El Chancellor/Capítulo XLVI
XLVI.
A SED COMPARADA CON EL HAMBRE.—MIS COMPAÑEROS SE MIRAN MUTUAMENTE CON AVIDEZ.—OLOR ESPECIAL A CARNE.—ME ARRASTRO COMO UNA CULEBRA.—EL TRO ZO DE TOCINO.—LUCHA,—HE COMIDO.
17 de Enero.
Si nuestra sed se ha calmado un instante, el hambre, por consecuencia natural, nos ha acometido con más violencia.
¿No hay ningun miedo, sin anzuelo ni cebo de apoderarse de uno de esos tiburones que hormiguean alrededor de la balsa? No, á no ser que nos arrojemos al mar para atacar á esos mónstruos á puñaladas en su propio elemento, como lo hacen los indios de las pesquerías de perlas. Roberto Kurtis ha pensado en intentar la aventura, pero no le hemos dejado hacerlo, porque los tiburones son muchos y seria sacrificarse sin ningún provecho, exponiéndose á una muerte segura.
Observo aquí que si puede lograrse engañar la sed, ya bañándose en el agua de mar, ya poniendo en la boca algún objeto de metal, no sucede lo mismo respecto del hambre, porque nada puede suplir la sustancia nutritiva. Además, el agua se produce siempre por un hecho natural, la lluvia, por ejemplo, y por consiguiente nunca se pierde la esperanza de haberla, pero se puede perder completamente la de hallar de comer.
Ahora bien, nosotros hemos llegado á ese punto; y si he de confesar todo lo que pasa, debo decir que algunos de mis compañeros se miran con ávidos ojos.
Ya se comprenderá en que pendiente están nuestras ideas y á qué actos de salvajismo puede impulsar la miseria á cerebros agitados de un solo pensamiento.
Desde que las nubes tempestuosas nos han dado media hora de lluvia el cielo ha vuelto á quedar despejado; el viento ha refrescado un instante, pero pronto se calma y la vela cuelga á lo largo del mástil; por lo demás ya no consideramos el viento como un motor. ¿Dónde está la balsa? ¿A qué punto del Atlántico la han empujado las corrientes? Nadie puede decirlo, y así nos es indiferente que el viento sople del Este ó del Norte ó del Sur. No pedimos más que una cosa á esta brisa, y es que refresque nuestros pechos, que mezcle un poco de vapor con el aire seco que nos devora y que temple este calor, que desde el zénit nos envía un sol de fuego.
Empieza á anochecer y la noche será oscura hasta las doce, hora en que saldrá la luna, que entra en el cuarto menguante, Las constelaciones, un poco cubiertas de bruma, no proyectan ese centelleo magnífico que ilumina las noches frias.
Acometido de una especie de delirio, y bajo la impresión de una hambre atroz que se aumenta con la caida del día, me tiendo sobre un paquete de velas á estribor, y allí me inclino sobre las olas para aspirar su frescura.
Entre mis compañeros que se hallan también tendidos en su sitio acostumbrado, ¿cuántos encuentran en el sueño un olvido de sus padecimientos? Ninguno quizá; en cuanto á mí, tengo el cerebro vacío y acometido de pesadillas.
Se apodera de mi un sopor enfermizo No que no es ni la vigilia ni el sueñopodria decir cuanto tiempo he permanecido en este estado de postración: todo lo que recuerdo es que en cierto momento me ha sacado de él una sensación particular.
No sé si sueño, pero mi olfato se encuentra herido por un olor que hace tiempo no se ha observado á bordo. Es como una emanación vaga que un resto de brisa me trae de cuando en cuando. Las ventanas de mi nariz se hinchan y aspiran. ¿Qué olor es este? Estoy á punto de gritar... Una especie de instinto me contiene, y registro en mi memoria una palabra, un nombre olvidado que aplicar á este olor.
Pasan algunos instantes. La intensidad de la emanación, más fuerte que nunca, excita en mis aspiraciones mas vivas.
—Pero, me digo de repente, y como un hombre que recuerda al fin un hecho, ese es un olor á carne cocida.
Una aspiración más activa me cercio ra de que mis sentidos no me han engañado, y sin embargo, en esta balsa...
Me levanto sobre las rodillas y aspiro de nuevo, sorbiendo por las narices, si se me permite esta expresión, el aire ambiente... Reconozco la misma emanación; estoy, pues, bajo el viento del objeto que produce ese olor, y por consiguiente el objeto se encuentra á proa de la balsa.
Dejo el sitio que ocupaba arrastrándome como una culebra, registrando, no con la vista, sino con el olfato, escondiéndome bajo las velas, entre las berlingas, con la prudencia de un gato y no queriendo de modo alguno despertar la atención de mis compañeros.
Durante algunos minutos me arrastro así por todos los rincones, guiándome por el olfato como un perdiguero. Una vez se me escapa la pista, ya sea que me aleje del objeto, ya que la brisa caiga, y otra vez la emanación llega á mi nariz con una intensidad nueva. En fin, vuelvo á hallar la pista, la sigo y siento que voy derecho al objeto.
En aquel momento llego al ángulo de estribor á popa de la balsa, y reconozco que el olor que ha llamado mi atención proviene de un pedazo de tocino ahumado: no me engaño; todas las papilas de mi lengua se erizan de deseo.
Tengo que introducirme bajo una espesa cubierta de velas, nadie me ve, nadie me oye; me adelanto sobre las rodillas y sobre los codos, y alargo el brazo; mi mano cae en un objeto envuelto en un pedazo de papel; le retiro rápidamen te y le miro á la claridad de la luna, que en aquel momento asoma en el hori zonte.
No es una ilusión. Tengo en mi mano un pedazo de tocino, apenas un cuarterón, pero con el cual puedo calmar por todo un día mis tormentos. Le llevo á la boca...
Una mano coge la mia. Me vuelvo con teniendo apenas un rugido, y conozco al mayordomo Hobbart, su salud, relativa mente mejor que la nuestra, sus gemidos hipócritas. En el momento del naufragio ha podido salvar algunas provisiones y las ha reservado para si alimentándose con ellas mientras que nosotros nos mo ríamos de hambre. ¡Ah miserable!
Pero no; Hobbart ha obrado prudentemente; encuentro que es un hombre precavido, previsor, y si ha conservado algún alimento sin que lo sepamos los de más, tanto mejor para él...y para mí.
Hobbart no lo entiende así. Coge mi mano y trata de recobrar el pedazo de tocino, pero sin hablar porque no quiere atraer la atención de sus compañerosvengan Yo tengo el mismo interés que él en callar, porque no nos conviene que otros á arrancarnos esta presa. Lucho, pues, silenciosamente, pero con tanto más furor cuanto que oigo á Hobbart decir entre dientes: "Mi último bocado, mi último alimento." Su último bocado. Es preciso que sea mío á toda costa; le quiero y le tendré.
Me avalanzo á la garganta de mi adversario, la aprieto entre mis manos y en breve queda sin movimiento.
Y mientras tengo á Hobbart derrivado, me llevo á la boca con la otra mano el pedazo de tocino, y le como con rabia.
Después, soltando al desdichado, me arrastro de nuevo y vuelvo á mi sitio á popa.
Nadie me ha visto. He comido.