El Criticón (Primera parte)/Crisi IV
CRISI CUARTA.
El despeñadero de la vida
Cuentan que el Amor fulminó quejas y exageró sentimientos delante de la Fortuna, que esta vez no se apeló como solía a su madre, desengañado de su flaqueza.
—¿Qué tienes, ciego niño?, le dijo la Fortuna. Y él:
—¡Qué bien viene eso con lo que yo pretendo!
—¿Con quién las has?
—Con todo el mundo.
—Mucho me pesa, que es mucho enemigo, y según eso, nadie tendrás de tu parte.
—Tuviésete yo a ti, que eso me bastaría: así me lo enseña mi madre y así me lo repite cada día.
—¿Y te vengas?
—Sí, de mozos y de viejos.
—Pues sepamos qué es el sentimiento.
—Tan grande como justo.
—¿Es acaso el prohijarte a un vil herrero, teniéndote por concebido, nacido y criado entre hierros?
—No, por cierto, que no me amarga la verdad.
—¿Tampoco será el llamarte hijo de tu madre?
—Menos, antes me glorio yo de eso; que ni yo sin ella, ni ella sin mí: ni Venus sin Cupido, ni Cupido sin Venus.
—Ya se lo que es —dijo la Fortuna.
—¿Que?
—Que sientes mucho el hacerte heredero de tu abuelo el Mar en la inconstancia y engaños.
—No, por cierto, que ésas son niñerías.
—Pues si éstas son burlas, ¡qué serán las veras!
—Lo que a mí me irrita es que me levanten testimonios.
—Aguarda, que ya te entiendo. Sin duda es aquello que dicen, que trocaste el arco con la muerte y que desde entonces no se llaman ya amor, de amar, sino de morir: Amor a morte; de modo que amor y muerte todo es uno. Quitas la vida, robas hasta las entrañas, hurtas los corazones, transponiéndolos donde aman más que donde animan.
—Todo eso es verdad.
—Pues si esto es verdad, ¿qué quedará para mentira?
—Ahí verás que no paran hasta sacarme los ojos, a pesar de mi buena vista, que siempre la suelo tener buena; y si no, díganlo mis saetas. Han dado en decir que soy ciego (¿hay tal testimonio, hay tal disparate?) y me pintan muy vendado: no sólo los Apeles, que eso es pintar como querer, y los poetas, que por obligación mienten y por regla fingen, pero que los sabios y los filósofos estén con esta vulgaridad no lo puedo sufrir. ¿Qué pasión hay, dime por tu vida, Fortuna amiga, que no ciegue? ¿Qué, el airado, cuando más furioso, no está ciego de la cólera? ¿Al codicioso, no le ciega el interés? ¿El confiado no va a ciegas, el perezoso no duerme, el desvanecido no es un topo para sus menguas, el hipócrita no trae la viga en los ojos? ¿El soberbio, el jugador, el glotón, el bebedor y cuantos hay, no se ciegan con sus pasiones? Pues ¿por qué a mí más que a los otros me han de vendar los ojos, después de sacármelos, y querer que por antonomasia me entienda el ciego? Y más, siendo esto tan al contrario: que yo me engendro por la vista, viendo crezco, del mirar me alimento y siempre querría estar viendo, haciéndome ojos como el águila al sol, hecho lince de la belleza. Éste es mi sentimiento. ¿Qué te parece?
—Que me pareces —repondió la Fortuna—. Lo mismo me sucede a mí, y así, consolémonos entrambos. A más de que, mira, Amor, tú y los tuyos tenéis una condición bien rara, por la cual con mucha razón y con toda propiedad os llaman ciegos: y es que a todos los demás tenéis por ciegos; creéis que no ven, ni advierten, ni saben. De modo que piensan los enamorados que todos los demás tienen los ojos vendados. Ésta, sin duda, es la causa de llamarte ciego, pagándote con la pena del Talión. Quien quisiere ver esta filosofía confirmada con la experiencia, escuche esta agradable relación que dedica Critilo a los floridos años y más al escarmiento.
—Mándasme renovar —dijo— un dolor que es más para sentido que para dicho. Cuan gustosa ha sido para mi tu relación, tan penosa ha de ser la mía. Dichoso tú que te criaste entre las fieras, y ¡ay de mí!, que entre los hombres, pues cada uno es un lobo para el otro si ya no es peor el ser hombre. Tú me has contado cómo viniste al mundo; yo te diré cómo vengo dél y vengo tal, que aun yo mismo me desconozco; y así, no te diré quién soy, sino quién era. Dicen que nací en el mar, y lo creo, según es la inconstancia de mi fortuna. Al pronunciar esta palabra mar, puso los ojos en él, y al mismo punto se levantó a toda prisa. Estuvo un rato como suspenso, entre dudas de reconocer y no conocer, mas luego, alzando la voz y señalando:
—¿No ves, Andrenio —dijo—, no ves? Mira allá, acullá lejos. ¿Qué ves?
—Veo —dijo éste— unas montañas que vuelan, cuatro alados monstruos marinos, si no son nubes, que navegan.
—No son sino naves —dijo Critilo—, aunque bien dijiste nubes, que llueven oro en España.
Estaba atónito Andrenio mirándoselas venir con tanto gusto como deseo. Mas Critilo comenzó a suspirar, ahogándose entre penas.
—¿Qué es esto? —dijo Andrenio—. ¿No es ésta la deseada flota que me decías?
—Sí.
—¿No vienen allí hombres?
—También.
—¿Pues de qué te entristeces?
—Y aun por eso. Advierte, Andrenio, que ya estamos entre enemigos: y ya es tiempo de abrir los ojos, ya es menester vivir alerta. Procura de ir con cautela en el ver, en el oír y mucha más en el hablar; oye a todos y de ninguno te fíes; tendrás a todos por amigos, pero guardarte has de todos como de enemigos. Estaba admirado Andrenio oyendo estas razones, a su parecer tan sin ella, y arguyóle desta suerte:
—¿Cómo es esto? Viviendo entre las fieras, no me previniste de algún riesgo, ¿y ahora con tanta exageración me cautelas? ¿No era mayor el peligro entre los tigres, y no temíamos, y ahora de los hombres tiemblas?
—Sí —respondió con un gran suspiro Critilo—, que si los hombres no son fieras es porque son más fieros, que de su crueldad aprendieron muchas veces ellas. Nunca mayor peligro hemos tenido que ahora que estamos entre ellos. Y es tanta verdad ésta que hubo rey que temió y resguardó un favorecido suyo de sus cortesanos (¡qué hiciera de villanos!) más que de los hambrientos leones de un lago; y así, selló con su real anillo la leonera para asegurarle de los hombres cuando le dejaba entre las hambrientas fieras. ¡Mira tú cuáles serán estos! Verlos has, experimentarlos has, y dirásmelo algún día.
—Aguarda —dijo Andrenio—, ¿no son todos como tú?
—Sí y no.
—¿Cómo puede ser eso?
—Porque cada uno es hijo de su madre y de su humor, casado con su opinión, y así, todos parecen diferentes: cada uno de su gesto y de su gusto. Verás unos pigmeos en el ser y gigantes de soberbia; verás otros al contrario, en el cuerpo gigantes y en el alma enanos; toparás con vengativos que la guardan toda la vida y la pegan aunque tarde, hiriendo como el escorpión con la cola; oirás, o huirás, los habladores, de ordinario necios, que dejan de cansar y muelen; gustarás que unos se ven, otros se oyen; se tocan, y se gustan, otros de los hombres de burlas, que todo lo hacen cuento sin dar jamás en la cuenta; embarazarte han los maniacos que en todo se embarazan. ¿Qué dirás de los largos en todo, dando siempre largas? Verás hombres más cortos que los mismos navarros; corpulentos sin sustancia; y, finalmente, hallarás muy pocos hombres que lo sean: fieras, sí, y fieros también, horribles monstruos del mundo que no tienen más que el pellejo y todo lo demás borra, y así son hombres borrados.
—Pues dime, ¿con qué hacen tanto mal los hombres, si no les dio la naturaleza armas como a las fieras? Ellos no tienen garras como el león, uñas como el tigre, trompas como el elefante, cuernos como el toro, colmillos como el jabalí, dientes como el perro y boca como el lobo: pues ¿cómo dañan tanto?
—Y aun por eso —dijo Critilo— la próvida naturaleza privó a los hombres de las armas naturales y como a gente sospechosa los desarmó: no se fió de su malicia. Y si esto no hubiera prevenido, ¡qué fuera de su crueldad! Ya hubieran acabado con todo. Aunque no les faltan otras armas mucho más terribles y sangrientas que ésas, porque tienen una lengua más afilada que las navajas de los leones, con que desgarran las personas y despedazan las honras; tienen una mala intención más torcida que los cuernos de un toro y que hiere más a ciegas; tienen unas entrañas más dañadas que las víboras, un aliento venenoso más que el de los dragones, unos ojos invidiosos y malévolos más que los del basilisco, unos dientes que clavan más que los colmillos de un jabalí y que los dientes de un perro, unas narices fisgonas (encubridoras de su irrisión) que exceden a las trompas de los elefantes. De modo que sólo el hombre tiene juntas todas las armas ofensivas que se hallan repartidas entre las fieras, y así, él ofende más que todas. Y, porque lo entiendas, advierte que entre los leones y los tigres no había más de un peligro, que era perder esta vida material y perecedera, pero entre los hombres hay muchos más y mayores: y a de perder la honra, la paz, la hacienda, el contento, la felicidad, la conciencia y aun el alma. ¡Qué de engaños, qué de enredos, traiciones, hurtos, homicidios, adulterios, invidias, injurias, detracciones y falsedades que experimentarás entre ellos! Todo lo cual no se halla ni se conoce entre las fieras. Créeme que no hay lobo, no hay león, no hay tigre, no hay basilisco, que llegue al hombre: a todos excede en fiereza. Y así dicen por cosa cierta, y yo la creo, que habiendo condenado en una república un insigne malhechor a cierto número de tormento muy conforme a sus delitos (que fue sepultarle vivo en una profunda hoya llena de profundas sabandijas, dragones, tigres, serpientes y basiliscos, tapando muy bien la boca porque pereciese sin compasión ni remedio), acertó a pasar por allí un extranjero, bien ignorante de tan atroz castigo, y sintiendo los lamentos de aquel desdichado, fuese llegando compasivo y, movido de sus plegarias, fue apartando la losa que cubría la cueva: al mismo punto saltó fuera el tigre con su acostumbrada ligereza, y cuando el temeroso pasajero creyó ser depedazado, vio que mansamente se le ponía a lamer las manos, que fue más que besárselas. Saltó tras él la serpiente, y cuando la temió enroscada entre sus pies, vio que los adoraba; lo mismo hicieron todos los demás, rindiéndosele humildes y dándole las gracias de haberles hecho una tan buena obra como era librarles de tan mala compañía cual la de un hombre ruin, y añadieron que en pago de tanto beneficio le avisaban huyese luego, antes que el hombre saliese, si no quería perecer allí a manos de su fiereza; y al mismo instante echaron todos ellos a huir, unos volando, otros corriendo. Estábase tan inmoble el pasajero cuan espantado, cuando salió el último el hombre, el cual, concibiendo que su bienhechor llevaría algún dinero, arremetió para él y quitóle la vida para robarle la hacienda, que éste fue el galardón del beneficio. Juzga tú ahora cuáles son los crueles, los hombres o las fieras.
—Más admirado, más atónito estoy de oír esto —dijo Andrenio— que el día que vi todo el mundo.
—Pues aún no haces concepto cómo es —ponderó Critilo—. ¿Y ves cuan malos son los hombres? Pues advierte que aún son peores las mujeres y más de temer: ¡mira tú cuáles serán!
—¿Qué dices?
—La verdad.
—Pues ¿qué serán?
—Son, por ahora, demonios, que después te diré más. Sobre todo te encargo, y aun te juramento, que por ningún caso digas quién somos ni cómo tú saliste a luz ni cómo yo llegué acá: que sería perder no menos que tú la libertad y yo la vida. Y aunque hago agravio a tu fidelidad, huélgome de no haberte acabado de contar mis desdichas, en esto sólo dichosas, asegurando descuidos. Quede doblada la hoja para la primera ocasión, que no faltarán muchas en una navegación tan prolija. Ya en esto se percibían las voces de los navegantes y se divisaban los rostros. Era grande la vocería de la chusma, que en todas partes hay vulgo, y más insolente donde más holgado. Amainaron velas, echaron áncoras, y comenzó a saltar la gente en tierra. Fue recíproco el espanto de los que llegaban y de los que les recibían. Desmintieron sus muchas preguntas con decir se habían quedado descuidados y dormidos cuando se hizo a la vela la otra flota, conciliando compasión y aun agasajo.
Estuvieron allí detenidos algunos días cazando y refrescando, y hecha ya agua y leña, se hicieron a la vela en otras tantas alas para la deseada España. Embarcáronse juntos Critilo y Andrenio hasta en los corazones en una gran carraca, asombro de los enemigos, contraste de los vientos y yugo del Océano. Fue la navegación tan peligrosa cuan larga, pero servía de alivio la narración de sus tragedias, que a ratos hurtados prosiguió Critilo desta suerte:
—En medio destos golfos nací, como te digo, entre riesgos y tormentas. Fue la causa que mis padres, españoles ambos y principales, se embarcaron para la India con un grande cargo, merced del gran Filipo que en todo el mundo manda y premia. Venía mi madre con sospechas de traerme en sus entrañas (que comenzamos a ser faltas de una vil materia), declaróse luego el preñado bien penoso, y cogióla el parto en la misma navegación, entre el horror y la turbación de una horrible tempestad, para que se doblase su tormento con la tormenta. Salí yo al mundo entre tantas aflicciones, presagio de mis infelicidades: tan temprano comenzó a jugar con mi vida la fortuna arrojándome de un cabo del mundo al otro. Aportamos a la rica y famosa ciudad de Goa, corte del imperio católico en el Oriente, silla augusta de sus virreyes, emporio universal de la India y de sus riquezas. Aquí mi padre fue aprisa acaudalando fama y bienes, ayudado de su industria y de su cargo. Mas yo, entre tanto bien, me criaba mal; como rico y como único, cuidaban más mis padres fuese hombre que persona. Pero castigó bien el gusto que recibieron en mis niñeces el pesar que les di con mis mocedades, porque fui entrando de carrera por los verdes prados de la juventud, tan sin freno de razón cuan picado de los viles deleites: cebéme en el juego, perdiendo en un día lo que a mi padre le había costado muchos de adquirir, desperdiciando ciento a ciento lo que él recogió uno a uno; pasé luego a la bizarría, rozando galas y costumbres, engalanando el cuerpo lo que desnudaba el ánimo de los verdaderos arreos, que son la virtud y el saber. Ayudábanme a gastar el dinero y la conciencia malos y falsos amigos, lisonjeros, valientes, terceros y entremetidos, viles sabandijas de las haciendas, polillas de la honra y de la conciencia. Sentía esto mi padre, pronosticando el malogro de su hijo y de su casa; más yo, de sus rigores apelaba a la piadosa impertinencia de una madre que cuando más me amparaba me perdía. Pero donde acabó de perder mi padre las esperanzas, y aun la vida, fue cuando me vio enredado en el obscuro laberinto del amor. Puse ciegamente los ojos en una dama que (aunque noble y con todas las demás prendas de la naturaleza, de hermosa, discreta y de pocos años, pero sin las de la fortuna, que son hoy las que más se estiman), comencé a idolatrar en su gentileza, correspondiéndome ella con favores. Lo que sus padres me deseaban yerno, los míos la aborrecían nuera. Buscaron modos y medios para apartarme de aquella afición, que ellos llamaban perdición; trataron de darme otra esposa más de su conveniencia que de mi gusto. Mas yo, ciego, a todo enmudecía. No pensaba, no hablaba, no soñaba en otra cosa que en Felisinda, que así se llamaba mi dama, llevando ya la mitad de la felicidad en su nombre. Con estos y otros muchos pesares acabé con la vida de mi padre, castigo ordinario de la paternal conivencia: él perdió la vida, y yo amparo, aunque no lo sentí tanto como debía. Llorólo mi madre por entrambos, con tal exceso, que en pocos días acabó los suyos, quedando yo más libre y menos triste; consoléme presto de haber perdido padre por poder lograr esposa, teniéndola por tan cierta como deseada, mas por atender a filiales respetos, hube de violentar mi intento por algunos días, que a mí me parecieron siglos. En este breve ínterin de esposo, ¡oh inconstancia de mi suerte!, se barajaron de modo las materias, que la misma muerte que pareció haber facilitado mis deseos los vino a dificultar más y aun los puso en estado de imposible. Fue el caso, o la desdicha, que en este breve tiempo murió también un hermano de mi dama, mozo galán y único, mayorazgo de su casa, quedando Felisinda heredera de todo. Y fénix a todas luces, juntándose la hacienda y la hermosura, doblaron su estimación, creció mucho en sólo un día, y más su fama, adelantándose a los mejores empleos de esta corte. Con un tan impensado incidente alteráronse mucho las cosas, mudaron de cara las materias: sola Felisinda no se trocó, y si lo fue, en mayor fineza. Sus padres y sus deudos, aspirando a cosas mayores, fueron los primeros que se entibiaron en favorecer mi pretensión, que tanto la habían antes adelantado. Pasaron sus tibiezas a desvíos, encendiendo más con esto recíprocas voluntades. Avisábame ella de cuanto se trataba, haciéndome de amante secretario. Declaráronse luego otros competidores, tan poderosos como muchos, pero amantes heridos más de las saetas que les arrojaba la aljaba de su dote que el arco del amor: con todo, me daban cuidado, que es todo temores el amor. El que acabó de apurarme fue un nuevo rival que, a más de ser mozo, galán y rico, era sobrino del virrey, que allá es decir a par de numen y ramo de divinidad: porque allí, el gustar un virrey es obligar, y sus pensamientos se ejecutan aun antes que se imaginen. Comenzó a declararse pretensor de mi dama, tan confiado como poderoso. Competíamos los dos al descubierto, asistidos cada uno, él del poder, y yo del amor. Parecióle a él y a los suyos que era menester más diligencia para derribar mi pretensión, tan arraigada como antigua, y para esto dispusieron las materias; despertando á quien dormía, prometieron su favor y industria a unos contrarios míos porque me pusiesen pleito en lo más bien parado de mi hacienda, ya para torcedor de mi voluntad, ya para acobardar a los padres de Felisinda. Vime presto solo y enredado en los dificultosos pleitos, del interés y del amor, que era el que más me desvelaba. No fue bastante este temor de la pérdida de mi hacienda para hacer volver un paso atrás mi afición, que como la palma crecía más a más resistencia. Pero lo que en mí no pudo, obró en los padres y deudos de mi dama, que, poniendo los ojos en mayores coveniencias del interés y del honor, trataron… mas ¿cómo lo podré decir? no sé si acertaré: mejor será dejarlo. Instó Andrenio en que prosiguiese. Y él:
—¿Eh, qué es morir?: pues resolvieron matarme, dando mi vida a mi contrario, que lo era mi dama. Avisóme ella la misma noche desde un balcón, como solía; consultando y pidiéndome el remedio, derramó tantas lágrimas, que encendieron en mi pecho un incendio, un volcán de desesperación y de furia. Con esto, al otro día, sin reparar en inconvenientes ni en riesgos de honra y de vida, guiado de mi pasión ciega, ceñí, no un estoque, sino un rayo penetrante del aljaba del amor, fraguado de celos y de aceros; salí en busca de mi contrario, remitiendo las palabras a las obras y las lenguas a las manos; desnudamos los estoques de la compasión y de la vaina, fuímonos el uno para el otro, y a pocos lances le atravesé el acero por medio del corazón, sacándole el amor con la vida: quedó él tendido, y yo preso, porque el punto dio conmigo un enjambre de ministros, unos picando en la ambición de complacer al virrey, y los más en la codicia de mis riquezas. Dieron luego conmigo en un calabozo, cargándome de hierros, que éste fue el fruto de los míos. Llegó la triste nueva a oídos de sus padres, y mucho más a sus entrañas, deshaciéndose en lágrimas y voces. Gritaban los parientes la venganza, y los más templados justicia; fulminaba el virrey una muerte en cada extremo; no se hablaba de otro, los más condenándome, los menos defendiéndome, y a todos pesaba de nuestra loca desdicha. Sola mi dama se alegró en toda la ciudad, celebrando mi valor y estimando mi fineza. Comenzóse con gran rigor la causa, pero siempre por tela de juicio; y lo primero a título de secresto; dieron saco verdadero a mi casa, cebándose la venganza en mis riquezas como el irritado toro en la capa del que escapó: solas pudieron librarse algunas joyas por retiradas al sagrado de un convento donde me las guardaban. No se dio por contenta mi fortuna en perseguirme tan criminal, sino que, también civil, me dio luego sentencia en contra en el pleito de la hacienda. Perdí bienes, perdí amigos, que siempre corren parejas. Todo esto fuera nada si no me sacudiera el último revés, que fue acabarme de todo punto. Aborrecidos los padres de Felisinda de su desgracia, ecos ya de las mías, habiendo perdido en un año hijo y yerno, determinaron dejar la India y dar la vuelta a la corte, con esperanzas de un gran puesto, por sus servicios merecido y con favores del virrey facilitado. Convirtieron en oro y plata sus haberes, y en la primera flota, con toda su hacienda y casa, se embarcaron para España, llevándoseme…
Aquí interrumpieron las palabras los sollozos, ahogándose la voz en el llanto.
—Lleváronseme dos prendas del alma de una vez, con que fue doblado y mortal mi sentimiento: la una era Felisinda, y otra más que llevaba en sus entrañas, desdichada ya por ser mía. Hiciéronse a la vela, y aumentaban el viento mis suspiros. Engolfados ellos y anegado yo en un mar de llanto, quedé en aquella cárcel eternizado en calabozos, pobre y de todos, si no de mis enemigos, olvidado. Cual suele el que se despeña un monte abajo ir sembrando despojos, aquí deja el sombrero, allá la capa, en una parte los ojos y en otra las narices, hasta perder la vida quedando reventado en el profundo: así yo, luego que deslicé en aquel despeñadero de marfil, tanto más peligroso cuando más agradable, comencé a ir rodando y despeñándome de unas desdichas en otras, dejando en cada tope, aquí la hacienda, allá la honra, la salud, los padres, los amigos y mi libertad, quedando como sepultado en una cárcel, abismo de desdichas. Mas no digo bien, pues lo que me acarreó de males la riqueza, me restituyó en bienes la pobreza. Puédolo decir con verdad, pues que aquí hallé la sabiduría (que hasta entonces no la había conocido), aquí el desengaño, la experiencia y la salud de cuerpo y alma. Viéndome sin amigos vivos, apelé a los muertos. Di en leer, comencé a saber y a ser persona (que hasta entonces no había vivido la vida racional, sino la bestial), fui llenando el alma de verdades y de prendas, conseguí la sabiduría y con ella el bien obrar, que ilustrado una vez el entendimiento, con facilidad endereza la ciega voluntad: él quedó rico de noticias, y ella de virtudes. Bien es verdad que abrí los ojos cuando no hubo ya que ver, que así acontece de ordinario. Estudié las nobles artes y las sublimes ciencias, entregándome con afición especial a la moral filosofía, pasto del juicio, centro de la razón y vida de la cordura. Mejoré de amigos, trocando un mozo liviano por un Catón severo, y un necio por un Séneca: un rato escuchaba a Sócrates y otro al divino Platón. Con esto pasaba con alivio y aun con gusto aquella sepultura de vivos, laberinto de mi libertad. Pasaron años y virreyes y nunca pasaba el rigor de mis contrarios; entretenían mi causa, queriendo, ya que no podían conseguir otro castigo, convertir la prisión en sepultura. Al cabo de un siglo de padecer y sufrir, llegó orden de España (solicitado en secreto de mi esposa) que remitiesen allá mi causa y mi persona. Púsolo en ejecución el nuevo virrey, menos contrario si no más favorable, en la primera flota. Entregáronme con título de preso a un capitán de un navio, encargándole más el cuidado que la asistencia. Salí de la India el primer pobre, pero con tal contento, que los peligros de la mar me parecieron lisonjas. Gané luego amigos, que con el saber se ganan los verdaderos; entre todos, el capitán de la nave: de superior se me hizo confidente, favor que yo estimé mucho, celebrando por verdadero aquel dicho común que con la mudanza del lugar se muda también de fortuna. Más aquí has de admirar un prodigio del humano engaño, un extremo de mal proceder; aquí, la porfía de una contraria fortuna y a donde llegaron mis desdichas. Este capitán y caballero obligado por todas partes a bien proceder, maleado de la ambición, llevado del parentesco con el virrey mi enemigo y sobornado (a lo que yo más creo) de la codicia vil de mi plata y mis alhajas, reliquias de aquella antigua grandeza (¡mas a qué no incitará los humanos pechos la execrable sed del oro!), resolvióse a ejecutar la más civil bajeza que se ha oído. Estando solos una noche en uno de los corredores de popa gozando de la conversación y marea, dio conmigo, tan descuidado como confiado, en aquel profundo de abismos; comenzó él mismo a dar voces, para hacer desgracia de la traición, y aun llorarme, no arrojado sino caído. Al ruido y a las voces, acudieron mis amigos ansiosos por ayudarme, echando cables y sogas; pero en vano, porque en un instante pasó mucho mar el navio, que volaba, dejándome a mí luchando con las olas y con una dos veces amarga muerte. Arrojáronme algunas tablas por último remedio, y fue una dellas sagrada áncora que las mismas olas, lastimadas de mi inocencia y desdicha, me la ofrecieron entre las manos: asíla tan agradecido cuan desesperado, y besándola la dije: ¡Oh despojo último de mi fortuna, leve apoyo de mi vida, refugio de mi última esperanza, serás siquiera un breve ínterin de mi muerte! Desconfiado de poder seguir el navio fugitivo, me dejé llevar de las olas al albedrío de mi desesperada fortuna. Tirana ella una y mil veces, aun no contenta de tenerme en tal punto de desdichas, echando el resto a su fiereza conjuró contra mí los elementos en una horrible tormenta, para acabarme con toda solemnidad de desventuras; ya me arrojaban tan alto las olas, que tal vez temí quedar enganchado en alguna de las puntas de la luna o estrellado en aquel cielo; hundíame luego tan en el centro de los abismos, que llegué a temer más el incendio que el ahogo. Mas ¡ay!, que los que yo lamentaba rigores fueron favores: que a veces llegan tan a los extremos los males, que pasan a ser dichas. Dígolo porque la misma furia de la tempestad y corriente de las aguas me arrojaron en pocas horas a vista de aquella pequeña isla tu patria, y para mí gran cielo, que de otro modo fuera imposible poder llegar a ella, quedando en medio de aquellos mares rendido de hambre y hartando las marinas fieras: en el mal estuvo el bien. Aquí, ayudándome más el ánimo que las fuerzas, llegué a tomar puerto en esos brazos tuyos, que otra vez y otras mil quiero enlazar, confirmando nuestra amistad en eterna. Desta suerte dio fin Critilo a su relación, abrazándose entrambos, renovando aquella primera fruición y experimentando una secreta simpatía de amor y de contento. Emplearon lo restante de su navegación en provechosos ejercicios, porque a más de la agradable conversación, que toda era una bien proseguida enseñanza, le dio noticias de todo el mundo y conocimiento de aquellas artes que más realzan el ánimo y le enriquecen, como la gustosa historia, la cosmografía, la esfera, la erudición y la que hace personas: la moral filosofía. En lo que puso Andrenio especial estudio fue en aprender lenguas: la latina, eterna tesorera de la sabiduría, la española, tan universal como su imperio, la francesa, erudita, y la italiana, elocuente, ya para lograr los muchos tesoros que en ellas están escritos, ya para la necesidad de hablarlas y entenderlas en su jornada del mundo. Era tanta la curiosidad de Andrenio como su docilidad, y así, siempre estaba confiriendo y preguntando de las provincias, repúblicas, reinos y ciudades, de sus reyes, gobiernos y naciones, siempre informándose, filosofando y discurriendo con tanta fruición como novedad, deseando llegar a la perfección de noticias y de prendas. Con tan gustosa ocupación, no se sintieron las penalidades de un viaje tan penoso, y al tiempo acostumbrado aportaron a este nuestro mundo. En qué parte, y lo que en él les sucedió, nos lo ofrece referir la crisi siguiente.