están con la leche en los labios y con el pico amarillo: «Antes que vos nacierais, antes que vinierais al mundo, ya yo estaba cansado.» Y no miente, que a fe lo son de todas maneras, jactanciosos, vanagloriosos, ocupando uno de los más encaramados desvanes. Finalmente, llegaron a otro tan extremo de fantástico que dejaba muy atrás todos los pasados; tenía dos gigantes colunas a la puerta, como non plus ultra del desvanecimiento. Negábanles la entrada, y hubiera sido conveniencia, porque después de haber desperdiciado ruegos éstos y conciliado estimaciones aquéllos, al abrir ya la ostentosa puerta, digo puerto de torbellinos de viento, de tempestades de vanidad, les embistió una tal avenida de humos y de fantasías, que dudaron si se habría reventado en el Vesubio algún volcán. Y fue tal el tropel de enfados que, no le pudiendo tolerar, volvieron las espaldas, a lo cuerdo. Pero qué desván de desvanes fuese el tal, promete decirlo la siguiente crisi.