El Criticón (Segunda parte)/Crisi II

CRISI SEGUNDA. Los prodigios de Salastano

Tres soles, digo tres Gracias, en fe de su belleza, discreción y garbo (contaba un cortesano verídico, ya prodigio), intentaron entrar en el palacio de un gran príncipe, y aun de todos. Coronába[se] la primera, brillantemente gallarda, de fragantes flores, rubias trenzas y recamaba su verde ropaje de líquidos aljófares, tan risueña, que alegraba un mundo entero. Pero en injuria de su gran belleza, la cerraron tan anticipadamente las puertas y ventanas, que aunque se probó a entrar por cien partes, no pudo: que teniéndola por entretenida, hasta los más sutiles resquicios la habían entredicho, y así hubo de pasar adelante, convirtiendo su risa en llanto. Fuese acercando la segunda, tan hermosa cuan discreta, y chanceándose con la primera a lo Zapata, la decía:

—Anda tú, que no tienes arte ni la conoces. Verás cómo yo, en fe de mi buen modo, tengo de hallar entrada.

Comenzó a introducirse, buscando medios y inventando trazas; pero ninguna la salía, pues al mismo punto que brujuleaban su buena cara, todos se la hacían muy mala. Y ya, no solas las puertas y ventanas la cerraban, pero aun los ojos por no verla y los oídos por no sentirla.

—¡Eh, que no tenéis dicha! —dijo la tercera, agradablemente linda—. Atendé cómo yo por la puerta del favor me introduzgo en Palacio, que ya no se entra por otras. Fuese entremetiendo con mucho agrado; mas aunque a los principios halló cabida, fue engañosa y de apariencia, y al cabo hubo de retirarse mucho más desairada. Estaban tripuladas todas tres, ponderando, como se usa, sus muchos méritos y su poca dicha, cuando llevado de su curiosidad el cortesano, se fue acercando lisonjero; y habiéndolas celebrado, significó su deseo de leer quiénes eran, que lo que es el palacio bien conocido lo tenía, como tan pateado.

—Yo soy —dijo la primera— la que voy dando a todos los buenos días, mas ellos se los toman malos y los dan peores; yo, la que hago abrir los ojos, y a todo hombre que recuerde; yo la deseada de los enfermos y temida de los malos, la madre de la vividora alegría; yo aquella tan decantada esposa de Titón, que en este punto dejo el carmín de nácar.

—Pues, señora Aurora —dijo el cortesano—, ahora no me espanto de que no tengáis cabida en los palacios, donde no hay hora de oro con ser todas tan pesadas. Ahí no hay mañana, todo es tarde: díganlo las esperanzas. Y con ser así, nada es hoy, todo mañana. Así, que no os canséis, que ahí nunca amanece, aun para vos, por tan clara.

Volvióse a la segunda, que ya decía:

—¿Nunca oíste nombrar aquella buena madre de un mal hijo? Pues yo soy, y él es Odio: yo, la que siendo tan buena, todos me quieren mal: cuando niños, me babean, y como no les entro de los dientes adentro, me escupen cuando grandes. Tan esclarecida soy como la misma luz; que si no miente Luciano, hija soy, no ya del tiempo, sino del mismo Dios.

—Pues, señora mía —dijo el cortesano—, si vos sois la Verdad, ¿cómo prentendéis imposibles? ¿Vos en los palacios? ¡Ni de mil leguas! ¿De qué pensáis que sirven tanta afilada cuchilla? Que no aseguran tanto de traiciones no por cierto, cuanto de… de… Bien podéis por ahora, y aun para siempre, desistir de la empresa.

Ya en esto, la tercera, dulcísimamente linda, robando corazones dijo:

—Aquélla soy sin quien no hay felicidad en el mundo, y con quien toda infelicidad se pasa. En las demás dichas de la vida se hallan muy divididas las ventajas del bien, pero en mí, todas concurren: la honra, el gusto y el provecho. No tengo lugar sino entre los buenos; que entre los malos, como dice Séneca, ni soy verdadera ni constante. Denomínome del amor, y así a mí no me han de buscar en el vientre, sino en el corazón, centro de la benevolencia.

—Ahora digo que eres la amistad —aclamó el cortesano—, tan dulce tú cuan amarga la Verdad. Pero aunque lisonjera, no te conocen los príncipes, que sus amigos todos son del rey y ninguno de Alejandro: así lo decía él mismo. Tú haces de dos uno, y es imposible poder ajustar el amor a la majestad. Paréceme, mis señoras, que todas tres podéis pasar adelante: tú, Aurora, a los trabajadores; tú Amistad, a los semejantes, y tú, Verdad, yo no sé adónde.

Este crítico suceso les iba contando el noticioso Argos a nuestros dos peregrinos del mundo, y les aseguró habérselo oído ponderar al mismo cortesano:

—Aquí, en este puesto —decía—, que por eso me he acordado. Hallábanse ya en lo más eminente de aquel puerto de la varonil edad, corona de la vida, tan superior, que pudieron señorear desde allí toda la humana: espectáculo tan importante cuan agradable, porque descubrían países nunca andados, regiones nunca vistas, como la del Valor y del Saber, las dos grandes provincias de la Virtud y la Honra, los países del Tener y del Poder, con el dilatado reino de la Fortuna y del Mando; estancias todas muy de hombres y que a Andrenio se le hicieron bien extrañas. Mucho les valieron aquí sus cien ojos, que todos los emplearon. Vieron ya muchas personas, que es la mejor vista de cuantas hay, perdóneme hoy la belleza. Pero, cosa rara, que lo que a unos parecía blanco, a otros negro, tal es la variedad de los juicios y gustos; ni hay antojos de colores, que así alteren los ojetos como los afectos.

—Veamos de una cuanto hay —decía Critilo—, que todo se ha de ver y en lo más raro reparar.

Y comenzando por lo más lejos, que como digo se descubría no sólo desde el un cabo del mundo al otro, pero desde el primer siglo hasta éste:

—¿Qué insanos edificios son aquéllos (hablando con la propiedad mariana) que acullá lejos apenas se divisan y a glorias campean?

—Aquéllas —respondió Argos, que de todo daba razón en desengaños—, son las siete maravillas del orbe.

—¿Aquéllas —replicó Andrenio—, maravillas? ¿Cómo es posible? Una estatua, que se ve entre ellas, ¿pudo serlo?

—¡Oh, sí!, que fue coloso de un sol.

—Aunque sea el sol mismo, si es una estatua a mí no me maravilla.

—No fue tan estatua, que no fuese una bien política atención adorando el sol que sale y levantando estatua al poder que amanece.

—Desde ahora la venero. Aquel otro parece sepulcro:

—Y bien extraña.

—¿Cómo puede, siendo sepultura de un mortal?

—¡Oh!, que fue de mármoles y jaspes.

—Aunque fuera el mismo Panteón.

—¿No veis que lo erigió una mujer a su marido?

—¡Oh qué bueno! A trueque de enterrarle, no digo yo de pórfidos, pero diamantes, de perlas, sino lágrimas, habría mujer que le construyese pira.

—Sí, pero aquello de ser Mausolo, que dice permanecer sola, convertida en tortolilla, creedme que fue un prodigio de fe.

—¡Eh!, dejemos maravillas que caducan —dijo Andrenio—. ¿No hay alguna moderna? ¿No hace ya milagros el mundo?

—Sin duda que así como dicen que van degenerando los hombres y siendo más pequeños cuanto más va (de suerte que cada siglo merman un dedo, y a este paso vendrán a parar en títeres y figurillas, que ya poco les falta a algunos), sospecho que también los corazones se les van achicando; y así, se halla tanta falta de aquellos grandes sujetos que conquistaban mundos, que fundaban ciudades, dándolas sus nombres, que era su real faciebat.

—¿Ya no hay Rómulos, ni Alejandros, ni Constantinos?

—También se hallan algunas maravillas flamantes —respondió Argos—, sino que como se miran de cerca, no parecen.

—Antes, habían de verse más, que cuanto más de cerca se miran las cosas mucho mayores parecen.

—¡Oh no! —dijo Argos—, que la vista de la estimación es muy diferente de la de los ojos en esto del aprecio. Con todo eso, atención a aquellas sublimes agujas que campean en la gran cabeza del orbe.

—Aguarda —dijo Critilo—, ¿aquélla tan señalada es la cabeza del mundo? ¿Cómo puede ser si está entre pies de Europa, a pierna tendida de Italia por medio del Mediterráneo, y Napoles su pie?

—Ésa que te parece a ti andar entre pies de la tierra, es el cielo, la coronada cabeza del mundo y muy señora de todo él, la sacra y triunfante Roma, por su valor, saber, grandeza, mando y religión; corte de personas, oficina de hombres, pues restituyéndolos a todo el mundo, todas las demás ciudades la son colonias de policía. Aquellos empinados obeliscos, que en sus plazas majestuosamente se ostentan, son plausibles maravillas modernas. Y advertí una cosa, que con ser tan gigantes, aun no llegan con mucho a la superioridad de prendas de sus santísimos dueños.

—Ora ¿no me dirás una verdad?: ¿qué pretendieron estos sacros héroes con estas agujas tan excelsas?, que aquí algún misterio apuntan digno de su piadosa grandeza.

—¡Oh, sí! —respondió Argos—, lo que pretendieron fue coser la tierra con el cielo, empresa que pareció imposible a los mismos Césares, y éstos la consiguieron. ¿Qué estás mirando tú con tan juicioso reparo?

—Miro —dijo Andrenio—, que en cada provincia hay que notar aquel murciélago de ciudades, anfibia corte, que ni bien está en el mar ni bien en tierra y siempre a dos vertientes.

—¡Oh qué política —exclamó Argos—, que tan de sus principios le viene, tan fundamentalmente comienza! Y deste su raro modo de estar, celebraba el bravo duque de Osuna la razón de su estado. Aquélla es la nombrada canal con que el mismo mar saben traer acanalado a su con Venecia.

—¿No hay maravillas en España? —dijo Critilo, volviendo la mira a su centro—. ¿Qué ciudad es aquélla que tan en punta parece que amenaza al cielo?

—Será Toledo, que a fianzas de sus discreciones, aspira a taladrar las estrellas, si bien ahora no la tiene.

—¿Qué edificio tan raro es aquél que desde el Tajo sube escalando su alcázar, encaramando cristales?

—Ése es el tan celebrado artificio de Juanelo, una de las maravillas modernas.

—No sé yo por qué —replicó Andrenio—, si al uso de las cosas muy artificiosas tuvo más de gasto que de provecho.

—No discurría así —dijo Argos—, cuando lo vio, el eminentemente discreto cardenal Tribulcio, pues dijo que no había habido en el mundo artificio de más utilidad.

—¿Cómo pudo decir eso quien tan al caso discurría?

—Ahí veréis —dijo Argos—, enseñando a traer el agua a su molino desde sus principios, haciendo venir de un cauce en otro al palacio del Católico Monarca el mismo río de la plata, las pesquerías de las perlas, el uno y otro mar, con la inmensa riqueza de ambas Indias.

—¿Qué palacio será aquel —preguntó Critilo—, que entre todos los de la Francia se corona de las flores de oro?

—Gran casa y gran cosa —respondió Argos—. Ése es el trono real, ése la más brillante esfera, ése el primer palacio del Rey Christianísimo en su gran corte de París, y se llama el Lobero.

—¿El Lobero? ¡Qué nombre tan poco cortesano, qué sonsonete de grosería! Por cualquier parte que le busquéis la denominación, suena poco y nada bien. Llamárase el jardín de los más fragantes lilios, el quinto cielo de tanto christanísimo Marte, la popa de los soplos de la fortuna; pero el Lobero no es nombre decente a tanta majestad.

—¡Eh!, que no lo entendéis —dijo Argos—. Creedme que dice más de lo que suena y que encierra gran profundidad. Llámase el Lobero (y no voy con vuestra malicia) porque ahí se les ha armado siempre la trampa a los rebeldes lobos con piel de ovejas; digo, aquellas horribles fieras hugonotas.

—¡Oh qué brillante alcázar aquel otro —dijo Andrenio—, corona de los demás edificios, fuente del lucimiento, comunicándoles a todos las luces de su permanente esplendor! ¿Si sería del augusto Ferdinando Tercero, aquel gran César que está hoy esparciendo por todo el orbe el resplandor de sus ejemplos? También podría ser de aquel tan valerosamente religioso monarca, Juan Casimiro de Polonia, vitorioso primero de sí mismo y triunfante después de tanto monstruo rebelde. ¡Oh qué claridad de alcázar y qué rayos está esparciendo a todas partes! Merece serlo del mismo sol.

—Y lo es —respondió Argos—, digo de aquella sola reina entre cuantas hay, la inmortal Virtelia. Mas por allí habéis de encaminaros para bien ir.

—Yo allá voy, desde luego —dijo Critilo.

—Y allí veréis —añadió Argos— que aunque es tan majestuoso y brillante, aún no es digno epiciclo de tanta belleza. Estando en esta divertida fruición de grandezas, vieron venir hacia sí cierta maravilla corriente: era un criado pronto. Y lo que más les admiró fue que decía bien de su amo. Preguntó, en llegando, cuál era el Argos verdadero, cuando todos por industria lo parecían.

—¿Qué me quieres? —respondió el mismo.

—A ti me envía un caballero, cuyo nombre, ya fama, es Salastano, cuya casa es un teatro de prodigios, cuyo discreto empleo es lograr todas las maravillas, no sólo de la naturaleza y arte, pero más las de la fama, no olvidando las de la fortuna. Y con tener hoy atesoradas todas las más plausibles, así antiguas como modernas, nada le satisface hasta tener alguno de tus muchos ojos, para la admiración y para la enseñanza.

—Toma éste de mi mano —dijo Argos— y llévaselo depositado en este cofrecillo de cristal; y dirásle que lo emplee en tocar con ocular mano todas las cosas antes de creerlas. Partíase tan diligente como gustoso, cuando dijo Andrenio:

—Aguarda, que me ha salteado una curiosa pasión de ver esa casa de Salastano y lograr tanto prodigio.

—Y a mí, de procurar su amistad —añadió Critilo—, ventajosa felicidad de la vida.

—Id —confirmó Argos—, y en tan buena hora, que no os pesará en toda la vida. Fue el viaje peregrino oyéndole referir cosas bien raras.

—Solas las que yo le he diligenciado —decía— pudieran admirar al mismo Plinio, a Gesnero y Aldobrando. Y dejando los materiales portentos de la naturaleza, allí veréis en fieles retratos todas las personas insignes de los siglos, así hombres como mujeres, que de verdad las hay; los sabios y los valerosos, los césares y las emperatrices, no ya en oro, que ésa es curiosidad ordinaria, sino en piedras preciosas y en camafeos.

—Ésa —dijo Critilo—, con vuestra licencia, la tengo por una diligencia inútil, porque yo más querría ver retratados sus relevantes espíritus que el material gesto, que comúnmente en los grandes hombres carece de belleza.

—Uno y otro lograréis en caracteres de sus hazañas, en libros de su doctrina, y sus retratos también; que suele decir mi amo que, después de la noticia de los ánimos, es parte del gusto ver el gesto, que de ordinario suele corresponder con los hechos. Y si por ver un hombre eminente, un duque de Alba los entendidos, un Lope de Vega los vulgares, caminaban muchas leguas, apreciando las eminencias, aquí se caminan siglos.

—Primor fue siempre de acertada política —ponderó Critilo— eternizar los varones insignes en estatuas, en sellos y en medallas, ya para ideas a los venideros, ya para premio a los pasados: véase que fueron hombres y que no son imposibles sus ejemplos.

—Al fin —dijo el criado—, háselos entregado la antigüedad a mi amo, que ya que no los pudo eternizar en sí mismos, se consuela de conservarlos en imágenes. Pero las que muchos celebran y las miran y aun llegan a tocarlas con las manos son las mismas cadenillas de Hércules, que procediéndole a él de la lengua, aprisionaban a los demás de los oídos; y quieren decir las hubo de Antonio Pérez.

—Ésa es una gran curiosidad —ponderó Critilo—, garabato para llevarse el mundo tras sí. ¡Oh gran gracia la de las gentes!

—¿Y de qué son? —preguntó Andrenio—, porque de hierro, cierto es que no serán.

—En el sonido parecen de plata y en la estimación de perlas de una muy cortesana elocuencia.

A este modo les fue refiriendo raras curiosidades, cuando descubrieron desde un puesto bien picante, en el centro de un gran llano, una ciudad siempre vitoriosa.

—Aquel ostentoso edificio con rumbos de palacio —dijo— es la noble casa de Salastano, y éstos que ya gozamos sus jardines.

Fuelos introduciendo por un tan delicioso cuan dilatado parque que coronaban frondosas plantas de Alcides, prometiéndole en sus hojas, por símbolos de los días, eternidades de fama. Comenzaron a registrar fragantes maravillas, toparon luego con el mismo laberinto de azares, cárcel del secreto, amenazando riesgos al que le halla y evidentes al que le descubre. Más adelante se veía un estanque, gran espejo, del cielo, surcado de canoros cisnes y aislado en medio de él un florido peñón, ya culto Pindo. Paseábase la vista por aquellas calles entapizadas de rosas y mosquetas, alfombradas de amaranto, la yerba de los héroes, cuya propiedad es inmortalizarlos. Admiraron el lotos, planta también ilustre, que de raíces amargas de la virtud rinde los sabrosos frutos del honor. Gozaron flores a toda variedad, y todas raras, unas para la vista, otras para el olfato, y otras hermosamente fragantes, acordando misteriosas transformaciones. No registraban cosa que no fuese rara, hasta las sabandijas, tan comunes en otras huertas, aquí eran extraordinarias, porque estaban los camaleones en alcándaras de laureles, dándose hartazgos de vanidad. Volaban sin parar las efímeras, traídas del Bósforo, con sus cuatro alas, solicitando la comodidad para siglos, no habiendo de vivir sino un día: viva imagen de la necia codicia. Aquí se oían cantar, y las más veces gemir, las pintadas avecillas del paraíso con picos de marfil, pero sin pies, porque no le han de hacer en cosa terrena. Sintieron un ruido como de campanilla, y al mismo instante apretó a huir el criado, voceándoles su riesgo al ver el venenoso ceraste, que él mismo cecea para que todo entendido huya de su lascivo aliento. Entraron con esto dentro de la casa, donde parecía haber desembarcado la de Noé, teatro de prodigios tan a sazón, que estaba actualmente el discreto Salastano haciendo ostentación de maravillas a la curiosidad de ciertos caballeros, de los muchos que frecuentan sus camarines. Hallábase allí don Juan de Balboa, teniente de maese de campo general, y don Alonso de Mercado, capitán de corazas españolas, ambos muy bien hablados, tan alumnos de Minerva como de Belona, con otros de su discreción bizarra. Tenía uno en la mano, celebrando con lindo gusto una redomilla llena de las lágrimas y suspiros de aquel filósofo llorón, que más abría los ojos para llorar que para ver, cuando de todo se lamentaba.

—¡Qué hiciera éste si hubiera alcanzado estos nuestros tiempos! —ponderaba don Francisco de Araujo, capitán también de corazas, basta decir portugués para galante y entendido—. Si él hubiera visto lo que nosotros pasado, tal fatalidad de sucesos y tan conjuración de monstruosidades, sin duda que hubiera llenado cien redomas, o se hubiera podrido de todo punto.

—Yo —dijo Balboa— más estimara un otro frasquillo de las carcajadas de aquel otro socarrón su antípoda, que de todo se reía.

—Ése, señor mío, de la risa —respondió Salastano— yo le gasto, y el otro le guardo.

—¡Oh!, cómo llegamos a buen punto —dijo el criado, presentándoles el nuevo ocular portento— para que se desengañe Critilo, que no acaba de creer haya en el mundo muchas de las cosas raras que ha de ver esta tarde. Suplícote, me desempeñes a excesos.

—Pues ¿en qué dudáis? —dijo Salastano, después de haber hecho la salva a su venida—. ¿Qué os puede ya parecer imposible, viendo lo que pasa? ¿Qué queda ya que dudar en los ensanches de la fortuna que ya los prodigios de la naturaleza y arte no suponen?

—Yo os confieso —dijo Critilo— que he tenido siempre por un ingenioso embeleco el basilisco, y no soy tan solo que sea necio; porque aquello de matar en viendo parece una exageración repugnante, en que el lecho está desmintiendo el testigo de vista.

—¿En eso ponéis duda? —replicó Salastano—. Pues advertid que ése no le tengo yo por prodigio, sino por un mal cotidiano. ¡Pluguiera al cielo no fuera tanta verdad! Y si no, decime; un médico en viendo un enfermo, ¿no le mata? ¿Qué veneno como el de su tinta en un récipe?, ¿qué basilisco más criminal y pagado que un Hermócrates, que aun soñando mató a Andrágoras? Dígoos que dejan atrás a los mismos basiliscos, pues aquéllos poniéndoles un cristal delante, ellos se matan a sí mismos; y éstos, poniéndoles un vidrio que trajeron de un enfermo, con sólo mirarle, le echaban en la sepultura estando cien leguas distante. «Déjenme ver el proceso, dice el abogado, quiero ver el testamento, veamos papeles», y tal es el ver, que acaba con la hacienda y con la substancia del desdichado litigante, que en ir a él ya fue mal aconsejado. Pues qué, un príncipe, con sólo decir: «Yo lo veré», ¿no deja consumido a un pretendiente? ¿No es basilisco mortal una belleza, que si la miráis, mal, y si ella os mira, peor? ¡Con cuántos ha acabado aquel vulgar veremos, el pesado veámonos, el prolijo verse ha y el necio ya lo tengo visto! Y todo, malmirado, ¿no mata? Creedme, señores, que está el mundo lleno de basiliscos del ver y aun del no ver, por no ver y no mirar. Así estuvieran todos como éste.

Y mostróles uno embalsamado.

—Yo también —prosiguió Andrenio—, siempre he tenido por un encarecimiento ingenioso el unicornio, aquello de que en bañando él su punta, al punto purifica las emponzoñadas aguas, está bien inventado, mas no experimentado.

—Más dificultoso es eso —respondió Salastano—, porque hacer bien, más raro es en el mundo que hacer mal; más usado el matar que el dar vida. Con todo, veneramos algunos destos prodigios salutíferos que con la eficacia de su buen celo, han ahuyentado los pestilenciales venenos y purificado las aguas populosas. Y si no, decidme, aquel nuestro inmortal héroe el rey católico don Fernando, ¿no purificó a España de los moros y de judíos, siendo hoy el reino más católico que reconoce la Iglesia? El rey don Felipe el Dichoso, porque bueno, ¿no purgó otra vez a España del veneno de los moriscos en nuestros días? ¿No fueron éstos, salutíferos unicornios? Bien es verdad que en otras provincias no se hallan así frecuentes ni tan eficaces como en ésta; que si eso fuera, no hubiera ya ateísmos donde yo sé, ni herejías donde yo callo, cismas, gentilismos, perfidias, sodomías y otros mil géneros de monstruosidades.

—¡Oh!, señor Salastano —replicó Critilo—, que ya hemos visto algunos déstos en otras partes, que han procurado con christianísimo valor debelar las oficinas del veneno rebelde a Dios y al rey, donde se habían hecho fuertes estas ponzoñozas sabandijas!

—Yo lo confieso —dijo Salastano—, pero temo no fuese más por razón de Estado; digo, no tanto por ser rebeldes al cielo cuanto a la tierra. Y si no, decidme, ¿a qué otros reinos extraños los desterraron? ¿Qué Áfricas poblaron de herejes, como Filipo de moriscos? ¿Qué tributos a millones perdieron, como Fernando? ¿Qué Ginebras han arrasado, que Moravias despoblado, como hoy día el piadoso Ferdinando?

—No os canséis, que esa pureza de fe —ponderó Balboa—, sin consentir mezcla, sin sufrir un átomo de veneno infiel, creedme que es felicidad de los Estados de la casa de España y de Austria, debida a sus coronados unicornios.

—A cuyo real ejemplo —prosiguió Salastano—, vemos sus cristianos generales y virreyes limpiar las provincias que gobiernan y los ejércitos que conducen del veneno de los vicios. Don Álvaro de Sande, tan religioso como valiente, ¿no desterró los juramentos de la católica milicia, condenándolos a infamia? Don Gonzalo de Córdoba, ¿no purificó los ejércitos de insultos y de torpezas? El duque de Alburquerque en Cataluña y el conde de Oropesa en Valencia, ¿no libraron aquellos dos reinos, siendo justicieros presidentes, del veneno sanguinario y bandolero? ¿Qué tóxico de vicios no ha ahuyentado desde nuestro reino de Aragón con su ejemplo y con su celo el inmortal conde de Lemos? Llegaos a este camarín, que os quiero franquear los muchos preservativos y contravenenos que yo guardo. En este rico vaso de unicornio han brindado la pureza de la fe los Católicos Reyes de España. Estas arracadas, también de unicornio, traía la señora reina doña Isabel para guardar el oído de la ponzoña de las informaciones malévolas. Con este anillo confortaba su invicto corazón el emperador Carlos Quinto. En esta caja, conficionada de aromas, llegaos y percibid su fragancia, han conservado siempre el buen nombre de su honestidad y recato las señoras reinas de España.

Fueles mostrando otras muchas piezas muy preciosas, haciendo la prueba y confesando todos su virtud eficaz.

—¿Qué dos puñales son aquellos que están en el suelo? —preguntó Araujo—, que aunque van por tierra, no carecen de misterio.

—Ésos fueron —respondió Salastano— los puñales de ambos Brutos.

Y dándoles del pie, sin quererlos tocar con su leal mano.

—Éste —dijo— fue de Junio, y este otro de Marco.

—Con razón los tenéis en tan despreciable lugar, que no merecen otro las traiciones, y más contra su rey y señor, aunque sea el monstruo Tarquinado.

—Decís bien —respondió Salastano—, pero no es ésa la razón principal por que los he arrojado en el suelo.

—Pues ¿cuál?, que será juiciosa.

—Porque ya no admiran. En otro tiempo, por singulares se podían guardar. Mas ya no suponen, no espantan ya; antes son niñería después que un cuchillo infame en la mano de un verdugo, mandado de la mal ajustada justicia, llegó a la real garganta. Pero no me atrevo yo a referir lo que ellos ejecutar; erizáronseles los cabellos a cuantos lo oyeron, oyen y oirán; único, no ejemplar, sino monstruo: sólo digo que ya los brutos se han quedado muy atrás.

—Algunas cosas tenéis aquí, señor Salastano, que no merecen estar entre las demás — dijo Critilo—. Mucha desigualdad hay; porque ¿de qué sirve aquel retorcido caracol que allí tenéis?, una alhaja tan vil que anda ya en bocas de villanos para recoger bestias. ¡Eh, sacadle de ahí, que no vale un caracol! Aquí, suspirando, Salastano dijo:

—¡Oh tiempos, oh costumbres! Este mismo, ahora tan profanado, en aquel dorado siglo resonaba por todo el orbe en la boca de un Tritón pregonando las hazañas, llamando a ser personas y convocando los hombres a ser héroes. Mas si eso os parece civil reparo, quiero mostraros el prodigio que yo más estimo: hoy habéis de ver los bizarrísimos airones, los encrespados penachos de la misma fénix.

Aquí, sonriéndose todos:

—¿Qué otro ingenioso imposible es ése? —dijeron. Pero Salastano:

—Ya sé que muchos la niegan y los más la dudan, y que no lo habéis de creer; mas yo quedaré satisfecho con mi verdad. Yo, también, a los principios la dudé, y más que en nuestro siglo la hubiese. Con esta curiosidad, no perdoné ni a diligencia ni a dinero. Y como éste dé alcance a cuanto hay, aun los mismos imposibles, haciendo reales los entes de razón, hallé que verdaderamente las hay y las ha habido: bien que raras y una sola en cada siglo. Y si no, decidme, ¿cuántos Alejandros Magnos ha habido en el mundo, cuántos Julios en tantos Agostos, qué Teodosios, qué Trajanos? En cada familia, si bien lo censuráis, no hallaréis sino una Fénix. Y si no, pregunto, ¿cuántos don Hernandos de Toledo ha habido, duques de Alba? ¿Cuántos Anas de Memoransi? ¿Cuántos Álvaros Bazanes, marqueses de Santa Cruz? Un solo marqués del Valle admiramos, un Gran Capitán, duque de Sessa, aplaudimos, un Vasco de Gama y un Alburquerque celebramos. Hasta de un nombre no oiréis dos famosos: sólo un don Manuel rey de Portugal; un solo Carlos Quinto y un Francisco Primero de Francia. En cada linaje no suele haber sino un hombre docto, un valiente y un rico; y éste yo lo creo, que las riquezas no envejecen. En cada siglo no se ha conocido sino un orador perfecto, confiesa el mismo Tulio, un filósofo, un gran poeta. Una sola Fénix ha habido en muchas provincias, como un Carlos en Borgoña, Castrioto en Chipre, Cosme en Florencia y don Alfonso el Magnánimo en Nápoles. Y aunque este nuestro siglo ha sido tan pobre de eminencias en la realidad, con todo esto, quiero ostentar las plumas de algunos inmortales fénix. Ésta es (y sacó una bellísimamente coronada) la pluma de la fama de la reina nuestra señora doña Isabel de Borbón, que siempre lo han sido las Isabeles en España, con excepción de la singularidad. Con esta otra voló a la esfera de la inmortalidad la más preciosa y más fecunda Margarita. Con éstas coronaban sus celadas el marqués Espinóla, Galaso, Picolomini, don Felipe de Silva y hoy el de Mortara. Con estas otras escribieron Baronio, Belarmino, Borbosa, Lugo y Diana y con ésta el marqués Virgilio Malveci.

Confesaron todos la enterísima verdad y convirtieron sus incredulidades en aplausos.

—Todo eso está bien —replicó Critilo—. Sólo una cosa yo no puedo acabar de creer, aunque muchos la afirman.

—¿Y qué es? —preguntó Salastano.

—No hay que tratar, que yo no la he de conceder: ¡Eh, que no es posible! Nos os canséis, que no lleva camino.

—¿Es acaso aquel pescadillo tan vil y tan sin jugo, sin sabor y sin ser, que en fe de su flaqueza ha detenido tantas veces los navios de alto bordo, las mismas capitanas reales, que iban viento en popa al puerto de su fama? Porque éste aquí le tengo yo acecinado.

—No es sino aquel prodigio de la mentira, aquel superlativo embeleco, aquel mayor imposible: el pelicano. Yo confieso que hay basilisco, yo creo el unicornio, yo celebro la fénix; yo paso por todo, pero el pelicano no le puedo tragar.

—Pues ¿en qué reparáis? ¿Por ventura, en el picarse el pecho, alimentando con sus entrañas los polluelos?

—No, por cierto, ya yo veo que es padre y que el amor obra tales excesos.

—¿Dudáis acaso en que, ahogados de la envidia, los resucite?

—Menos, que si la sangre hierve, obra milagros.

—Pues ¿en qué reparáis?

—Yo os lo diré, en que haya en el mundo quien no sea entremetido, que se halle uno que no guste de hablar, que no mienta, no murmure, no enrede, que viva sin embeleco: eso yo no lo he de creer.

—Pues advertid que ese pájaro solitario, en nuestros días lo vimos en el Retiro entre otras aladas maravillas.

—Si eso es así —dijo Critilo—, él dejó de ser ermitaño y se puso a entremetido.

—¿Qué arma tan extraordinaria es aquélla? —preguntó, como tan soldado, don Alonso.

—Estorea —respondió Salastano—, y fue de la reina de las amazonas, trofeos de Hércules, con el Balteo, que pudo entrar en docena.

—¿Y es preciso —replicó Mercado— creer que hubo amazonas?

—No sólo que las hubo, sino que las hay de hecho y en hechos. ¿Y qué, no lo es hoy la serenísima señora doña Ana de Austria, florida reina de Francia, así como lo fueron siempre todas las señoras infantas de España que coronaron de felicidades y de sucesión aquel reino? ¿Qué es sino una valerosa amazona la esclarecida reina Polona, Belona digo christiana, siempre al lado de su valeroso Marte en las campañas? Y la excelentísima duquesa de Cardona, ¿no se portó muy como tal, encarcelada donde había sido virreina? Pero venerando, que no olvidando tantos plausibles prodigios, quiero que veáis otro género dellos tenidos por increíbles.

Y al mismo punto les fue mostrando con el dedo un hombre de bien en estos tiempos, un oidor sin manos, pero con palmas, y lo que más es, su mujer; un grande de España desempeñado, un príncipe en esta era dichoso, una reina fea, un príncipe oyendo verdades, un letrado pobre, un poeta rico, una persona real que murió sin que se dijese que de veneno, un español humilde, un francés grave y quieto, un alemán agudo (y juró Balboa era el Barón de Sabac), un privado no murmurado, un príncipe christiano en paz, un docto premiado, una viuda de Zaragoza flaca, un necio descontento, un casamiento sin mentiras, un indiano liberal, una mujer sin enredo, uno de Calatayud en el limbo, un portugués necio, un real de a ocho en Castilla, Francia pacífica, el septentrión sin herejes, el mar constante, la tierra igual, y el mundo mundo.

En medio de esta folla de maravillas, entró un otro criado que en aquel punto llegaba de muy lejos, y recibióle Salastano con extraordinarias demostraciones de gusto.

—Seas tan bien llegado como esperado. ¿Hallaste, dime, aquel portento tan dudado?

—Señor, sí.

—¿Y tú le viste?

—Y le hablé.

—¡Que tal preciosidad se halla en la tierra, que es verdad! Ahora digo, señores, que es nada cuanto habéis visto; ciegue el basilisco, retírese la fénix, enmudezca el pelicano. Estaban tan atónitos cuan atentos los discretos huéspedes oyendo tales exageraciones, muy deseosos de saber cuál fuese el objeto de tan grande aplauso.

—Dinos presto lo que viste —instó Salastano—, no nos atormentes con suspensiones.

—Oíd, señores —comenzó el criado—, la más portentosa maravilla de cuantas habéis visto ni oído.

Pero lo que él les refirió diremos fielmente después de haber contado lo que le pasó a la Fortuna con los Bragados y Comados.