El Criticón (Tercera parte)/Crisi IX


CRISI NONA

Felisinda descubierta

Cuentan que un cierto curioso, mas yo le definiera necio, dio en un raro capricho de ir rodeando el mundo, y aun rodando con él, en busca cuando menos del Contento. Llegaba a una provincia y comenzaba a preguntar por él a los ricos los primeros, creyendo que ellos le tendrían, cuando la riqueza todo lo alcanza y el dinero todo lo consigue; pero engañóse, pues los halló cuidadosos siempre y desvelados. Lo mismo le pasó con los poderosos, viviendo penados y desabridos. Fuese a los sabios y topólos muy melancólicos, quejándose de su corta ventura; a los mozos con inquietud, a los viejos sin salud, con que todos de conformidad le respondieron que ni le tenían ni aun le habían visto, pero sí oído a sus antepasados que habitaba en el otro país de más adelante. Pasaba luego allá, tomaba lengua de los más noticiosos y respondíanle lo mismo, que allí no, pero que se decía estar en el que se seguía. Fue pasando desta suerte de provincia en provincia, diciéndole en todas: «Aquí no, allá, acullá, más adelante.» Subió a la Islandia, de allí a la Groenlandia, hasta llegar al Tile, que sirve al mundo de tilde, donde oyendo la misma canción que en las otras, abrió los ojos para ver que andaba ciego y conocer su vulgar engaño y aun el de todos los mortajes, que desde que nacen van en busca del Contento sin topar jamás con él, pasando de edad en edad, de empleo en empleo, anhelando siempre a conseguirle. Conocen los de el un estado que allí no está, piénsanse que en el otro y llámanles felices, y aquéllos a los otros, viviendo todos en un tan común engaño, que aún dura y durará mientras hubiere necios.

Así les sucedió a nuestros dos peregrinos del mundo, pasajeros de la vida, que ni en la vana presunción ni en el vil ocio pudieron hallar descanso; y así, no hicieron su mansión ni el uno en el palacio de la Vanidad ni el otro en la cueva de la Nada. En medio el umbral de ella persistía Andrenio solicitando quién fuesen aquéllos que estaban metidos de medio a medio en la Nada.

—Ésos —le respondió el Fantástico— son unos ciertos sujetos que aún son menos que nada.

—¿Cómo puede ser eso? ¿Qué menos pueden ser que nada?

—Muy bien.

—¿Pues qué serán?

—¿Qué? Nonadillas, que aun de la nada no se hartan, y así les llaman cosillas y figurillas, y ruincillos y nonadillas. Mira, mira aquél cómo anda echando piernas sin tener pies ni cabeza; hombreando el otro sin ser hombre.

—¡Qué cosilla tan ruincilla aquélla de allá, acullá!

—Pues a fe que tiene harto malas entrañuelas. Verás hombres de carne momia, y momios los que deberían ser los primeros. Mira qué de sombras sin cuerpos y qué de figurillas de sombra y sobra: hallarás títulos sin realidad y muchas cosas de sólo título. Mira qué de impersonales personas y qué de estatuas sin estatua. Verás magnates servidos con vajillas de oro entre costumbres de lodo y a[un] estiércol; muchos nacidos que aún no viven, y muertos que no vivieron. Aquéllos de acullá eran leones que, en teniendo cama, fueron liebres; y estos otros, nacidos como hongos, sin saberse de dónde ni de qué. Mira hacer los estoicos a muchos epicúreos y la follonería pasar por filosofía; mira lejos de aquí la fama y muy cerca la fame. Verás mal vistos los que están en alto y muchos hijos de algo que pararon en nada; verás muchas hermosuras perderse de vista y las más lindas por bellas; verás que no son de gloriosa fama los que de golosa voluntad, y venir a morir de hambre los más hartos; verás pedir y tomar a los que no se les da nada, y a muchos tenidos por ricos, que aun el nombre no es suyo. No hallarás sí sin no, ni cosa sin un sino. Verás que por no hacer caso se pierden las casas y aun los palacios, y por no curarse de lo mucho todo fue nada. Mira muchos cabos que acaban con todo, si no con el enemigo, y por eso nunca se acaban las guerras, porque hay cabos. Verás que todo buen verde fue sin fruto y que las verduras no granan; toparás muchas arrugas en agraz seco, y pocas en sazonadas pasas; sentirás lo más bien dicho sin dicha y toda gracia en desgracia, grandes ingenios sin genio y sin dotor muchas librerías; oirás locos a gritos, y las menos cuerdas más tocadas. Los que debrían ser Césares son nada, y las más grandes casas sin un cuarto. Verás encogidos los más estirados y a muchos hacer vanidad de lo que es nada. Buscarás hombres y toparás con trasgos, y el que creíste ser de terciopelo es de bayeta. Verás sin ceros los más sinceros, y al que no tiene cuentos no ser de cuenta. Ya las dádivas y dones son aire, pues donaire. Verás, finalmente, cuán mucha es la nada y que la nada querría serlo todo. Mucho más dijera, que tenía mucho que decir de la Nada, a no interrumpirle el Ocioso, que acercándose a Andrenio, intentó a empellones de dejamiento arrojarle dentro de la infeliz cueva y sepultarle en medio del fondón de la Nada. Viendo esto el Fantástico, asió de Critilo y comenzó a tirar de él hacia el palacio de la Vanidad, llenándole los cascos de viento. Fatales ambos escollos de la vejez, tan por extremo opuestos que en el uno suele peligrar de ociosa y en el otro de vana. Pero fue único remedio darse ambos las manos, con que pudieron templarse y hacer un buen medio entre tan peligrosos extremos. Asieron de la Ocasión, que aunque cana, no calva, y a pura fuerza de razón y de cordura salieron del evidente riesgo de su pérdida.

Trataron, ya vitoriosos, de encaminarse a triunfar a la siempre augusta Roma, teatro heroico de inmortales hazañas, corona del mundo, reina de las ciudades, esfera de los grandes ingenios, que en todos siglos, aun los mayores, las águilas caudales tuvieron necesidad de volar a ella y darse unos filos de Roma, hasta los mismos españoles, Lucano, Quintiliano, ambos Sénecas cordobeses, Liciano y Marcial bilbilitanos; trono del lucimiento, que lo que en ella luce por todo el mundo campea, fénix de las edades, que cuando otras ciudades perecen ella renace y se eterniza, emporio de todo lo bueno, corte de todo el mundo, que todo él cabe en ella; pues el que ve a Madrid, ve a sólo Madrid, el que a París no ve sino a París, y el que ve a Lisboa ve a Lisboa, pero el que ve a Roma, las ve a todas juntas y goza de todo el mundo de una vez, término de la tierra y entrada católica del cielo.

Y si ya la veneraron de lejos, agora la admiraron de cerca. Sellaron sus labios en sus sagrados umbrales antes de estampar sus plantas; introdujéronse con reverencia en aquel non plus ultra de la tierra y un tanto monta del cielo. Discurrían mirando y admirando sus novedades, que parecen antiguas, y sus antigüedades, que siempre se hacen nuevas. Reparó en su reparar un mucho hombre que cortesanamente se les fue acercando, o ellos a él para informarse. A pocos lances, que hizo con destreza, conoció que eran peregrinos, y ellos que él era raro, y tanto que pudiera dar liciones de mirar al mismo Argos, de penetrar a un zahorí, de prevenir a un Jano, y de entender al mismo Descifrador. Pero, ¿qué mucho?, si era un cortesano viejo de muchos cursos de Roma, español inserto en italiano, que es decir un prodigio. Era gran hombre de notas y de noticias, con los dos realces de buen ingenio y de buen gusto, el cortesano de más buenos ratos que pudieran desear.

—Vosotros —les dijo—, según veo, habéis rodeado mucho y avanzado poco, que si de primera instancia hubiérades venido a este epílogo del político mundo, todo lo bueno hubiérades logrado y visto de la primera vez, llegando por el atajo del vivir al colmo del valer. Porque advertid que si otras ciudades son celebradas por oficinas de maravillas mecánicas (en Milán se templan los impenetrables arneses, en Venecia se clarifican los cristales, en Nápoles se tejen las ricas telas, en Florencia se labran las piedras preciosas, en Génova se ahuchan los doblones), Roma es oficina de los grandes hombres: aquí se forjan las grandes testas aquí se sutilizan los ingenios y aquí se hacen los hombres muy personas.

—Y si son dichosos los que habitan las ciudades grandes —añadió otro—, porque se halla en ellas todo lo bueno y lo mejor, en Roma se vive dos veces y se goza muchas. Paradero de prodigios y centro de maravillas, aquí hallaréis cuanto pudiéredes desear. Sola una cosa no toparéis en ella.

—Y será, sin duda —replicaron ellos—, la que nosotros venimos a buscar, que ése suele ser el ordinario chasco de la fortuna.

—¿Qué es lo que buscáis? —les dijo.

Y Critilo:

—Yo una esposa.

Y Andrenio:

—Yo una madre.

—¿Y cómo se nombra?

—Felisinda.

—Dudo que la halléis, por lo que dice de felicidad. Pero ¿dónde tenéis nueva que se alberga?

—En el palacio del embajador del rey Católico.

—¡Oh sí, y aun el rey de los embajadores! Llegáis a ocasión que ya es parte de dicha: allí me encaminaba yo esta tarde, donde concurren los ingenios a gozar del buen rato de una discreta academia. Es el embajador príncipe de bizarro genio, originado de su grandeza, que así como otros príncipes ponen su gusto en tener buenos caballos, que al fin son bestias, otros en lebreles, dados a perros, en tablas y en lienzos muchos, que son cosas pintadas, en estatuas mudas, en piedras preciosas, que si un día amaneciese el mundo con juicio se hallarían muchos sin hacienda: este señor gusta de tener cerca de sí hombres entendidos y discretos, de tratar con personas, que cada uno muestra lo que es en los amigos que tiene.

Llegaron ya al genial albergue, entraron en un salón bien aliñado y capaz, teatro de Apolo, estancia de sus galantes Gracias y coro de sus elegantes Musas. Allí apreciaron mucho el ver y conocer los mayores ingenios de nuestros tiempos, hombres tan eminentes, que con cada uno se pudiera honrar un siglo y desvanecerse una nación. Íbaselos nombrando el Cortesano y dándoseles a conocer.

—Aquel que habla el francés en latín es el Barclayo, venturoso en aplausos por no haber escrito en lengua vulgar. Aquel otro de la bien inventada invectiva es el que supo más bien decir mal, el Bocalini. Conoced el Malvezi, filosofando en la historia, estadista de sí mismo. Aquel Tácito a las claras es Henrico Caterino, mas aquel otro que está embutiendo de borra de memoriales, de cartas y de relaciones de la tela de oro de su Mercurio es el Siri. Vale a los alcances su antagonista el Virago, más flojo y más verídico. Ved el Góngora de Italia, como si él se fuese, el Aquilino. Aquel elocuentísimo polianteísta es Agustín Mascardo.

Y así otros singulares ingenios de valiente rumbo y mucho garbo. Fueron ocupando sus puestos y llenándolos también, y después de concillada, no sólo la atención, pero la expectación, arengó el Marino, cumpliendo con el oficio de secretario y dando principio con el más célebre de sus epigramas morales, que comienza:

«Abre el hombre infeliz, luego que nace, antes que al sol, los ojos a la pena», etc. Aunque no pudo librarse de la censura de que no concluye al propósito, pues habiendo referido la prolijidad de miserias por toda la vida del hombre, da fin, diciendo: «De la cuna a la urna hay sólo un paso».

Acabado de relatar el soneto, prosiguió así:

—Todos los mortales andan en busca de la felicidad, señal de que ninguno la tiene. Ninguno vive contento con su suerte, ni la que le dio el cielo ni la que él se buscó: el soldado, siempre pobre, alaba las ganancias del mercader, y éste, recíprocamente, la fortuna del soldado; el jurisconsulto envidia el trato sencillo y verdadero del rústico, y éste la comodidad del cortesano; el casado codicia la libertad del soltero, y éste la amable compañía del casado; éstos llaman dichosos a aquéllos, y aquéllos al contrario a éstos, sin hallarse uno que viva contento con su fortuna. Cuando mozo, piensa el hombre hallar la felicidad en los deleites, y así se entrega ciegamente a ellos con muy costosa experiencia y tardo desengaño; cuando varón, la imagina en las ganancias y riquezas, y cuando viejo en las honras y dignidades, rodando siempre de un empleo en otro sin hallar en ninguno la verdadera felicidad: donosa ponderación del sentencioso lírico, si bien, aunque levantó la caza, no la dio mate ni halló salida al reparo. Ésta hoy se libra a vuestro bizarro discurrir, siendo el asunto señalado para esta tarde; disputarse ha en qué consista la felicidad humana.

Dicho esto, volvió el rostro hacia el primero, que era el Barclayo, más por acaso que por afectación. Éste, después de haber pedido la venia al príncipe y haber cabeceado a un lado y a otro, discurrió así:

—De gustos siempre oí decir que no se ha de disputar, cuando vemos que la una mitad del mundo se está riendo de la otra. Tiene su gusto y su gesto cada uno, y así yo hago burla de aquellos sabios a lo antiguo que defendían consistir la felicidad uno que en las honras, otro que en las riquezas, éste que en los deleites, aquél que en el mundo, tal que en el saber y cuál que en la salud. Digo que me río de todos estos filósofos cuando veo tan encontrados los gustos, que si el vano anhela por las honras, el sensual hace burla dél y dellas; si el avaro codicia los tesoros, el sabio los desprecia. Así que diría yo que la felicidad de cada uno no consiste en esto ni en aquello, sino en conseguir y gozar cada uno de lo que gusta.

Fue muy celebrado este decir y mantúvose buen rato en este aplauso, hasta que el Virago:

—Reparad, señores —les dijo—, en que los más de los mortales emplean mal su gusto, pues a veces en las cosas más viles y indignas de la naturaleza racional; porque si se halla uno que guste de los libros, habrá ciento que de las cartas; si éste de las buenas musas, aquél de las malas sirenas. Y así, entended que las más de las veces no es, no, felicidad conseguir uno su gusto cuando le tiene tan malo. Demás, que por bueno y relevante que sea, de nada se satisface, no para en ningún empleo; antes, alcanzando uno, luego le enfada y busca otro, siendo la inconstancia evidencia de la no conseguida felicidad. Muchas habrían de ser las felicidades de los señores y príncipes de quienes decía uno, y no mal, que todas son ganicas; hoy asquean lo que aplaudieron ayer, y mañana acriminarán lo que buscaron hoy: cada día empleo flamante y cada instante obra nueva.

Borró con esto el concepto que habían hecho de la pasada opinión y mereció la expectación de todos para la suya, que propuso así:

—Principio es muy asentado entre los sabios que el bien ha de constar de todas sus causas, lleno de todas partes, sin que le falte la menor circunstancia; de modo que para el bien todas que sobren, y para el mal una que falte. Y si esto se requiere para cualquier dicha, ¿qué será para una felicidad entera y consumada? Supuesta esta máxima, saquemos agora las consecuencias. ¿Qué le importa a un poderoso tener todas las comodidades, si le falta la salud para gozarlas? ¿Qué tendrá el avaro con las riquezas, si no tiene ánimo para lograrlas? ¿De qué le sirve al sabio su mucho saber, si no tiene amigos capaces con quien comunicarlo? Digo, pues, que no me contento con poco; todo lo pretendo, y juzgo que lo ha de tener todo el que se hubiere de llamar feliz, para que nada desee. De suerte que la felicidad humana consiste en un agregado de todos los que se llaman bienes, honras, placeres, riquezas, poder, mando, salud, sabiduría, hermosura, gentileza, dicha y amigos con quien gozarlo.

—¡Esto sí que es decir! —exclamaron—. No deja que discurrir a los demás.

Pero tomó la mano el Siri, intimando la atención, para echar el bollo a la controversia:

—Grandemente —dijo— os ha contentado este montón quimérico de gustos, este agregado fantástico de bienes, pero advertid que es tan fácil de imaginar cuan imposible de conseguir; porque ¿cuál de los mortales pudo jamás llegar a esta felicidad soñada? Rico fue Creso, pero no sabio; sabio fue Diógenes, pero no rico. ¿Quién lo obtuvo todo? Mas doy que lo consiga: el día que no tenga que desear ha de ser ya infeliz. Y que también hay desdichados de dichosos: suspiran y asquean algunos de hartos, y les va mal porque les va bien. Después de haberse enseñoreado Alejandro de este mundo, suspiraba por los imaginarios que oyó quimerear a un filósofo. Con más facilidad querría yo la felicidad, y así me calzo la opinión del revés y afirmo todo lo contrario. Estoy tan lejos de decir que consista la felicidad en tenerlo todo, que antes digo que en tener nada, desear nada y despreciarlo todo; y ésta es la única felicidad, con facilidad la de los discretos y sabios. El que más cosas tiene, de más depende, y es más infeliz el que de más cosas necesita, así como el enferno más cosas ha menester que el sano. No consiste el remedio del hidrópico en añadir de agua, sino en quitar de sed: lo mismo digo del ambicioso y del avaro. El que se contenta consigo solo, es cuerdo y es dichoso. ¿Para qué la taza, donde hay mano con que beber? El que encarcelare su apetito entre un pedazo de pan y un poco de agua, trate de competir de dichoso con el mismo Jove, dice Séneca. Y sello mi voto diciendo que la verdadera felicidad no consiste en tenerlo todo, sino en desear nada.

—¡No queda más que oír! —exclamó el común aplauso.

Pero fue también descaeciendo este sentir y callaron todos para que el Malvezi filosofase desta suerte:

—Digo, señores, que este modo de opinar procede más de una melancólica paradoja que de un acierto político, y que es un querer reducir la noble humana naturaleza a la nada. Pues desear nada, conseguir nada y gozar de nada, ¿qué otra cosa es que aniquilar el gusto, anonadar la vida y reducirlo todo a la nada? No es otra cosa el vivir que un gozar de los bienes y saberlos lograr, tanto los de la naturaleza como del arte, con modo, forma y templanza. No hallo yo que pueda ser perficionar al hombre el privarle de todo lo bueno, sino destruirle de todo punto. ¿Para qué son las perfecciones? ¿Para qué los empleos? ¿Para qué crió el Sumo Hacedor tanta variedad de cosas con tanta hermosura y perfección? ¿De que servirá lo honesto, lo útil y deleitable? Si éste nos vedara lo indecente y nos concediera lo lícito, pudiera pasar; pero, bueno y malo, llevarlo todo por un rasero, a fe que es bravo capricho. Por lo tanto, diría yo (ya veo que es una académica bizarría, pero en las grandes dificultades, arte es el saberse arrojar), digo, pues, que aquél se puede llamar dichoso y feliz que se lo piensa ser; y al contrario, aquél será infeliz que por tal se tiene, por más felicidades y venturas que le rodeen: quiero decir que el vivir con gusto es vivir y que solos los gustosos viven. ¿Qué le aprovecha a uno tener muchas y grandes felicidades, si no las conoce, antes las juzga desdichas? Y al contrario, aunque al otro todas le falten, si él vive contento, eso le basta: el gusto es vida y la gustosa vida es la verdadera felicidad.

Arquearon todos las cejas, diciendo:

—Esto ha sido dar en el blanco y apurar del todo la dificultad.

De modo que cada sentencia les parecía la última y que no quedaba ya qué discurrir. Y es cierto se abrazara este dictamen, si no se le opusiera aquel águila, cisne digo, el culto Aquilini, diciendo:

—Aguardad, reparad, señores, en que es de solos necios el vivir contentos de sus cosas, siendo la bienaventuranza de los simples la propia y plena satisfación. «Beato tú, le dijo el célebre Bonarota al que le contentaban sus malos borrones, cuando a mí nada de cuanto pinto me satisface.» Así, que yo siempre me contenté mucho de aquella bella prontitud del Dante (al fin Alígero, por su alado ingenio), tuvo mucho vivo aquella sazonada respuesta cuando, habiéndose disfrazado en uno de los días carnavales y mandándole buscar el Médicis, su gran patrón y Mecenas, para poderle conocer entre tanta multitud de personados, ordenó que los que le buscasen fuesen preguntando a unos y a otros: «¿Quién sabe del bien?», y desatinando todos, cuando llegaron a él y le preguntaron: «Chi sà del bene?», prontamente respondió: «Chi sà del male.» Con que al punto dijeron: «Tú eres el Dante.» ¡Oh gran decir, aquél sabe del bien que sabe del mal! No gusta de los manjares sino el hambriento, y el sediento de la bebida; dulce le es el sueño a un desvelado, así como el descanso al molido; aquéllos estiman la abundancia de la paz que pasaron por las miserias de la guerra; el que fue pobre sabe ser rico; el que estuvo encarcelado goza de la libertad; el náufrago, del puerto; el desterrado, de su patria; y el que fue infeliz, de la dicha. Veréis a muchos mal hallados con los bienes, porque no probaron de los males. Así que, aquél diría yo es feliz que fue primero desdichado.

Contentó mucho este discurso, mas entró a impugnarle el Mascardo, probando no poder ser dicha la que se suponía la desdicha, ni contento verdadero el que sucedía a la pena.

—Ya el mal va delante y el pesar gana de mano al placer. No sería esa felicidad entera, sino a medias, respeto de la desdicha; y de esa suerte, ¿quién quisiera ser feliz? Viniendo, pues, a mi sentir, como yo tenga por máxima, con otros muchos que no hay ni desdicha, felicidad o infelicidad, sino prudencia o imprudencia, digo que toda la felicidad humana consiste en tener prudencia, y la desventura en no tenerla. El varón sabio no teme la fortuna, antes es señor de ella y vive sobre los astros, superior a toda dependencia: nada le puede empecer, cuando él mismo no se daña. Y concluyo con que en todo lo que llena la cordura no cabe infelicidad.

Inclinó todo político la cabeza, haciéndole la salva como a vino de una oreja, y todo crítico dijo:

—¡Bueno!

Pero al mismo tiempo se vio sacudirlas ambas al caprichoso Capriata, diciendo:

—¿Quién vio jamás contento a un sabio, cuando fue siempre la melancolía manjar de discretos? Y así veréis que los españoles, que están en opinión de los más detenidos y cuerdos, son llamados de las otras naciones los tétricos y graves, como al contrario, los franceses son alegres y que van siempre brincándose y bailando. Los que más alcanzan conocen mejor los males y lo mucho que les falta para ser felices. Los sabios sienten más las adversidades, y como a tan capaces, les hacen mayor impresión los topes; una gota de azar basta a aguarles el mayor contento, y demás de ser poco afortunados, ellos mismos ayudan a su descontento con su mucho entender. Así que no busquéis la alegría en el rostro del sabio; la risa sí que la hallaréis en el del loco.

Al pronunciar esta palabra, saltó uno muy célebre que gustaba de llevar consigo el cuerdo embajador para ganso de noticias y aun de verdades. Este, pues, sin ton y sin son, hablando alto y riendo mucho, dijo:

—De verdad, señor, que estos vuestros sabios son unos grandes necios, pues andan buscando por la tierra la que está en el cielo.

Y dicho esto, que no fue poco, dio las puertas afuera.

—Basta —confesaron todos— que un loco había de topar con la verdad.

Y en confirmación, el Mascardo peroró así:

—En el cielo, señores, todo es felicidad; en el infierno todo es desdicha. En el mundo, como medio entre estos dos extremos, se participa de entrambos: andan barajados los pesares con los contentos, altérnanse los males con los bienes, mete el pesar el pie donde le levanta el placer, llegan tras las buenas nuevas las malas; ya en creciente la luna, ya en menguante, gran presidenta de las cosas sublunares, sucede a una ventura una desdicha, y así la temía Filipo el Macedón, después de la tres felices nuevas. Tiempo señaló el sabio para reír y tiempo para llorar. Amanece un día nublado, otro sereno, ya mar en leche y ya en hiel; viene tras una mala guerra una buena paz, con que no hay contentos puros, sino muy aguados, y así los beben todos. No tenéis que cansaros en buscar la felicidad en esta vida, milicia sobre el haz de la tierra. No está en ella, y convino así, porque si aun deste modo, estando todo lleno de pesares, sitiada nuestra vida de miserias, con todo eso no hay poder arrancar los hombres de pechos desta villana nodriza, despreciando los brazos de la celestial madre, que es la reina: ¿qué hicieran si todo fuera contento, gusto, placer, solaz y felicidad?

Con esto se dieron por entendidos nuestros dos peregrinos Critilo y Andrenio, y con ellos todos los mortales, añadiendo el Cortesano:

—En vano, ¡oh peregrinos del mundo, pasajeros de la vida!, os cansáis en buscar desde la cuna a la tumba esta vuestra imaginada Felisinda, que el uno llama esposa, el otro madre: ya murió para el mundo y vive para el cielo. Hallarla heis allá, si la supiéredes merecer en la tierra.

Disolvióse la magistral junta, quedando desengañados todos, al uso del mundo, tarde.

Convidóles el Cortesano a ver algo de lo mucho que se logra en Roma.

—Pero lo más que hay que ver —decían ellos— y la mejor vista es ver tantas personas, que habiendo nosotros peregrinado todo el mundo, podemos asegurar no haber visto otras tantas.

—¿Cómo decís que habéis andado todo el mundo, no habiendo estado sino en cuatro provincias de la Europa?

—¡Oh!, bien —respondió Critilo— yo te lo diré: porque así como en una casa no se llaman parte de ella los corrales donde están los brutos, no entran en cuenta los redutos de las bestias, así lo más del mundo no son sino corrales de hombres incultos, de naciones bárbaras y fieras, sin policía, sin cultura, sin artes y sin noticias, provincias habitadas de monstruos de la herejía, de gentes que no se pueden llamar personas, sino fieras.

—Aguarda —dijo—, agora que tocamos ese punto, vosotros que habéis registrado las más políticas provincias del mundo, ¿qué os ha parecido de la culta Italia?

—Vos lo habéis dicho en esa palabra culta, que es lo mismo que aliñada, cortesana, política y discreta, la perfecta de todas maneras. Porque es de notar que España se está hoy del mismo modo que Dios la crió, sin haberla mejorado en cosa sus moradores, fuera de lo poco que labraron en ella los romanos: los montes se están hoy tan soberbios y zahareños como al principio, los ríos innavegables, corriendo por el mismo camino que les abrió la naturaleza, las campañas se están páramos, sin haber sacado para su riego las acequias, las tierras incultas; de suerte que no ha obrado nada la industria. Al contrario, la Italia está tan otra y tan mejorada que no la conocerían sus primeros pobladores que viniesen, porque los montes están allanados, convertidos en jardines, los rios navegables, los lagos son vivares de peces, los mares poblados de famosas ciudades, coronados de muelles y de puertos, las ciudades todas por un parejo hermoseadas de vistosos edificios, templos, palacios y castillos, sus plazas adornadas de brolladores y fuentes, las campañas son Elisios, llenas de jardines; de suerte, que hay más que ver y que gozar en sola una ciudad de Italia que en toda una provincia de las otras. Ella es la política madre de las buenas artes, que todas están en su mayor punto y estimación, la política, la poesía, la historia, la filosofía, la retórica, la erudición, la elocuencia, la música, la pintura, la arquitectura, la escultura, y en cada una destas artes se hallan prodigiosos hombres. Por esto, sin duda, dijeron que cuando las diosas se repartieron las provincias del mundo, Juno escogió la España, Belona la Francia, Proserpina a Inglaterra, Ceres a Sicilia, Venus a Chipre y Minerva [a] Italia. Allí florecen las buenas letras, ayudadas de la más suave, copiosa y elocuente lengua; que aun por eso, en aquella plausible comedia que se representó en Roma de la caída de nuestros primeros padres, se introducían donosamente los personajes hablando el Padre Eterno en alemán, Adán en italiano, lo mio signore, Eva en francés, [o]ui, monsiur, y el diablo en español, echando votos y retos. Exceden los italianos a los españoles en los accidentes y a los franceses en la sustancia, ni son tan viles como éstos ni tan altivos como aquéllos, igualan a los españoles en ingenio y sobrepujan a los franceses en juicio, haciendo un gran medio entre estas dos naciones. Pero si en manos de los italianos hubieran dado las Indias, ¡cómo que las hubieran logrado! Está Italia en medio de las provincias de la Europa, coronada de todas como reina, y trátase como tal, porque Génova la sirve de tesorera, Sicilia de despensera, la Lombardía de copera, Nápoles de maestresala, Florencia de camarera, el Lacio de mayordomo, Venecia de aya, Módena, Mantua, Luca y Parma de meninas, y Roma de dueña.

—Sola una cosa la hallo yo mala —dijo Andrenio.

—¿Sola una? —replicó el Cortesano—. ¿Y cuál es?

Reparaba en decirla y quisiera que él la adivinara. Con esta atención le iba deteniendo, y el otro instando.

—¿Sería acaso el ser tan viciosa, porque eso le viene de ser tan deliciosa?

—No es eso.

—¿Aquello de oler aún a gentil, hasta en los nombres de Cipiones y Pompeyos, Césares y Alejandros, Julios y Lucrecias, y en la vana estimación de las antiguas estatuas, que parecen idolatrar en ellas, el ser tan supersticiosos y agoreros? Porque todo eso les viene de gentil herencia.

—Ni eso.

—¿Pues qué, el estar tan dividida y como hecha gigote en poder de tantos señores y señorcitos, saliéndole estéril toda su política y sirviéndola de nada toda su razón de estado?

—Tampoco es eso.

—¡Válgate Dios! ¿Pues qué será? ¿Es por ventura aquello de ser campo abierto a las naciones extranjeras, palenque de españoles y franceses?

—¡Eh, que no es eso!

—¿Si sería el ser maestra de invenciones y quimeras? Porque eso pasó de la Grecia al Lacio juntamente con el imperio.

—Ni eso, ni esotro.

—Pues ¿qué puede ser?, que ya me doy por vencido.

—¿Qué? El haber tantos italianos; que si eso no tuviera, hubiera sido sin oposición el mejor país del mundo. Y véese claro, pues Roma con el concurso de las naciones se viene a templar mucho. Por eso dicen que Roma no es Italia, ni España, ni Francia, sino un agregado de todas. Gran ciudad para vivir, aunque no para morir. Dicen que está llena de santos muertos y de demonios vivos; paradero de peregrinos y de todas las cosas raras, centro de maravillas, milagros y prodigios. De suerte que más se vive en ella en un día que en otras ciudades en un año, porque se goza de todo lo mejor.

—Un secreto ha días deseo saber de Italia —dijo Critilo.

—¿Qué cosa? —le preguntó el Cortesano.

—Yo te lo diré: ¿Cuál sea la causa que siendo los franceses tan fatales para ella, los que la inquietan, la azotan, la pisan, la saquean, cada año la revuelven y son su total ruina, y al contrario, siendo los españoles los que la enriquecen, la honran, la mantienen en paz y quietud, los que la estiman, siendo Atlantes de la iglesia católica romana: con todo eso, se pierden por los franceses, se les va el corazón tras ellos, los alaban sus escritores, los celebran sus poetas con declarada pasión, y a los españoles los aborrecen, los execran y siempre están diciendo mal de ellos?

—¡Oh! —dijo el Cortesano—, has tocado un gran punto: no sé cómo te lo dé a entender. ¿No has visto muchas veces aborrecer una mujer el fiel consorte que la honra y que la estima, que la sustenta, la viste y la engalana, y perderse por un rufián que la da de bofetadas cada día y la acocea, la azota y la roba, la desnuda y la maltrata»?

—Sí.

—Pues aplica tú la semejanza.

Faltóles antes la luz del día para ver, que grandezas y portentos para ser vistos, con que hubieron de dar treguas a su bien lograda curiosidad hasta el siguiente día.

—Mañana —les dijo el Cortesano— os convido a ver, no sola Roma, sino todo el mundo de una vez, desde cierto puesto de donde se señorea. Veréis, no sólo este siglo, esta nuestra era, sino las venideras.

—¿Qué dices, Cortesano mío? —replicó Andrenio—. ¿Para otro mundo y otro siglo nos emplazas?

—Sí, que habéis de ver cuanto pasa y ha de pasar.

—¡Gran cosa será y gran día!

Quien quisiere lograrlo, madrugue en la siguiente crisi.