​El Chimborazo​ de Francisco Javier Salazar Arboleda


He ahí el coloso de los Andes, elevado como el pensamiento de Bolívar, majestuoso como la creación todavía informe, surgiendo del caos al empuje del omnipotente brazo de Jehová.

Sombrío y solitario, se parece al Satanás de Milton cuando en su descenso al infierno hizo alto en la tierra, y dirigió la palabra al sol con el lenguaje del remordimiento y la desesperación.

Monarca de las montañas, contempla a sus plantas los picachos más altos de la cordillera occidental, toca al cielo con su cabeza, y ostenta a la faz de una gran parte del pueblo ecuatoriano su nítido ropaje, en cuyos anchos y variados pliegues se hallan, casi desprendidas, rocas de diversas figuras y tamaños, en ademán de lanzarse de un momento a otro a las profundidades del abismo.

Inmóvil en medio de la soledad, se presenta a cada paso a los ojos del espectador en actitudes y formas cada vez más sorprendentes y sublimes.

Despejado, como el firmamento en una tarde de verano, es un prisma inconmensurable cuyos lados, refractando la luz del sol, se revisten de los brillantes colores del iris. Por su magnitud y hermosura se diría que es un nudo formado por los dedos del Altísimo para unir el Cielo con la Tierra.

Cúbrese, luego, con su manto gris y nebuloso, como para concentrarse en sí mismo y meditar tristemente en que algún día debe desaparecer su corpulenta mole al soplo de la ira del Señor.

Óyense, en efecto, sus gemidos melancólicos y prolongados que vagan en el espacio en alas de los vientos, y resuenan en las cóncavas grutas de las inmediaciones. En su despecho sacude la encrespada cabellera y arroja de ella millones de partículas de nieve, las cuales, al pálido esplendor de un sol opaco, parecen otras tantas perlas descendiendo en vistosa lluvia sobre los campos circunvecinos.

Sus rugidos son entonces más imponentes y continuos: ellos abruman el alma, sobrecogen el corazón, y hablan a la inteligencia con más energía que todos los oradores y poetas que ha producido el globo en que habitamos.

Sólo el que supo decir a las generaciones «Yo soy el que soy», es más sublime en sus palabras que el titán americano en su lenguaje inarticulado.

Rasga, de súbito, el manto que le oculta a los ojos del viajero, y aparece tras un velo diáfano como el tul para echar una mirada severa sobre sus dominios de plata. El sol, sin nubes interpuestas, ostenta toda su brillantez, y el silencio sucede al eco atronador de los vientos.

Mas el «Rey de los Andes», como si estuviese celoso de compartir su imperio con el monarca del día, o como si se enfadara de que éste se atreviese a espiar sus misterios, llama a sí con nuevos bramidos a las lejanas nubes; ellas acuden con la rapidez del huracán, y le envuelven por todas partes en sus densos vapores.

Concentrando en este modo todas sus fuerzas, se prepara a la lid y lanza en derredor sus falanges de nubes, las cuales se precipitan sucesivamente en espesas columnas, como rápidos torrentes, y luego ascienden al espacio formando fantásticas figuras: ya es un cóndor de gigantescas alas, duplicadas en la movible sombra que hacen en la plateada llanura del arenal; ya es una cadena de titanes en ademán de escalar el cielo; ya, en fin, una serie de montañas que, rodando por el espacio, amenazan al mundo con su próxima caída.

Las parciales columnas forman después en un solo cuerpo y, desplegándose majestuosamente en las regiones superiores, roban al sol de la vista del viajero, y dan al día el aspecto sombrío del crepúsculo.

Se extienden, luego, sobre la elevada plataforma del monte, y a manera de un transparente velo, dejan ver de hito en hito al astro rey que, despojado de su vivo esplendor, aparece pálido y melancólico, como la luna en la mitad de una noche de invierno.

Entre tanto, el gigante de las montañas comienza a despejarse por su base, y su cabellera de nubes le asciende por la espalda a la cima en marejadas semejantes a las de la mar enfurecida; le cae luego sobre la frente, como las frenéticas y espumantes aguas de una catarata, y se esparce al fin graciosamente sobre los hombros en brillantes y caprichosos rizos. La antigüedad le habría tomado por Neptuno, aderezando su cabello, descompuesto por la furia de las tormentas, para asistir al banquete de los dioses.

Torna a esconderse tras el negro pabellón que le rodea, y con su aliento de hielo estremece a las acémilas que, con las orejas tendidas hacia atrás, el cuello prolongado y el ojo moribundo, marchan con paso vacilante, manifestando con tristes quejidos su fatiga y abatimiento.

Fuera del silbido de los vientos y del susurro de varios riachuelos que se deslizan por entre los peñascos, se oye alguna vez el penetrante grito de un arriero. Falto de abrigo y de aliento, marcha el infeliz con la planta desnuda sobre la escarcha y la nieve, conduciendo algunos cereales y unos cuantos cestos de pan, amasados con sus lágrimas, a trueque de una ganancia mezquina e incierta.

El área inmensa dominada por el Chimborazo se halla, en lo bajo de su parte occidental, llena de matorrales de paja, en medio de los cuales se ven de cuando en cuando algunas flores amarillas, y rara vez uno que otro árbol enano y poco frondoso, inclinado sobre las pendientes de los despeñaderos. Estas plantas cubiertas de nieve, ofrecen por varias leguas el aspecto de una vegetación artificial, cuyos troncos, ramas, hojas y flores parecen de bruñida plata.

Más arriba, la vida vegetal desaparece, y una llanura de arena muerta como una gran alfombra de cristal encanta por su hermosura, y hace un espléndido contraste con los campos de esmeralda y oro que se divisan allá, en lontananza, por la parte oriental.

Al costado de la cuesta que conduce al Arenal se halla una elevada galería, con enormes peñascos volados sobre el camino. En ella se ven de trecho en trecho algunos hombres rendidos por el cansancio y la intemperie, en grupos más o menos caprichosos.

Por mitigar los rigores del hielo han atado la cabeza con un chal, a manera de turbante, y se han envuelto en sus grandes ponchos rojos salpicados de nieve, o medio enterrados en ella; sus miradas lúgubres y penetrantes, y sus fisonomías adustas y concentradas revelan la melancolía del desconsuelo o la amargura de la desesperación. ¡Ah, Miguel de Santiago!, si en este momento pudieseis desde la eternidad confiarme vuestro magnífico pincel, el cuadro sería indudablemente digno de vuestro renombre.

Con pesar dejo el grande espectáculo del Chimborazo; él ha arrebatado mi espíritu a las regiones de lo infinito, y ha suspendido, por algunos momentos, en mis labios el cáliz del dolor que el destino me hace apurar en todos los instantes de mi existencia. Quiera la fortuna que antes de bajar a la tumba, vuelva yo a encontrarle en medio del frenético furor que ahora le agita. Sólo entonces ostenta toda su magnificencia, y es para el alma un manantial inagotable de sublimes inspiraciones.