El Criticón (Tercera parte)/Crisi V



CRISI QUINTA

El palacio sin puertas

Varias y grandes son las monstruosidades que se van descubriendo de nuevo cada día en la arriesgada peregrinación de la vida humana. Entre todas, la más portentosa es el estar el Engaño en la entrada del mundo y el Desengaño a la salida: inconveniente tan perjudicial que basta a echar a perder todo el vivir, porque si son fatales los yerros en los principios de las empresas (por ir creciendo siempre y aumentándose cuanto más va, hasta llegar en el fin a un exorbitante exceso de perdición), errar pues los principios de la vida ¿qué será sino un irse despeñando con mayor precipitación de cada día, hasta venir a dar al cabo en un irremediable abismo de perdición y desdicha? ¿Quién tal dispuso, y desta suerte? ¿Quién así lo ordenó? Ahora me confirmo en que todo el mundo anda al revés, y todo cuanto hay en él es a la trocada. El Desengaño, para bien ir, había de estar en la misma entrada del mundo, en el umbral de la vida, para que al mismo punto que el hombre metiera el pie en ella se le pusiera al lado y le guiara, librándole de tanto lazo y peligro como le está armado; fuera un ayo puntual que siempre le asistiera, sin perderle ni un solo instante de vista; fuera el numen vial que le encaminara por las sendas de la virtud al centro de su felicidad destinada. Pero como, al contrario, topa luego con el Engaño, el primero que le informa de todo al revés, hácele desatinar y le conduce por el camino de la mano izquierda al paradero de su perdición.

Así se lamentaba Critilo, mirando a una y otra parte en busca de su Descifrador, que en aquella confusión universal de humo y de ignorancia le habían perdido. Mas fue su suerte que otro que les estaba oyendo y percibió los extremos de su sentimiento, se fue llegando a ellos y les dijo:

—Razón tenéis de quejaros del desconcierto del mundo, mas no habéis de preguntar quién así lo ordenó, sino quién lo ha desordenado; no quién lo ha dispuesto, sino quién lo ha descompuesto. Porque habéis de saber que el artífice supremo muy al contrario lo trazó de como hoy está, pues colocó el Desengaño en el mismo umbral del mundo y echó el Engaño acullá lejos donde nunca fuera visto ni oído, donde jamás los hombres le encontraran.

—Pues ¿quién los ha barajado deste modo? ¿Quién fue aquel tan atrevido hijo de Jafet que así los ha trastocado?

—¿Quién? Los mismos hombres, que no han dejado cosa en su lugar; todo lo han revuelto de alto abajo, con el desconcierto que hoy le vemos y lamentamos. Digo, pues, que estaba el bueno del Desengaño en la primera grada de la vida, en el zaguán desta casa común del orbe, con tal atención que en entrando alguno, al punto se le ponía al lado y comenzaba a hablarle claro y desengañarle: «Mira, le decía, que no naciste para el mundo, sino para el cielo; los halagos de los vicios matan, y los rigores de las virtudes dan vida; no te fíes en la mocedad, que es de vidrio. No tienes de qué desvanecerte, le decía al presumido, por tus presentes; vuelve los ojos a tus pasados, reconócelos bien a ellos para que no te desconozcas a ti. Advierte, le decía al tahúr, que pierdes tres cosas: el precioso tiempo, la hacienda y la conciencia. Avisábala de su fealdad a la resabida, y de su [necedad] a la bella; a los varones de prendas, de su corta ventura, y a los venturosos, de sus pocos méritos; al sabio, de su desestimación, y de su incapacidad al poderoso. Al pavón le acordaba el potro de sus pies, y al mismo sol sus eclipses; a unos su principio, a otros su paradero; a los empinados su caída, y a los caídos su merecido. Andábase de unos en otros estrellando verdades: decíale al viejo que tenía todos los sentidos consentidos, y al mozo que sin sentir; al español que no fuese tan tardo, y al francés que no se moviese tan de ligero; al villano que no fuese malicioso, y al cortesano adulador. No se ahorraba con ninguno, pues aunque fuera un gran señor, le avisaba que no le caía bien el vos con todos, que podría tal vez descuidarse con su príncipe y hablarle del mismo modo, o tan sin él; y a otro, que siempre estaba de chanza, le advirtió que podría ser le llamasen el duque de Bernardina. Traía el espejo cristalino del propio conocimiento muy a mano y plantábasele delante a todos: no gustaba desto el mal carado y menos el mascarado, ni el tuerto ni el boquituerto, el cano, el calvo. Decíale a uno que le bobeaba el gesto, y al otro que tenía ruin fachada. Las feas le hacían malísima cara, y las viejas le paraban arrugado ceño. Hízose con esto mal quisto en cuatro días; y a cuatro verdades, tan aborrecible que no le podían ver. Comenzaron a darle de mano y aun del pie. Buenos porrazos asentó él de verdades, pero también se llevó malos empellones de enfados: éste le arrojaba a aquél, y aquél al otro de más allá, hasta venir a dar con él en la vejez, acullá en el remate de la vida; y si pudieran más lejos, aun allí no le dejaran parar. Al contrario, lisonjeados grandemente del Engaño, aquel plausible hechicero, comenzaron a tirar dél cada uno hacia sí, hasta traerlo al medio de la vida, y de allí, poco a poco, a los principios de ella: con él comienzan, con él prosiguen. A todos les venda los ojos, jugando con ellos a la gallina ciega, que no hay hoy juego más introducido. Todos andan desatinados, dando de ojos de vicio en vicio, unos ciegos de amor, otros de codicia, éste de venganza, aquél de su ambición, y todos de sus antojos, hasta que llegan a la vejez, donde topan con el Desengaño. [Él] los halla a ellos, quítales las vendas, y abren los ojos cuando ya no hay qué ver, porque con todo acabaron: hacienda, honra, salud y vida, y lo que es peor, con la conciencia. Ésta es la causa de estar hoy el Engaño a la entrada del mundo y el Desengaño a la salida, la mentira al principio, la verdad al fin, aquí la ignorancia y acullá la ya inútil experiencia. Pero lo que más es de ponderar y de sentir, que aun llegando tan tarde el Desengaño, ni es conocido ni estimado; como os ha sucedido a vosotros, que habiendo tratado, conversado y comunicado con él, no le habéis conocido.

—¿Qué dices, hombre? ¿Nosotros vístole, hablado y comunicado con él? ¿Cuándo y dónde?

—Yo os lo diré. ¿No os acordáis de aquel que todo lo iba descifrando y no se descifró a sí mismo? ¿Aquel que os dio a entender todas las cosas, y a él no le conocisteis?

—Sí, y harto que yo le suspiro —dijo Critilo.

—Pues ése era el Desengaño, el querido hijo de la Verdad, por lo hermoso y lo lucido; ése el que causa los dolores después de haberle sacado a luz. Aquí hizo extremos de sentimiento Critilo, lamentándose agriamente de que todo lo que más importa no se conoce cuando se tiene ni se estima cuando se goza, y después, pasada la ocasión, se suspira y se desea: la verdad, la virtud, la dicha, la sabiduría, la paz, y agora el desengaño. Al contrario, Andrenio, no sólo no mostró sentimiento, sino positivo gozo, diciendo:

—¡Eh, que ya nos enfadaba y aun tenía muy hartos de tanta verdad a las claras! ¡Qué buen gusto tuvieron los que supieron sacudir de sí al aborrecible entremetido, mosca importuna! Él podía ser hijo de la Verdad, mas a mí me pareció padrastro de la vida. ¡Qué enfado tan continuo, qué cosa tan pesada su desengaño cada día, aquello de desayunarse con un desengaño a secas! No paraba de ir diciendo necedades a título de verdades. «Tú eres un desatinado», le decía al uno sin más ni más, y al otro: «Tú eres un simple», en seco y sin llover. «Tú una necia, y tú una fea.» ¡Mira quién le había de esperar, cuando no hay cosa más pesada que una verdad no pensada! Siempre andaba diciendo: «¡Qué mal hiciste, qué mal lo pensaste, qué mala resolución la tuya!» ¡Eh, quitádmelo delante, no le vea más de mis ojos!

—Lo que yo más siento —ponderaba Critilo— fue el perderle cuando más le deseaba, cuando había de descifrarnos al mismo descifrador que estaba leyendo cátedra de embustes en medio la gran plaza de las apariencias.

—Pues ¿qué os pareció de aquella afectación de unos en acreditar las cosas y los sujetos, y la vulgaridad de los otros en creerlo, aquel dar en una opinión tanto necio? Aquélla es la tiranía de la fama hechiza, el monopolio de la alabanza. Apodéranse del crédito cuatro o cinco embusteros aduladores y cierran el paso a la verdad con el afectado artificio de que no lo entienden los otros y que es necio el que dice lo contrario. Y así veréis que los ignorantes se lo beben, los lisonjeros lo aplauden y los sabios no osan chistar, conque triunfa Aragne contra Palas, Marsias contra Apolo, y pasa la necedad por sutileza y la ignorancia por sabiduría. ¡Oh cuántos autores hay hoy muy acreditados por esta opinión común, sin haber hombre que se les atreva! ¡Cuántos libros y cuántas obras en gran predicamento que, bien examinados, no merecen el crédito que gozan! Pero yo me guardaré muy bien de poner nota en quien tiene estrella. ¡Cuántos sujetos sin valor y sin saber son celebrados a esta traza, sin haber hombre que ose hablar, sino algún desesperado Bocalini! Si dan en decir que una es linda, lo ha de ser, aunque sea un trasgo; si dan en que uno es sabio, se saldrá con ello, aunque sea un idiota; si en que es gran pintura, aunque sea un borrón. Y de éstas toparéis mil vulgaridades: tal es la tiranía de la afectada fama, la violencia del dar a entender todo lo contrario de lo que las cosas son. De suerte que hoy todo está en opinión y según como se toman las cosas.

—Pero, ¡qué gran arte aquella del descifrar! —ponderaba Critilo—. No sé qué me diera por saberla, que me pareció de las más importantes para la humana vida.

Sonrióse aquí el nuevo camarada, y añadió:

—Otra me atrevo yo a comunicaros, harto más sutil y de mayor maestría.

—¿Qué dices? —le replicó Critilo—. ¿Otra mayor puede hallarse en el mundo?

—Sí —respondió—, que de cada día se van adelantando las materias y sutilizando las formas: mucho más personas son los de hoy que los de ayer, y lo serán mañana.

—¿Cómo puedes decir eso, cuando todos convienen en que ya todo ha llegado a lo sumo y que está en su mayor pujanza, tan adelantadas todas las cosas de naturaleza y arte que no se pueden mejorar?

—Engáñase de medio a medio quien tal dice, cuando todo lo que discurrieron los antiguos es niñería respeto de lo que se piensa hoy, y mucho más será mañana. Nada es cuanto se ha dicho con lo que queda por decir, y creedme, que todo cuanto hay escrito en todas las artes y ciencias no ha sido más que sacar una gota de agua del océano del saber. ¡Bueno estuviera el mundo, si ya los ingenios hubieran agotado la industria, la invención y la sabiduría! No sólo no han llegado las cosas al colmo de su perfección, pero ni aun a la mitad de lo que pueden subir.

—Dinos por tu vida, así llegue a ser más rancia que la de Néstor, ¿qué arte puede ser esa tuya, qué habilidad, que sobrepuje al ver con cien ojos, al oír con cien orejas, al obrar con cien manos, proceder con dos rostros, doblando la atención al adevinar cuánto ha de ser y al descifrar un mundo entero?

—Todo eso que exageras es niñería, pues no pasa de la corteza; es un discurrir de las puertas afuera. Aquello de llegar a escudriñar los senos de los pechos humanos, a descoser las entretelas del corazón, a dar fondo a la mayor capacidad, a medir un celebro por capaz que sea, a sondar el más profundo interior: eso sí que es algo, ésa sí que es fullería y que merece la tal habilidad ser estimada y codiciada.

Estaban atónitos ambos peregrinos oyendo tal destreza del discurrir, cuando prorrumpió Andrenio y le dijo:

—¿Quién eres, hombre o prodigio, si ya no eres algún malicioso, algún malintencionado o algún vecino, que es el que ve más?

—Nada de eso soy.

—Pues ¿qué eres?, que no te queda ya que ser sino algún político o un veneciano estadista.

—Yo soy —dijo— el Veedor de todo.

—Explícate, que menos te entiendo.

—¿Nunca habéis oido nombrar los zahoríes?

—Aguarda, ¿aquel disparate vulgar, aquella necedad celebrada?

—¿Cómo necedad? —les replicó—. Zahoríes hay tan ciertos como perspicaces: por señas, que yo soy uno de ellos. Yo veo clarísimamente los corazones de todos, aun los más cerrados, como si fuesen de cristal, y lo que por ellos pasa, como si lo tocase con las manos; que todos para mí llevan el alma en la palma. Vosotros, los que no gozáis de esta eminencia, Asegúroos que no veis la mitad de las cosas, ni la centésima parte de lo que hay que ver en el mundo; no veis sino la superficie, no ahondáis con la vista, y así os engañáis siete veces al día: hombres, al fin, superficiales. Pero a los que descubrimos cuanto pasa allá en las ensenadas de una interioridad, acullá dentro en el fondón de las intenciones, no hay echarnos dado falso. Somos tan tahures del discurrir que brujuleamos por el semblante lo más delicado del pensar; con sólo un ademán tenemos harto.

—¿Qué puedes tú ver —replicó Andrenio— más de lo que vemos nosotros?

—Sí, y mucho. Yo llego a ver la misma sustancia de las cosas en una ojeada, y no solos los accidentes y las apariencias, como vosotros; yo conozco luego si hay sustancia en un sujeto, mido el fondo que tiene, descubro lo que tira y dónde alcanza, hasta dónde se extiende la esfera de su actividad, dónde llega su saber y su entender, cuánto ahonda su prudencia: veo si tiene corazoncillo, y el que bravos hígados, y si se le han convertido en bazo. Pues el seso yo le veo con tanta distinción, como si estuviese en un vidrio, si está en su lugar (que algunos lo tienen a un lado), si maduro o verde: en viendo un sujeto conozco lo que pesa y lo que piensa. Otra cosa más, que he topado muchos que no tenían la lengua trabada con el corazón, ni los ojos unidos con el seso, con dependencia dél; otros, que no tienen hiel.

—¡Qué linda vida pasarán ésos! —dijo Critilo.

—Sí, porque nada sienten, de nada se consumen ni melancolizan. Pero lo que es más de admirar, que hay algunos que no tienen corazón.

—Pues ¿cómo pueden vivir?

—Antes, más y mejor, sin cuidados: que corazón se dijo del curarse y tener cuidados. A los tales nada les da pena, no se les viene a consumir como el célebre duque de Feria, que cuando llegaron a embalsamarle le hallaron el corazón todo arrugado y consumido, conque le tenía grande. Yo veo si está sano y de qué color, si amarillo de envidia, y si negro de malicia; percibo su movimiento y me estoy mirando hacia dónde se inclina. Las más cerradas entrañas están a mis ojos muy patentes y descubro si están gastadas o enteras; la sangre veo en sus venas y advierto el que la tiene limpia, noble y generosa. Lo mismo puedo decir del estómago: luego conozco qué estómago le hacen a cualquiera los sucesos, si puede digerir las cosas. Y me río las más veces de los médicos, que estará el mal en las entrañas y ellos aplican los remedios al tobillo, procede el mal de la cabeza y recetan el untar los pies. Veo y distingo clarísimamente los humores, y el de cada uno, si está o no de buen humor, observándolo para la hora del despacho y conveniencia; si reina la melancolía, para remitirlo a mejor sazón; si gasta cólera o flema.

—¡Válgate Dios por zahorí —dijo Andrenio—, y lo que penetras! —Pues aguarda, que eso es nada. Yo veo, yo conozco si uno tiene alma o no.

—Pues ¿hay quien no la tenga?

—Sí, y muchos, y por varios modos.

—¿Y cómo viven?

—En diptongo de vida y muerte; andan sin alma como cántaros, y sin corazón como hurones. Y en una palabra, de pies a cabeza comprehendo un sujeto, por dentro y fuera le reconozco y le defino, con que a muchos no les hallo definición. ¿Qué os parece la habilidad?

—Que es cosa grande.

—Mas pregunto —dijo Critilo—, ¿procede de arte o naturaleza?

—Mi industria me cuesta, y advierte que todas estas artes son de calidad que se pegan platicando con quien las tiene.

—Yo la renuncio desde luego —dijo Andrenio—: no trato de ser zahorí.

—¿Por qué no?

—Porque tú no has dicho lo malo que tiene.

—¿Qué le hallas tú de malo?

—¿No es harto aquello de ver los muertos en sus sepulcros, aunque estén metidos entre mármoles o siete estados bajo tierra, aquellas horribles cataduras, hormigueros de sabandijas, visiones de corrupción? ¡Quita allá, y líbreme Dios de tan trágico espectáculo, aunque sea de un rey! Dígote que no podría comer ni dormir en un mes.

—¡Qué bien lo entiendes! Esos nosotros no los vemos, que allí no hay que ver, pues todo paró en tierra, en polvo, en nada. Los vivos son los que a mí me espantan, que los muertos nunca me dieron pena. Los verdaderos muertos que nosotros vemos y huímos son los que andan por su pie.

—Si muertos, ¿cómo andan?

—Ahí verás, que andan entre nosotros y arrojan pestilencial olor de su hedionda rama, de sus gastadas costumbres. Hay muchos, ya podridos, que les huele mal el aliento; otros que tienen roídas las entrañas, hombres sin conciencia, hembras sin vergüenza, gente sin alma; muchos, que parecen personas y son plazas muertas. Todos estos sí que me causan a mí grande horror, y tal vez se me espeluzan los cabellos.

—Según esto —replicó Critilo—, también debes de ver lo que se cocina en cada casa.

—Sí, y a fe muchos malos guisados: veo maldades emparedadas que se cometen en los más escondidos retretes, fealdades arrinconadas que se echan luego a volar por las ventanas y andan de corrillo en corrillo, corriendo a sus avergonzados dueños. Sobre todo, yo veo si uno tiene dinero, y me río muchas veces de ver que a algunos los tienen por ricos, por hombres adinerados y poderosos, y yo sé que es su tesoro de duendes y sus baúles como los del Gran Capitán, y aun sus cuentas. A otros veo tenerlos por unos pozos de ciencia, y yo llego y miro, y veo que son secos. Pues de bondad, asegúroos que no veo la mitad. Así que no hay para mi vista cosa reservada ni escondida; los billetes y las cartas, por selladas que estén, las leo y atino lo que contienen, en viendo para quién van y de quién vienen.

—Agora no me espanto —decía Critilo— que oigan las paredes, y más las de palacio, entapizadas de orejas. Al fin, todo se sabe y se huele.

—¿Qué ves en mí? —le pregunó Andrenio—: ¿Hay algo de sustancia?

—Eso no diré yo —respondió el Zahorí—, porque aunque todo lo veo, todo lo callo; que quien más sabe suele hablar menos. Procedían gustosamente embelesados, viéndole hacer maravillosas experiencias, cuando descubrieron a un lado del camino un extraño edificio que en lo encantado parecía palacio, y en lo ruidoso casa de contratación, y en lo cerrado brete: no se le veían ventanas, ni puertas.

—¿Qué diptongo de estancia es ésta? —preguntaron.

Y el Zahorí:

—Éste es el escándalo mayor. Pero al decir esto salió dél, sin que advirtiesen cómo ni por dónde, un monstruo sobre raro formidable, mezcla de hombre y caballo, de aquellos que los antiguos llamaban centauros. Éste, en dos brincos, estuvo sobre ellos, y formando algunos caracoles se fue arrimando a Andrenio, y asiéndole de un cabello, que para ocasión basta y para afición sobra, metióle a las ancas de aquel su semicaballo con alas (que todos los males vuelan) y en un instante dio la vuelta para su laberinto corriente y confusión al uso. Dieron voces los camaradas, mas en vano, porque dejaba atrás el viento, y del mismo modo que saliera, sin saberse cómo ni por dónde, le metió allá, dejándole muy encastillado en nuevas monstruosidades.

—¿Hay tal violencia? —se lamentaba Critilo—. ¿Qué casa o qué ruina es ésta?

Y el Zahorí, suspirando, le respondió:

—No es edificio, sino desedificación de tanto pasajero, casa hecha a cien malicias, bajío de la vejez, seminario de embustes, y para decirlo de una vez, éste es el palacio de Caco y de sus secuaces, que ya no habitan en cuevas. Diéronle muchas vueltas, sin poder distinguir la frente del envés; rodeáronle todo muchas veces sin poderle hallar entrada ni salida. Sonaban y aun tonaban los de dentro, y aseguraba Critilo que sentía la voz [de] Andrenio, mas no percibía lo que decía ni descubría por dónde podía haber entrado, afligiéndose en gran manera y desconfiando de poder penetrar allá.

—Ten pecho y espera —le dijo el Zahorí—, y advierte que con gran facilidad hemos de entrar bien presto.

—¿Cómo, si no se le conocen entradas ni salidas ni un resquicio ni una rendrija?

—Ahí verás el primor de la industria cortesana. ¿No has visto tú entrar a muchos en los palacios sin saberse cómo ni por dónde, y apoderarse de ellos y llegar a mandarlo todo? ¿No viste en Inglaterra introducirse un hijo de un carnicero a hacer carnicería de sangre noble? ¿En Francia un cierto Nones a llevar al retortero los mismos Pares? ¿Nunca has oído preguntar a algunos simples: «Señores, ¿cómo entró aquél en Palacio, cómo consiguió el puesto y el empleo, con qué méritos, por qué servicios?» Y todo hombre encoge los hombros, cuando ellos se desencogen y hombrean. Yo tengo de introducirte en él.

—¿Cómo, no siendo mozo vergonzoso ni venturoso?

—Pues tú has de entrar como Pedro por Huesca.

—¿Qué Pedro fue ése?

—El famoso que la ganó.

—¡Eh!, que no veo puerta ni ventana.

—No faltará alguna, que los que no pueden por las principales, entran por las excusadas.

—Aun ésas no descubro.

—Alto, entra por la de los entremetidos, que son las más. Y realmente fue así, que entraron allá con grande facilidad entremetiéndose. Luego que se vieron dentro, comenzaron a discurrir por el embustero palacio, notando cosas bien raras, aunque muy usadas en el mundo; oían a muchos, y a ninguno veían ni sabían con quién hablaban.

—¡Extraño encamo! —ponderaba Critilo.

—Has de saber —le dijo el Zahorí—, que en entrando acá, los más se vuelven invisibles, todos los que quieren, y obran sin ser vistos. Verás cada día hacerse malos tiros y esconder la mano, tirar guijarros sin atinar de dónde vienen, y echar voz que son duendes; lo más se obra bajo manga: hacen la copla y no la dicen. Mas como yo tengo en estos ojos un par de viejas en vez de niñas, todo lo descubro, que en eso consiste mucho el ser zahorí. Sigueme, que has de ver bravas tramoyas y raros modos de vivir, no olvidando el descubrir a Andrenio.

Introdújole en el primer salón, desahogadamente capaz. Tendría cuatrocientos pasos de ancho, como dijo aquel otro duque exagerando uno de sus palacios, y riéndose los otros señores que le escuchaban le preguntaron: «Pues ¿cuánto tendrá de largo?» Aquí él, queriendo reparar su empeño, respondió. «Tendrá algunos ciento y cincuenta.» Estaba todo él coronado de mesas francesas, con manteles alemanes y viandas españolas, muchas y muy regaladas, sin que se viese ni supiese de dónde salían ni cómo venían; sólo se veían de cuando en cuando unas blancas y hermosas manos, con sus dedos coronados de anillos, con macetas de diamantes, muchos finos, los más falsos, que por el aire de su donaire servían a las mesas los regalados platos. Íbanse sentando a las mesas los convidados o los comedores; descogían los paños de mesa, mas no desplegaban sus labios, comían y callaban, ya el capón, ya la perdiz, el pavo y el faisán, a costa de su fénix, sin costarles un maravedí, y cuando más una blanca, sin meterse en averiguar de dónde salía el regalo ni quien lo enviaba.

—¿Quién son éstos —preguntó Critilo— que comen como unos lobos y callan como unos borregos?

—Éstos —le respondió su veedor Zahorí— son los que de nada tienen asco, los que sufren mucho.

—Pues ¡moscas en la delicada honra!, ¿qué tienen que sufrir los que están tan regalados?

—Y aun por eso.

—¿De dónde sale tanta abundancia, Zahorí mío?

—De la copia de Amaltea. Pero déjalos, que todo esto es un encanto de mediterráneas sirenas.

Pasaron a otra mesa y allí vieron comer a otros muy buenos bocados, lo mejor que llegaba a la plaza o a las despensas, la caza reciente, el pescado fresco y exquisito; y esto sin tener rentas ni juros, aunque sí votos.

—Este sí que es raro encanto —decía Critilo—, que coman estos como unos príncipes, siendo unos desdichados, y lo que es más, sin tener hacienda, sin censos, sin conocérseles cosa sobre que llueva Dios, sin trabajar ni cansarse, antes holgándose y paseando todos los días. ¿De dónde sale esto, señor Zahorí, vos que lo veis todo?

—Aguarda —le respondió— y verás el misterio.

Asomaron en esto unas garras, no de nieve como las primeras, sino de neblí, y todas de rapiña, que traían volando, esto es, por el aire, el pichón y el gazapo. Quedó atónito Critilo, y decía:

—¡Esto sí que es cazar! Ya echan piernas los que uñas, y todo es comer por encanto.

—¿No has oído contar —le decía el Zahorí— que a algunos les traían de comer los cuervos y los perros?

—Sí, pero eran santos, y éstos son diablos: aquello era por milagro.

—Pues esto es por misterio. Mas esto es niñería respeto de lo que tragan aquellos otros que están acullá más altos. Acerquémonos y verás los prodigios del encanto. Allí hay hombre que come los diez mil y los veinte mil de renta, que cuando llegó a meter la mano en la masa y en la mesa, no traía más que su capa, y bien raída.

—¡Bravo encanto!

—Pues esos son migajuelas reales. Mira aquellos otros —y señalóle unos bien señalados—, aquéllos sí que tragan, pues millones enteros.

—¡Qué bravos estómagos! ¡Oh avestruces de plata!

Dejaron ésta y pasaron a otra sala que parecía el vestuario, y aquí vieron sobre bufetes moscovitas muchos tabaques indianos con ricas y vistosas galas, lamas de Milán, telas de Nápoles, brocados y bordados, sin saberse quién los cosió, ni de dónde venían. Echábase voz que eran para la casta Penélope, y servían después para la Tais y la Flora ; decíase que para la honesta consorte, y rozábalas la ramera; todo se hacía invisible, todo noche y todo encanto. Había unas grandes fuentes que brindaban hilos de perlas a unas y hacían saltar hilo a hilo las lágrimas a otras, a la mujer legítima y a la recatada hija: chorrillos de diamantes, dichos así con propiedad, porque ya se ha hecho chorrillo del pedir. Salía la otra transformada de Guinea en una India de rubíes y esmeraldas, sin costarle al marido o al hermano ni aun una palabra.

—¿De dónde tanta riqueza, Zahorí mío?

Y él:

—¿De dónde? De esas fuentes, ahí mismo manan, que por eso se llamaron fuentes, porque son brolladores de perlas, entre arenas de oro, riéndose de tanto necio. Llegaban los maridos y vestían muy a lo príncipe; calzábanse el sombrero de castor a costa del menos casto; sacaban ellas las randas al aire de su loca vanidad, y todo paraba en aire. Aquí toparon el caballero del milagro, y no uno sólo, sino muchos de aquellos que visten y comen, pasean y campan, sin saberse cómo ni de qué.

—¿Qué es esto? —decía Critilo—. ¿Al que tiene lucida hacienda, rentas pingües, juros y posesiones le pone grima el vivir, el poder pasar, y éstos, que no tienen dónde caer muertos, lucen, campan y triunfan?

—¿No ves tú —respondía el Zahorí— que a estos nunca se les apedrean las viñas, jamás se les anieblan las hazas, no les llevan las avenidas los molínos, no se les mueren los ganados, por maravilla tienen desgracia alguna, y así viven de gracia y chanza? Lo que Fue mucho de ver, la sala de los presentes, que no de los pasados; y aquí notaron los raros modos por donde venían los sobornos, los varios caminos por do llegaban los cohechos, la lámina preciosa por devoción, la pieza rica por cosa de gusto, la vajilla de oro por agradecimiento, el cestillo de perlas por cortesía, la fuente de doblones para alegrar la sangría, vaciando las venas y llenando la bolsa, los perniles para el unto, los capones para regalo y los dulces por chuchería.

—Señor Zahorí —decía Critilo—, ¿cómo es esto, que los presentes antes estaban helados y agora vienen llovidos?

—¡Eh! —le respondía—, ¿no veis que las cargas siguen a los cargos?

Y es de notar que todo venía por el aire y en el aire.

—Raro palacio es éste —censuraba Andrenio—, que sin cansarse los hombres, coman y beban, vistan y luzgan a pie quedo y a manos holgadas: ¡valiente encanto! Y porfiaban algunos que no hay palacios encantados y se burlan y ríen cuando los oyen pintar. De ellos me río yo; aquí los quisiera ver.

—Lo que a mí más me admira —decía Critilo— es ver cómo se hacen las personas invisibles, no sólo los pequeños y los flacos, que eso no sería mucho, pero los muy grandes y que lo son mucho para escondidos; no sólo los flacos y exprimidos, pero los gordos y los godos, que no se dejan ver ni hablar, ni parecen.

—En habiendo menester alguno que os importe, no le toparéis, ni hay darle alcance: nunca están en casa. Y así decía uno: «¿No come ni duerme este hombre, que a ninguna hora le topo?» Pues ¿qué, si ha de pagar o prestar? No le hallaréis en todo el año. Hombre había que se le sentía hablar y se negaba, y él mismo decía:

—Decidle que no estoy en casa.

Las mujeres, entre mantos de humo, envolvían mucha confusión y se hacían tan invisibles que sus mismos maridos las desconocían, y los propios hermanos, cuando las encontraban callejeando. Corrían voces, dejando a muchos muy corridos, y no se sabía quién las echaba ni de dónde salían; antes, decían todos:

—Esto se dice; no me deis a mí por autor.

Publicábanse libros y libelos, pasando de mano en mano sin saberse el original, y había autor que, después de muchos años enterrado, componía libros, y con harto ingenio, cuando no había ya ni memoria dél. Entremetiéronse en los más íntimos retretes, alcobas y camarines, donde toparon varias sombras de trasgos y de duendes, nocturnas visiones, que aunque se decía no hacían daño, no era pequeño el robar la fama y descalabrar la honra; andaban a escuras buscando los soles, los trasgos tras los ángeles, aunque decía bien uno que las hermosas son diablos con caras de mujeres y las feas son mujeres con caras de diablos. Mas en esto de duendes, los había extremados, que arrojaban piedras crueles, tirando al aire y aun al desaire, que abrían una honra de medio a medio. Y era de notar que las mas locas acciones se obraban bajo cuerda, sin poder atinar con el intento ni el brazo: que fueron siempre muy otros los títulos que se dan a las cosas, de los verdaderos motivos porque se hacían. Caían muchas habas negras, que mascaban mucho a muchos, sin atinar quién las echaba, y tal vez salían de la mano del más confidente; y así aconsejaba bien el sabio a no comerlas, por ser de perversa digestión y mal alimento.

—Agora verás —le dijo el Zahorí, a vista de tal confusión de invisibilidades— si tuvo razón aquel otro filósofo, aunque se burlaron dél e hicieron fisga los más bachilleres.

—¿Y qué decía el tal estoico?

—Que no había verdaderos colores en los objetos, que el verde no es verde, ni el colorado colorado, sino que todo consiste en las diferentes disposiciones de las superficies y en la luz que las baña.

—¡Rara paradoja! —dijo Critilo.

Y el Veedor:

—Pues advierte que es la misma verdad, y así verás cada día que, de una misma cosa, uno dice blanco y otro negro; según concibe cada uno o según percibe, así le da el color que quiere, conforme al afecto, y no al efecto. No son las cosas más de como se toman, que de lo que hizo admiración Roma, hizo donaire Grecia. Los más en el mundo son tintoreros y dan el color que les está bien al negocio, a la hazaña, a la empresa y al suceso. Informa cada uno a su modo, que según es la afición así es la afectación; habla cada uno de la feria según le fue en ella: pintar como querer; que tanto es menester atender a la cosa alabada o vituperada como al que alaba o vitupera. Ésta es la causa que de una hora para otra están las cosas de diferente data y muy de otro color. Pues ¿qué es menester ya para hacer verbo de lo que se habla y de lo que se dice y de lo que corre? Aquí es el mayor encanto; no hay poder averiguar cosa de cierto. Así que es menester valerse del arte de discurrir y aun adivinar, y no porque se hable en otra lengua que la del mismo país, pero con el artificio del hacer correr la voz y pasar la palabra parece todo algarabía.

Había, al revés, otros que se hacían invisibles a ratos, el día que más eran menester en el trabajo, en la enfermedad, en la prisión, en la hora de hacer la fianza. Olían los males de cien leguas y huían de ellos otras tantas; pero, pasada la borrasca, se aparecían como Santelmos. A la hora del comer se hacían muy visibles, y más si olían al capón de leche o de Caspe, en la huelga, en el merendón, al dar barato, que no había librarse dellos; al punto se los hallaba un hombre al lado y en todas partes.

—Sin duda —decía Critilo— que éstos son demonios meridianos, pues todo el día andan asombrados y a la hora del comer se nos comen por pies. Cuando más son menester se ocultan, y cuando menos se aparecen.

Sentían gorjear a Andrenio, mas sin verle, que en entrando allí se había hecho invisible, muy hallado con el encanto cuando más perdido en el común embeleco. Sentía Critilo el no atinar con él, ni percibir de qué color estaba ni en qué pasos andaba, porque todos afectaban el negarse al conocimiento ajeno, que es tahurería el no jugar a juego descubierto; hasta el hijo se celaba al padre y la mujer se recelaba del marido; el amigo no se concedía todo al mayor amigo. Ninguno había, que en todo procediese liso, ni aun con el más confidente. Era muy aborrecida la luz, de unos por lo hipócrita, de otros por lo político, por lo vicioso y maligno. Maleábase Critilo de no poder dar alcance a su buscado Andrenio, descubriendo su nuevo modo de vivir de tramoya.

—¿De qué sirve —le decía a su camarada perspicaz— el ser zahorí toda la vida, si en la ocasión no nos vale? ¿Qué haces, si aquí no penetras?

Pero consolóle ofreciéndose a descubrirle bien presto y aun a dar en tierra con todo aquel encanto embustero. Pero quien quisiere ver el cómo y aprender a desencantar casas y sujetos, que lo habrá tal vez menester y le valdrá mucho, extienda la paciencia, si no el gusto, hasta la otra crisi.