El Criticón (Primera parte)/Crisi II



CRISI SEGUNDA.

El gran teatro del Universo

Luego que el Supremo Artífice tuvo acabada esta gran fábrica del mundo, dicen trató repartirla, alojando en sus estancias sus vivientes. Convocólos todos, desde el elefante hasta el mosquito; fuéles mostrando los repartimientos y examinando a cada uno cuál dellos escogía para su morada y vivienda. Respondió el elefante que él se contentaba con una selva, el caballo con un prado, el águila con una de las regiones del aire, la ballena con un golfo, el cisne con un estanque, el barbo con un río y la rana con un charco. Llegó el último el primero, digo el hombre, y examinando de su gusto y de su centro, dijo que él no se contentaba con menos que con todo el universo, y aún le parecía poco. Quedaron atónitos los circunstantes de tan exorbitante ambición, aunque no faltó luego un lisonjero que defendió nacer de la grandeza de su ánimo; pero la más astuta de todos:

—Eso no creeré yo —les dijo— sino que procede de la ruindad de su cuerpo. Corta le parece la superficie de la tierra, y así penetra y mina sus entrañas en busca del oro y de la plata para satisfacer en algo su codicia; ocupa y embaraza el aire con lo empinado de sus edificios, dando algún desahogo a su soberbia; surca los mares y sonda sus más profundos senos solicitando las perlas, los ámbares y los corales para adorno de su bizarro desvanecimiento, obliga todos los elementos a que le tributen cuanto abarcan, el aire sus aves, el mar sus peces, la tierra de sus cazas, el fuego la sazón, para entretener, que no satisfacer, su gula; y aún se queja de que todo es poco: ¡Oh monstruosa codicia de los hombres!

Tomó la mano el soberano dueño y dijo:

—Mirad, advertid, sabed que al hombre le he formado yo con mis manos para criado mío y señor vuestro, y como rey que es pretende señorearlo todo. Pero entiende, ¡oh hombre! (aquí hablando con él), que esto ha de ser con la mente, no con el vientre, como persona, no como bestia. Señor has de ser de todas las cosas criadas, pero no esclavo de ellas: que te sigan, no te arrastren. Todo lo has de ocupar con el conocimiento tuyo y reconocimiento mío; esto es, reconociendo en todas las maravillas criadas las perfecciones divinas y pasando de las criaturas al Criador.

A este grande espectáculo de prodigios, si ordinario para nuestra acostumbrada vulgaridad, extraordinario hoy para Andrenio, sale atónito a lograrlo en contemplaciones, a aplaudirlo en pasmos y a referirlo de esta suerte:

—Era el sueño —proseguía— el mismo vulgar refugio de mis penas, especial alivio de mi soledad; a él apelaba de mi continuo tormento y a él estaba entregado una noche (aunque para mí siempre lo era) con más dulzura que otras, presagio infalible de alguna infelicidad cercana, y así fue, pues me lo interrumpió un extraordinario ruido que parecía salir de las más profundas entrañas de aquel monte: conmovióse todo él, temblando aquellas firmes paredes, bramaba el furioso viento vomitando en tempestades por la boca de la gruta, comenzaron a desgajarse con horrible fragor aquellos duros peñascos y a caer con tan espantoso estruendo que parecía quererse venir a la nada toda aquella gran máquina de peñas.

—Basta —dijo Critilo— que aun los montes no se libran de la mudanza, expuestos al contraste de un terremoto y sujetos a la violencia de un rayo, contrastando la común instabilidad su firmeza.

—Pero si las mismas peñas temblaban, ¡qué haría yo! —prosiguió Andrenio—. Todas las partes de mi cuerpo parecieron quererse desencajar también, que hasta el corazón, dando saltos, no hice poco en detenerlo: fuéronme destituyendo los sentidos y hálleme perdido de mí mismo, muerto y aun sepultado entre peñas y entre penas. El tiempo que duró aquel eclipse del alma, paréntesis de mi vida, ni pude yo percibirlo ni de otro alguno saberlo. Al fin, ni sé cómo, ni sé cuándo, volví poco a poco a recobrarme de tan mortal deliquio, abrí los ojos a la que comenzaba a abrir el día, día claro, día grande, día felicísimo, el mejor de toda mi vida: nótelo bien con piedras y aun con peñascos. Reconocí luego quebrantada mi penosa cárcel, y fue tan indecible mi contento, que al punto comencé a desenterrarme, para nacer de nuevo a todo un mundo en una bien patente ventana que señoreaba todo aquel espacioso y alegrísimo hemisferio. Fui acercándome dudosamente a ella, violentando mis deseos, pero ya asegurado, llegué a asomarme del todo a aquel rasgado balcón del ver y del vivir, tendí la vista aquella vez primera por este gran teatro de tierra y cielo: toda el alma con extraño ímpetu, entre curiosidad y alegría, acudió a los ojos, dejando como destituidos los demás miembros, de suerte que estuve casi un día insensible, inmoble y como muerto, cuando más vivo. Querer yo aquí exprimirte el intenso sentimiento de mi afecto, el conato de mi mente y de mi espíritu, sería emprender cien imposibles juntos: sólo te digo que aún me dura, y durará siempre, el espanto, la admiración, la suspensión y el pasmo que me ocuparon toda el alma.

—Bien lo creo —dijo Critilo—, que cuando los ojos ven lo que nunca vieron, el corazón siente lo que nunca sintió.

—Miraba el cielo, miraba la tierra, miraba el mar, ya todo junto, ya cada cosa de por sí, y en cada objeto de estos me transportaba sin acertar a salir dél, viendo, observando, advirtiendo, admirando, discurriendo y lográndolo todo con insaciable fruición.

—¡Oh lo que te envidio —exclamó Critilo— tanta felicidad no imaginada, privilegio único del primer hombre y tuyo!: llegar a ver con novedad y con advertencia la grandeza, la hermosura, el concierto, la firmeza y la variedad desta gran máquina criada. Fáltanos la admiración comúnmente a nosotros porque falta la novedad, y con ésta la advertencia. Entramos todos en el mundo con los ojos del ánimo cerrados, y cuando los abrimos al conocimiento ya la costumbre de ver las cosas, por maravillosas que sean, no deja lugar a la admiración. Por eso los varones sabios se valieron siempre de la reflexión, imaginándose llegar de nuevo al mundo, reparando en sus prodigios, que cada cosa lo es, admirando sus perfecciones y filosofando artificiosamente. A la manera que el que paseando por un deliciosísimo jardín pasó divertido por sus calles, sin reparar en lo artificioso de sus plantas ni en lo vario de sus flores, vuelve atrás cuando lo advierte y comienza a gozar otra vez poco a poco y de una en una cada planta y cada flor, así nos acontece a nosotros que vamos pasando desde el nacer al morir sin reparar en la hermosura y perfección de este universo; pero los varones sabios vuelven atrás, renovando el gusto y contemplando cada cosa con novedad en el advertir, si no en el ver.

—La mayor ventaja mía —ponderaba Andrenio— fue llegar a gozar este colmo de perfecciones a deseo y después de una privación tan violenta.

—Felicidad fue tu prisión —dijo Critilo— pues llegaste por ella a gozar todo el bien junto y deseado, que cuando las cosas son grandes y a deseo, dos veces se logran. Los mayores prodigios, si son fáciles y a todo querer, se envilecen; el uso libre hace perder el respeto a la más relevante maravilla, y en el mismo sol fue favor que se ausentase de noche para que fuese deseado a la mañana. ¡Qué concurso de afectos sería el tuyo, qué tropel de sentimiento! ¡Qué ocupada andaría el alma repartiendo atenciones y dispensando afectos! Mucho fue no reventar de admiración, de gozo y de conocimiento. —Creo yo —respondió Andrenio— que ocupada el alma en ver y en atender, no tuvo lugar de partirse, y atropellándose unos a otros los objetos, al paso que la entretenían la detenían. Pero ya en esto, los alegres mensajeros de ese gran monarca de la luz que tú llamas sol, coronado augustamente de resplandores, ceñido de la guarda de sus rayos, solicitaban mis ojos a rendirle veneraciones de atención y de admiración. Comenzó a ostentarse por ese gran trono de cristalinas espumas, y con una soberana callada majestad se fue señoreando de todo el hemisferio, llenando todas las demás criaturas de su esclarecida presencia. Aquí yo quedé absorto y totalmente enajenado de mí mismo, puesto en él, émulo del águila más atenta.

—¡Oh qué será —alzó aquí la voz Critilo— aquella inmortal y gloriosa vista de aquel infinito sol divino, aquel llegar a ver su infinitamente perfectísima hermosura! ¡Qué gozo, qué fruición, qué dicha, qué felicidad, qué gloria!

—Crecía mi admiración —prosiguió Andrenio— al paso que mi atención desmayaba, porque al que deseé distante ya le temía cercano; y aun observé que a ningún otro prodigio se rindió la vista sino a éste, confesándole inaccesible y con razón sólo.

—Es el sol —ponderó Critilo— la criatura que más ostentosamente retrata la majestuosa grandeza del Criador. Llámase sol, porque en su presencia todas las demás lumbreras se retiran: él sólo campea. Está en medio de los celestes orbes como en su centro, corazón del lucimiento y manantial perene de la luz; es indefectible, siempre el mismo, único en la belleza, él hace que se vean todas las cosas y no permite ser visto, celando su decoro y recatando su decencia; influye y concurre con las demás causas a dar el ser a todas las cosas, hasta el hombre mismo; es afectadamente comunicativo de su luz y de su alegría, esparciéndose por todas partes y penetrando hasta las mismas entrañas de la tierra; todo lo baña, alegra, ilustra, fecunda y influye; es igual, pues nace para todos, a nadie ha menester de sí abajo, y todos le reconocen dependencias: es, al fin, criatura de ostentación, el más luciente espejo en quien las divinas grandezas se representan.

—Todo el día —dijo Andrenio— empleé en él, contemplándole ya en sí, ya en los reflejos de las aguas, olvidado de mí mismo.

—Ahora no me espanto —ponderó Critilo— de lo que dijo aquel otro filósofo: que había nacido para ver el sol. Dijo bien, aunque le entendieron mal y hicieron burla de sus veras. Quiso decir este sabio que en ese sol material contemplaba él aquel divino, realzadamente filosofando que si la sombra es tan esclarecida, ¡cuál será la verdadera luz de aquella infinita increada belleza!

—Mas ¡ay! —dijo lamentándose Andrenio—, que al uso de acá bajo, la grandeza de mi contento se convirtió presto en un exceso de pesar al ver, digo, al no verle, trocóse la alegría del nacer en el horror del morir, el trono de la mañana en el túmulo de la noche: sepultóse el sol en las aguas y quedé yo anegado en otro mar de mi llanto. Creí no verle más, con que quedé muriendo. Pero volví presto a resucitar entre nuevas admiraciones a un cielo coronado de luminarias, haciendo fiesta a mi contento. Aseguróte que no me fue menos agradable vista ésta, antes más entretenida cuanto más varia.

—¡Oh gran saber de Dios! —dijo Critilo—, que halló modo cómo hacer hermosa la noche, que no es menos linda que el día. Impropios nombres la dio la vulgar ignorancia llamándola fea y desaliñada, no habiendo cosa más brillante y serena; injúrianla de triste, siendo descanso del trabajo y alivio de nuestras fatigas. Mejor la celebró uno de sabia, ya por lo que se calla, ya por lo que se piensa en ella, que no sin enseñanza fue celebrada la lechuza en la discreta Atenas por símbolo del saber. No es tanto la noche para que duerman los ignorantes cuanto para que velen los sabios. Y si el día ejecuta, la noche previene.

—En otra gran fruición y más a lo callado me hallaba muy hallado con la noche, metido en aquel laberinto de las estrellas, unas centelleantes, otras lucientes. Íbalas registrando todas, notando su mucha variedad en la grandeza, puestos, movimientos y colores, saliendo unas y ocultándose otras.

—Ideando —dijo Critilo— las humanas, que todas caminan a ponerse.

—En lo que yo mucho reparé —dijo Andrenio— fue en su maravillosa disposición. Porque ya que el Soberano Artífice hermoseó tanto esta artesonada bóveda del mundo con tanto florón y estrella, ¿por qué no las dispuso, decía yo, con orden y concierto, de modo que entretejieran vistosos lazos y formaran primorosas labores? No sé cómo me lo diga ni cómo lo declare.

—Ya te entiendo —acudió Critilo—, quisieras tú que estuvieran dispuestas en forma ya de un artificioso recamado, ya de un vistoso jardín, ya de un precioso joyel, repartidas con arte y correspondencia.

—Sí, sí, eso mismo, porque a más de que campearan otro tanto y fuera un espectáculo muy agradable a la vista, brillantísimo artificio, destruía con eso del todo el divino Hacedor aquel necio escrúpulo de haberse hecho acaso y declaraba de todo punto su divina providencia.

—Reparas bien —dijo Critilo—, pero advierte que la divina sabiduría que las formó y las repartió desta suerte atendió a otra más importante correspondencia, cual lo es la de sus movimientos y aquel templarse las influencias. Porque has de saber que no hay astro alguno en el cielo que no tenga su diferente propriedad, así como las yerbas y las plantas de la tierra: unas de las estrellas causan el calor, otras el frío, unas secan, otras humedecen, y desta suerte alternan otras muchas influencias, y con esa esencial correspondencia unas a otras se corrigen y se templan. La otra disposición artificiosa que tú dices fuera afectada y uniforme: quédese para los juguetes del arte y de la humana niñería. De este modo, se nos hace cada noche nuevo el cielo y nunca enfada el mirarlo, cada uno proporciona las estrellas como quiere; a más que en esta variedad natural y confusión grave parecen tanto más que el vulgo las juzga inumerables, y con esto queda como en enigma la suprema asistencia: si bien para los sabios muy clara y entendida.

—Celebraba yo mucho aquella gran variedad de colores —dijo Andrenio—: unas campean blancas, otras encendidas, doradas y plateadas; sólo eché menos el color verde, siendo el más agradable a la vista.

—Es muy terreno —dijo Critilo—. Quédanse las verduras para la tierra: acá son las esperanzas, allá la feliz posesión. Es contrario ese color a los ardores celestes, por ser hijo de la humedad corruptible. ¿No reparaste en aquella estrellita que hace punto en la gran plana del cielo, objeto de los imanes, blanco de sus saetas? Allí el compás de nuestra atención fija la una punta y con la otra va midiendo los círculos que va dando en vueltas (aunque de ordinario rodando) nuestra vida.

—Confiésote que se me había pasado por pequeña —dijo Andrenio—, a más de que ocupó luego toda mi curiosidad aquella hermosa reina de las estrellas, presidente de la noche, sustituta del sol y no menos admirable, ésa que tú llamas luna. Causóme, si no menos gozo, mucha más admiración con sus uniformes variedades, ya creciente, ya menguante, y poco rato llena.

—Es segunda presidente del tiempo —dijo Critilo—. Tiene a medias el mando con el sol: si él hace el día, ella la noche; si el sol cumple los años, ella los meses; calienta el sol y seca de día la tierra, la luna de noche la refresca y humedece; el sol gobierna los campos, la luna rige los mares: de suerte que son las dos balanzas del tiempo. Pero lo más digno de notarse es que, así como el sol es claro espejo de Dios y de sus divinos atributos, la luna lo es del hombre y de sus humanas imperfecciones: ya crece, ya mengua; ya nace, ya muere; ya está en su lleno, ya en su nada, nunca permaneciendo en un estado; no tiene luz de sí, particípala del sol, eclípsala la tierra cuando se le interpone, muestra más sus manchas, cuando está más lucida; es la ínfima de los planetas en el puesto y en el ser, puede más en la tierra que en el cielo: de modo que es mudable, defectuosa, manchada, inferior, pobre, triste, y todo se le origina de la vecindad con la tierra.

—Toda esta noche y otras muchas —dijo Andrenio— pasé en tan gustoso desvelo, haciéndome tantos ojos como el cielo mismo: yo por mirarle y él para ser visto. Mas ya los clarines de la aurora, en cantos de las aves, comenzaron a hacer salva a la segunda salida del sol, tocando a despejar estrellas y despertar flores. Volvió él a nacer y yo a vivir con verle. Salúdele con afectos ya más tibios.

—Que aun el sol —dijo Critilo— a la segunda vez ya no espanta, ni a la tercera admira.

—Sentí menos viva la curiosidad, cuanto más despierta la hambre. Y así, después de agradecidos aplausos, valiéndome de su luz (en que conocí que era criatura y que como paje de luz me servía), traté de descender a la tierra, obligándome la asistencia del cuerpo a faltar al ánimo, abatiéndome de la más alta contemplación a tan materiales empleos. Fui bajando, digo, humillándome, por aquella mal segura escala que formaron las mismas ruinas, que de otro modo fuera imposible, y ese favor más reconocí al cielo. Pero antes de estampar la primera huella en tierra me falta ya el aliento y aun la voz; y así, te ruego me socorras de palabras para poder exprimir la copia de mis sentimientos, que otra vez te convido a nuevas admiraciones, aunque en maravillas terrenas.