IV
VI

Cuando el Corsario y sus dos compañeros llegaron a la plaza de Granada era tal la oscuridad reinante, que no se podía distinguir a una persona a veinte pasos.

En la plaza reinaba un profundo silencio, únicamente roto por los macabros graznidos de algunos urubúes que seguían con la mirada fija en las horcas de los quince filibuseros. Ni siquiera se oían los pasos del centinela que montaba guardia ante el palacio del gobernador, que se alzaba majestuoso frente a las quince horcas.