El Carbayón: recuerdos históricos de Oviedo
Al Sr. D. Rafael M. de Labra como recuerdo de afectuosa amistad, EL AUTOR.
Han pasado catorce años, y aún los verdaderos hijos de Oviedo recuerdan con pesar el triste amanecer del 25 de noviembre de 1865.
Vino la luz para consuelo de todos, tras una noche de terror, sin sueño, perturbado por el huracán que azotó sin piedad al pueblo de Fruela.
Las calles aparecieron cubiertas de tejas rotas, cristales, cascotes de chimeneas, trozos de madera, y otras señales de la furia del terrible elemento que en el Campo de San Francisco, nuestro paseo predilecto, sitio querido de nuestras alegrías y esparcimientos, dejó huellas profundas de su paso. Más de treinta árboles llenos de vigorosa lozanía cayeron al suelo, unos tronchados, descepados los más, y entre ellos el famoso Negrillo, así llamado por antonomasia, esbelto, gallardo, de artística copa, encadenado con hierros en la división principal de su tronco al separarse en dos grandes ramas que amenazaban desgajarse; árbol altísimo y hermoso, que sobresalía sobre todos los del frondoso campo de San Francisco.
Cuando le vimos en el suelo, los hijos de Oviedo le contemplamos con pena. Todos queríamos y admirábamos al Negrillo; para ver su remate alzábamos los ojos al cielo, casi siempre nublado, de nuestro pueblo.
- Cayó el Negrillo- decíamos - pero el CARBAYÓN no caerá tan fácilmente: es el árbol secular y sagrado de la ciudad, testigo de todos los acontecimientos de nuestra historia, que, a más de vivir con la savia de la madre tierra, parece que vive con la savia de recuerdos antiguos y de nuestro cariño. Allí está; al extremo del campo, tocando al pueblo de quien es patrono. Ha resistido las luchas de la naturaleza y de los hombres; bajo su sombra se han cobijado niños, jóvenes y viejos en los siglos lejanos y en los años presentes; sus ramas y sus brazos tan dilatados, se extienden hacia Oviedo con afecto; sus añosas y extensas raíces llegan al corazón de nuestra patria, el viento, al murmurar entre sus hojas, parece que nos habla de tiempos que pasaron. Es el patriarca del valle, el símbolo de la comarca, y tronco sagrado que es preciso conservar como el fuego en el templo de Vesta. Su nombre es nuestro nombre; por él somos conocidos dentro y fuera de la provincia, y nuestros hermanos emigrados a América le recuerdan con afecto entrañable, y quieren los ovetenses volver a él con el ahínco con que la golondrina leal vuelve en la primavera a cobijarse en el nido que fue su cuna y la cuna de sus hijuelos. Joya la más estimada del campo de San Francisco, todos miran al CARBAYÓN con respeto, y no ha de faltarle un trovador que cante su belleza y su veneranda memoria, como Antonio Trueba cantó la del árbol de Guernica.
Y ¡suceso inesperado! El CARBAYÓN ya no existe, y cayó, no abatido por la tempestad ni doblegado por el huracán. Si en los años últimos descendió su vigor, palidecieron sus hojas y menguaron sus frutos, fue por ser tratado sin consideración cuando la apertura de la tan extensa como malaventurada calle de Uría, que hará siempre honor y dará nombre inmortal a los que trazaron sus rasantes. El silbido de la locomotora dicen que anunció su caida; pero no hubiera sido así con más respeto a la tradiciones de un pueblo, que ellas no son un obstáculo para las reformas, y antes bien las prestan con encanto y poesía.
Mas consumado el hecho, mutilado el campo de San Francisco por la despiadada hacha municipal, ya no son pertinentes elegiacas consideraciones. En tierra el CARBAYÓN, nuestro delicioso paseo ha perdido un timbre histórico de gran valía, y debe dedicársele un recuerdo escribiendo las azarosas páginas de su vida, que es la vida de Oviedo.
En 13 del pasado Setiembre, el jardinero municipal (conste que es un inteligente italiano), manifestó a la Alcaldía la necesidad de derribar el árbol llamado vulgarmente el CARBAYÓN, considerando su estado de ruina y porque impedía la franca circulación por la acera de la calle de Uría mencionada. Fue el oficio presentado en la sesión celebrada por nuestro Ayuntamiento el día 15, apoyado por la Comisión de paseos y arbolado, y, como era natural, tratándose del típico árbol ovetense, los ediles discutieron sobre el asunto. Una enmienda de "no haber lugar a deliberar" fue desestimada por 14 contra 10 votos; hubo empate en otra de remitir el asunto a las atribuciones de la dicha Comisión, que después fue desechada por 12 contra 10; y ¡resolución final! el derribo fue aprobado por 14 contra 9 votos. Al terminar la semana, el jardinero tasó el árbol en 175 pesetas; en la subasta para el corte y derribo, en 28 del referido mes, fue adjudicado en 192 pesetas 50 céntimos; y en 2 de Octubre resonaron los primeros golpes del hacha en el añoso tronco del CARBAYÓN, golpes que tuvieron eco en el corazón de muchos y muchos ovetenses.
Dibujado en el número 31 de LA ILUSTRACIÓN GALLEGA Y ASTURIANA por T. Cuevas, en este grabado y en las fotografías que circularon por todas partes, nuestros lectores habrán admirado la hermosura del roble legendario: su basamento artístico, que abrazaba próximamente 12 metros de circunferencia, su tronco con escasas protuberancias que media seis, como nueve en el arranque de los dos brazos principales, 30 de altura y 38 en el círculo de la frondosa copa.
Su derribo no fue operación fácil, pues parecía que presentaba resistencia a su caida y se arraigaba con fuerza en el suelo de Oviedo; pero una vez en tierra se abrió el tronco carcomido, presagiando próxima muerte natural, que aún así no justifica la violenta que sufrió por acuerdo de sus propios hijos y paisanos. ¿Quién entonces no le miró con cariño y no le visitó con interés, viéndole con pesar tendido al extremo de aquel campo donde antes se alzaba el odioso patíbulo y hoy se mira transformado con lagos, cascadas, fuentes y jardines? ¿Quién no le dijo adiós con afecto, mientras algunos gatos del forno de pura raza recogían trozos y ramas para recuerdo y otros encargaban muebles y objetos para su memoria? Los mismos que decretaron su muerte, compraron después el hueco tronco y con él formaron, a guisa de monumento conmemorativo, una costosa garita cerca de la fuente de las ranas en el Bombé. Las generaciones venideras contemplarán allí los últimos restos del CARBAYÓN, oirán contar su vida, que es la historia de su pueblo, y, con algunas variantes, no fatará quien les diga con Rodrigo Caro:
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.
Tal vez de entre amarillos pergaminos y empolvados papeles de viejo archivo, un ovetense curioso saque datos precisos, o como si dijéramos, la fe de bautismo del CARBAYÓN famoso. Mientras que esto no suceda no sabremos la edad de nuestro amado roble, y pasará con sus años lo que con algunas viejas, que abandonan este pícaro mundo sin confesar los lustros de su existencia prehistórica.
Así nosotros omitiremos lo que no nos consta; pero afirmaremos, sin temor de ser desmentidos, que el CARBAYÓN contaba no pocos siglos de vida.
No fue contemporáneo de los troncos que se levantaron en aquella maleza donde Fromestano y Máximo, buscando la soledad, señalaron la Corte de Fruela I, que el Casto Alfonso adornó con templos y monasterios, con muros y palacios; no admiró la grandeza de Oviedo, cuando sus concilios e iglesia metropolitana y cuando las victorias de Alfonso III; y no la vio honrada por numerosos Prelados, fugitivos de sus diócesis, favorecida por el fuero de Alfonso VI, confirmado por el VII, el amante afortunado de aquella Gontrodo que fue "la esperanza de su linaje, la honra de su patria, el espejo de las mujeres". Tampoco vio a Oviedo gobernado por Doña Urraca, visitada por Alfonso IX que donó el concejo de Nora a Nora; no alcanzó los favores de Fernando el Santo, las desdichas del Rey Sabio, que tuvo aquí fidelidad y desprendimiento para sus costosas y malogradas empresas, y no recibió las mercedes del rebelde Sancho y el emplazado Fernando. No llegó a las valientes manifestaciones de nuestro primitivo régimen municipal, trabajando para emanciparse de la Iglesia y de los elementos señoriales, ora con transacciones amigables y estatutos conciliadores, sino por las armas y firmes pretensiones en los siglos XIII y XIV.
Cuando el CARBAYÓN brotó de nuestra tierra, ya el alcalde de Oviedo Alfonso Nicolás había purgado con pena durísima su desacato contra el Deán y después Obispo, Fernando Alfonso Peláez, a quien arrojó violentamente de su mula y arrastró por las calles de la ciudad escandalizada; ya Doña Balesquida Giraldez había fundado para los caballeros alfayates la cofradía y hospital de su nombre, con funciones características para nuestro pueblo; ya más tarde, se había ensangrentado el territorio patrio con la lucha fraticida entre el hijo adoptivo del suntuoso prócer D. Rodrigo Álvarez de las Asturias, entre el bastardo D. Enrique, que disputaba el trono castellano, y el justiciero y legítimo Monarca Don Pedro, por cuya causa se juntaron en el monasterio de la Vega de Oviedo los más leales caballeros asturianos, y por quien Rodrigo Fernandez Casaprin fue muerto en la Torre de la ciudad y perseguido Diego de Valdés el Valiente, señor de las Torres de San Cucao.
Si el CARBAYÓN tuvo cinco siglos de vida, como generalmente calcularon los entendidos, nuestro inolvidable roble debió brotar por los dias del gobierno del animoso Prelado D. Gutiérrez de Toledo, que echaba los cimientos de nuestra actual basílica, cuando las turbulencias del aventurero y desleal Infante D. Alfonso Enrique y la venida de D. Juan I a Asturias, cuando "de mala gana Noreña, con pendón y caldera, fue fecha sierva de iglesia" y cuando, conforme a los sangrientos usos de la época, en prueba de fidelidad, los hijos de Oviedo presentaban a Enrique III las cabezas de algunos partidarios del alevoso señor de Gijón.
¡Que azarosa infancia la de nuestro árbol, si se permite la expresión! A un extremo del bosque de San Francisco - así llamado desde que en los comienzos del siglo XIII Fr. Pedro, el Compadre del seráfico fundador de Asís, levantó el Monasterio de su Orden, - fueron los primeros días del CARBAYÓN en tiempos poco tranquilos. Eran los de la calamitosa minoría de D. Juan II y la preponderancia de los Quiñones en Asturias: días de choque entre varios Concejos y comenderos eclesiásticos, señaladamente en Llanera cuando D. Guillen de Monteverde, por quien fueron puestos en entredicho los desde entonces llamados esperxurados, aunque nobles y pecheros sufrieron en las calles de Oviedo la severa penitencia impuesta por D. Diego Ramirez de Guzman.
En aquel siglo dio el Principado la sangre de sus hijos y el oro de sus arcas para las empresas memorables de D. Fernando y de Doña Isabel I, que tuvo por contador a Alonso de Quintanilla, el protector de Colón, nacido en Paderni, cerca de Oviedo, y de cuyo gobierno fueron las prudentes medidas que acabaron con los antiguos bandos de Hevias y Noriegas, Bernaldos de Quirós y Omañas.
Vemos, pues, como reseñando la vida del CARBAYÓN registramos los hechos más señalados de nuestra crónica.
Avancemos aún.
Atacada por la peste la ciudad, no es visitada por Carlos I, que desembarcó en Tazones, siguió por Villaviciosa y Llanes a Castilla, y entonces mientras nuestros gobernantes se lanzaban a nuevas aventuras en uno y otro mundo, aquí el CARBAYÓN pudo ser testigo de las cuestiones entre el Obispo Muros y el Corregidor Manríquez de Lara por violación del asilo de un reo acogido a San Vicente; del voraz incendio que destruyó la ciudad en 1521; del temblor de tierra y grandes avenidas en el año siguiente; del recibimiento regio y suntuosos funerales del Arzobispo de Sevilla D. Fernando de Valdés, inquisidor inflexible, pero espléndido dispensador de mercedes y fundador insigne de la Universidad Ovetense; del ruidoso Jueves Santo de 1568, cuando el obispo Ayora, "que movió grandes diferencias con su Cabildo, Deán y Convento de PP. Dominicos", arrojó violentamente del púlpito de nuestra iglesia catedral a Fr. Diego Escalante por sospechas de luterano; y de las famosas fiestas en el natalicio del Príncipe D. Fernando, hijo de Felipe II, con grandes invenciones de libreas y disfraces para las vistosas carrozas de los gremios. El CARBAYÓN vio muy cerca el hambre terrible de 1573 a 1576, en que la fanega de trigo que vino de Castilla y Francia costaba 30 y 40 rs., cuando se daban grandes comidas a 1.500 pobres en el Campo de San Francisco, donde se entrerraron no pocos de los que murieron por la miseria, antes de alcanzar la abundancia de los años siguientes en que aquella medida se vendió a 8 reales; pudo ver el rayo que abatió la cruz de la gótica torre y llevó el fuego a las bóvedas de San Salvador; las inundaciones devastadoras en 1580 y 1586; y el ejercito de 24 banderas que por entonces se alojó en la capital, moviendo grandes cuestiones en el vecindario.
Cuando vino el siglo XVII ya el CARBAYÓN se erguía lozano y de ancha copa en nuestro bosque. Pudo presenciar a la sazón la alegría del pueblo por la apertura de la Universidad, plantel de hombres ilustres en futuros años, y que trajo la animación de sus escolares, contrastando con el excesivo número de eclesiáticos y frailes de las iglesias y conventos. Él vio las exageradas controversias de Suaristas, Tomistas y Escotistas, llevadas de las aulas a las calles, y él cobijó a los pobres discípulos del sutil Escoto, doctor de la próxima escuela franciscana. Los estudiantes de la sopa depositaban su cazuela y cuchara en la tenovia y través de los hórreos del Campo de la Lana, y embozados en sus manteos esperaban, bajo el CARBAYÓN, que en el pórtico de San Francisco apareciese la figura, no muy expresiva, del lego repartidor, que por el orden de antiguedad en su carrera distribuia su ración a los sopistas para comerla a la sombra protectora del padre de los hijos de Oviedo.
Díjose por aquellos tiempos singulares que los delfines asolaban la procelosa costa cantábrica; pero nuestros mayores se querellaron en regla de los atrevidos cetáceos, y, seguido el juicio en toda regla, recayó la salvadora censura que los ahuyentó por completo de nuestros mares, sucediendo lo mismo que cuando la plaga de los ratones en la anterior centuria.
Más tarde vino a la silla episcopal D. Alonso Antonio de San Martín, hijo natural de Felipe IV, y hubo esto y lo otro en Oviedo durante su Gobierno, porque, un tanto descortés, entró por la capital de incógnito, movió cuestiones con sus capitulares, y anduvo en pleitos y censuras con el Gobernador Altamirano, lo que, como es natural, dio un poco que decir en esta ciudad y Principado.
Ya tenemos al CARBAYÓN en la plenitud de su existencia cuando vino el siglo XVIII. No llegando a nuestra provincia los estragos de la guerra de Sucesión, centralizada la vida nacional en la villa y Corte de Madrid bajo la casa de Borbón como bajo la de Austria, el roble que por su hermosura ya tenía las simpatías de nuestros abuelos, vio el aparatoso establecimiento de la Audiencia, mientras continuaba con su paternal administración la Junta general del Principado, vióse honrado por las visitas del R.P.M. Fray Benito Feijóo, el insigne polígrafo, que hizo de Oviedo su patria adoptiva, vio la prelatura inolvidable del inteligente Sr. Pisador y la expulsión de los hijos de Loyola del colegio de San Matías, que fundó doña Magdalena de Ulloa; oyó, primero, merecidos elogios del egregio y sabio Conde de Campomanes con su influencia bienhechora en el Consejo de Castilla, y en seguida pudo escuchar justas censuras del ambicioso favorito de Carlos IV y del pícaro Caballero, mientras resplandecía con la antorcha de su ciencia y de su honradez intachable el Ministro Jovellanos, honor de Asturias.
De todo pudo dar fe el CARBAYÓN, cuando nuestros abuelos leian admirados a su sombra las tardías Gacetas que relataban los inauditos sucesos de París de Francia, años después de que en este pueblo hubiera disgustos y alborotos cuando la carestía de artículos de primera necesidad, y la caida de otro rayo que dejó sus huellas en nuestra torre esbelta, que inició en su iglesia el incendio destructor que había convertido en cenizas el venerando santuario de Covadonga. Por entonces también unos estudiantes del Occidente de Asturias pusieron fuego en el campo de San Francisco a otros dos magníficos robles muy próximos, y que se decían hermanos del hoy CARBAYÓN abatido. Tal fue la indignación de esta ciudad, que nunca más volvieron a ella los nuevos y atrevidos Erostratos de nuestro bosque.
Con sucesos bien extraordinarios entró el presente siglo XIX, último de nuestro árbol, pero también el más glorioso de su existencia. El año de 1808 es una página de oro en nuestra historia, porque la provincia de Asturias, dirigida por Santa Cruz, Toreno, Peñalva, Busto, Miranda, Llano Ponte y otros patriotas esclarecidos, fue la primera de España que retó "al desmedido poder ante el cual se postraban los mayores potentados del continente." ¡Qué agitación la de aquellos días cuando los trabajos preliminares para levantar el ejército asturiano!¡Que movimiento en el campo de San Francisco! Próxima al árbol secular, cuyos recuerdos apuntamos, la Junta general del Principado, último resto de nuestros preciados y perdidos fueros, en funciones de Soberana distribuyó los batallones que con el nombre de algunos Concejos formaron el ejército provincial, y bajo su fronda se juraron las banderas que llevaron el nombre de la patria más allá de los Pirineos.
El batallón de Hibernia y los Carabineros reales que había mandado a la provincia el Duque de Berg se adhirieron al levantamiento; pero no sus jefes Fitzgerald y Ladron de Guevara, que fueron reducidos a prisión en el castillo-fortaleza. Al perdonarlos la generosa Junta general les tenía preparada su fuga para Gijón; pero al grito de "¡que se marchan los traidores!" fueron otra vez encarcelados y después llevados al campo de San Francisco, donde atados con el conde del Pinar y Melendez Valdés a cuatro árboles cercanos al CARBAYÓN, hubiera sido víctimas de los bisoños e inquietos soldados del regimiento de Castropol y de las gentes del pueblo a no mediar el canónigo Ahumada, el Cabildo y algunos frailes franciscanos que, trayendo en procesión de la catedral el Sacramento, calmaron los irritados ánimos de los patriotas que concedieron el perdon que se les pedía en nombre del Dios de misericordia.
¿Queréis más memorias del CARBAYÓN? Pues casi de ayer aún pudiera relataros las divisiones hostiles y los bandos de la polaina y la sotana - vecinos del pueblo y estudiantes, - las cuestiones y palizas de liberales o negros con realistas o serviles, las razas de purificados e impurificados, la adhesión a nuestro infortunado Riego en 1820, la reacción con sus venganzas, la aurora de la libertad cuando la muerte de Fernando VII, la triste y gloriosa jornada del 19 de octubre de 1836, y otros sucesos que forman nuestros modernos anales. De todos fue testigo sin tacha el CARBAYÓN famoso, y el vio pasar en varios siglos aquella pléyade de hombres eminentes que son timbre y gloria del territorio asturiano.
La vida del CARBAYÓN abraza los principales cambios y mudanzas de Oviedo dentro y fuera de las murallas. Aquella ciudad, agrupada y reducida a la ermita de San Vicente,iglesia del Salvador, San Juan de Dueñas, San Tirso, Palacio Real y pocos edificios más; aquel Oviedo, limitado a las estrechas calles que encerraban los muros por Traslacerca (ho Jovellanos), la Lana (hoy Argüelles), la Picota (hoy Universidad), el Peso, Las Consistoriales, la calle del Sol, el Postigo Alto, el Paraíso, y parte de la calle de la Vega, creció y se ensanchó por necesidades bien distintas. Apareció primero el barrio del Cárpio, donde algunas tradiciones nebulosas señalan la infancia del héroe Bernardo, el fantástico vencedor de Roncesvalles; el monasterio de Doña Gontrodo y la comunicación con el Oriente de la provincia ensancharon la capital por la calle de la Vega y sus cercanías; Santa Clara y las vías para el Occidente determinaron el desarrollo de los Estancos: del barrio de So-castiello se hace mención en documentos del siglo XV; el convento de San Francisco, el colegio de San Gregorio y la Universidad causaron las edificaciones próximas; la capilla de la Magdalena del Campo, escondida entre malezas a la entrada del bosquey donde se guardaba el tablado y los viles instrumentos del verdugo, dio nombre al sitio cercano que hoy lleva el de Pelayo; a últimos años del siglo XVIII y principios del XIX pertenece el Campo de la Lana, así llamado por el antiguo mercado de vellones, todo ocupado por hórreos y paneras que desaparecieron para las obras actuales;la Puerta Nueva adquirió mayor extensión en el siglo pasado con el camino real a Castilla, arrancando de aquellos sitios donde se alzaban las demolidas ermitas de San Roque y de San Cipriano; la calle del Rosal, a su posición alegre y despejada debió la apertura cuando las donaciones de Doña Balesquida para las casas de sastres, si es que en tiempos lejanos no sue salida para Castilla y Occidente; y, por último, Campomanes, Santa Susana y Uría son casi de ayer y ocupan los solares adquiridos por los asturianos enriquecidos en America o por castellanos o catalanes, comerciantes en nuestra capital, cuyos hijos han sido refractarios a su utilisimo ejercicio.
Calles, casas y habitantes se fueron mudando y sucediendo, como es natural, en el trascurso de los años, y los usos y costumbres, las modas, las necesidades y hasta el carácter, todo es distinto, desde el viejo Oviedo del CARBAYÓN lozano, al Oviedo moderno del CARBAYÓN destruido. Nuestro roble alcanzó aquella vida de misticismo entreverado de citas y desafíos; aquellas épocas del trabajo reglamentado con los gremios; de la Administración en manos de Adelantados, Corregidores y Regentes con autoridad omnipotente; del Concejo administrado por Regidores perpétuos; de aquellas divisiones de nobles, hidalgos y plebeyos; de la influencia de curas y de frailes; del rosario de la Aurora y cofradías especiales, y, en fin, de aquellas garridas mozas de calles y otros tipos, que fueron transformándose de día en día y que casi se perdieron, como se va olvidando la danza prima y la morisca giraldilla conforme can disminuyendo las romerías. Aún sin embargo se dice: Gente de Oviedo, tambor y gaita.
Hoy todo ha cambiado, y tenemos industria y comercio propios, una vida pública y privada muy diferente, y, para que nada falte, el telégrafo nos enlaza con el mundo, la locomotora pugna por atravesar el Pajares y hasta tenemos ¡¡Plaza de Toros!!
Que hemos ganado es indudable, pero ¿estorbaba a nuestro evidente progreso el olvido de los recuerdos antiguos?¿Conviene renegar de nuestro pasado destruyendo sus monumentos, como el CARBAYÓN? Creemos que no, y que aún menos se justifica el corte del roble secular por su visible decadencia y anuncio de su próxima muerte. Es bien claro, y Víctor Hugo, testigo de toda excepción, lo dice: "el sombrío color de los siglos hace de la vejez de los monumentos la edad de su hermosura".
Lo repetimos: cortado el CARBAYÓN ha sido mutilado nuestro delicioso campo de San Francisco, encanto y admiración de propios y de extraños. Vendrá la primavera que trae la vida nueva, y llegará el otoño para esparcir las hojas y matar los tísicos; veremos en nuestro parque que las acacias florecen en época crítica para estudiantes, y que las espineras, los castaños indianos, los álamos, los tilos, etc., se entretejerán con los altos robles para formar una enramada sombría, saturada de aromas, sobre una alfombra matizada de flores. Pero, ¿quién nose acordará del CARBAYÓN y no mirará con desdén aquella singular garita que es su recuerdo?
Tal vez estaba escrito, como exclaman los árabes y más gráficamente dice el provervio castellano:
"Del árbol caído todos hacen leña"