El Chancellor/Capítulo VI

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

VI.

GURESA MAR.—¿ESTÁ LOCO EL CAPITAN?SINGULAR ASPECTO.

Del 8 al 13 de Octubre.

El viento comienza á soplar del Nordeste con cierta violencia y el Chancellor, bajo sus gavias, con rizos bajos y su mesana, ha tenido que ponerse á capa corrida.

La mar es muy gruesa y el buque se fatiga mucho, los tabiques de la cámara gimen con un ruido que acaba por crispar los nervios. Los pasajeros se mantienen en su mayor parte bajo la toldilla.

Yo prefiero permanecer en el puente aunque una lluvia fina me penetra con sus moléculas pulverizadas por el viento.

pa.

Durante dos días corrimos así á la ca El movimiento de las capas atmosféricas ha pasado de gran fresco á golpe de viento; se calan los masteleros de juaEl viento en este momento hace de cincuenta á sesenta millas por hora (1)nete.

A pesar de las excelentes cualidades del Chancellor su deriva es considerable y vamos arrastrados hácia el Sur. El es tado del cielo, oscurecido por las nubes no permite tomar altura, y no estando establecido el punto nos vemos obligados á atenernos á la estima.

Mis compañeros de viaje, á quienes el segundo nada ha dicho, no pueden saber que hacemos un rumbo absolutamente inexplicable. La Inglaterra está al Nor deste y nosotros corremos hácia el Sudoeste. Roberto Kurtis no comprende la obstinación del capitán, que á lo menos debería cambiar sus amuras, y haciendo rumbo al Noroeste, volver á tomar las corrientes favorables. Pero no: desde [1] Unos treinta metros por segundo.

que el viento ha saltado al Nordeste el Chancellor se inclina cada vez más al Sur.

Aquel día, hallándome sólo en la toldilla con Roberto Kurtis, le digo: —¿Está loco su capitán de usted?

—Eso pregunto yo, señor Kazallon, dice Roberto Kurtis; usted debe saberlo, pues que le ha observado ya atentamente.

—No sé qué responder, señor Kurtis; pero confieso que su fisonomia singular, sus ojos extraviados...... Ha navegado usted ya otra vez con él?

—No, esta es la primera vez.

—¿Y le ha renovado usted sus observaciones acerca del rumbo que seguimos?

—Si; pero me ha respondido que era el bueno.

—Señor Kurtis, y qué piensan el teniente Walter y el contramaestre de esta manera de obrar?

—Piensan lo que yo.

—¿Y si el capitán Huntly quisiera con ducir el buque á China...

—Le obedecerían como yo.

—Sin embargo la obediencia tiene sus límites.

—No, mientras la conducta del capi tán no ponga el buque á riesgo de perderse.

—¿Pero, y si está loco?

—Si está loco, señor Kazallon, yo sabré lo que debo hacer.

Esta es una complicación que no esperaba de modo alguno al embarcarme en el Chancellor.

Entre tanto, el tiempo se ha puesto ca da vez peor, y en esca parte del Atlántico se desencadena un verdadero golpe de viento. El buque se ha visto obligado á ponerse á la capa de su gavia mayor con rizos bajos y el foque, es decir, que hace, por decirlo así, frente al vien to, presentando sus fuertes cachetes á la mar. Pero como ya se ha dicho, su deriva es grande y nos vemos cada vez más rechazados hacia el Sur.

Esto es tan evidente, cuanto que en la noche del 11 al 12 el Chancellor entra plenamente en el mar de sargazos.

Este mar, encerrado por la tibia corriente del Gulf—Stream, es una vasta es tensión de agua cubierta de esas algas que los españoles llaman sagarzos, y donde las carabelas de Colón no navegaron sin trabajo, durante su primera travesía del Océano.

Cuando llega el día el Atlántico ofrece á nuestros ojos un singular aspecto y los Letourneur vienen á observarlo, á pesar de las ruidosas ráfagas que hacen resonar los obenques metálicos, como verda deras cuerdas de arpa. Nuestros vestidos, pegados á nuestro cuerpo, se desgarrarían completamente si presentaran la menor presa al aire. El buque salta so bre este mar espeso á consecuencia de esta prolífica familia de las fucáceas, vasla llanura de yerba, que corta con la roda como con una reja de arado. Algunas veces largos filamentos recogidos por el aire se arrollan á las cuerdas como sarmiento de vid, y forman una cortina de verdor, tendida de un mástil á otro. Entre estas largas algas, interminables cintas que no miden menos de trescientos á cuatrocientos piés, las hay que van á arrollarse hasta la perilla de los masteleros, como otros tantos gallardetes flotantes. Por espacio de algunas horas hay que luchar contra esta invasión de algas, y en ciertos momentos el Chancellor, con su arboladura cubierta de hidrofitos ligados por estas lianas caprichosas, debe parecerse á un bosque movible en medio de una pradera inmensa.