A un gesto del capitán, Wan Stiller y Carmaux habían tomado al prisionero y lo habían ubicado a los pies de un árbol, pero sin desamarrarle las manos, a pesar de que sabían que jamás intentaría la locura de escapar.

El Corsario se le sentó de frente, sobre una gran raíz que surgía del suelo como una serpiente gigantesca, mientras las otros dos se ubicaron como centinelas en los límites de la arboleda, ya que no podían estar seguros aún de que el prisionero estuviera solo.


-Dime –dijo el Corsario tras unos instantes de silencio- ¿mi hermano aún están exhibiendo a mi hermano?

-Sí, el gobernador a ordenado mantenerlo colgado por tres días y tres noches, antes de arrojar el cadáver en el bosque, como alimento para las fieras.

-¿Crees que sea posible robar el cadáver?

-Tal vez, ya que durante la noche no hay más que un centinela. Quince colgados no es que puedan escapar.

-¡quince!- dijo el Corsario con un tono sordo. –Entonces ese salvaje de Wan Guld no se ahorró nisiquiera uno?

-Ninguno.

-¿Y no teme la venganza de los filibusteros de La Tortuga?

-Maracaibo se encuentra bien provisionada de tropas y cañones

Una sonrisa de despreció se asomó en los labios del feroz corsario.

-¿Qué nos hacen los cañones a nosotros? - Dijo. –Nuestras naves de asalto valen mucho más, Pudieron verlo una vez más en el asalta a San Francisco de Campeche, a San Agostino de la Florida y en otros combates.

-Sí, pero Wan Guld tiene a Maracaibo al seguro.

-¡Oh sí! Muy bien!Ya lo veremos entonces.

Sin prestar atención el temor del prisionero, el Corsario Negro continuó interrogándolo.

-¿Qué hacías en este bosque?

-Vigilaba la playa.

-¿solo?

-Sí, solo.

-¿Se temía que les diéramos una sorpresa?

-No lo niego, ya que había sido vista una nave sospechosa cruzando el golfo.

-Y el gobernador se apresuró a fortalecer su posición.

-Hizo más que eso. Advirtió al almirantazgo.

Ésta vez fue el Corsario quien tuvo un pequeño escalofrío.

-¡ah!- exclamó, mientras su blanca piel se volvía totalmente pálida. – ¿Mi nave corre tal vez un gran peligro?

Luego alzando los hombros agregó:

-¡Bah! Cuando las fragatas lleguen a Maracaibo, yo ya estaré en mi nave.

Se levantó bruscamente, con un silbido llamó a los otros dos filibusteros y les dijo:

-Partamos.

-¿Y qué tenemos qué hacer con el prisionero?

-Llévenlo. La vida de ustedes responderá por la suya, si es que se fuga.

-¡Truenos de Hamburgo!- exclamó Wan Stiller- Lo llevaré bien agarrado por la cintura, no vaya a ser que se le salté por la cabeza la estupidez de jugar con las piernas.

Se pusieron en camino nuevamente. Uno detrás del otro, en fila india, con Carmaux delante y Wan Stiller al final, detrás del prisionero, para no perderlo de vista ni un instante. La alborada nacía, mientras las tinieblas comenzaban a retroceder rápidamente, expulsadas por la rosa luz que invadía el cielo y que se alargaba incluso bajo los gigantes árboles del bosque. Los monos, numerosísimos en América Latina, especialmente en Venezuela, se despertaban, llenando la selva con sus extraños gritos.

Sobre la cima de las graciosas palmas, de tronco delgado y elegante, o entre el verde follaje de los enormes eriodendros, o en las gruesas lianas que se estrechaban entre los árboles, o aferrados a las raíces áreas de las aroidee, o en medio a las esplendidas bromelias, de ricas ramas cargadas de flores escarlatas, podía verse el incesante movimiento de las distintas especies de primates.

Sobre la cima de las graciosas palmas, de tronco delgado y elegante, o entre el verde follaje de los enormes eriodendros, o en las gruesas lianas que se estrechaban entre los árboles, o aferrados a las raíces áreas de las aroidee, o en medio a las esplendidas bromelias, de ricas ramas cargadas de flores escarlatas, se veía agitarse como pequeños niños a las distintas especies de primates

Por ahí una pequeña tribu de micos, los monos más graciosos y al mismo tiempo los más despiertos y los más inteligentes, a pesar de ser tan pequeños que pueden ser escondidos en el bolsillo de una chaqueta. Un poco más allá habían unos sahui rojos, un poco más grandes que una ardilla, adornados con una bella meleno, que les hacía parecer pequeños leones, también habían bandas de monos, los simios más delgados de todos, con brazos y piernas tan grandes, que llegaban a asemejar arañas gigantes, o tropas de pregos, simios que tienen la manía de destruir todo a su paso y que son el terror de los pobres agricultores.

Aves no faltaban tampoco, mezclando sus sonidos con los de los primates. Entre las grandes hojas de las palmas usadas para fabricar los bellos y ligeros sombreros de Panamá, o entre los bosquecillos de laransia, flores exhalantes de un agudo perfume, o sobre las cuaresmas, bellísimas palmas de flores púrpuras, chachareaban a toda boca los pequeños mahitaco, pequeños papagayos con la cabeza color turquesa, los ará, grandes papagayos completamente rojos, que de la mañana a la noche, con una constancia digna de una mejor causa, gritan constantemente ará, ará.

Los filibusteros y el español, ya habituados a recorrer las grandes selvas del continente americana y de las islas del golfo de México, no se detenían para admirar ni a las plantas, ni a los monos, ni a las aves. Marchaban lo más rápido que podían, aprovechando los pasajes abiertos o por las fieras, o por los indígenas, presurosos por escapar a ese caos vegetal y divisar Maracaibo.

El Corsario habia quedado meditabundo y oscuro, como lo era casi siempre, en su nave o en las juergas de La Tortuga.

Envuelto en su gran capa negra, con el sombrero de fieltro calado hasta los ojos, y con la mano izquierda apoyada en la espada y la cabeza apoyada sobre el pecho, caminaba detrás de Carmaux, sin mirar ni a los compañeros ni la prisionero, como si hubiera sido el único que en ese momento atravesaba el espesor de la jungla.

Los dos filibusteros, conociendo bien sus costumbres, se cuidaban bien de no importunarlo no de sacarlo de sus meditaciones. Al máximo se intercambiaban a baja voz consejos sobre que camino tomar, alargando sus pasos cada vez que se internaban más entre las gigantescas redes de gruesas lianas, entre los troncos de palmeras, de Jacaranda y de las massaranuba, haciendo escapar con su presencia bandadas de esos pequeños pajarillos llamados colibrí, de brillantes plumas azulas y de pico rojo, color de fuego.

Caminaban desde hacia ya dos horas, cada vez más rápido, cuando Carmaux, luego de un instante de duda y después de habar observado varias veces los árboles y el suelo, se detuvo indicandole a Wan Stiller un grupo de cujeiros, plantas duras que producen un extraño sonido cuando sopla el viento.

- ¿Es aquí Wan Stiller?- Preguntó- Creo que no me equivoco.

Casi al mismo tiempo, de entre los árboles oyeron el eco de unos sonidos melodiosos, dulcísimos,que parecían provenir de alguna flauta.

- ¿Qué es ese sonido?- Preguntó el corsario, levantandose burscamento y quitándose la capa.

- Es la flauta de moko- respondió Carmaux sonriendo.

- ¿Y quién es ese tal Moko?-

- El negro que nos ayudó a escapar. Su cabaña está entre medio de estas plantas.

- ¿Y por qué toca?

- Seguramente estará amaestrando a sus serpientes.

- ¿Es un encantador de serpientes?

- Sí capitán.

- Pera el sonido de la flauta puede traicionarnos.

- Se la quitaré y mandaremos a las serpientes a dar un lindo paseo al bosque.


El corsario se movió como lanzándose hacia delante, pero extrajo la espada como si temiera alguna desagradable sorpresa.

Carmaux se había ido por un sendero apenas visible, pero un poco más adelante se detuvo y lanzo un grito mezcla de sorpresa y repulsión.

Delante a una casucha hecha de ramas con el techo cubierto de hojas de palma y semi-escondida por una cujera, enorme planta de calabazas que casi siempre cubre con su sombra las cabañas de los indios, estaba sentado un negro de hercúlea forma. Era uno de los más bellos campeones de la raza africana, ya que era de gran estatura, con anchos y robustos hombros, pecho amplio y grandes músculos en brazos y piernas, que debían poseer una fuerza gigantesca.

Su rostro, a pesar de poseer unos gruesos labios, la nariz chata y los pomúlos salientes, no era feo, sino que incluso poseía algo de bueno, de ingenuo e infantil, sin la menor huella de aquella expresiòn feroz que se encuentra en tantas razas africanas.

Sentado sobre un tronco de árbol, tocaba una flauta hecha de una delgada caña de bambú, a la que le extraía sonidos, prolongados, que producían una extraña sensación de tranquilidad, mientras delante suyo se arrastraban dulcemente ocho o diez de los más peligrosos réptiles de la América meridional.

Habían algunos jararacá, pequeñas serpientes color tabaco, de cabezas deprimidas y triangulares, con un cuello delgadisímo y que son a tal punto venenosas que los indios las llaman 'las malditas', algunos naja, llamados también ay ay, completamente negros y que inyectan un veneno fulminante, algunas boicinega o serpientes cascabel y algunos urutú, reptil de rayas blancas dispuestas en forma de cruz sobre su cabeza y cuya mordida produce la parálisis del miembro atacado.

El negro, oyendo el grito de Carmaux, levantó sus grandes ojos, que parecían de porcelana, fijándolos sobre el filibustero, y luego, separando la flauta de sus labios, dijo con estupor:

- ¿Son ustedes? ¿Todavía aquí? Ya los creía ya en el golfo, a salvo de los españoles.

- Sí, somos nosotros... pero que el diablo me lleve si es que doy un paso adelante con todos esos horribles reptiles que te circundan.


-Mis animales no le hacen daño a los amigos,-respondió el negro riendo. -Espera sólo un momento compadre blanco, y las mandaré a dormir.

Tomó un canasto de hojas entrelazadas, metió dentro las serpientes y sin que éstas se rebelaran, lo cerró con ciudado, cubriéndolo, para mayor precaución, con una piedra grande, y luego dijo:

-Ahora puedes entrar sin temor en mi cabaña compadre blanco. ¿Estás solo?

-No, me acompaña el capitán de mi nave, el hermano del Corsario Rojo.

-¿El Corsario Negro? ¿él aquí? Maracaybo temblara de pies a cabeza.

-Silencio, mi negrito. Pon tu cabaña a nuestra disposición, no tendrás motivos para arrepentirte.

Para entonces, el Corsario había ya llegado junto con el prisionero y Wan Stiller. Saludó con un gesto de la mano al negro que lo esapraba delante de la cabaña, luego entró detrás de Carmaux, diciendo:

-¿Es este el hombre que te ayudó a escapar?

-Sí, mi capitán.

-¿Odia tal vez a los españoles?

-Tanto como nosostros.

-¿Conoce Maracaybo?

-Como nosotros conocemos La Tortuga.

El Corsario se giró para mirar al negro, admirando la musculatura de aquel hijo del África, y luego agregó, como hablando consigo mismo:

-He aquí uno que podría llegar a apreciar.

Lanzó una mirada al interior de la cabaña, y viendo una silla de hojas entrelazadas se sentó para luego sumirse una vez más en sus pensamientos.

En tanto, el negro había llevado rápidamente unas tortillas de manioca, un tipo de harina extraído de unos tubérculos sumamente venenosos, pero que pierden dicha cualidad luego de ser rayados y exprimidos, algunas frutas parecidas a piñas verdes que poseen en el interior una crema blanca de exquisito sabor y varias docenas de aquellas perfumadas bananas, sobranominadas "de oro", un poco más pequeñss que el resto, pero mucho más sabrosas y nutritivas.

Los tres filibusteros, que no habían probado bocado en toda la noche, dieron cuenta de aquel desayuno, sin olvidar al prisionero y luego se acomodaron como pusieron sobre las hojas que el negro había llevado a la cabaña y se durmieron tranquilamente, como si se encontraran en un lugar completamente seguro.

Moko se quedó de sentinela, habiendo previamente atado con cuidado al prisionero.

NEn lo que había durado el día, ninguno de los filibusteros se había movido, pero apenas la noche cayó la noche, el Corsario se levantó bruscamente. Habíase vuelto más pálido de lo normal, y sus negros ojos se mostraban animados por una melancólica luz.

Con paso agitado, dió dos o tres vueltas a la cabaña, y luego, deteniéndose frente al prisionero, le dijo:

-He prometido no matarte, cuando hubiera tenido el derecho a colgarte del primer árbol que encontrara, así que tú debes decirme si es que es posible entrar en el palacio del gobernador sin ser observado.

-¿Quiere ir a asesinarlo para vengar al Corsario Rojo?

-¡Asesinarlo!- Exclamó el Corsario con ira. Yo lucho, no mato a traición, porque soy un gentilhombre. Un duelo entre el y yo sí, pero no un asesinato.

-El gobernador es ya un hombre viejo, mientras usted es joven, además no podría introducirse en su habitación sin ser arrestado por alguno de los soldados que vigilan cerca de él.

-Se que es corajudo.

-Como un león.

-Entonces está bien. Espero encontrarlo pronto.

Se volvió hacia los dos filibusteros, ya de pie, diciéndole a Wan Stiller:

-Tu permanecerás aquí, vigilando al prisionero.

-Basta con el negro, capitán

-No, el negro es fuerte como un Hercules, y me servirá para llevarme los restos de mi hermano. Ven Carmaux, iremos a bebernos una botella de vino de España a Maracaybo.

-¡Mil tiburones capitán! ¡A esta hora!

-¿Tienes miedo?

-Con usted bajaría al mismísimo infierno a tomar del pelo a maese Belcebú, pero temo que seremos descubiertos.

Una sonrisa sarcástica se asomó en los delgados labios del Corsario.

-Lo veremos,-Dijo luego -Ven.-